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Ed. Sur, año 1964. Tamaño 20,5 x 14,5 cm. Traducción de Roberto Bixio. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 212

Karl Marx, de Berlin123En el siglo XVIII había abundancia de teorías sociales. Algunas murieron en el momento de nacer y otras, cuando el clima intelectual fue favorable, modificaron la opinión y alentaron la acción. Marx estudió esta inmensa masa de material y separó de él lo que le pareció original, verdadero e importante y, a la luz de esto, construyó un nuevo instrumento de análisis social cuyo moberto Bixioérito principal no estriba en su belleza o consecuencia, como tampoco en su poder emocional o intelectual —los grandes sistemas utópicos son obras más nobles de la imaginación especulativa—, sino en la notable combinación de principios simples y fundamentales con la comprensión, el realismo y el detalle minucioso. El medio ambiente que suponía correspondía en verdad a la experiencia personal y directa del público para el que Marx escribía; sus análisis, cuando los expuso en la forma más simple, parecieron al punto novedosos y penetrantes, y las nuevas hipótesis que representan una síntesis peculiar del idealismo alemán, el racionalismo francés y la economía política inglesa, parecían coordinar auténticamente y explicar infinidad de fenómenos sociales considerados hasta entonces relativamente aislados unos de otros. Esto proporcionó una significación concreta a las fórmulas y gritos de combate populares del nuevo movimiento comunista. Por sobre todo, le permitió hacer algo más que estimular las emociones generales de descontento y rebelión al agregar a ellas, como había hecho el cartismo, una serie de fines políticos y económicos específicos pero vagamente conectados entre sí. Dirigió estos sentimientos hacia objetivos inmediatos, alcanzables, sistemáticamente entrelazados, considerados no ya como fines últimos válidos para todos los hombres de todos los tiempos sino como objetivos propios de un partido revolucionario que representaba un estadio específico del desarrollo social.

El haber dado respuestas claras y unificadas, en términos empíricos familiares, a aquellas cuestiones teóricas que ocupaban los espíritus de los hombres de aquella época y el haber deducido de ellas directivas claras y prácticas sin crear vínculos obviamente artificiales entre ambas fueron las principales realizaciones de la teoría de Marx y le prestaron esa singular vitalidad que le permitió derrotar a sus rivales y sobrevivirlos en las décadas sucesivas. Marx escribió casi toda su teoría en París durante los perturbados años que van de 1843 a 1850 cuando, bajo la presión de una crisis mundial, las tendencias económicas y políticas, normalmente ocultas bajo la superficie de la vida social, aumentaron en extensión e intensidad hasta irrumpir a través de la estructura afianzada en tiempos normales por las instituciones establecidas y, por un breve instante, revelar su carácter real durante el interludio luminoso que precedió al choque final de fuerzas, en el cual todas las soluciones quedaron oscurecidas una vez más. Marx aprovechó esta rara oportunidad para realizar observaciones científicas en el campo de la teoría social; y en verdad, todo aquello se le aparecía como plena confirmación de sus hipótesis.

El sistema finalmente erigido resultó una maciza estructura, sólidamente fortificada contra el ataque en todos los puntos estratégicos, a la que no cabía tomar por asalto directo y que contenía, dentro de sus muros, infinidad de recursos para hacer frente a cualquier concebible contingencia de guerra. La influen¬cia que obró sobre amigos y enemigos fue inmensa, y ella fue más perceptible aun en los estudiosos de la sociedad, los historiadores y los críticos. Alteró la historia del pensamiento humano en el sentido de que, después de él, no era posible decir ya ciertas cosas. Ningún tema se empobrece, por lo menos a la larga, por el hecho de convertirse en un campo de batalla, y el énfasis marxista puesto en la primacía de los factores económicos en la determinación de la conducta humana llevó directamente a intensificar el estudio de la historia económica, el cual, si bien no había sido enteramente dejado de lado en el pasado, no alcanzó su actual rango prominente hasta que el surgimiento del marxismo impulsó los estudios históricos en esa esfera, de modo semejante a como, en la generación anterior, las doctrinas hegelianas obraron como un poderoso estímulo de los estudios históricos en general. El tratamiento sociológico de los problemas históricos y morales que Comte y, después de él, Spencer y Taine habían discutido y planeado, sólo se tornó un estudio preciso y concreto cuando el ataque del marxismo militante demostró las falacias de sus conclusiones y obligó así a la búsqueda más celosa de pruebas y a prestar al método atención más intensa.

En 1849 Marx se vio forzado a dejar París y fue a vivir a Inglaterra. Londres significaba para él poco más que la biblioteca del British Museum, «el ideal puesto de avanzada estratégico para el estudioso de la sociedad burguesa», un arsenal de municiones cuya importancia no parecían comprender sus dueños. Permaneció casi totalmente indiferente al contorno y vivía encerrado en su propio mundo, sobre todo alemán, constituido por su familia y un reducido grupo de amigos íntimos y camaradas políticos. Conoció a pocos ingleses y ni los comprendió ni se interesó por el modo de vida de éstos. Era un hombre insólitamente impermeable a la influencia del medio ambiente; sólo le interesaba lo que estaba impreso en los diarios o en los libros y hasta su muerte apenas tuvo conciencia de la calidad de vida que lo rodeaba o de su telón de fondo social y natural. En lo que incumbía a su desarrollo intelectual, pudo muy bien haber pasado su exilio en Madagascar a condición de que contara con un regular envío de libros, diarios e informes gubernamentales y, de haber sido así, por cierto su existencia no habría pasado más inadvertida para los habitantes de Londres. Los formativos de su vida, los psicológicamente más interesantes, acabaron hacia 1851; a partir de entonces se asentó emocional e intelectualmente y apenas cambió. Cuando aun estaba en París había concebido la idea de desarrollar cabalmente y explicar el ascenso e inminente caída del sistema capitalista. Comenzó-a trabajar en el tema durante la primavera de 1850 y continuó, con interrupciones debidas a las necesidades tácticas diarias y a la redacción de sus artículos para los diarios con los que intentaba sostener a su familia, hasta su muerte, en 1883.

Sus folletos, artículos y cartas durante los próximos treinta años constituyen un comentario coherente de los asuntos políticos contemporáneos, a la luz de su nuevo método de análisis. Son penetrantes, lúcidos, mordaces, realistas, de tono sorprendentemente moderno y apuntan de modo deliberado contra el optimismo dominante en su tiempo.

Como revolucionario, no aprobaba los métodos de conspiración, a los que consideraba anticuados e ineficaces así como susceptibles de irritar a la opinión pública, sin modificar sus cimientos; por lo contrario, se proponía crear un partido político abierto dominado por la nueva visión de la sociedad. Ocupó sus últimos años casi exclusivamente en la tarea de reunir pruebas de las verdades que había descubierto, y de darles difusión, hasta que cubrieron todo el horizonte de sus seguidores y quedaron conscientemente incorporadas al tejido de cada uno de sus pensamientos, palabras y actos. Por espacio de un cuarto de siglo concentró todas sus energías en la persecución de este propósito, el cual alcanzó hacia el fin de sus días.

El siglo XIX ofrece muchos críticos sociales y revolucionarios , notables no menos originales, no menos violentos, no menos dogmáticos que Marx, pero ninguno se nos presenta tan exclusivamente concentrado en un solo propósito, tan absorbido en hacer de cada palabra y cada acto de su vida un medio enderezado a un fin único, inmediato, práctico, ante el cual no había nada tan sagrado que no debiera sacrificarse. Si en cierto sentido cabe afirmar que nació antes de su tiempo, asimismo puede decirse legítimamente que encarna una de las más viejas tradiciones europeas. Su realismo, su empirismo, sus ataques a los principios abstractos, su exigencia de que cada solución ha de ser probada por su propia aplicabilidad a la situación actual (y, por lo demás, ha de dimanar de ella), el menosprecio que le inspiraban la transacción o la evolución gradual como modos de eludir la necesidad de una acción drástica, su creencia en que las masas son infinitamente crédulas y han de ser salvadas a cualquier precio, en caso necesario por la fuerza, de los bribones y locos que las someten, lo erigen en precursor de una generación más severa de revolucionarios prácticos del siglo siguiente; su rígida creencia en la necesidad de una ruptura completa con el pasado, en la necesidad de un sistema social enteramente nuevo —único capaz de salvar al individuo que, si queda abandonado a sí mismo, extraviará el rumbo y perecerá—, lo coloca entre los grandes fundadores autoritarios de una nueva fe, implacables subversores e innovadores que interpretan el mundo en términos de un principio único y claro, apasionadamente defendido, y que denuncian y destruyen cuanto a él se opone.

Su fe en su propia visión sinóptica de una sociedad ordenada, disciplinada y que se gobierna a sí misma, destinada a alzarse de la inevitable destrucción que corrompe el mundo irracional y caótico del presente, era tan ilimitada y absoluta que bastaba para poner fin a todas las dudas y para suprimir todas las dificultades; ella acarreaba una sensación de liberación similar a la que en los siglos XVI y XVII los hombres hallaron en la nueva fe protestante y, luego, en las verdades de la ciencia, en los principios de la Gran Revolución, en los sistemas de los metafísicos alemanes. Si estos primeros racionalistas son justamente llamados fanáticos, cabe en este sentido decir que Marx fue también un fanático. Empero, su fe en la razón no era ciega y, si apelaba a la razón, no menos apelaba a las sentencias empíricas. Las leyes de la historia eran por cierto eternas e inmutables —y para percibir este hecho se requería una intuición casi metafísica—, pero lo que eran sólo podía establecerse por la evidencia de los hechos empíricos. Su sistema intelectual era cerrado y todo cuanto se incorporaba a él había de conformar un esquema preestablecido, pero sin embargo se basaba en la observación y en la experiencia. No lo obsesionaban ideas fijas. No revela huellas de los síntomas notorios que acompañan al fanatismo patológico, esa alternación de estados anímicos de súbita exaltación con una sensación de desamparo y persecución que la vida en mundos absolutamente íntimos a menudo engendra en aquéllos que se apartan de la realidad.

Las principales ideas de su obra principal maduraron en su espíritu ya en 1847. Esbozos preliminares aparecieron en 1849 y, también, siete años después, pero se sentía incapaz de comenzar a escribir antes de tener la absoluta seguridad de que dominaba toda la literatura de su tema. Este hecho, junto con la dificultad de encontrar un editor y la necesidad de proveer al sostenimiento de su familia, con el inevitable acompañamiento de exceso de trabajo y frecuentes enfermedades, fue postergando la publicación año tras año. El primer volumen apareció finalmente veinte años después de haber sido concebido, en 1867, y constituye el coronamiento de los esfuerzos de toda su vida. Es un intento de ofrecer una visión unitaria e integral de los procesos y leyes del desarrollo social, y contiene una teoría económica completa tratada históricamente y, en forma menos explícita, una teoría de la historia según la cual ésta está determinada por factores económicos. La interrumpen notables digresiones consistentes en análisis y esquemas históricos de la condición del proletariado y de sus empleadores, en particular durante el período de transición de la manufactura al capitalismo industrial en gran escala; las introduce para ilustrar la tesis general, pero de hecho muestra con ellas un método nuevo y revolucionario de escribir historia y de interpretar la política.

En fin, en su totalidad constituye la acusación más formidable y fundada jamás lanzada contra todo un orden social, contra sus gobernantes, sus ideólogos, los que lo apoyan, sus instrumentos conscientes e inconscientes, contra todos aquellos cuyas vidas están enlazadas en su supervivencia. Lanzó este ataque contra la sociedad burguesa en un momento en que ésta había alcanzado la cúspide de su prosperidad material, en el mismo año en que, en un discurso sobre el presupuesto, Gladstone felicitó cálidamente a sus compatriotas por el «embriagador aumento de su riqueza y poder» de que habían sido testigos los años últimos, vividos en medio de alegre optimismo y confianza universal. En este mundo Marx es una figura aislada y amargamente hostil, dispuesta, como un primitivo cristiano o un francés enragé, a rechazar audazmente todo cuanto él tenía que ofrecer, calificando de faltos de valor a sus ideales y de vicios a sus virtudes, condenando sus instituciones aunque no porque fuesen malas sino porque eran burguesas, porque pertenecían a una sociedad corrompida, tiránica e irracional que había de ser totalmente aniquilada y para siempre. En una época que destruía a sus adversarios mediante métodos no menos eficientes porque fuesen decorosos y lentos, que forzó a Carlyle y Schopenhauer a buscar una evasión en civilizaciones remotas o en un pasado idealizado, y que llevó a su acérrimo enemigo Nietzsche a la histeria y la locura, Marx fue el único que se mantuvo centrado en sí mismo y formidable. Como un antiguo profeta que lleva a cabo una tarea que le ha impuesto el cielo, con una tranquilidad interior basada en una clara y segura fe en la sociedad armoniosa del futuro, dio testimonio de los signos de decadencia y ruina que veía por doquiera. Le parecía que el viejo orden se desmoronaba patentemente ante sus ojos, e hizo más que ningún otro hombre para acelerar el proceso, procurando acortar la agonía que precede al fin.

INDICE
I- Introducción
II- Infancia y adolescencia
III- La filosofía del espíritu
IV- Los jóvenes hegelianos
V- París
VI- Materialismo histórico
VII- 1848
VIII- Exilio en Londres: la primera fase
IX- La Internacional
X- «El rojo doctor terrorista»
XI- Últimos años