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Ed. Gedisa, año 1999. Tamaño 23 x 16 cm. Traducción de Víctor Magno Boyé. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 222
«Mi abuelo había cruzado el lago de Ginebra con Henri Bergson. ‘Estaba loco de alegría -decía-, no tenía bastantes ojos para contemplar las crestas resplandecientes, para seguir los reflejos del agua. Pero Bergson, sentado en una maleta, no dejó de mirar entre sus pies’. Concluía de este incidente de viaje que la meditación poética es preferible a la filosofía». El apólogo narrado por Sartre en Las palabras advierte sobre los riesgos con que puede enfrentarse la filosofía al encaminarse, como sucede a menudo en este siglo, no tanto hacia el mito, sino hacia lo que Hölderlin definió como «el más inocente de los juegos». En este sentido, la sentencia del abuelo de Sartre sería el paralelo de la conclusión escéptica a la cual llegan Bouvard y Pécuchet: «Del descuido de los datos, pasaron al desprecio por los hechos. ¡Lo importante es la filosofía de la historia!»
En el dominio de filosofía-y-poesía, es fácil repetir por enésima vez la melodía del organito, según la cual al cabo de las certidumbres metafísicas se arribará a un vagar azaroso, un adentrarse en la palabra y en la apertura del mundo que ella ofrece, al contrario de los procedimientos objetivos, iterativos y pretendidamente no influyentes de la ciencia. Este riesgo ya está inscripto en el nacimiento de las ciencias del espíritu, que a la idea de previsibilidad y calculabilidad de las ciencias naturales le oponen un concepto romántico de cientificidad entre-lazada con la retórica, y que corresponde mejor a las exigencias profundas de los hombres. No resulta difícil reconocer los lími¬tes de esta apología tardía, que se apoya, por una parte, sobre una noción de poesía, que es al mismo tiempo sacra (la pa¬labra reveladora) y fútil (precisamente porque, en cuanto apertura, no está sometida a verificaciones). Y que, por otra parte, transfiere a la filosofía una eximición de la responsabilidad que se disfraza con hipérboles de riesgo; mientras que en realidad el único riesgo posible, en una profesión filosófica, es el de ser rebatidos en la argumentación o sobre cuestiones de hecho, es decir en aquello de lo cual nos alejamos al apelar a la poesía.
No es, pues, injustificada la impresión de que el redescubrimiento hermenéutico de la verdad del arte, la cual enlaza con el idealismo después del paréntesis positivista, se haya detenido, por ahora, en éxitos más bien genéricos. Por cierto, es decisivo para aproximarse a la obra de arte lo que enseña Gadamer acerca de la experiencia estética como experiencia verdadera, que transforma a quien la experimenta; y la cual, por lo tanto, no puede ser justificada por teorías que se siguen elaborando según el desinterés kantiano pensado en términos cada vez más descomprometidos de todo interés ontológico. Pero, una vez dicho esto, si la «verdad» que el arte contiene no debe reducirse a una forma genérica de sabiduría de la vida y el destino humano (y esto se lee en todas las «versiones en prosa», aun las menos triviales, de la poesía) habrá que tratar de asumir posiciones más explícitas acerca de la relación entre lo verdadero que experimentamos en la obra de arte y lo verdadero que perseguimos con la argumentación.
A esta necesidad apuntaba la objeción de Heidegger al nexo entre poesía y experiencia vivida de Dilthey. La poesía, se lee en los comentarios a los himnos hòlderlinianos Germanien y Der Rhein, no es expresión de una tonalidad emotiva, sino exposición al relámpago del ser; y precisamente esta readquirida dimensión fundacional, que no nos remite a las dimensiones del vivir común, al verdadero sentimiento de un individuo aislado, sino que nos enfrenta a un ámbito que trasciende la psicología y la experiencia menuda, puede justificar un pasaje (por otra parte verdaderamente enfático) como el de la Carta sobre el Humanismo, donde Heidegger escribe que la juventud que tomó como bandera los versos de Hòlderlin ha «pensado y vivido frente a la muerte algo diferente de lo que públicamente daba por sentado la opinión alemana».
Pero, ¿hasta qué punto la poesía habría de encarnar en grado sumo esta exposición? La experiencia corriente y el motivo por el cual, supongamos, un licenciado en filosofía se verá atraído más por la poesía que por la matemática, atestiguan en sentido antitético aquello por lo cual las imágenes gustan más que los conceptos. Cuando, en el Altestes Systemprogramm, se formula el proyecto de una nueva mitología, se lo hace precisamente en el convencimiento de que es necesario dar una apariencia bella a las ideas filosóficas, haciéndolas, así, más accesibles al pueblo. En esto, los estudiantes de Tubinga repiten el gesto de la República platónica: después de haber descrito la génesis racional del Estado y de sus divisiones en clases, es necesario inventar un mito que sirva de explicación y justificación al demos. De este modo, un problema que se plantea en términos contemporáneos consiste en establecer si es legítimo tratar de inventar una cierta mitología para ofrecer, por ejemplo, a la audiencia televisiva.
Es así como, nuevamente, el riesgo aparente se transforma en cálculo o ilusión, que se basa en la contradicción, inmanente al concepto de opinión pública, según la cual habría maitres á penser que guían desde lejos a una audiencia que sobrepasa el reiterado requerimiento, típico del Iluminismo y ya criticado por Hegel, de pensar con la propia cabeza. Inversamente, el hecho de inclinarse por la la filosofía -para el Hegel maduro que transmite a Niethammer sus opiniones didácticas por escrito- es morir para la imaginación, la exterioridad, la sensibilidad, es decir, precisamente para todos los rasgos característicos de la poesía en su determinación de nueva o vieja mitología.
Pero quizá se ha dado una definición demasiado convencional, si no de la filosofía como obra del concepto, al menos de la poesía como obra de la imagen. Pero, ¿hasta qué punto es posible distinguir una imagen del concepto? A pesar de que este interrogante, tan frecuente en el siglo XX, por lo general ha sido formulado en detrimento del concepto, es decir como caución de una filosofía «literaria» (y hasta de mala literatura), mantiene, sin embargo, indudable validez, según la inflexión, que se remonta a Platón y se vuelca en el De anima aristotélico, para la cual el alma no piensa jamás sin imágenes, incluso tratándose de cosas abstractas. Llegados a este nivel, es posible formular la pregunta de si el vínculo de imprescindibilidad empírica de la imagen constituye solamente una limitación fáctica, o acaso interfiere a nivel trascendental sobre la constitución del concepto.
Sin embargo, es evidente que en esta primera determinación se adivina un horizonte continuista, el adoptado, por ejemplo, por los leibnizianos, que está en la base del nacimiento de la estética: la distinción entre imagen y concepto no sería sino una distinción de grado, según la cual la imagen es más clara pero confusa, el concepto más preciso y general. Se advierte en esto una noción que habría de fructificar abundantemente a nivel poetológico. A ella se refiere Baumgarten cuando en las Meditaciones, de 1735, define lo propio del horizonte estético como una individuación clara y singular, según la cual en el poema es poético lo que está determinado al máximo, y el individuo, así como el nombre propio, es máximamente poético; mientras que el horizonte lógico será más vasto, con menos detalles, de modo que la diferencia entre estética y lógica se acomodaría exactamente o se ejemplificaría con especie y género.
También a esta determinación ampliamente tradicional se acoge Leopardi, quien, en el Zibaldone, agrega una relación complementaria entre filosofía y poesía, que ciertamente puede servir de antítesis, en la medida en que la primera puede esterilizar a la segunda, pero por otra parte asume que la imaginación es «necesaria para la comunicación»; y es por esto «siempre propia de los genios, ya sea los filosóficos, o los metafísicos y también los matemáticos». Pero, en este caso, además, es cuestión de saber si esta comunicación es un dato puramente extrínseco al pensamiento, o una función fundamental: pensar, en poesía como en prosa, es inventar, y esta invención no es una vana excogitación de cosas inexistentes, sino principalmente la localización de topoi retenidos por la memoria y por la imaginación. Puesto que, como sigue diciendo el Zibaldone, «La razón necesita de la imaginación y de las ilusiones que ella destruye; lo verdadero de lo falso» no sería la exposición de una antigua diáfora cargada de pathos existencial, sino precisamente la exposición de una complementariedad profunda que se enraiza en la necesidad para el intelecto de hacer sensibles los conceptos en la intuición.
Como enseña Luigi Pareyson, interpretar, ejecutar, formar, son precisamente un construir continuo que sin embargo no nace de la nada, sino que opera por agregación de rasgos. De modo que el nexo entre poesía y filosofía se rastrea no en la indigencia histórica del pensamiento, que naufragaría en una literatura, a la cual por otra parte calumnia, considerándola como mera futilidad o anécdota existencial, sino más bien en el misterio, que mancomuna este múltiple poiein, para el cual pensar y poetizar exigen un construir, que es al mismo tiempo retomar el viejo sendero e instituir a priori (pero siempre a partir de las huellas predeterminantes) un tejido de versos o de argumentos.
Gianni Vattimo y Maurizio Ferraris
INDICE
Introducción, por Gianni Vattimo y Maurizio Ferraris
1- Filosofia del arte, filosofía de la muerte, por Thomas Harrison
2- Presente y utopia. Notas sobre Heidegger y Celan, por Paulo Barone
3- Un nuevo interlocutor en las relaciones entre filosofía y poesía: la estética computacional de Hofstadter, por Gianni Puglisi
-¿Cómo se puede definir la creatividad desde el punto de vista de un ordenador?
-Un ejemplo concreto: cuatro estadios en la invención de grafías alfabéticas
-Las raíces de la creatividad en la analogía
-Los operadores de creatividad
4- Justificar la estética, justificar la estetización, por Pietro Kobau
-La estética, cuando era justificada
-Repercusiones de la justificación
-¿Justificar la estetización?
5- Filosofía, poesía y mito en Vico y Leopardi, por Sergio Givone
6- ¿Por qué el arte y no, más bien, la filosofía?. Notas marginales a la primera «estética» de Schelling, por Tonino Griffero
-El arte como Versinnlichung pedagógica: superioridad de la filosofía
-Poiesis universal y simbolicidad del arte: superioridad del arte
-El arte como Versinnlichung escatològica: aniquilación de arte y filosofía
-El arte como certificación objetiva de lo filosófico y su superación
7- Los sentidos del ser, por Gaetano Chiurazzi
8- Sensibilidad por las formas: filosofía y poesía en Wittgenstein, por Marilena Andronico
9- Teorema y mnemoneuma, por Maurizio Ferraris
Los AUTORES