Este retrato de Heráclito fue extraído de La filosofía en la época trágica de los griegos, una de las primeras obras de Nietzsche, escrita en 1873 pero publicada después de su muerte. Porque Heráclito había visto la ley en el combate de los elementos múltiples y en el fuego el juego inocente del universo, debía parecerle a Nietzsche su doble, un ser del que él mismo era una sombra. Si Heráclito «ha levantado el telón del mayor entre todos los espectáculos» —el juego del tiempo destructor—, se trata del mismo espectáculo que se convirtió en la pasión y la contemplación de Nietzsche, y a lo largo del cual debía aparecérsele la visión cargada de espanto del eterno retorno.
«Cada instante no existe más que en la medida en que ha exterminado el instante precedente, su padre». «La inconstancia total de todo real es una representación terrible y conmocionante: su acción es análoga a la impresión de aquel que pierde confianza en la tierra firme durante un terremoto. «El mayor entre todos los espectáculos, la mayor de todas las fiestas, esla muerte de Dios. «¿Acaso no caemos sin cesar? ¿Hacia atrás? ¿De lado? ¿Hacia adelante, hacía todos lados?». Así gritará más tarde Nietzscbe, cuando experimente el arrebato que denominó la «muerte de Dios» (La Gaya Ciencia). Mucho más allá de los cuarteles fascistas…
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“Era orgulloso Heráclito: y cuando el orgullo anida en un filósofo, es un orgullo de grandes dimensiones. Su acción jamás lo condujo a buscar un «público», el aplauso de las masas o el coro adulador de sus contemporáneos. Pertenecía a la naturaleza del filósofo el recorrer las calles solitario. Sus dones están entre los más raros, son en cierto sentido contra natura, exclusivos y hostiles incluso a la mirada de dones semejantes. El muro de su suficiencia debía ser diamantino para no romperse o quebrarse, porque todo se movía en su contra. Su viaje hacia la inmortalidad estaba sembrado de más obstáculos que ningún otro, y sin embargo nadie puede creer con más seguridad que el filósofo que podrá alcanzar la inmortalidad a través de este camino. No sabía de dónde asirse si no era de las alas desplegadas de todos los tiempos, puesto que el desprecio de las cosas presentes e instantáneas compone la esencia de la gran naturaleza filosófica.
Posee la verdad, y aunque es libertad de la rueda del tiempo el girar en uno o en otro sentido, nunca escapará a la verdad. Es importante saber que hombres como éstos vivieron una sola vez. Nunca osaremos imaginar el orgullo de Heráclito como una posibilidad ociosa. Todo esfuerzo hacia el conocimiento parece, por su naturaleza, eternamente insatisfecho e insatisfactorio. Por eso nadie, si no está informado por la historia, querrá creer en la realidad de una valoración de sí tan majestuosa como la que confiere la convicción de ser el único y dichoso pretendiente de la Verdad. Hombres como ésos viven en su propio sistema solar: y es allí donde hay que ir a buscarlos. Un Pitágoras, un Empédocles, trataban su propia persona con una estima más que humana, con un temor casi religioso; pero el lazo de la compasión, ligado a la profunda creencia en la transmigración de las almas y en la unidad de todo lo vivo, los conducía hacia los demás hombres para salud de estos últimos.
En cuanto al sentimiento de soledad del que estaba penetrado el eremita efesio del templo de Artemisa, sólo podría experimentarse en medio de los sitios alpinos más desolados. Ningún sentimiento de piedad todopoderosa emana de él, ningún deseo de acudir en ayuda de otro, de curar o de salvar. Es un astro sin atmósfera. Su ojo, cuyo ardor se dirige totalmente al interior, no tiene más que una mirada extinta, glacial, como de pura apariencia hacia el afuera.
Alrededor de él las olas de la locura y de la perversidad golpean la fortaleza de su orgullo: él se vuelve con asco. Pero también los hombres de corazón sensible evitan una máscara semejante, como fundida en bronce; en un santuario retirado, entre las imágenes de los dioses, a la sombra de una arquitectura fría, calma e inefable, todavía puede concebirse la existencia de tal ser. Entre los hombres, Heráclito, en tanto que hombre, era inconcebible; y si es cierto que contemplaba atentamente los juegos de los niños bulliciosos, es cierto también que al hacerlo soñaba con algo con lo que ningún hombre sueña en igual ocasión; con el juego del niño universal, Zeus.
No tenía en lo más mínimo necesidad de los otros hombres, ni siquiera para su conocimiento; no se dedicaba a plantearles todas las preguntas que se les puede plantear, ni las que los sabios se habían esforzado en plantear antes que él. Hablaba con desprecio de esos hombres interrogadores, acumuladores, en síntesis, de esos hombres «históricos». «Yo me busco y me exploro a mí mismo», decía valiéndose de un término con el que se definía la profundización de un
oráculo, como si fuera él el verdadero y único ejecutor de la sentencia deifica «conócete a ti mismo».
En cuanto a lo que escuchaba en este oráculo, lo tenía por sabiduría inmortal y digno de interpretación eterna, de efecto ilimitado en el porvenir lejano, a semejanza de los discursos proféticos de la Sibila. Hay suficiente para la humanidad que habría de llegar más tarde, en tanto que quiera solamente interpretar, como sentencia oracular, lo que él, como el dios de Delfos, «ni expresó ni calló». Y aunque su sentencia sea anunciada «sin sonrisa, sin ornamento ni perfume», sino más bien «con una boca espumante», es preciso que se perpetúe en los milenios del porvenir.
Porque el mundo tiene eternamente necesidad de la verdad, tiene eternamente necesidad de Heráclito, aunque Heráclito no tenga en lo más mínimo necesidad él mismo. ¿Qué le importa a él su gloria? La gloria en «¡los mortales en devenir perpetuo!», exclamaba con ironía. Su gloria concierne sin duda a los humanos, no le interesa a él mismo: la inmortalidad de los humanos tiene necesidad de él, y no él mismo de la inmortalidad del hombre Heráclito. Lo que supo ver, la doctrina de la ley en el devenir y del juego en la necesidad, debe desde entonces ser visto eternamente: ha levantado el telón del mayor entre todos los espectáculos”.