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Francis Bacon. Ed. Polígrafa, año 1994. Tapa dura. Tamaño 31 x 24,5 cm. Incluye 68 reproducciones a color sobre papel ilustración. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 66

Francis Bacon, editorial PolígrafaA pesar de que nació en Dublín y buena parte de su infancia transcurre en Irlanda, Francis Bacon debe ser considerado un pintor inglés, puesto que ese era el origen de su familia. Su padre entrenaba caballos de carreras en Dublín hasta que, con el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914, ingresa en el War Office y se traslada con la familia a Londres. Hasta 1925 los Bacon viven entre Inglaterra e Irlanda, y los continuos traslados, junto con una afección asmática congénita, impiden que el joven Francis tenga una escolarización regular, con lo que su educación se realiza por medio de clases particulares.

En ese año se independiza de la familia y se establece en Londres. Tras una breve estancia en Berlín, pasa dos años en Francia, cerca de Chantilly. Allí visita con frecuencia el Museo Condé, donde se conserva La matanza de los Inocentes (1630-1631), de Poussin. La figura de la madre gritando cuando le arrebatan a su hijo le impresionó vivamente, hasta el punto de convertirse en una imagen recurrente en sus primeras pinturas junto con otro grito famoso, el de la enfermera herida con los quevedos rotos en las escaleras de Odessa que aparece en El acorazado Potemkin, la legendaria película de Sergei Eisenstein (1925).

La exposición de Picasso en París, en la galería de Paul Rosenberg, en 1927, lo decide a iniciarse en la pintura. Picasso le muestra «que hay todo un territorio que, en cierto modo, no ha sido todavía explorado, de formas orgánicas relativas a la figura humana que la distorsionan por completo». Ese será, ya para siempre, el territorio pictórico de Bacon.

Instalado en Londres definitivamente en 1928, se gana una cierta reputación como interiorista en un estilo entre la Bauhaus y el Art Déco. La pintura, en la que se inicia de forma utodidacta, va ganando terreno hasta convertirse en su única actividad. Poco se sabe de la obra anterior a los años cuarenta, puesto que el propio Bacon la destruyó en su mayor parte; pero en 1936 envía algunas obras a la Exposición Surrealista que son rechazadas, en una suerte de premonición de que su destino no está en el mundo de los sueños, sino en el de la experiencia de lo real. Hacia 1945 se consagra con Tres estudios de figuras junto a una Crucifixión, que explora ya el formato del tríptico. Se le asocia por entonces con otros pintores figurativos ingleses coetáneos, como Graham Sutherland y Matthew Smith, así como con el escultor Henry Moore.. Con todos ellos coincide en algunas exposiciones colectivas, aunque su insobornable individualidad se afirma pronto en cuadros que ya ofrecen sus temas habituales; así ocurre con Magdalena y las demás evocaciones del grito primordial descubierto en la pintura de Poussin y la escena de Eisenstein, como Cabeza VI, Estudio para un retrato o las distintas versiones del retrato del papa Inocencio X, de Velázquez, que se conserva en Roma, y son lo más destacable de su obra a principios de los cincuenta.

Bacon comienza a utilizar fotografías de raxos X en su obra, que ya se centra en retratos y representaciones de la figura humana. También cobran notable importancia los estudios fotográficos de figuras y animales en movimiento realizados por Eadweard Muybridge a finales del siglo XIX, que serán punto de partida de múltiples cuadros. Poco a poco, la relación entre la figura y el espacio pictórico se va definiendo; aparecen los cubos lineales que, como jaulas transparentes, aislan la figura del entorno. Empieza también la proyección internacional de su carrera con la primera exposición individual en Nueva York, en 1953, y su selección para el pabellón británico de la Bienal de Venecia al año siguiente, junto con Ben Nicholson y Lucian Freud. En los años sesenta su lenguaje adquiere la madurez definitiva.

El tríptico como mecanismo escénico y espacial toma carta de naturaleza a partir de Tres estudios para una Crucifixión (1962), donde retoma uno de los temas favoritos de su carrera. Por otra parte, la inmediatez vital de su pintura se hace más patente si cabe porque sus retratos en esta época comienzan a tener nombre. Bacon pinta a las personas de su círculo más íntimo, retazos de su propia vida; rostros y nombres que resultan familiares a todos los aficionados a su pintura, como Isabel Rawsthorne, Henrietta Moraes,Lucian Freud o George Dyer, el modelo más frecuente en estos años cuyo suicidio en 1971 dejaría honda huella en el pintor. El profundo impacto de sus cuadros y las connotaciones escabrosas de muchos de ellos extienden su fama durante esta época mucho más allá de los círculos estrictamente artísticos. Las numerosas exposiciones retrospectivas que se le dedican en todo el mundo así lo certifican, pero singularmente las dos de la Tate Gallery de Londres -en 1962 y 1985- y la del Guggenheim de Nueva York en 1963-1964.

Bacon es una de las voces más potentes y singulares del arte de la segunda mitad de siglo. Sólo eso explica su consagración en una escena artística -la de los años cuarenta y cincuenta- dominada por la abstracción. Es cierto que la pintura británica posterior a 1945 mantiene una importante veta figurativa -Graham Sutherland, Lucian Freud, R. B. Kitaj, David Hockney-, pero la implacable individualidad de la obra de Bacon se resiste a toda clasificación escolar. Al igual que otros grandespintores figurativos de su tiempo -como el francés Balthus, el español Antonio López o su amigo Lucian Freud-, el suyo es un camino solitario, cegado para posibles seguidores, aunque no por ello ajeno al espíritu de su época. Bacon se mantuvo activo hasta el año de su muerte, que le sorprendió en Madrid en el transcurso de una breve visita efectuada en abril de 1992.

No es raro oír referencias a la pintura de Francis Bacon clasificándola como expresionista. Pocos calificativos, sin embargo, molestaban tanto al pintor británico como ése, si bien es cierto que no fue nunca persona que se sintiera cómoda con adjetivos e interpretaciones de su pintura.

El expresionismo supone la proyección de las emociones y pensamientos del artista en determinadas deformaciones o acentuaciones de la obra; es, por lo tanto, un arte idealista, que transmite un mensaje acerca del significado del mundo, de la misma forma que la exageración de los rasgos fisionómicos en una caricatura transcribe una determinada idea previa del personaje retratado.

La obra de Bacon tiene en común con los distintos expresionismos del arte moderno la violencia del gesto pictórico y el efecto inmediato, de choque, que persigue en el espectador, pero sólo podría considerarse expresionista en sentido muy genérico. El mismo resumía el objetivo de su pintura como un «intento de captar la apariencia con el conjunto de sensaciones que esa apariencia concreta suscita en mí». Para ello apuesta decididamente por la figuración y, más concretamente, por la representación de la figura humana como tema fundamental y casi único. La distorsión de la figura en los cuadros de Bacon obedece a razones distintas de las de los expresionistas; lo que busca es burlar las rutinas de la mirada, representar la experiencia vivida evitando las convenciones asociadas a la percepción para así poner al espectador en condiciones de valorarla. Como ha observado el crítico Andrew Forge, el objetivo es distorsionar la «estabilidad del punto de vista» del espectador, ejercer sobre él un efecto catártico similar al que buscaba la tragedia griega, abatiendo las barreras que lo separan de la inmediatez de la experiencia.

Así, el adjetivo que mejor cuadra a la pintura de Bacon es el de realista, una clasificación que a menudo se utiliza con demasiada alegría. Evidentemente, realismo no quiere decir en este caso representación descriptiva o imitativa -lo que Bacon solía llamar «ilustración»-, actitud de la que se sentía tan distante como de la pintura abstracta, sino fidelidad a la experiencia vital como tema fundamental del arte. De la misma forma que Gustave Gourbet, el padre del realismo pictórico a mediados del siglo XIX, Bacon persigue representar fragmentos de la realidad -no comentarios acerca de la’ misma- con los medios que la pintura pone a su disposición.

La diferencia es que, en la segunda mitad del siglo XX, el arsenal de recursos de la pintura es mayor que aquel con el que contaba Gourbet cien años atrás, y sus criterios naturalistas e imitativos ya no son suficientes. El realismo de Bacon es, por lo tanto, radicalmente moderno, y su punto de partida, abiertamente reconocido por el pintor, es la obra, que a veces se moteja de surrealista, del Picasso de finales de los años veinte. La puesta en escena en la pintura de Bacon funciona según un modelo dialéctico, a través de tensiones y contradicciones. Así, la figura humana aparece en los límites de su disolución, justo antes de empezar a dejar de ser reconocible. El pintor concentra en ella toda la violencia del trazo, identificando la materia pictórica con la convulsión de la carne. Para su realización, Bacon lanza a veces puñados de pintura sobre el lienzo, conformándola luego con las manos, la brocha o por otros medios directos y poco afinados: se trata de afirmar su presencia en toda su «brutalidad de hecho».
En contraste, el espacio que rodea a las figuras es rigurosamente ortodoxo: cajas espaciales prismáticas o curvas dispuestas, según los medios tradicionales, como unaprolongación del espacio ortogonal del espectador. A menudo se ha querido ver en estas cajas una metáfora existencial de espacios anónimos y desolados, como sórdidas habitaciones de hoteles baratos o celdas de una prisión; pero la pintura de Bacon es refractaria a cualquier interpretación simbólica. Esos espacios pertenecen al espectador antes que a la figura, son un mecanismo retórico de mediación entre espectador y cuadro, por medio del cual aquél sabe que asiste a una experiencia vivida.

Esos ámbitos, pintados siempre con tintas planas y brillantes, en los que se reconoce la presencia de muebles y objetos intrascendentes -una bombilla, un interruptor-, son como los objetos reales de los collages cubistas, a los que Braque llamaba «mis certidumbres»: anclas figurativas para el espectador que hacen verosímil, por contraste dialéctico, el horror contenido en las figuras tortuosas y distorsionadas.

Esa condición escenográfica del espacio pictórico se acentúa en los trípticos, formato literalmente reinventado por el pintor británico para el arte moderno. A diferencia de los trípticos tradicionales, cuya función es narrativa, éstos persiguen crear un espacio envolvente en torno al espectador, a la manera de las pantallas de Cinemascope, poniéndolo en condiciones de acceder inmediatamente a «la intimidad de la figura frente a un entorno desnudo». «Ser capaz de poner una trampa para captar el hecho en su punto más vivido». Así resume Bacon su estrategia pictórica, que renuncia a cualquier tipo de simbolismo, a cualquier intención previa que guíe el pincel: sus cuadros no significan nada, no generan iconos ni emblemas; sólo imágenes cuya interpretación, en el sentido estricto de la palabra, no es procedente: se asiste a ellos como se asiste a una matanza ritual o se sufre un accidente. Su sobrecogedor impacto radica en esa condición de obscenos fragmentos de existencia a los
que es imposible permanecer ajeno.

Indice

1- El realismo de Francis Bacon
Apuesta figurativa
La puesta en escena
Un espacio definido
Trípticos
2- Francis Bacon 1909-1992
El grito primordial
Hacia el realismo
Retratos con nombre
Un camino solitario
3- Su Obra