«…El amor de las mujeres contiene, como la caja de Pandora, todos los dolores de la vida, pero están envuel­tos en hojas doradas y están tan llenos de aromas y colores que uno nunca debe quejarse de haber abierto la caja. Los aromas mantienen alejada la vejez y conservan hasta sus últimos momentos su fuerza original. Toda feli­cidad se hace pagar, y yo muero un poco por estos dul­ces y delicados aromas que se elevan de la maligna caja, y a pesar de ello, mi mano, a la que Ja vejez ya hace tem­blar, encuentra aún la fuerza para girar llaves prohibidas. ¡Qué son la vida, la fama, el arte! Todo lo doy por las horas benditas en las que mi cabeza descansaba en no­ches de verano sobre un pecho moldeado por el vaso del rey de Thule, como éste ahora también desaparecido». Félicien Rops

«Un alma que en el más allá se quita el sueño de los ojos». Un poeta y amante, vacilando entre el amor y la configuración artística de la belleza femenina, sostiene la mano de Lulú entre las suyas y pronuncia las palabras que son la clave de este laberinto de la femineidad, de esta maraña en la que más de un hombre perdió la razón. Es el último acto del «Espíritu de la Tierra». La soberana del amor ha reunido a su alrededor todos los tipos de la masculinidad, para que la sirvan tomando de ella lo que tiene para dar. Las pronuncia Aiwa, el hijo de su marido. Y más tarde, cuando ya se haya embriagado totalmente en esa dulce fuente de la perdición, cuando ya se haya cumplido su destino, delirando ante el cuadro de Lulú, encontrará las palabras: «Frente a este retrato reconquisto mi propia estima. Se me hace comprensible mi fatalidad. Todo lo que hemos vivido se vuelve tan natural, tan evidente, tan claro. Que nos tire la primera piedra el que ante esos labios exuberantes y henchidos, esos grandes e inocentes ojos infantiles, ese rebosante cuerpo sonrosado, se sienta seguro en su posición burguesa». Estas palabras, pronunciadas frente a la imagen de la mujer que se convirtiera en destructora de todo porque había sido destruida por todos, abarcan el mundo del poeta Frank Wedekind. Un mundo en el que la mujer para alcanzar su perfección estética no está condenada a aliviar al hombre de la cruz de la responsabilidad ética. El conocimiento que comprende el abismo trágico entre los labios exuberantes y la posición burguesa es en la actualidad quizás el único digno de un dramaturgo. Quien ha comprendido la «Caja de Pandora», que aunque tenga en el «Espíritu de la Tierra» los supuestos de su contenido es la que abre la comprensión profunda de la totalidad, quien ha comprendido esta tragedia de Lulú se enfrentará a toda la literatura alemana, que vive a costa de la mujer y saca su beneficio psicológico de la «relación entre los sexos», con el mismo sentimiento que experimenta el adulto cuando se le quiere enseñar lo más elemental. Yo no vacilaría en abrir con algún clásico esta gran revista de infantilismos psicológicos. Los más profundos investigadores de la «ida sentimental masculina han comenzado a balbucear antes de que sus propias heroínas abrieran los ojos, y la inefable tragedia a la que ponen palabras ha sido siempre la tragedia de la virginidad perdida. Un «conviértete en prostituta», o con frecuencia simplemente un vergonzoso «conviértete en…», eso es lo que oímos en todos los desarrollos dramáticos hasta el día ‘de hoy: continuamente volvemos a ver el nudo dramático enlazado con un himen. En esto, los poetas no se han inclinado con ella bajo la espada de Damocles que ella misma ha colgado sobre sí voluntariamente con humildad cristiana. Crédulos, han repetido maquinalmente la superstición de que el honor del mundo se vería disminuido si aumenta su placer. Y han escrito tragedias sobre «lo que ningún hombre puede ignorar». Es un problema literario aparte el que las toscas banalidades de un carpintero pensador sean mucho menos evitables que las aventuras de su María Magdalena. Pero Frank Wedekind ha sido el primero que ha renunciado a las lamentaciones dramáticas por la pérdida de valor mercantil de la mujer. En su obra programática «Hidalla», Fanny se eleva muy por encima del pretendiente que la ha desdeñado porque le falta «el privilegio» que hace cotizables a sus compañeras de sexo: «¡¿Es por eso pues que ya no soy na­da?! ¡¿Era eso entonces lo fundamental en mí?! ¿Puede imagi­narse un insulto más denigrante para un ser humano?… peor que ser amada por un… privilegio de ese tipo!… como si se tratara de una cabeza de ganado!» …Y ahora la extraordinaria doble trage­dia cuya segunda parte verán ustedes hoy, la tragedia del difama­do y eternamente malentendido encanto femenino, al que un mundo mezquino sólo le permite acostarse en la cama de Procrusto de sus conceptos morales. Un camino de tormentos para la mujer, que no ha sido destinada por la voluntad del Creador para servir al egoísmo del propietario, y que sólo en la libertad puede elevarse a una existencia superior. Hasta ahora ningún pajarero ha dicho que la belleza fugaz del pájaro tropical hace más dichoso que la segura posesión en la que la estrechez del ignorante admira la magnificencia del plumaje. Sea la hetaira un sueño del hombre; pero la realidad tiene que convertirla en sierva —ama de casa o amante— porque la necesidad social de honor es para él mismo superior al sueño. Por eso, todo el que desea la mujer poliándrica la quiere para sí. Este deseo, y sólo él, debe considerarse como la fuente original de todas las tragedias del amor. Querer ser el elegi­do sin conceder a la mujer el derecho de elegir. Y lo que los Oberones sobre todo no pueden entender es que Titania pueda abrazar a un burro, porque ellos no serían capaces —por su mayor capacidad reflexiva y su menor capacidad sexual- de abrazar a una burra. Por lo que en el amor se convierten ellos en burros. Sin una medida colmada de honor social no pueden vivir: ¡y por eso son ladrones y asesinos! Pero entre los cadáveres avanza una so­námbula del amor. Ella, en la que un mundo encerrado en nociones sociales ha convertido en «vicios» todos los méritos de la mujer.

Uno de los conflictos dramáticos entre la naturaleza femenina y un imbécil masculino ha entregado a Lulú a la justicia terrenal, y durante nueve años de prisión tendría que dedicarse a reflexionar sobre el hecho de que la belleza es un castigo de Dios, si sus devotos esclavos del amor no hubieran urdido un plan para su liberación, un plan que en el mundo real no puede madurar ni siquiera en mentes fanatizadas, con el que ni una voluntad fanática puede tener éxito. Con la liberación de Lulú se abre sin embargo la «Caja de Pandora» —por medio del éxito de lo imposible el autor destaca la capacidad de sacrificio de la esclavitud amorosa mejor que con la introducción de un motivo más verosímil. Lulú, portadora de la acción en el «Espíritu de la Tierra», es ahora llevada por ella. Con mayor claridad que antes se muestra que su gracia es la verdadera heroína del drama; su retrato, el cuadro de sus días hermosos, juega un papel más importante que ella misma, y mientras que antes eran sus encantos activos los que impulsaban la acción, ahora lo que excita los sentimientos es la distancia entre el esplendor de entonces y la miseria actual. La gran venganza ha comenzado, la gran revancha de un mundo masculino que tiene la osadía de vengar su propia culpa. «Esta mujer —dice Aiwa— mató a mi padre en esta habitación; a pesar de ello, tanto en el asesinato como en el castigo no puedo ver más que una espantosa desgracia de la que es víctima. También creo que mi padre si hubiera salido con vida, no le hubiera retirado su mano totalmente». En esta capacidad de sentir se une al hijo del muerto el joven Alfred Hugenberg, cuya patética exaltación termina en el suicidio. Pero son Alma y la condesa Geshwitz, la desinteresada e íntegra amiga de Lulú, los que confluyen en una verdadera alianza, la más conmovedora que haya sido inventada jamás, una alianza de sexualidad heterogénea, que hace sin embargo que los dos sucumban al encanto de la mujer omnisexual. Ellos son los verdaderos prisioneros de su amor. Parecen saborear como si fueran delicias todas las desilusiones, todos los tormentos que provienen de un ser amado que no ha sido creado para la gratitud afirmando aún valores en todos los abismos. Por más que en rasgos particulares lo diferencie del suyo, el mundo de ideas de aquéllos es el mundo de ideas del poeta, el mismo que comienza a resonar en el soneto de Shakespeare:

¡Qué amable y dulce tomas la propia vileza,
que, como gusarapo en la fragante rosa,
de tu nombre en capullo tizna la belleza!
¡Ah, en qué grata morada tu pecado posa!
La lengua que tus días historia, aún cuando
un frívolo comento a tus caprichos forme,
no puede censurar sino como alabando:
la cita de tu nombre ilustra un negro informe.
¡Ah, qué mansión aquélla en que los vicios moran
que a ti por aposento te escogieron, donde
el velo de hermosura toda tacha esconde
y cuántas sombras ojo ve de luz se doran!

También se le puede llamar masoquismo, esa necia palabra de médicos y novelas. Sin embargo, éste es probablemente el terreno del sentimiento artístico. La «posesión» de la mujer, la seguridad del «beatus possidens», es aquello sin lo cual la pobreza de fantasía no puede ser feliz. ¡Política realista del amor! Rodrigo Quast, el atleta, se ha comprado un látigo de piel de hipopótamo. Con él no sólo la convertirá en la «gimnasta más espectacular del momento» sino también en la cónyuge fiel que sólo debe recibir a los caballeros que él determine. Con este incomparable filósofo de la moral del rufián comienza el desfile de los verdugos: los hombres se desquitarán de Lulú con infamia del mal que les hizo con su necedad. La serie de los enamorados poseedores exclusivos dará lugar por una necesidad natural a la serie de prácticos del amor. A Rodrigo, que desgraciadamente ha perdido la capacidad de «hacer ejercicios gimnásticos sobre dos caballos al trote», le sigue Casti Piani, cuyo rostro de canalla consigue un poder sádico aún más maligno sobre la voluntad sexual de Lulú. Para escapar de un chantajista tiene que lanzarse en los brazos de otro, víctima de todos, sacrificándose a todos, hasta que exhausta se cruza en su camino el último y sumario vengador del género masculino, Jack el Destripador. Partiendo de Hugenberg, el más espiritual, el camino la conduce hasta Jack, el hombre más sexual, al que se precipita como la polilla sobre la luz, el sádico más extremo en la serie de sus verdugos, cuyo oficio de cuchillero es un símbolo: ataca aquello con lo que ha pecado contra los hombres.

A partir de una deshilvanada serie de hechos que podrían haber sido inventados por la fantasía de una novela por entregas, se levanta para la mirada aguda un mundo de perspectivas, de ambientes y de conmociones, y la poesía de trastienda se convierte en poesía de la trastienda, que sólo puede ser condenada por la estupidez oficial que prefiere el cuadro malo de un palacio al bueno de una chabola. La verdad no está sin embargo en esta escena sino detrás de ella. ¡Qué poco lugar encontraría un realismo de las circunstancias en el mundo de Wedekind, en el que las personas viven por los pensamientos! Es el primer dramaturgo alemán que ha permitido al pensamiento acceder a la escena. Todas las manías naturalistas están como borradas. Lo que está por encima y por debajo de las personas es más importante que el dialecto en que hablan. Llegan incluso -cuesta decirlo- a tener nuevamente monólogos. Hasta cuando están juntos en escena. Se levanta el telón, y un musculoso atleta hila sus sueños futuros de pagas suculentas y beneficios rufianescos, un poeta clama como Karl Moor contra el siglo que todo lo mancha con tinta y una mujer dolorida sueña con la salvación de su amiga idolatrada. Tres seres humanos que hablan sin tocarse. Tres mundos. Una técnica dramática que con una mano mueve tres bolos. Se adivina que existe una naturalidad superior a la de la pequeña realidad con cuya exhibición la literatura alemana nos ha proporcionado durante dos décadas (con el sudor de su frente) pobres muestras de identidad. Un lenguaje que presenta una sorprendente unión de caracterización y generalización aforística. Cada palabra, adecuada al mismo tiempo al personaje y a su pensamiento, a su destino: giro coloquial y epígrafe. El rufián dice: «Con su disposición práctica, a la mujer no le cuesta mantener a su marido ni la mitad de esfuerzo que al contrario. Con tal que el hombre le proporcione un interés espiritual y no deje que desaparezca el sentido familiar». ¿Cómo hubiera expresado esto un «realista»? Ningún otro dramaturgo alemán de técnica más refinada para recrear ambientes hubiera podido producir escenas como las de Aiwa y Lulú en el primer acto, Casti Piani y Lulú en el segundo y sobre todo como la escena del último acto en la que la Geschwitz aparece con el retrato de Lulú en medio de la miseria londinense, ni ninguna otra mano tendría hoy el valor y la fuerza para asir de ese modo lo más profundo del ser humano. De un grotesco shakespeareano es la alternancia de efectos cómicos y trágicos, que va hasta la posibilidad de verse trastrocado por la conmoción más fuerte en el acto de calzarse unas botas. Esta balada de muerte que se vuelve visionaria, este hondo melodrama del «paso a paso», es por fuera semblanza de una vida, por dentro imagen de la vida. Los acontecimientos se suceden veloces como un sueño febril, como el sueño de un poeta enfermo de Lulú. Al final, Aiwa podría restregarse los ojos y despertar en los brazos de una mujer que estuviese desperezándose en el Más Allá. Ese segundo acto, el acto parisino, con los tonos mates de una sórdida vida alegre: todo como detrás de un velo, simplemente una etapa en el calva­rio paralelo de Lulú y Aiwa. Ella delante, estrujando la carta de un chantajista; él detrás, en el salón de juego, un título fraudulento en la mano. Todo confluye hacia el abismo. Una confusión de jugadores y «cocottes» a las que engaña un banquero estafador. Todo espectral y en un lenguaje que tiene intencionalmente el tono convencional de viciados diálogos novelescos: «Venga amigo mío. Probemos fortuna en el bacará». El «marqués Casti Piani», puesto en escena no en el papel de tratante de blancas sino como la misión personificada de la trata de blancas. En dos frases, rayos de una claridad social deslumbrante, sólo atenuada por el velo de los acontecimientos, un contenido irónico que hace superfluos cien panfletos contra la Mentirosa sociedad y el Hipócrita estado. Un hombre que es al mismo tiempo confidente de la policía y tratante de blancas: «El Ministerio Público pagará 1.000 marcos a quien entregue a la policía a la asesina del Dr. Schón. Sólo necesi­to llamar a los policías que están allí abajo en la esquina, y me habré ganado 1.000 marcos. La empresa Oikonomopulos de El Cairo ofrece en cambio 60 libras por ti. Son 1.200 marcos, es decir, 200 marcos más que lo que paga el Ministerio Público». Y como Lulú lo quiere despachar con acciones: «Nunca me he ocupado de acciones. El Ministerio Público paga en divisas alemanas y la Oikonomopulos en oro inglés». El ejecutivo inmediato de la moral del estado y el representante de la casa Oikonomopulos reunidos en una misma mano… Una prisa y una precipitación fantasmagóricas, un grado de sugerencia dramática que ha sido retenido por Offenbach al poner música a los ambientes de E.T.A. Hoffmann. Acto de Olympia. Como Spalanzani, el padre adoptivo de un autómata, Puntschu embauca a la sociedad con sus títulos falsos. Su picardía demoníaca encuentra en un par de frases de un monólogo una expresión filosófica que capta la diferencia de los sexos con más profundidad que toda la ciencia de los neurólogos. Sale de la sala de juego y se regocija enormemente de que su moral de judío sea tanto más lucrativa que la moral de las prostitutas que se habían congregado allí a su alrededor. Ellas tienen que alquilar su sexo, su «Josaphat», él puede usar su inteligencia. Las pobres hembras sacrifican el capital de su cuerpo; la inteligencia del listo se mantiene fresca: «no hace falta bañarla en Eau de Cologne». Así triunfa la inmoralidad del hombre sobre la falta de moral de la mujer. En el tercer acto es cuando aparecen palo, revolver y cuchillo de matarife, desde estos abismos de un tosco mundo de hechos, suenan los tonos más puros. Puede ser que lo inaudito que aquí sucede repugne a quien no exige del arte más que distracción o que no supere los límites de su propia posibili­dad de sufrimiento. Pero su juicio tendría que ser tan débil como sus nervios si pretendiera negar lo grandioso de esta creación. Por cierto que no tiene que querer vivir con expectativas realistas este delirio febril en una buhardilla londinense, lo mismo que la «inverosímil» historia de la liberación en el primer acto y la eliminación de Rodrigo en el segundo. Y quien vea una basta historia obscena en esta sucesión de cuatro clientes del amor ante una Lulú que termina como mujer de la calle, quien en esta fluctua­ción de impresiones grotescas y trágicas, en esta acumulación de rostros terribles, no vea la idea de un poeta, no debe quejarse por la baja estimación de su propia capacidad de experiencia vital. Merece ser contemporáneo de la literatura dramática sobre la que Frank Wedekind deja caer su juicio acerbo por boca de Aiwa. No se puede tomar en serio, sin embargo, que alguien pueda ser tan corto de vista como para que lo «penoso» del material le haga desconocer la grandeza de su tratamiento y la necesidad de su elección. Como para que el palo, el revólver y el cuchillo le hagan pasar por alto que ese asesinato sexual se cumple como una fatalidad proveniente de la profundidad más insondable de la naturaleza femenina; como para que el lesbianismo de la condesa Geschwitz le haga olvidar su grandeza y que no se trata de una persona vulgar sino de alguien que avanza a través de la tragedia como un demonio de la tristeza. Es cierto, sin embargo, que las infinitas sutilezas de esta brutal creación sólo se le abren al lector después de un conocimiento más profundo: el presentimiento de su fin por parte de Lulú, que lanza sus sombras ya en el primer acto, ese precipitarse cautivada por un hechizo, ese pasar por encima de los destinos de los hombres que han sucumbido ante ella: frente a la noticia de la muerte del pequeño Hugenberg en la prisión, pregunta si «también él está en la cárcel», y el cadáver de Aiwa sólo le hace la habitación más desagradable. Luego, el conocimiento ful­minante del hombre más extremo, Jack que le «acaricia la cabeza como si fuera un perro» a la mujer menos femenina, la Geschwitz, y percibe inmediatamente su relación con Lulú y con ella su inutilidad para su necesidad atroz. «Este monstruo no tiene nada que temer de mí», dice después de haberla apuñalado. A ella no la mató por placer, la apartó simplemente como un obstáculo. Para su satisfacción podría a lo sumo arrancarle el cerebro.

Toda insistencia es poca para prevenir contra el intento de buscar la esencia de la obra en la particularidad de su materia. Una crítica superficial no ha visto en «El espíritu de la tierra» más que un drama de Boulevard, en el que el autor «mezcla lo grosero con lo obsceno». Un prominente espíritu berlinés ha demostrado su total incomprensión del mundo de este doble drama al aconsejar que el talentoso autor tenga a bien buscar rápidamente otra materia. Como si el poeta pudiera «elegir una materia», como el sastre o el periodista de semanarios que le presta su traje estilístico a las opiniones ajenas. La crítica alemana aún no tiene idea de la fuerza original que engendran aquí al mismo tiempo la materia y la forma. Uno ya está acostumbrado a aceptar como algo natural que el mundo oficial del teatro presuma de haber cumplido con su ideal de modernidad con la cuota anual de sus hábiles cinceladores, que la bendición de los derechos de autor fecunde sin cesar la mediocridad y que la individualidad goce de la única distinción de no recibir ningún premio Schiller, Grillparzer o Bauernfeld (o como quiera que se llame la recompensa por el esmero, las buenas costumbres y la falta de talento). Pero ya resulta irritante que el mundo artístico oficial mire como un bicho raro a un dramaturgo que no ha escrito un solo renglón que no lleve la visión del mundo y la visión teatral a una congruencia absoluta, y cuya perspectiva de pensamiento se eleva finalmente por encima de la mezquina pintura de ambientes. Lo tachan de «grotesco». De este modo, los justos, que en literatura siempre matan dos pájaros de una frase hecha, ya creen haberlo catalogado. ¡Cómo si lo grotesco pudiera ser el fin último del capricho de un artista! Confunden la máscara con la cara y ninguno se da cuenta de que el pretexto grotesco no podría significar en este caso nada menos que la vergüenza del idealista, que sigue siendo idealista cuando confiesa en una poesía que preferiría ser una prostituta que «el hombre más rico en dicha y honores», y cuya vergüenza alcanza esferas más profundas que la de aquellos que se escandalizan de su tema.

El reproche de que se ha «metido algo» en una obra literaria sería su mejor elogio. Pues sólo en los dramas cuyo fondo está apenas por debajo de su cubierta no puede meterse nada por más que se quiera. Pero en la verdadera obra de arte, en la que un poeta ha conformado su mundo, todos pueden meter todo. Lo que sucede en «La Caja de Pandora» puede aplicarse tanto a la consideración estética como —escuchen, escuchen— a la consideración moralista de la mujer. Cada uno puede contestar como más le guste la pregunta de si al autor le interesa más la alegría de su florecimiento o la contemplación de su ruina. Es por eso que en esta obra encuentra satisfacción hasta el juez moral, que encontrará descritos con claridad ejemplar los horrores de la indisciplina y preferirá reconocer en el cuchillo sangriento de Jack el acto liberador antes que en Lulú a la víctima. El público al que le desagrada el tema, por lo menos no tendrá que indignarse por la ideología. Lástima. Porque yo considero que es suficientemente perversa. En la imagen que los hombres creen «tener» de la mujer, mientras que es ella la que los tiene, de la mujer que para cada uno es otra, que a cada uno dirige un rostro diferente y que por ello engaña con menos frecuencia y es más virginal que la muñequita de naturaleza doméstica, veo una rehabilitación completa de la inmoralidad. Es la imagen de la mujer total que posee la capaci­dad genial de no poder recordar, de la mujer que vive sin inhibiciones pero también sin los peligros de una continua creación espiritual y sume en el olvido toda experiencia. Mujer que desea, no que da a luz; no conservadora del género sino dadora de placer. No castillo forzado de la femineidad; sin embargo siempre abierta, y siempre nuevamente cerrada. Apartada de la voluntad del género, pero nacida ella misma nuevamente en cada acto sexual. Una sonámbula del amor que sólo «cae» cuando se la llama, eterna dadora, eterna perdedora, de la que un filosófico vagabundo dice en el drama: «No puede vivir del amor porque su vida es el amor». Esta obra me parece surgir del infinito pesar que causa el que en este mundo estrecho, la fuente de placer tenga que hallarse en la caja de Pandora. «La próxima lucha de la liberación de la humanidad», dice Wedekind en su obra programática «Hidalla», «¡estará dirigida contra el feudalismo del amor! El temor que tiene el ser humano ante sus propios sentimientos pertenece a la época de la alquimia y de los procesos contra las brujas. ¡¿No es ridícula una humanidad que tiene secretos para sí misma?! ¡¿O cree usted en la ilusión vulgar de que se disimula la vida amorosa porque es desagradable?! Al contrario, el ser humano no se atreve a mirarla a los ojos, del mismo modo que no se atreve a elevar la mirada ante su príncipe, ante su divinidad. ¿Desea una prueba? Lo que respecto a la divinidad es la blasfemia, lo es respecto al amor la obscenidad. Una superstición de miles de años, proveniente de las épocas de más profunda barbarie mantiene a la razón en el destierro. En esa superstición se basan sin embargo las tres formas bárbaras de vida de las que he hablado: la prostituta expulsada de la sociedad humana como un animal salvaje; la solterona, condenada a la mutilación corporal y espiritual, a la que se ha privado con engaño de toda vida amorosa; y la virginidad de la mujer joven, mantenida con el objeto de un casamiento lo más ventajoso posible. Con ese axioma tenia la esperanza de encender el orgullo de la mujer y conquistarla como compañera de lucha. Habiendo renunciado a la despreocupación y a la vida regalada, confiaba en que las mujeres que alcanzaran ese conocimiento mostraran un entusiasmo frenético por mi reino de la belleza».

Nada es más simple que la indignación moral. Un público culto -no sólo el cuidado de las autoridades policiales vela por su composición, sino también el gusto de los organizadores- desdeña medios fáciles de defensa. Renuncia a la ocasión de poder aplaudir su propia decencia. El sentimiento de esta decencia, el sentimiento de ser moralmente superior a los granujas y sirenas reunidos sobre el escenario es una sólida posesión que sólo el fanfarrón cree tener que acentuar. Sólo él quisiera mostrar su superioridad también respecto al autor. Esto, sin embargo, no nos impide estar orgullosos del esfuerzo casi sobrehumano que dedicamos a demostrar nuestro aprecio al poderoso y osado dramaturgo. Pues en nadie como en él las heridas causadas por la experiencia espiritual se han transformado en surcos de simiente poética».