Ed. Teatro Municipal General San MArtín, año 1986. Tamaño 23 x 12.5 cm. Estado: Excelente. Cantidad de páginas: 150
Bertolt Brecht nace en Alemania el 10 de febrero de 1898. Después de estudiar medicina y ser movilizado como enfermero en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial, entre 1919 y 1926, alternando Munich y Berlín, frecuenta los círculos literarios y artísticos de los «años locos», participa de los movimientos socialistas, se desempeña como dramaturg junto a Max Reinhardt, hace sus primeras armas como director y escribe, bajo influencia expresionista, sus piezas iniciales: Baal, Tambores en la noche, En la jungla de las ciudades y Un hombre es un hombre. En 1927 publica su primer libro de poemas, Devocionario doméstico, y al año siguiente obtiene un enorme éxito popular con La ópera de tres centavos, a la que se agregan, siempre con partitura de Kurt Weill, otras dos obras musicales, Final feliz y Ascensión y la ciudad de Mahagonny.
En el lustro que sigue, mientras el nazismo gana terreno en Alemania, Brecht escribe sus llamadas «piezas didácticas» (El vuelo de Lindbergh, La Santa Juana de los mataderos, La excepción y la regla, La madre, entre otras), se casa con la actriz Helene Weigel y realiza, con Slatan Dudow, el film K’uhle Wampe. En 1933, cuando Hitler se encarama al poder, Brecht abandona Alemania y comienza un largo exilio que lo lleva a Checoslovaquia, Austria, Suiza, Francia, la U.R.S.S. y, finalmente, Escandinavia, donde además de numerosos textos teóricos en los que comienza a exponer su concepción del «teatro épico» y su célebre «efecto de distanciamiento», compone varias de sus obras mayores: Madre Coraje y sus hijos, El alma buena de Sechuán, La resistible ascensión de Arturo Ui, Eí señor Puntila y su criado Matti, Terrores y miserias del Tercer Reich, Los fusiles de la señora Currar y la primera versión del Galileo Galilei.
En determinado momento de su evolución como creador —hacia fines de los años ’20, cuando La ópera, de tres centavos lo había convertido ya en un autor prestigioso y po¬pular— hizo carne en Brecht el convencimiento de que la organización teatral establecida era una hechura propia de la burguesía, que sólo servía para perpetuar el poder de ésta y para proporcionarle formas de diversión que para nada pusieran en tela de juicio su supremacía de clase.
Para modificar esa situación (de la que él mismo se sentía de algún modo culpable, ya que los burgueses a quienes La ópera de tres centavos pretendía escarnecer, salían del tea¬tro muy satisfechos, tarareando las pegadizas melodías de Kurt Weill), Brecht creyó necesaria una transformación radical de los métodos y estructuras de su dramaturgia, transformación a la que debía corresponder un cambio no menos profundo en el destino y la función del teatro. En lugar de dirigirse a los burgueses debía dirigirse a los obreros y estudiantes; además de entretener, debía educar, instruir, enseñar.
Su primera tentativa de lo que dio en llamar «Lehrstück» o «pieza didáctica» fue, en 1929, El vuelo de Lindbergh, y a ella siguieron, hasta 1933, El acuerdo, La Santa Juana de los mataderos, El que dice sí, El que dice no, La decisión, La excepción y la regla y La madre.
En 1941, Brecht parte hacia California, Estados Unidos, donde escribe el libreto para el film Los verdugos también mueren, de Fritz Lang, y varias nuevas piezas: Las visiones de Simone Machard, Schweyk en la Segunda Guerra Mundial y la segunda versión de Galileo. En octubre de 1947 es llamado a declarar ante el Comité del Senado sobre Actividades Antinorteamericanas, que lo excusa de toda imputación, e inmediatamente después regresa a Europa. Luego de dos años de estancia en Suiza, donde publica las Historias del calendario y escribe su texto teórico fundamental, el Pequeño Organon para el Teatro, se establece en Alemania Oriental, con cuyo gobierno mantendrá una relación no siempre idílica y donde, en setiembre de 1949, fundará el Berliner Ensemble. Con ese conjunto trabajará hasta su muerte el 14 de agosto de 1956, en varias obras que él mismo dirigirá o que serán montadas póstumamente: Los días de la Comuna, Turandot y las adaptaciones de El preceptor de Lenz y Coriolano de Shakespeare, entre otras. Y con él participará en 1954 y 1955, con Madre Coraje y Ei círculo de tiza caucasiano, del Festival del Teatro de las Naciones de París, donde cosechará un éxito apoteótico. Desde entonces, la influencia de la obra y las teorías de Brecht —que, como lo expresó el gran director italiano Giorgio Strehler, concretaron «la única auténtica revolución teatral de nuestra época»— se expandirá de una manera u otra sobre toda la dramática y la escénica de los últimos treinta años y se proyectará seguramente hacia el futuro. Porque, al decir del crítico francés Bernard Dort: «La palabra fin, Brecht no la escribió».
La excepción y la regla, escrita en 1930 y estrenada en París tan sólo en 1947, «distancia» la acción a la remota Mongolia para desarrollar las relaciones entre un rico comerciante y su changador (el coolie), que culminan con la muerte del segundo a manos del primero, y con el juicio del comerciante. Pero por detrás de esa anécdota, y como en todas sus obras, lo que interesa a Brecht es demostrar la necesidad de una transformación de la sociedad toda. Busca significar que la sociedad es el producto, siempre dinámico, de relaciones individuales y de condiciones objetivas, y de ese modo, la dramatización de las contradicciones individuales entre un amo y un esclavo se abre a una contradicción más vasta: la de la justicia en una sociedad de clases. La regla es en ella que los explotados detesten a los explotadores y quieran eliminarlos; por eso, la excepción —un acto de bondad por parte del coolie hacia el comerciante— es interpretada por éste como una agresión y respondida con la muerte. El tribunal que juzga al comerciante desarrollará la lógica implacable de esa sociedad («En la situación en que se hallaba, el comerciante debía sentirse amenazado»), y lo absolverá de toda culpa.
Happy End es, con su «sonrisa» sobre las sectas, anticipatoria de Santa Juana de los mataderos; que en ella se habla del poder, tema que la dialéctica brechtiana sabe ubicar siempre en un mundo de bandidos, prostitutas o carniceros con ironía provocativa; que el luminoso optimismo de quien creía que el mundo es —al igual que el hombre— modificable, está presente en cada línea de esta obra y que por fin aquello que decía el maestro («El hombre es todo lo bueno que puede»), vuelve a vincular a Happy End con otra de sus grandes obras… ¿Acaso Madre Coraje no tiene dudas sobre la conveniencia del final de la guerra? Ya no le matarían a otro hijo más, pero quizá se le acabe su negocio de vendedora ambulante en las trincheras…En este caso, el espectáculo brechtiano se abre con cinco pequeñas piezas de Karl Valentín, quizá porque el gran cómico bávaro se liga a Brecht, como a Charles Chaplin, en su procaz atrevimiento para reír y con ello intentar la modificación de «lo establecido».
Es indudable que la dificultad de ejecución de sus canciones desalienta a algunos grupos teatrales que no cuentan con actores-cantantes, especie no abundante en estos tiempos. Es justamente este punto —el de las canciones— el que inscribe a la obra en un rango alto de la creación brechtiana, porque si la música es uno de los elementos «distanciadores» indispensables en su estética, habría que volver a nombrar La ópera de tres centavos o Mahagonny para encontrar parangones reales, ya que si bien la colaboración de Brecht con Paul Dessau y Hanns Eisler es prolífica, con nadie llega al carozo de la cuestión como con Kurt Weill.
Estas canciones, desprendidas ex profeso del desarrollo argumental por música y texto (se habla de Burma, Suraba-ya, del Bar de Bilbao de hace 400 años. . .), nos sacan de un soplido de la realidad ramplona del Chicago original de la versión del ’29, o quizá de la de cualquier otra ciudad, incluso alguna del hemisferio sur y propensa a la proliferación de sectas y congregaciones…Brecht, que criticaba a los ortodoxos que no se animaban a trasponer tiempo y espacio para acercarlos al lenguaje del sitio de la representación, disculparía —quizá— la licencia de ver a sus gangsters accionar en un bar porteño.
Gerardo Fernández