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Ed. PEISA, año 1973. Tamaño 17 x 12,5 cm. Estado: U(sado excelente. Cantidad de páginas: 154

La ciudad de los tísicos, Valdelomar 001La ciudad de los tísicos es una novela corta del escritor peruano Abraham Valdelomar. Fue escrita en el año 1910 y publicada en Lima, en doce entregas de la revista Variedades, entre el 24 de junio y el 16 de septiembre de 1911. La obra afirmó el éxito de Valdelomar como prosista, hasta entonces conocido como dibujante y cronista periodístico.

Más que novela, se trata más bien de una crónica poética, gran parte escrita de manera epistolar. Se intercalan disertaciones artístico-filosóficas y poemas en verso.

El narrador de la historia empieza compartiendo un recuerdo que le mantiene inquieto: cierta tarde que paseaba por el centro de la ciudad de Lima observa entrar en una tienda de perfumes a una mujer rubia vestida de un ceñido traje de terciopelo negro, a la que cree conocer, sin recordar de dónde. No logra acercársela, pues la mujer se retira apresuradamente, pero averigua su dirección y le envía un regalo y su tarjeta.

Enseguida, el narrador se explaya en evocaciones coloniales al visitar la quinta del Virrey Manuel Amat y Juniet y de La Perricholi, al otro lado de la ciudad. Después, hace una especie de tour artístico por museos e iglesias del centro de Lima: hace en un elogio de las pinturas de Ignacio Merino, de los huacos y tejidos incaicos, de la escultura de la Muerte de Baltazar Gavilán y describe la tumba del conquistador Francisco Pizarro en la Catedral de Lima.

Más adelante el narrador anuncia que debe tomar el tren rumbo a la ciudad “B”, la tétrica “ciudad de los tísicos” para visitar la tumba de su amigo Abel Rosell, fallecido poco tiempo antes, víctima del terrible mal.

Antes de emprender el viaje, el narrador comparte las numerosas cartas que desde la ciudad “B” le había enviado Rosell. En ellas, éste le cuenta historias fantásticas cuyos protagonistas son personajes extraños, todos enfermos de tuberculosis. En especial, el misterio se cierne en torno a una mujer llamada Magdalena de Liniers, quien ingresa cada quince días en el sanatorio en busca de su esposo tísico. Su deseo de viajar nace, pues, de su necesidad de indagar en estos personajes fascinantes.

Pero antes de iniciar el viaje el protagonista debe asistir a una cita con la misteriosa mujer de la tienda de perfumes, quien tras recibir el obsequio, lo ha invitado a su casa. El narrador descubre entonces su verdadera identidad: se trataba de la misma Magdalena de Liniers, quien le aconseja no realizar el viaje a la ciudad “B” «para no romper el encanto de lo misterioso».

El Caballero Carmelo fue publicado el 13 de noviembre de 1913 en el diario La Nación de Lima y encabeza el conjunto de los cuentos denominados «criollos» o «criollistas», ambientados durante la niñez del autor transcurrida en Pisco, una ciudad de la costa peruana, en medio del desierto.

El ambiente de popularismo y democracia creado alrededor del corto período presidencial de Guillermo Billinghurst (1912-1914), político provinciano al igual que Valdelomar, tal vez tuvo algún influjo en el surgimiento del cuento criollo valdelomariano, tarea que debe entenderse como un cambio de perspectiva en lo que toca a la valorización de los espacios de la nación peruana.4 Ámbitos provincianos, considerados hasta entonces menores y normalmente relegados de la representación literaria, aparecieron entonces en primera fila, recreados por una de las mayores plumas, sino la mayor, de la narrativa peruana del siglo XX.

Contado en primera persona con un lenguaje tierno, conmovedor y ambientado en un entorno provinciano y rural, este cuento nos narra la historia de un viejo gallo de pelea llamado el Caballero Carmelo, que debe enfrentar a otro más joven, el Ajiseco. El Carmelo, sacando fuerzas de flaqueza, gana, pero queda gravemente herido y poco después muere, ante la consternación de sus dueños.

Los ojos de Judas forma parte del grupo de los llamados “cuentos criollos” o “neo-criollos” ambientados en Pisco, durante la niñez del autor. Escrito hacia 1912-1913, fue publicado por primera vez en el diario limeño La Opinión Nacional, el 1 de octubre de 1914. La crítica lo considera como uno de los cuentos más logrados de la literatura peruana.

Se trata de un episodio terrible que presenció durante su niñez en Pisco, en una noche de Sábado de Gloria (semana santa): el rescate del cadáver de una mujer ahogada en el mar, teniendo como fondo la quema de un muñeco que representaba al apóstol Judas en una plazoleta cercana al mar.

El narrador empieza describiendo al puerto de Pisco como una mansa aldea, de gran belleza. Menciona también a sus padres: su papá trabajaba en la Aduana recibiendo a los barcos, y su madre se dedicaba al hogar; a veces su papá por su trabajo llegaba muy tarde a casa. En una ocasión despertó de madrugada y escuchó a sus padres que hablaban sobre una pareja que había tenido problemas.

Mencionaban a una señora Luisa, que por salvar a su hijo había delatado a su esposo Fernando, buscado por la justicia como sospechoso del asesinato de un tal Kerr. Dicha señora perdió tanto a su esposo, que fue encarcelado, como a su hijo, que le fue arrebatado. Abraham se sintió asustado, rezó una oración y volvió a dormirse.

Al día siguiente fue a dar un paseo a la playa; de pronto se sintió algo raro y se echó a tomar una siesta; en ese trance vio a una mujer vestida de blanco que se acercaba, pero no pudo distinguir más porque se quedó dormido. Al despertar, pensó en la imagen de la mujer pero no vio nada, solo notó unas huellas de pisadas en la arena. Al día siguiente, que era martes de Semana Santa, regresó al mismo lugar de la playa y a la misma hora. De pronto vio la misma silueta de mujer nuevamente acercarse; sintió miedo y quiso retirarse, pero se contuvo. Era una señora blanca, vestida de blanco y de mirada apacible, a quien saludó con mucha cortesía. Conversaron. Tomados de la mano retornaron a la población donde vieron que en una plazuela unos hombres preparaban una especie de torre de cañas.

La mujer preguntó a Abraham qué hacían aquellos hombres y él respondió que preparaban el castillo donde quemarían la efigie de Judas el sábado de gloria. La mujer le preguntó si sabía por qué lo quemaban y Abraham respondió que por traicionar al Señor Jesús, y ante la pregunta de que si no le daba pena, respondió que no. Finalmente la mujer le preguntó si sería capaz de perdonar a Judas, a lo que Abraham respondió muy convencido que nunca, aduciendo que Dios se molestaría con él si lo hacía. Luego se separaron del camino y Abraham retornó a casa.

Abraham no volvió a la playa, pero cuando llegó el Sábado de gloria, fue a dar su paseo habitual de la tarde. Al pasar por la plazuela vio que ya habían colocado al muñeco de Judas; le llamó la atención sus ojos enormes, blancos e iracundos con que lo habían representado. Ya en la playa se encontró de nuevo con la señora blanca; esta vez la vio muy pálida. Hablaron largo rato. La mujer volvió a preguntarle si perdonaría a Judas, a lo que Abraham respondió con su persistente negativa. También le dijo que vendría esa noche a ver la quema de Judas y le pidió que recordara bien su rostro para que la reconociera.

Al volver a casa, ya de noche, Abraham encontró a su madre muy intranquila pues su papá se había quedado en el trabajo despachando a un buque. Abraham le preguntó si irían a ver la quema de Judas, a lo que respondió la madre que lo harían solo si su papá volvía pronto. De pronto oyeron un alboroto en la calle y una voz que gritaba avisando un naufragio. Salieron entonces corriendo hacia la playa, y en el trayecto se encontraron con el papá, quien dijo que seguramente había encallado el buque que había despachado hacía una hora.

Algunos pobladores tenían linternas y farolillos y auscultaban el mar; vieron que extrañamente el buque parecía alejarse. Luego de un rato la muchedumbre se disolvió, y todos fueron a ver la quema de Judas. Abraham y su padre hicieron lo mismo, pero la madre prefirió volver a casa. Un hombre prendió la fogata y comenzó la larga y aterradora escena. Abraham contempló algo asustado como los ojos de Judas se tornaban rojos y amenazadores…

El vuelo de los cóndores es un cuento del escritor peruano Abraham Valdelomar, que forma parte del grupo de los llamados “cuentos criollos”. Escrito en 1913, fue publicada por primera vez el 28 de junio de 1914 en el diario limeño La Opinión Nacional.

La historia se desenvuelve en el puerto de Pisco, en la costa desértica peruana, a fines del siglo XIX.

El niño Abraham, entonces de 9 años, se entusiasmó sobremanera con la llegada del circo a su pueblo. A la salida de la escuela se fue al muelle a contemplar el desembarco de los artistas. Entre ellos vio a una niña rubia que le llamó mucho la atención. Tanta fue su impresión que el circo devino para él en una idea fija. Entre sueños, vio a todos los artistas desfilando delante de él, entre ellos a la niña rubia, que la miraba sonriente.

De vuelta a la vida real, recibió una sorpresiva y grata noticia: su padre había comprado entradas para que toda la familia fuera al circo a gozar con el espectáculo. Leyendo el programa, Abraham se enteró que uno de los números más emocionantes y peligrosos, denominado “el Vuelo de los Cóndores” sería realizado por una niña trapecista, apodada Miss Orquídea, que no podía ser otra que la misma criatura bella que viera en el muelle.

En «El Vuelo de los Cóndores» se trataba de que Miss Orquídea cambiase de trapecio desde una altura muy elevada. La osadía de la prueba fue tan impactante que de lejos fue el acto más aplaudido. El clamor del público hizo que el dueño del circo ordenara la repetición del acto, pese a su peligrosidad. Pero esta vez la niña se soltó antes de tiempo y cayó, salvándole de una muerte segura la red protectora, aunque resultó muy herida…

Yerba santa, escrito hacia 1904-1906, fue publicada por primera vez en Lima, en la revista Mundo limeño, en 1917. Pertenece al grupo de los “cuentos criollos”, es decir aquellos relatos cortos de Valdelomar ambientados durante su niñez transcurrida en Pisco y parte en Ica.

Valdelomar relata un episodio triste que vivió en su niñez. El protagonista es Manuel, un muchacho que vivía en su casa, en el puerto de Pisco. Los hermanos Valdelomar lo veían como un hermano mayor y lo estimaban como tal. Era valiente, desprendido, afectuoso, leal y franco. Su pelo era ensortijado, sus ojos morenos, sus labios carnosos, sus cejas pobladísimas y siempre le dibujaba el rostro de una sonrisa de fresca melancolía, jovial y exenta de amargura. Le agradaba el mar, el campo y los cuentos de las abuelas. Hacía los juguetes para los menores, como gallos de papel, barcos de madera y hondas de cáñamo.

Cuando iban todos a pasear y cazar, él dirigía el grupo. Mas, de pronto, una tristeza oculta lo envolvió. En el desembarcadero cantó un yaraví o canción triste que evocaba un amor que nunca volvió. Tan mal se puso el joven que lo mandaron donde su madre, la señora Eufemia, quien radicaba en Ica…

Hebaristo, el sauce que murió de amor. Evaristo Mazuelos, el farmacéutico de la botica «El Amigo del Pueblo», y Hebaristo, el sauce inclinado que vegetaba en una parcela cercana, eran dos almas paralelas. Ambos tenían 30 años y un aspecto cansino y taciturno. Así como el árbol Hebaristo cobijaba a los campesinos a la hora del mediodía, Evaristo escuchaba a quienes cobijaba en la botica.

Evaristo Mazuelos se enamoró de Blanca Luz, la hija del Dr. Carrizales, magistrado que llegó al pueblo como Juez de Primera Instancia, pero lamentablemente para Evaristo, la chica no estuvo mucho tiempo en el pueblo: apenas poco más de un mes. Sucedió que su padre cayó mal al Secretario de la subprefectura, un tal De la Haza, quien al mismo tiempo era redactor de «La Voz Regionalista», el decano de la prensa lugareña. De la Haza escribió un artículo tendencioso titulado «¿Hasta cuándo?»; en este artículo se mencionaba ciertos pasajes íntimos de la esposa del Juez, quien ya era finada. Por ese motivo el Juez, ofendido, dejó la judicatura y abandonó el pueblo, junto con su hija. Sin embargo, Evaristo no perdió la esperanza de volver a ver a su amada, que se había convertido en su inspiración poética.

De otro lado, la vida del sauce, por haber nacido de la casualidad, era solitaria y trágica. Como Evaristo, Hebaristo sentía necesidad de afecto; esperaba la brisa o el pico de las aves, para recibir el polen fecundador. Pero al parecer los otros sauces debían estar muy lejos, pues el polen nunca llegó y el sauce se fue secando lentamente, tal como a Evaristo Mazuelos lo consumía la desilusión de no tener noticias de Blanca Luz. No hacía otra cosa que ir diariamente al borde del arroyo donde languidecía el árbol. El sauce se acostumbró con su cotidiana presencia, quizás intuyendo su solitaria tragedia. Eran pues dos almas similares.

Cierto día Evaristo no fue al lado del sauce. Aquella misma tarde vino el carpintero del pueblo, quien cortó el árbol, y en el lomo de un burro lo trasladó hasta la carpintería «Rueda e Hijos». La madera del árbol sirvió de ataúd al fallecido Evaristo Mazuelos.