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Ed. Fundación Ross, año 2006. Tamaño 21 x 15 cm. Estad: Nuevo. Cantidad de páginas: 168
En 1996 surgió, en Catamarca, el primer contacto con los personajes reales que inspiraron La Luna Negra. Doce horas en una casa como muchas del interior de nuestro país -unas cuantas habitaciones y un sencillo patio de tierra, a los ojos de cualquiera, el lugarideal para disfrutat de una niñez feliz- fueron suficientes para que quedara sellado el origen de este libro.
Sin embargo, ese patio fue testigo de los juegos de seis primos pero también de sus miedos y un secreto: dos de los chiquitos, Ramiro y Martín, habían presenciado el secuestro y desaparición de sus padres en Mar del Plata. En Catamarca crecieron luego bajo el amor y protección de sus tíos.
Impresionada por la historia, durante el viaje de regreso a Buenos Aires comencé a escribir un cuento. Dos años más tarde, el encuentro con Claudia, amiga de la pareja desaparecida, expandió ese relato en un proyecto más ambicioso: un libro que hablara de sus vidas y de cómo una abuela transita el camino que la lleva a ser Abuela.
Así, tras una gestación larga y dolorosa, nació La Luna Negra: fue preciso investigar qué hizo el Estado frente a esa desaparición; cómo la dictadura negó y ocultó mediante el empleo de un código macabro a miles de personas que fueron secuestradas, torturadas, asesinadas, desaparecidas y, las más de las veces, despojadas de su identidad -la mayoría, enterrada bajo la común denominación de N. N.-; averiguar qué marcas dejó la falta de esos cuerpos en el entramado familiar; escribir, en fin, un libro que tratara sobre gente víctima de la represión del Estado y su vínculo con los otros, los que nos brindaron sus testimonios.
Hubo que recabar datos y vencer, al principio, la resistencia de los familiares, porque les era difícil hablar entre ellos sobre sus propios sentimientos.
Cuando la Cris se agregó al equipo (así le dicen nuestros amigos de Córdoba y de Catamarca), el proyecto se benefició con su orden, su rigor y compromiso. Juntas viajamos y compartimos momentos con la familia de Mecha y de Tomás, con sus amigos y compañeros de militancia. Los asados, locros y largas mateadas nos permitieron conocerlos un poco más y ayudaron a aliviar la tensión de las entrevistas sobre un tema que, treinta años después, sigue despertando el mismo dolor.
La escritura graba sus marcas sobre el papel pero también en la memoria: todos tuvieron que revivir los éxodos, el temblor de la primera angustia y luego la más fatal de todas las convicciones: el recorrido que va del no saber nada sobre los secuestrados a tomar conciencia plena de que la tragedia se ha cernido sobre la familia y los ha marcado definitivamente. De por vida.
Fueron horas de una esforzada generosidad: los relatos recuperaron sus gestos, sus gustos musicales, sus comidas favoritas, el particular sonido de las risas. Las huellas de su presencia, en el contacto con aquellos que compartieron su vida y sus sueños.
Esa trama de recuerdos y emociones que circula por La Luna Negra descorre, en cierta medida, el velo de noche y niebla que cubrió durante tanto tiempo a los miembros arrasados de la familia y, a la vez, genera los mecanismos destinados a restituirles la identidad robada.
Así, desde el silencio, fueron surgiendo las palabras que transmutaron la tenebrosa frialdad del discurso oficial en las voces de los que ya no están, hombres y mujeres que volvieron a tomar cuerpo en la letra, a través del relato de los que aún persiguen justicia.
Ese mismo principio impulsó esta tarea de escribir y transmitir; porque un libro abre siempre un camino a la conciencia. Como expresión de lo temible, La luna negra representa el terror ejercido por la dictadura, pero en su faz más luminosa también refleja la fuerza de esta familia que siguió buscando nuevos sentidos a la existencia.
Para confirmarlo, bastó un sueño. Un mal sueño.
Al poco tiempo de haber comenzado con las entrevistas, una noche, después de una pesadilla que tuve relacionada con un rosal, consulté el Diccionario de los símbolos, de Eduardo Cirlot. Encontré que la palabra tenía varias acepciones, pero una de ellas resaltaba especialmente para mí: «El rosal representa tanto la sangre derramada como la regeneración, la continuidad de la vida».
Hubo un hecho más que entroncó el proceso creativo con el dolor de la pérdida: en octubre de 2001, mi amiga Cristina se enfermó y falleció el 6 de septiembre de 2002. Fue despedida por un sinnúmero de familiares y amigos, que acompañaron sus restos. Y si bien este dato pareciera externo a la historia que se narra en La luna negra, incluirlo ratifica su esencia:
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Desde los tiempos más remotos, es inherente a nuestra condición de seres humanos la necesidad de un lugar donde poder llorar a nuestros muertos, como si la certeza de una coordenada espacial -en esta parcela, en esa tumba- aliviara, a los que quedan, del peso de los días marcados por esa ausencia infinita.
Toda persona tiene derecho a una tumba y a una lápida con su nombre, que la reinstalen en su propia historia y en la historia y la cultura de nuestra civilización, ha dicho Juan Gelman, y sus palabras subrayan con la fuerza de la verdad el espíritu de ese libro.