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Ed. Emecé, año 1954. Primera Edición. Tamaño 19 x 13 cm. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 176
El Dr. Carlos Delcasse, nacido en Francia y afincado en el barrio de Belgrano, vivió allí a fines del siglo XIX y principios del siglo XX. En el año 1883 construye una casa en Cuba 1919. La casa era una mansión de 20 habitaciones, tenía sala de armas, salas de gimnasia, polígono de tiro y el Bosque desde Sucre hasta Arcos.
Delcasse fue Intendente de Belgrano, diputado, impulsor de actividades físicas que practicaba como la esgrima, tiro, el boxeo, futbol y la gimnasia en general. Además fue un gran coleccionista de obras de arte. Fue cofundador del Boxing Club Buenos Aires. Su casa fue un lugar de encuentros de personalidades de la época, muchos de ellos amigos personales que compartían los buenos momentos y el gusto por la esgrima y el tiro. También la casa fue un lugar de duelos caballerescos, por lo que también adquirió fama de la casa de los duelos.
Entre las personalidades que concurrían encontramos a Jorge Newbery, Lisandro de la Torre, Alfredo Palacios, Roque Saenz Peña, Hipolito Yrigoyen, Marcelo T. de Alvear y el Barón Demarchi, entre otros. La casa además tenía otra particularidad. El segundo piso era un mirador y de allí surgía la estatua de un angel.
Un día la escritora Beatriz Guido (1924-1988) pasó por la casa y quedó conmovida frente al ángel, que inspiró, en 1954, su primera novela: ”La Casa del Angel”, con la cual ganó un concurso literario. Para inmortalizar aun más la estupenda mansión, el director de cine Leopoldo Torres Nilson (1924-1978), esposo de Beatriz Guido, en 1956 llevó al cine “La Casa del Angel”, con filmaciones en la misma casa. Por esta película Leopoldo Torres Nilson fue consagrado el mejor director del año, premio otorgado por el Instituto Nacional de Cine.
El leitmotiv de ésta novela es indudablemente el encierro de los personajes femeninos y la educación religiosa que reciben los mismos. Las protagonistas viven en la rutina, muy pocos acontecimientos quiebran con ella y a la larga también se convierten en rutinarios. Esta rutina es una forma de encierro. También están recluidas de forma física, pasando la mayor parte de sus días en su casa, la casa del ángel. El encierro de las mujeres en la casa crea un mundo femenino interno, que no tiene contacto con el exterior. Ellas solamente conocen el exterior a través de las historias narradas por su Nana o gracias a las películas y los libros que tienen
prohibidos.
Ana Castro es un destino en trance de niña a mujer. Siente converger en ella fuerzas terribles y maravillosas a la vez: la religión como consuelo y amenaza; el amor como deslumbramiento y pecado; la vida en todas sus manifestaciones como espectáculo y experiencias que la exaltan o la agobian.
En la casa del ángel Ana Castro ve, siente y oye cosas extraordinarias para su mirada inocente, quye no ha aprendido aún a comprender. Su paso tiene la firmeza y la fatalidad de un andar sonámbulo.
“A pesar de que nuestra madre elegía cuidadosamente el programa –sólo podíamos ver películas como La monjita o Pimpollos rotos […]-; siempre, aunque fuera en los anuncios, se deslizaba aquello que todas esperábamos: el beso. El beso en la pantalla era, para nosotras, la categoría máxima del pecado”. Ese mundo prohibido, que se vuelve tan tentador por la curiosidad que genera y tan placentero por el pudor y la vergüenza que se siente al descubrirlo, es principalmente el de la sexualidad. La ignorancia acerca de este mundo sexual se hace evidente en varios pasajes.
Cuando se incendia el prostíbulo Ana se limita a describir lo que la gente le decía a las mujeres del mismo y las describe ingenuamente: “Parecía salidas de una tapa de revista, o de la decoración de una caja de bombones, o del anuncio de los perfumes Narciso negro o Gotas de Amor”. Reconoce en ellas cierta sensualidad por asociación, pero no ve nada negativo. Del mismo modo, termina creyendo que el prostíbulo al que las había llevado el taxista era una hermosa confitería. El sexo, el pecado y el castigo van a formar un nuevo círculo de encierro sobre las protagonistas del libro y de la sociedad argentina de la época, haciendo sentir merecedora del pecado y culpable a quien transgrediera el límite e ingrese al mundo prohibido.
La novela trata de la constante amenaza de ir al infierno, ejercida por quienes educaban, como por ejemplo la Nana, sobre las jóvenes mujeres. Eran manejadas por miedo al pecado mortal. Durante todos los recuerdos que cuenta Ana, ejemplifica distintas maneras que tenían los mayores de asustarla o sus iguales de querer enseñarle lo prohibido. Un personaje de esta índole es su prima Vicente, siempre enseñándole lo prohibido a Ana, tentándola como el mismísimo diablo y pretendiendo que nunca peque.