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Ed. Circe, año 2006. Tamaño 21 x 13.5 cm. Traducción de Xoán Abeleira. Estado: Excelente, como nuevo. Cantidad de páginas: 204

Fingimiento, de Diana AthillA finales de la década de 1960 -tiempos de turbulencias interraciales- un extraño personaje de color que se hace llamar Hakim Jamal llega a Londres. Pertenece al círculo reivindicativo musulmán de los Panteras Negras y es seguidor de Malcolm X, recientemente asesinado, sobre quien pretende escribir un libro. Alguien lo lleva a la editorial donde trabaja Diana Athill, una mujer madura y sofisticada que no tarda en ampararlo.

Fingimiento es la crónica de una amistad insólita y el implacable retrato de una personalidad en el límite. Caminando entre la sensatez y la locura, entre la ternura y la crueldad, Hakim Jamal aparece como el producto de una niñez sin amor y de una juventud sin esperanza. Ex drogadicto y ex alcohólico, padre de numerosos hijos, amante ocasional de la actriz Jean Seberg y pareja de una joven de la clase acomodada inglesa, su trayectoria vital lo llevará a un final trágico y absurdo.

Diana Athill, célebre por sus osados textos autobiográficos, brinda el testimonio en primera persona de una relación ambigua que nunca deja indiferente al lector.

Sobre la autora
Diana Athill, que tiene 95 años (nació en Inglaterra en 1917), es ampliamente apreciada por su honestidad, pero tal como acontece con los escritores exigentes, es tan interesante por lo que omite como por lo que cuenta. “La honestidad es verdaderamente conjetural, ¿no le parece?”, se pregunta en voz alta. Una de las cosas que niega categóricamente es que ella sea una escritora. Vive sola en su departamento en el último piso de un edificio con vista a Primrose Hill en el norte de Londres.

Athill se desempeñó durante 50 años como editora en jefe de la editorial literaria Andre Deutsch. Entre los escritores que promocionó encontramos, entre otros, a Philip Roth, Jean Rhys, VS Naipaul, Brian Moore, John Updike.

Athill empezó a escribir hace más de 50 años. Su primera obra fue un libro de cuentos y después un libro de memorias de su vida hasta la edad de 42 años: Instead of a Letter. Ese libro fue, entre otras cosas, un acto de autoterapia. Relató en él, minuciosamente, la humillante mancha que había empañado su juventud privilegiada –era hija de un coronel del ejército y la familia poseía una gran propiedad rural en Norfolk, al este de Inglaterra– que nunca pudo borrar. A Athill le dieron calabazas, su novio la dejó. Ella había estado desesperadamente enamorada, desde los 15 años, de un graduado de Oxford llamado Tony Irvine, que entró en su casa como tutor de su hermano. Por aquel entonces ella estaba estudiando en Oxford e Irvine era un piloto de la RAF. Se comprometieron en matrimonio, pero la boda no se realizó nunca. Estalló la guerra e Irvine, que tan afectuosamente había expresado promesas de un futuro juntos, cesó abruptamente de responder las cartas de Athill. La novia no supo nada de él durante dos años. Después él escribió una breve misiva, en la que solicita ser relevado de su compromiso porque pensaba casarse con otra mujer. Poco después, murió en combate. Fue el escribir sobre todo aquello lo que la sacó a flote; y, además, encontró su propia voz. Pero poco después y también súbitamente, abandonó la escritura.

Empezó a redactar sus memorias más recientes después de haber dejado a Andre Deutsch –con quien nunca había sido feliz– y cuando estaba sin un peso, viviendo en un departamento en una casa que era propiedad de su primo. Publicó su primer libro, Stet, en el que contó la historia de su vida laboral, nueve años atrás; y luego dos volúmenes más, que tuvieron un éxito importante y perdurable. Athill, que hizo una carrera laboral favoreciendo las carreras de otros escritores, se encuentra ahora en la extraña situación de ser una celebridad literaria, algo que, para su sorpresa, le gusta enormemente.

La escritura de Athill es un minucioso examen de la estrictez emocional de determinada clase en determinada época.

Su madre había sido destruida por un affair que tuvo poco después de casarse y se sintió torturada por un sentimiento de culpabilidad, que escondió. Ella le contó todo a su hija un día después de la muerte de su marido, el padre de Diana, aunque ella ya lo había descubierto mucho tiempo antes.

“Lo peor de todo fue que mi padre siguió adorándola, y ella se molestaba por eso todo el tiempo, y con frecuencia tenían terribles disputas. Usted tal vez no sepa cómo una situación así afecta a un niño. En mi infancia, cuando era una niña pequeña, tuve mala salud, problemas estomacales. Años después mi abuela me decía: ‘Eras una pobre niña; todo te hacía mal’. Yo nunca había visto ese problema en su conjunto, pero ahora y retrospectivamente, veo que mi abuela tenía razón. Uno queda así para siempre: esperando como un niño la próxima explosión de los problemas hogareños. Los niños no son capaces de enfrentar eso.”

Diana se pregunta ahora si la ausencia de amor en su hogar contaminó sus propias relaciones.

Ella sabe cuán fácilmente la franqueza puede degradarse y convertirse en insensibilidad o en crueldad. Una de las notas impactantes en sus libros es esa. Otra relación, con un huésped, el escritor Waguih Ghali, se prolongó aun después de que ella leyera en el diario íntimo de él la siguiente referencia a su persona: “He empezado a detestarla… Siento que es imposible vivir en el mismo departamento con alguien cuya presencia física me produce miedo…” Posteriormente Ghali se suicidó en ese departamento.

Tal vez como consecuencia de tales experiencias, Athill despliega una gran insensibilidad respecto de los límites de su responsabilidad con quienes ha amado.

El dramaturgo Barry Reckord vivió aquí con Athill durante 40 años, con una interrupción de seis años a fines de los años 70, cuando él llevó al departamento a su amante, una muchacha joven, aspirante a actriz, llamada Sally Cary, y los tres vivieron juntos.

Diana Athill dice respecto al final de esta relación: “Bueno, desde luego él envejeció y enfermó”, dice. “Ahora su sobrina lo cuida, vive en Jamaica, gracias a Dios. Durante los últimos dos años que estuvo aquí yo estaba por cumplir ya 90 años y él lo único que quería hacer era quedarse en la cama y mirar los programas de deportes y leer cuentos de terror, aunque odiaba los cuentos de terror. Cuando la buena de Margaret, su sobrina, llamó, fue como un milagro. El no quería irse, y todavía hoy quiere volver a casa. Pero yo ya he dejado de comunicarme con él. Nuestra relación había sido buena y se había desarrollado bien antes de que él rompiera su matrimonio. La consecuencia fue que cuando se mudó a esta casa, la pasión había desaparecido. Lo primero que me dijo fue que él no volvería a casarse. Terminaba la década de mis cuarenta años. Entonces apareció la adorable Sally y los dos la quisimos mucho. El decía siempre que me amaba a mí y que también la amaba a ella. No sé si era cierto. Ella fue y todavía es una de mis personas favoritas.