Gordon Willis
“Nadie te puede enseñar talento o juicio creativo, pero el oficio cinematográfico sí se puede aprender. Si alguien me dice: “Tengo una gran idea para una pintura”, yo le preguntaría “¿Podés pintar?” Si la respuesta es “no”, yo diría: “Bueno, tu idea no tiene gran valor”. Para el director de fotografía la cámara es una herramienta. La película en la que filma es una herramienta. La luz con la que elige trabajar es una herramienta. Un laboratorio es una herramienta. El buen conocimiento de estas herramientas debe convertirse en su principal meta.
De rodaje en rodaje, la acumulación de experiencia me permitió ser cada vez más selectivo; y una vez que comencé a entender cómo se vería en la pantalla la distancia focal de un determinado objetivo, empecé a tomar conciencia de cuándo usar cada uno de ellos. Me di cuenta que se pueden utilizar objetivos para hacer un contrapunto o puntuar la narración.
Este enfoque selectivo también hace que elimine todo lo que es superfluo o perturbador. Lo que uno elige no hacer es tan importante como lo que elige hacer.
En El Padrino las proporciones se desequilibraron, pero lo cierto es que en todo momento pensaba en términos de relación visual entre luz y sombra. Prefiero tener personajes que se muevan entre la luz y la sombra. Para mí, resulta fuertemente dramático un grupo de gente hablando en un rincón oscuro o un personaje que muere en un plano largo, porque, a veces, lo que no se ve puede ser tan efectivo como lo que se ve.
También me gusta utilizar el “espacio negativo” en mis composiciones. Me encantan los objetos anamórficos porque se puede colocar un primer plano en la parte derecha de la pantalla dejando el resto del encuadre aparentemente vacío, aunque en realidad no está vacío, está repleto de elementos. Para conseguir buenas composiciones que se ajusten a los objetivos de la película es necesario que los actores cooperen. Cuando una escena está definida, procuro no pedirles que hagan algo que les resulte incómodo. Trazo la posición del actor con relación a la cámara y luego ilumino lo que he definido. Los mejores actores siempre lo entienden, porque si pierden las marcas que les he proporcionado en la definición de la escena, la estructura visual del encuadre –en términos de luz y composición- se derrumba, y la toma no funciona”.
Gordon Willis alumbró a Woody Allen en Annie Hall, 1973; Interiores, 1978; Manhattan, 1979; Broadway Danny Rose, 1983; Zelig, 1984; La rosa púrpura del Cairo, 1985. A Francis Ford Coppola en la trilogía de El Padrino, 1972-1990. A Alan Pakula en Todos los hombres del presidente, 1975.
Laszlo Kovacs
“En la escuela de cine conocí a Vilmos Zsigmond. El estaba en el curso anterior al mío y trabajé como asistente en la película que fue su trabajo de fin de carrera. De modo que ya lo conocía cuando nuestros destinos se unieron de manera repentina un día de otoño de 1956, cuando estalló la revolución húngara.
Estábamos en la puerta de la escuela de cine y veíamos pasar por las calles a los tanques rusos disparando de manera indiscriminada. Nos miramos y Vilmos dijo: “Vamos al departamento de cámara…” Tomamos una vieja cámara arriflex con un portaobjetivo giratorio de tres lentes, colocamos una batería y cargamos dos cartuchos de unos 120 m de película cada uno. Lo pusimos todo dentro de una bolsa de hacer la compra, a fin de no llamar la atención en las calles, porque la gente había guardado sus pertenencias en las bolsas de compra. Caminamos por toda la ciudad y filmamos allí donde veíamos que se producían enfrentamientos. Fue una experiencia intensa y estimulante, pero también terrible, porque la libertad de nuestro país estaba en juego. Cuando los rusos derrotaron la insurrección, teníamos un registro completo de todo lo que había ocurrido. La policía secreta había comenzado a investigar en la escuela de cine, tratando de identificar a quienes habían estado involucrados en la rebelión. Entonces Vilmos y yo decidimos abandonar Hungría junto con nuestras preciosas copias. Escondimos la película, de unos 9000 mts de celuloide, en tres grandes bolsas de papas. Luego nos dirigimos a la frontera austríaca. No hay color en esos recuerdos; todo, incluso la hierba, parece negro o gris. Ya en Austria intentamos vender la película, convencidos de su importancia. Pero en aquel momento la revolución ya no era noticia.
En Hollywood durante la década del 60 todos comenzaban su carrera en el mismo lugar: el punto cero. No importaba si te habías graduado en la Universidad de Nueva York o si eras un refugiado húngaro. Era el final de la época de gloria de los grandes estudios; los más irresponsables y fugaces productores independientes estaban por todas partes, produciendo afanosamente material para satisfacer la demanda de productos baratos de los cines al aire libre. Una nueva generación de directores dejó la piel rodando películas en condiciones de explotación; y junto a ellos, una nueva generación de directores de fotografía.
Con el tiempo me gané reputación como fotógrafo de películas de motocicletas; y cuando ya estaba completamente saturado de eso, Dennis Hopper me ofreció rodar Busco mi camino. Entró al lugar donde nos íbamos a reunir vestido como Billy the Kid, y dijo: “Aquí está el guión”; y como enloquecido lo hizo volar por el aire. Mientras las hojas se desparramaban por la oficina, dijo: “No lo necesitamos, porque yo les voy a contar la historia…” Cuando terminó ya había olvidado mis reticencias a filmar una nueva película de motocicletas y le pregunté: “¿Cuándo empezamos?”
Al leer un guión por primera vez siempre trato de ver qué imágenes me provoca y qué sentimientos hay detrás de ellas. Antes de comenzar un rodaje, trabajo mucho y de manera silenciosa; no tomo notas ni dibujo bocetos; me sumerjo en el guión y trato de vivirlo.
Antes de realizar Busco mi camino en 1969 no había viajado mucho por Estados Unidos, así que esta película fue como un viaje iniciático para mí. Fuimos a lugares que ni en sueños hubiera pensado que existían. Quería encontrar un modo de conseguir que los personajes de Dennis Hopper y Peter Fonda pasaran a formar parte de esos paisajes mágicos, y descubrí que si los filmaba desde cierto ángulo, con el sol iluminando desde atrás, en las lentes aparecían los colores del arco iris y pude dirigir los rayos de manera que se solaparan entre los dos personajes.
En Luna de Papel (1973), de Peter Bogdanovich, queríamos evocar la tradición clásica del blanco y negro de Hollywood, de la que fueron pioneros Arthur Miller, John Alton y Greg Toland. El Ciudadano fue nuestra principal influencia; Orson Welles y Peter eran buenos amigos, y me encontré con mi dios cuando estábamos preparando el rodaje. Había estado probando películas en blanco y negro con varios filtros pero todavía no había encontrado el aspecto adecuado; entonces Orson dijo: “Usa filtros rojos, muchacho”. Y lo hice, porque aunque los filtros reducían la velocidad de la película y obligaban a usar grandes luces de arco para conseguir la profundidad de foco que pretendía Peter, los filtros rojos creaban cielos dramáticos de gran belleza y nos permitían conseguir exactamente el tipo de aspecto expresionista que estábamos buscando”.
Laszlo Kovacs hizo la luz en Busco mi camino, 1969, de Peter Fonda y Dennis Hopper; Mi vida es mi vida, 1970, de Bob Rafelson; Luna de papel, 1973, de Peter Bogdanovich; New York, New York, 1977, de Martin Scorsese, entre otras.
Sven Nykvist
La luz es tan importante como el guión o la misma dirección escénica. Es una parte integral de la historia y por este motivo la estrecha colaboración entre el director y el director de fotografía resulta tan importante. La luz es el cofre del tesoro: una vez se comprende esto, el entorno puede alcanzar una nueva dimensión.
Durante la preparación de un rodaje, lo más habitual es que no haya tiempo suficiente para explorar la disponibilidad y las posibilidades de la luz natural. No obstante, Ingmar Bergman siempre insistía en disponer de 2 meses para la preparación de cualquier película. Durante ese tiempo, hacíamos un estudio extensivo de la escasa luz del norte que tenemos en Suecia y discutíamos cómo aplicarla a la historia que contaba cada película. Llegamos a la conclusión de que la iluminación artificial de los estudios estaba muy equivocada, que no tenía lógica. La luz lógica, en contraposición, era la que parecía real, y ese punto de vista se transformó en una obsesión compartida. Una luz natural sólo podía ser creada con menos iluminación, y en algunos casos con ninguna.
Cuando comenzamos a rodar Persona descartamos prácticamente todos los planos medios. Ibamos de planos generales a primeros planos y viceversa. Esta película me dio la oportunidad de explorar mi fascinación por los rostros. Me gusta ver reflejos en los ojos, que es algo que irrita a algunos directores pero que ocurre en la vida real. Capturar esos reflejos ayuda a dar la impresión de un ser humano pensando. Para mí es muy importante este tipo de iluminación porque permite sentir lo que está detrás de los ojos del personaje. Siempre trato de capturar la luz de los ojos, porque revelan el alma. La verdad está en los ojos del actor y un mínimo cambio de expresión puede llegar a expresar más que mil palabras.
Para mí, el actor es y siempre será el instrumento más importante en una película. Mi capacidad para capturar las sutilezas de una interpretación depende de que utilice muy poca luz y conceda al actor toda la libertad posible, tratándolo de manera que nunca se sienta manipulado o explotado. Es muy importante no molestar a los actores con fotómetros o luces que incidan en sus ojos, y explicarles siempre lo que estoy haciendo.
Trabajar con Roman Polanski me dio la oportunidad de intentar un nuevo tipo de fotografía, diferente del estilo de las películas de Bergman, en las que normalmente están muy cerca los rostros y el fondo se encuentra fuera de foco. En El Inquilino los detalles visuales del fondo formaban parte de los decorados. Corrí muchos riesgos con la iluminación y situé a los actores en la oscuridad, mientras que con Ingmar siempre había iluminado a los actores con una luz bastante brillante.
Puedo describir mi trabajo con un puñado de principios que lo han definido: ser fiel al guión, ser leal al director, ser capaz de adaptarme y cambiar de estilo.
Sven Nykvist iluminó, entre otras, Noche de circo, 1953; El manantial de la doncella, 1959; Detrás de un vidrio oscuro, 1961; El silencio, 1963; Persona, 1966; Gritos y susurros, 1973; Fanny y Alexander, 1979. Todas para Ingmar Bergman. El Inquilino, 1976, para Roman Polanski. El cartero llama dos veces, 1981, para Bob Rafelson. El sacrificio, 1986, para Andrei Tarcovski. La otra mujer, de 1988, y Crímenes y pecados, de 1989, fueron sus dos trabajos para Woody Allen.
Raoul Coutard
“Lo que uno tiene que hacer es obligar al director a que manifieste su opinión y esto es mucho más difícil de lo que parece, porque ¿cómo se define la iluminación con palabras? Yo mismo he dirigido y, en una ocasión, comencé a explicar al operador de cámara lo que quería, pensando para mí: “Bien, esto no será un problema, porque yo sé explicar este tipo de cosas; al fin y al cabo soy un experto…” Pero cuando vi lo que él estaba haciendo pensé: “esto no es ni de lejos lo que estoy buscando”. Llegar a un consenso con el director es lo más importante –y lo más difícil- de este trabajo.
Hay otras relaciones que hay que cuidar mucho como director de fotografía. Los actores a menudo son muy sensibles y vulnerables. Me gusta darles confianza, hablar con ellos, porque necesitan sentirse seguros de que están en el centro de la atracción cuando se trata de la fotografía.
Se habla de la nouvelle vague, pero es muy difícil definirla. En lo esencial, se refiere al grupo de nuevos directores que salieron del equipo editorial de la revista Cahiers du Cinéma. Creo que en realidad no se la puede considerar como un movimiento en sentido estricto, porque los directores que la integraban realizaron películas muy diferentes.
El otro problema al tratar de definir la nouvelle vague es que la mayor parte de lo que hicimos en términos estéticos vino determinado por la falta de dinero más que por una intención artística. En aquel entonces una película en color costaba cinco veces más que una en blanco y negro. Por un lado, las películas en color eran mucho menos sensibles que las actuales, lo que significaba que había que contar con más iluminación y contratar más personal. Por otro lado, como los técnicos de laboratorio siempre trabajan con películas en blanco y negro, podías conseguir un resultado óptimo de todas las posibilidades que ofrece este medio. En Sin aliento pudimos rodar de noche empleando una película Ilford de alta velocidad como las que se usaban en las cámaras fotográficas; sólo teníamos 15 segundos para cada toma porque eso era lo que duraba un rollo. Luego, forzábamos el revelado de la película. El laboratorio también nos proporcionaba un plan que nos permitía controlar el tiempo del revelado y nos ayudaba a nivelar las fluctuaciones de contraste.
A los miembros de la nouvelle vague también se nos admiraba porque muchas de nuestras películas estaban rodadas en exteriores. En aquella época, todas las películas, transcurrieran en interior o en exterior, se rodaban en estudio. Pero para nosotros los costos eran prohibitivos. No teníamos elección: nos vimos forzados a salir a la calle. Este hecho afectaba a todo lo que tenía que ver con la película, a la interpretación de los actores y al modo en que se rodaba. Filmamos a Belmondo y Seberg en el Hotel Suède, en un cuarto donde apenas se podía colocar la cámara.
El rodaje en exteriores también creaba problemas técnicos, derivados de la baja sensibilidad de la película que utilizábamos y de la lentitud de las lentes (el stop más amplio del que disponíamos era f2). Además, los medios de iluminación estaban pensados para ser utilizados en estudio, por lo que eran muy pesados e incómodos. La innovación que en aquel momento se asoció a mi nombre, la iluminación rebotada, no fue resultado de ningún principio estético, sino de la necesidad de adaptarnos a estas circunstancias y a los reducidos presupuestos de las películas.
Así tuve que inventar un sistema de iluminación que fuera rápido, flexible y que nos ayudara a ahorrar tiempo y dinero. Utilicé el tipo de lámparas que usan los fotógrafos aficionados, orientadas hacia el techo, y las cubrí parcialmente con placas de aluminio. La luz rebotada a 360º tenía la intensidad suficiente para la sensibilidad de la película, e incluso nos proporcionó una iluminación general suave que podía ser ajustada para aportar una sensación de fuente (de las ventanas, por ejemplo). Esta forma de iluminar logró una gran libertad para que el director decidiera acerca del movimiento de la cámara y también permitió que los actores trabajaran de manera más espontánea”.
Raoul Coutard dio vida a Sin aliento, 1959; Una mujer es una mujer, 1961; Alphaville, 1965; Pierrot el loco, 1965; Week-end, 1967. Todas de Jean Luc Godard. También a Jules y Jim, de 1962, y Disparen sobre el pianista, de 1967, las dos de Francois Truffaut.
Robby Muller
“Me interesan las películas que se toman su tiempo para meterse debajo de la piel, películas que corren riesgos para expresar lo que de verdad le ocurre a la gente y que exploran emociones con las que me siento identificado. Cuando hicimos En el transcurso del tiempo, tenía el extraño sentimiento de que estaba rodando mi propia vida; era una película sobre mi generación, sobre las relaciones con nuestros padres, sobre el amor perdido. Por estas razones disfruto trabajar con directores como Wim Wenders y Jim Jarmusch.
En Contra viento y marea Lars von Trier quería que los colores fueran suaves y que los actores se encontraran en el centro del encuadre, de manera que la belleza natural de Escocia pudiera ser atisbada sólo en los márgenes de la toma. Quería que toda la película fuera rodada cámara al hombro, libre para enfocar hacia donde yo “sintiera” que debía hacerlo, según lo que estuvieran haciendo los actores. Esto significaba que no podía utilizar lámparas de iluminación porque la cámara podía verlas. Para el director, lo único importante era la interpretación de los actores. No hubo segundas tomas, porque temía que ellos comenzaran a “fingir”. Si teníamos un problema técnico ( perdíamos el enfoque o se rayaba la película) von Trier sólo decía: “Lo siento, lo comprendo” No había red que detuviera la caída.
Cuando trabajo estoy atento al modo en que estoy utilizando el lenguaje cinematográfico. No me interesa repetir el mismo tipo de tomas; si hago muchos primeros planos, por ejemplo, es como si estuviera repitiendo la misma palabra una y otra vez: comienza a perder significado. Los planos medios pueden ser más interesantes que los primeros planos, porque no sólo se ven los detalles del rostro sino que también se puede apreciar el lenguaje corporal del actor. Otro principio que llevo en la sangre es que siempre evito adelantar la acción con el encuadre. Prefiero que el público descubra algo por sí mismo, como por accidente, antes que llevar su mirada directamente a ese punto.
Veo las películas que siguen la tendencia dominante y me impresiona que, fotográficamente, todas son de una calidad altísima, casi increíble, pero todas tienen el mismo aspecto. Parece que las nuevas tecnologías encubrieran la falta de originalidad. Como ser humano, esto me entristece. Es lo mismo que el modo en que se viaja en la actualidad. Si me llevan desde el aeropuerto al centro en cualquier gran ciudad de Estados Unidos, Holanda, Francia o Italia, el viaje es exactamente igual. Los automóviles son todos iguales. Las señales, los edificios, las tiendas, todo tiene el mismo aspecto. Todo está uniformado. No obstante, he aprendido que aunque no se pueda luchar contra la corriente, sí se puede elegir apartarse de ella y participar en películas que estén más cerca de la vida y de las emociones humanas. Allí es donde está mi corazón”.
Robby Muller puso luz y movimiento en La angustia del arquero ante el tiro penal, 1971; Alicia en las ciudades, 1973; Movimiento falso, 1975; En el transcurso del tiempo, 1976; El amigo americano, 1977; Paris, Texas, 1984; Hasta el fin del mundo, 1991. Todas de Wim Wenders. En Bajo el peso de la ley, 1986; Tren misterioso, 1989; Hombre muerto, 1996. Las tres de Jim Jarmusch. En Contra viento y marea, 1996, de Lars von Trier.