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Ed. Lumen, año 2012. Tamaño 23 x 15,5 cm. Traducción de Ana María Bejarano. Estado: Nuevo. Cantidad de páginas: 808
David Grossman es, además de un importante escritor israelí, un gran activista por la paz que desde hace años se manifiesta en contra de la guerra como vía de resolución del conflicto entre palestinos e israelíes. En 2006, después de una conferencia en la que junto con Amos Oz y A. B. Yehoshúa instaron al gobierno a aceptar un cese al fuego, apenas dos días más tarde, su hijo Uri, un sargento de 20 años, murió alcanzado por un misil en una operación en el sur del Líbano. Lejos de cualquier revanchismo nacionalista, David Grossman continuó con su tarea pacifista fortaleciendo la profundidad de su discurso en cada entrevista que da a lo largo y ancho del globo.
Sus intervenciones no se limitan a conferencias y reportajes sino que mucho de esa militancia por la paz se filtra en su literatura.
Hay dos entradas muy directas –y es que Grossman no da demasiadas vueltas– a su última novela. La primera, como es lógico, es su título, de una claridad tal vez desconcertante. Alcanza con leer unas pocas páginas para arriesgar que, para Grossman, la vida entera es esa inmensidad, prácticamente imposible de narrar y transmitir por completo en un libro; y es, al mismo tiempo, eso que se pone en juego –y se puede perder– a cada momento, en tan sólo un segundo de violencia. De un humanismo tardío pero inevitable, parece afirmar que cada soldado, cada hijo israelí y cada hijo palestino que se pierde, encierra una inmensidad.
Sin embargo, la novela no se cierra en la guerra. La protagonista de La vida entera se llama Ora, una madre israelí que decide emprender un viaje improvisado después de que su hijo menor es incorporado a las filas del ejército nacional. Divorciada y alejada de su hijo mayor, Ora prefiere escapar de la soledad de su casa antes que sucumbir a la espera constante de las malas noticias, dibujando una línea de fuga que le permitirá revisar su pasado y su lugar en una sociedad que cada día le resulta más extraña. La temática del viaje, con la que Grossman ya había experimentado en otras de sus novelas como Llévame contigo, inscribe a La vida entera en una larga tradición literaria que va desde el Viaje al fin de la noche de Céline hasta la novela inconclusa de Kafka América, y que siempre sirve para poner en juego la posibilidad de escapar a las estructuras sociales que se cierran sobre sí mismas.
Pero el principio de La vida entera es otro: en un hospital en Jerusalén durante la Guerra de los Seis Días, tres adolescentes con una enfermedad infecciosa permanecen olvidados y a oscuras, como el resto de la ciudad, en la sección de cuarentena. Abram, Ilan y la joven Ora empiezan su historia de amistad entre los delirios de la fiebre y los sonidos de la guerra que llegan desde el exterior. Con el salto temporal repentino de esa escena de fiebre y oscuridad a la madurez de Ora, Grossman pone en evidencia uno de los pilares de su novela y deja en claro que está narrando la historia de una generación que vivió y creció en guerra constante. En su viaje, Ora empezará a repasar y rememorar su larga relación con Abram y con Ilan, entre aquella escena de encierro en el hospital y el callejón en el que desembocó su vida en donde lo único que podía hacer era esperar la noticia de la muerte de su hijo en el frente.
En 1987, Grossman publicó El viento amarillo, una colección de crónicas y ensayos a partir de entrevistas a refugiados palestinos que había realizado durante un viaje de dos meses por la Cisjordania ocupada. El libro causó bastante controversia porque en sus análisis e impresiones Grossman preveía, de cierta forma, la primera Intifada que estalló tan sólo seis meses después de su publicación.
Digámoslo: La vida entera tiene un poco más de ochocientas páginas y está escrita con un realismo detallista que en muchas ocasiones resulta verdaderamente agotador. Pero lo cierto es que puesta en relación con el resto de su obra, parece ser una pieza fundamental en la investigación y discusión de las versiones establecidas sobre la realidad de las sociedades israelí y palestina que Grossman viene sosteniendo desde la escritura.
Si fuera de ese contexto bélico, La vida entera parece dueña de una densidad difícil de manejar, en cuanto se acerca un poco la lupa la literatura de Grossman encierra claramente un proyecto político y cultural que intenta poner en juego el relato de las subjetividades por sobre la identidad de una comunidad, rescatar al individuo de la masa. En ese sentido sería válido plantear que la obra de Grossman vuelve sobre la pregunta de la literatura comprometida del siglo XX: cómo construir desde la individualidad, la identidad de una comunidad y viceversa.
De esa forma La vida entera parece concederle a la ficción la posibilidad de marcar la lógica de lo real –otra lógica de lo real– en contraste con la psicosis paranoica que rige la guerra cotidiana en donde las vidas se organizan en torno de la relación con el enemigo. “En conflictos largos –dice Grossman en una entrevista para el diario La Vanguardia–, uno es programado para ser un guerrero y ve enemigos por todas partes, la realidad se convierte en un peligro. En una guerra existe una lógica distorsionada, las personas se convencen de que ésa es la única realidad.”
La segunda entrada a La vida entera es la nota del autor que cierra el libro en donde Grossman cuenta que comenzó a escribir la novela seis meses antes de que su hijo Uri fuera reclutado y su muerte llegó poco antes de que la terminara. “Lo que más cambió –dice Grossman– fue la caja de resonancia de la realidad en la que fue revisada la versión definitiva.” Como si la descripción pormenorizada que caracteriza a La vida entera no alcanzara para afirmar su realismo, con aquella nota Grossman deja en claro que su escritura pretende dialogar constantemente con la realidad. Porque, precisamente, la novela busca una y otra vez poner en escena el peso, el gran peso de lo real y sus definiciones anquilosadas.