Ed. Mondadori, año 2009. Tamaño 23 x 14 cm. Nuevo, 352 págs. Precio y stock a confirmar.

Rafael Gumucio nació en Santiago de Chile en 1970. Habitual de los medios de comunicación, fue uno de los creadores del programa de humor “Plan Z” y ha escrito en los principales rotativos de Chile, así como en los periódicos El País, ABC y The New York Times. Es director del Instituto de Estudios Humorístico de la Universidad Diego Portales. Entre sus obras destacan Memorias prematuras“, Comedia nupcial y Páginas coloniales.

Está considerado como una de las principales voces narrativas de América Latina. En esta novela, un contador comete un fraude contra el joven empresario de una productora cinematográfica y varias personalidades de la vida pública; además, fondos otorgados por el gobierno de la Concertación a título de subvenciones al arte se desvían de su destino para regresar subrepticiamente a las campañas electorales de políticos de izquierda. La novela comienza con la confesión del fraude y la fuga del contador.

Estalla el escándalo mediático, seguido del rimbombo político, y la novela se atarea en resolver la pregunta que carcome al joven empresario defraudado: ¿por qué? O, en su variante egotista y clasista: ¿por qué a mí?. La deuda es un retrato de la sociedad chilena actual, que inauguró su regreso a la democracia con el descubrimiento de los crímenes de la dictadura, la impunidad, la corrupción y el bizantinismo del cuerpo social mediante cotidianas dosis de cinismo y desmemoria.

“¿Dónde estaríamos si todos fueran puristas, moralistas que no pactan con nadie? ¿Habría democracia en Chile si todos fueran honestos y llenos de principios, si no hubiésemos pactado una y mil veces con el diablo?”, pregunta el joven empresario Fernando Girón, haciendo eco a los argumentos socorridos por una gran mayoría de la población para lavar sus conciencias y justificar su complicidad, activa o pasiva, con la barbarie del pasado que aún no se extingue. El falso dilema es tan reiterado en Chile que llega a ser un refrán perverso y, curiosamente, recuerda la pregunta que en el XVIII planteaba el abate Dubois acerca del maligno régimen de la Regencia: “¿Pero no es mejor vivir bajo un reino en el que cierta libertad está garantizada por unos canallas que sofocarse bajo la autoridad de los puros y los fanáticos?”

A su vez, el novelista chileno traduce el eterno falso dilema a estos términos: “En un mundo donde los grandes administradores de la culpa, la Iglesia y el comunismo, han sido disueltos, el que mata a un moscardón puede quedar insomne por semanas, y el que asesina un pueblo entero puede dormir en perfecta calma”. Rafael Gumucio construye su novela a semejanza de un iceberg: debajo de esta primera capa de helado horror político y social, se sumerge en una apasionada exploración del alma de sus personajes. Un misterio inconmensurable, al que se asomaron, muy distintamente, Pascal, Dostoievski o Saint Simon. Sin seguir a nadie pero inscribiéndose en esta tradición,

Rafael Gumucio surge como una conjunción sui generis de esta familia de escritores desvelados por los enigmas de la naturaleza humana, que encarnan bajo disfraces circunstanciales para, de pasada, burlarse de la vociferante indignación de los retratados. Los místicos distinguían entre el hombre interior y el hombre exterior y le apostaban al primero; en cambio, los moralistas, sobre todo en el XVIII francés, invirtieron la apuesta para apuntalar su inigualable arte del retrato. Rafael Gumucio comete la proeza de cumplir la meta del moralista indagando al hombre interior que la sociedad contemporánea ha desplazado, olvidado, ninguneado, ridiculizado a favor de las puras apariencias y las falsas espiritualidades que conocemos de sobra. Por lo demás, la proeza de La deuda se cumple al son del suspenso de una novela policíaca y con empréstitos narrativos al arte cinematográfico.

Con una prosa clara y eficaz, Rafael Gumucio avanza en la disección del cuerpo putrefacto mediante capítulos breves que semejan las secuencias de una película. Lo más inaudito de esta novela es la reivindicación de la culpa, a la que apela Rafael Gumucio para restaurar una dignidad pisoteada y perdida por la impunidad, precisamente, libre de culpa: si hay impunidad por supuesto es porque no hay justicia, pero, sobre todo, porque ya nadie se siente culpable de nada.