Ed. Carlos Lohlé, año 1996. Tamaño 22 x 14 cm. Traducción de Roberto Bixio. Usado excelente, 526 págs. Precio y stock a confirmar

«La doble sustancia de Cristo siempre fue para mí un mis­terio profundo e impenetrable: el deseo apasionado de los hombres, tan humano, tan sobrehumano, de llegar hasta Dios o, más exactamente, de retornar a Dios para identifi­carse con él. Esta nostalgia, a la vez tan misteriosa y tan real, abría en mí heridas, hondas heridas. Desde mi juventud, mi angustia primera, la fuente de todas mis alegrías y de todas mis amarguras, fue ésta: la lucha incesante e implacable entre la carne y el espíritu. Llevaba en mí las fuerzas tenebrosas del Maligno, anti­guas, tan viejas como el hombre, y aun más viejas que éste; llevaba en mí las fuerzas luminosas de Dios, antiguas, tan viejas como el hombre y más viejas que éste. Y mi alma era el campo de batalla donde se enfrentaban aquellos dos ejércitos. Era una angustia abrumadora. Amaba mi cuerpo y no de­seaba que se perdiera; amaba mi alma y no quería verla envilecida. Luchaba para reconciliar aquellas dos fuerzas cós­micas antagónicas, para hacerles sentir que no son enemigas sino que, por el contrario, están asociadas, y para hacerles disfrutar, disfrutando de ellas yo mismo, de su armonía .Todo hombre es un hombre-Dios, carne y espíritu. Por ello el misterio de Cristo no es sólo el misterio de un culto particular sino que alcanza a todos los hombres. En cada hombre estalla la lucha entre Dios y el hombre, inseparable de su deseo ansioso de reconciliación. Casi siempre esta lu­cha es inconsciente y dura poco, pues un alma débil carece de fuerzas para resistir por largo tiempo a la carne; el alma pierde entonces levedad, acaba por transformarse en carne y la lucha toca a su fin. Pero en los hombres responsables, que mantienen día y noche los ojos fijos en el Deber supremo, tal lucha entre la carne y el espíritu estalla sin misericordia y puede perdurar hasta la muerte. Cuanto más potentes son el alma y la carne, más fecunda es la lucha, más rica la armonía final. Dios no ama las almas débiles ni los cuerpos sin consistencia. El espíritu ansia luchar con una carne potente, llena de resistencia. Es un ave carnívora que nunca deja de tener hambre, que devora la carne y la hace desaparecer asimilándosela. Lucha entre la carne y el espíritu, rebelión y resistencia, reconciliación y sumisión y, en suma, lo que constituye el fin supremo de la lucha, es decir, la unión con Dios, tal es el camino ascendente seguido por Cristo; éste nos invita a se­guirlo a nuestra vez, marchando por la huella sangrienta de sus pasos. Para poder seguirlo es preciso que poseamos un co­nocimiento profundo de su lucha, que vivamos su angustia, que sepamos cómo sacrificó las pequeñas y las grandes alegrías del hombre y cómo ascendió, de sacrificio en sacrificio, de hazaña en hazaña, hasta la cima de sus pruebas: la Cruz. Todo cuanto Cristo tenía de profundamente humano nos ayuda a comprenderlo. Si no tuviera en él el calor de aquel elemento humano, jamás podría conmover nuestro corazón con tanta seguridad y ter­nura. En la Cruz lo esperaba la Tentación, la Ultima Tentación. Como en un relámpago, el espíritu del Maligno desplegó ante los ojos desfallecientes del Crucificado la visión pérfida de una vida apacible y di­chosa: había seguido —tal es lo que le pareció— el sendero trillado y fácil del hombre, se había casado, había tenido hijos, los hombres lo amaban y estimaban; y ahora, ya viejo, estaba sentado a la puerta de su casa, recordaba las pasiones de su juventud y sonreía, satisfecho. ¡Qué bien había proce­dido! ¡Qué sabiduría haber seguido el sendero del hombre y qué insensatez era querer salvar el mundo! ¡Qué alegría haber escapado a las tribulaciones, al martirio y a la Cruz! Ésta ha sido la última tentación que durante los segundos de un relámpago turbó los últimos instantes del Salvador. Pero bruscamente Jesús sacudió la cabeza, abrió los ojos. Vio: no, no había desertado, había cumplido la misión que Dios le había con­fiado. Cerró los ojos, satisfecho. Entonces se oyó el grito triun­fal: ¡Todo se ha consumado! Este libro ha sido escrito para el hombre que lucha, para mostrarle que no debe temer el sufrimiento, la tentación ni la muerte, porque todo ello puede ser vencido y ya ha sido vencido. Esta no es una biografía, sino una confesión del hom­bre que lucha. Al escribirlo, cumplí con mi deber». Niko Kazantzakis