Por Michel Sanouillet

Rrose Sélavy es muy amiga del mercader de sal
Robert Desnos

[No cabe duda de que los acontecimientos sucedidos desde 1958, fecha da la redacción de la introducción que aquí sigue, ilustran con nueva luz la vida y la obra de Marcel Duchamp. Su muerte, acaecida en 1968, ha petrificado en leyenda lo que hasta entonces sólo era una pequeña historia. El lugar de Duchamp en la opinión pública ha experimentado un cambio considerable: se ha tomado
conciencia de la modificación operada, a través del canal de sus conceptos filosóficos, en la percepción individual y colectiva de la obra de arte. Con cincuenta años de retraso, se ha puesto de manifiesto que la aparición de los readymades en 1914 marcaba ya no una evolución, ni siquiera una revolución, en la historia de la estética moderna, sino una verdadera mutación.

Esto explica, sin duda, que Duchamp haya desempeñado un papel de mentor en la génesis y la elaboración de los principales movimientos de vanguardia de estos últimos años, neodadaísmo, Op Art, Pop Art, Hiperrealismo, etc. Basta con frecuentar uno cualquiera de los salones de arte contemparáneo para adquirir esta convicción a menudo penosa.

Paralelamente, las experiencias intentadas desde hace una década en el campo de la lingüística apuntan a unos descubrimientos duchampianos y confirman el carácter premonitorio de las excursiones de Rrose Sélavy al margen del campo cerrado de la pintura y las artes plásticas. Algunas de las preocupaciones fundamentales de la nueva crítica y del estructuralismo, ya figuran conceptualizadas en los textos de En Infinitivo publicados en 1966 aunque su origen se remonte a 1914-1920.

Así, iremos comprendiendo paulatinamente que gracias a personajes tales coma Marcel Duchamp, y no a figuras más públicas, nuestro siglo destacará sobre los precedentes. En el momento de esbozar su declive, las ideas de Duchamp, recibidas con indiferencia durante lustros, alcanzan la madurez y no tardarán en hallar acogida.

Por consiguiente, era inevitable que algunas de las siguientes observaciones resultaran hoy simplistas, caducas o sencillamente ingenuas. No obstante hemos creído que en su conjunto este prólogo no había envejecido mucho y que, en último término, habiéndolo revisado y aprobado Marcel Duchamp, tenía que figurar tal cual en el presente volumen.

Al inaugurar esta colección con la publicación de los escritos de Marcel Duchamp, hemos querido rendir homenaje a uno de los hombres más importantes de nuestra época.

La importancia de una obra, como es de suponer, no se mide a nuestro juicio por su extensión, ni por su popularidad. Demasiadas veces hemos advertido el inmenso vacío que engendran, prescindiendo de cualquier publicidad, las grandes tiradas y la pintura «acabada« que da pie a que nuestros contemporáneos se deleiten en establecer sus criterios. Sentimos confusamente que haría falta algo menos, y mucho más, para influir en nuestro comportamiento íntimo, para modificar nuestros gustos fundamentales, en suma para estar de acuerdo con nosotros mismos y con el tiempo en que vivimos: una idea, una palabra, dos semicorcheas, un desacuerdo de colores, mientras vengan inventados, bastan para desencadenar un verdadero proceso de transmutación. No obstante, hace falta un estilo de pre-ciencia para esbozarla, y varias generaciones para llevarlo a término.

Por eso, el hombre importante se nos aparece coma el alquimista cuya obra, intrínseca o históricamente incomunicable al gran público, puede operar no obstante esa transmutación en ciertos artistas, poetas, músicos, particularmente receptivos. Éstos, actuando por así decir, de intermediarios, vulgarizan luego, a través de sus producciones personales, una o dos de esas ideas-fuerzas prestadas y así contribuyen a formar el gusto de un período. Para el espectador o el lector comunes, sensibles únicamente al valor epifenomenológico del acontecimiento cotidiano, el pintor en boga, el novelista de moda, por ser el centro de esa curiosa conjunción de la idea-fuerza y de la sensibilldad de la época, presenta todos los signos del hombre importante, que de hecho no son más que los del hombre triunfal. Su obra es, como máximo, una encarnación y, en el peor de los casos, algo diluido, una explicación, siempre un producto destinado al consumo corriente y, como tal, eminentemente digerible. Este producto afecta, es cierto, a un público inmenso, lo que demuestra que el hombre triunfal embelesa bastante fácilmente. Pero si queremos considerar la procedencia real del elemento esencial que logra el éxito del producto, admitiremos sin muchas reticencias la gran importancia de esos hombres cuya obra, levadura abundante, puede, por su procuración, suscitar auténticas multiplicaciones.

Duchamp nos ofrece una notable ilustración de esta ignorada lección de la historia. Supo, a través de meandros subterráneos y de arcanos misteriosos, pudrir los cimientos de nuestro arte, de nuestra literatura, de nuestros dogmas, hasta el punto de lograr que nuestra existencia cotidiana acuse el contragolpe. Con los primeros ready-mades se ponen en marcha las termitas: raros son los contemporáneos que hayan percibido bajo sus cuerpos el implacable avance de ese ejército, que se decuplica de hora en hora. Hicieron falta desplomes, grietas aparecidas de pronto hata en la fachada de nuestras academias para que saltara al fin la evidencia a los ojos más cegatos: el mundo que nos recibe se parece extrañamente al que, desde hará ya casi un siglo, cobija !os gestos de Marcel Duchamp.

En 1923, Duchamp daba el último toque a su Gran Vidrio -o mejor dicho el penúltimo, pues jamás lo acabaría- y emprendería el camino del silencio. No había en eso actitud deliberada, sino descubrimiento lento del valor del mutismo.

Este silencio de Marcel Duchamp pesa sobre las letras contemporáneas a la manera del Harrar rimbaudiano. Se percibe de lejos hasta suscitar un malestar en nuestros literatos y pintores de éxito, quienes, ante un ataque inexistente, se empeñan en justificar públicamente su osadía de escribir o pintar. La misma página que emborronan, los enfrenta con el problema (tortura) que ya planteaban los surrealistas en 1919, en Littérature: «¿Por qué escribís?« Problema que afecta además al requerimiento. De hecho, la misma existencia de Duchamp no habrá sido más que un largo silencio interrumpido por las migajas que aquí reproducimos, y qué reveladoras, quando la presión interna ya resultaba insostenible o cuando algún amigo, usando de un cierto chantaje, lo impulsaba a salir de su reserva.

Ocurre que después del suicidio, un determinado silencio constituye la forma más tensa de sublevarse, y es que dicho silencio contiene todo el potencial decible e indecible de la rebeldía. Hemos de imaginarnos a Duchamp sin romanticismo, después de un intento paciente y laborioso para forjarse un mundo conforme a sus propios conceptos, lo bastante recreado para no deber nada, o muy poco, a la realidad humana (y eso es La Novia), procurando conquistar el tiempo, el espacio (rotorrelieves y máquinas ópticas), vencer al azar (ajedrez, ruleta), frente a la realidad de las cosas cuya implacable inmensidad le obliga a callarse. A callarse, pero no a aceptar. Lo ignoran, pues el legendario sosiego de Duchamp, y su sonrisa, han sabido establecer la ilusión. Sin embargo, a Pierre de Massot cuya mujer acaba de morir, le telegrafía: Triste pendiente otoñal de cobardía inaceptable confirmando una vez más imbécil inanidad de toda justificación razonada. El mismo día concreta en una carta: «Todos estamos jugando un juego miserable y las generalidades y las generalizaciones son el invento de tramposos alquilados a domicilio». No, el silencio de Duchamp no supone indiferencia, ni abandono ni vacío, sino un muelle en tensión, inmóvil y amenazador.

Así se comprende que una actitud muy exactamente racional y, en sumo, expresión de una concepción filosófica coherente de la existencia, haya dado pie a querer convertirla en una gestión voluntaria cuyo móvil se escapa y se aureola de misterio. Ahora bien, tanto en su vida como en su arte o sus escritos, Duchamp nunca aceptó principios formulados ni datos intangibles. La breve conferencia sobre el proceso de la creación que dio en Houston nos explica cómo jamás cesó de alzarse contra la imposición de un gusto cualquiera, por malo que fuera. Esta sofística en que se encierra voluntariamente («me obligo, dijo, a contradecirme para
evitar seguir mi gusto») traduce el constante afán de no engañarse e implica la aceptación de una ruda disciplina personal; dado que toda alma, aun superior, se halla a la merced de las tentaciones comunes o sutiles, ofrecidas por el éxito y la facilidad. Duchamp no está lejos de ver en su actitud un humanismo, pues lo que nos diferencia de la máquina, ¿no es a fin de cuentas la posibilidad dejada al hombre de no repetirse?

Así pues, conviene leer en este contexto las páginas que siguen. No son creaciones literarias en el sentido propio del término, sino más bien los jalones de un lento proceso mental, concesiones hechas a regañadientes, como los breves y elocuentes jadeos de un hombre que pena. En su lapidario laconismo, nos dan no obstante una idea de lo que a Duchamp le hubiera gustado hacer con este mundo, una vez desplazados los límites de lo posible. André Breton observa justamente que «el problema de la realidad, en sus relaciones con la posibilidad, problema que sigue siendo una gran fuente de angustias, se resuelve aquí de la manera más audaz… «distendiendo un poco las leyes físicas y químicas». «Está fuera de duda -continúa Breton- que más tarde cundirá el empeño de recuperar el orden cronológico riguroso de los hallazgos a los que pudo llegar Marcel Duchamp en el orden plástico gracias a dicho método. El porvenir no podrá por menos que remontar sistemáticamente su curso y describir con precaución sus meandros, a la búsqueda del tesoro oculto que fue la mente de Duchamp y, a través de él, lo más raro y precioso que pueda haber, el espíritu de este mismo tiempo. Va en ello toda la profunda iniciación a la más moderna manera de sentir, cuyo humor se presenta en esta obra como condición implícita». La presente obra contribuirá en mucho a aclarar esta búsqueda y a facilitar esta iniciación.

El ardor subversivo de Duchamp apuntó desde 1913 contra el lenguaje. Ya veremos cómo pretende reformar -y no reformar- nuestro medio más ordinario de expresión. No se dedica como Tzara, Hausmann o Schwitters a bucear en las mismas fuentes del lenguaje, en los fonemas elementales sensibles al oído; sino que, más bien, siguiendo una línea muy rimbaudiana, a dar a cada palabra, a cada letra, un valor semántico arbitrario. Nos acercamos aquí a las experiencias tentadas por Paul Eluard en su revista Proverbe. Se trata de agotar el sentido de las palabras, de jugar con ellas hasta violarlas en sus más secretos atributos, dictando al fin el divorcio total entre el término y el contenido expresivo que habitualmente le reconocemos. Los vocablos, una vez vacíos y disponibles, ofrecerán por sí solos, bien sea mediante la extrañeza súbitamente visible de su estructura interna o bien mediante su barroca asociación con otras palabras, insospechados tesoros de imágenes o de ideas. La aventura del lenguaje se desarrolla así al revés de la búsqueda estilística siempre preñada de originalidad y de sensaciones visuales y auditivas; dado que el principio es que una palabra demasiado observada, al igual que un paisaje, pierde su sabor, se usa, huye de sí misma y se convierte en tópico. El interés que suscita su contenido semántico se adelgaza hasta desvanecerse. Sólo entonces, cuando ya el estilista, buscador de pintoresquismos, abandona la partida, interviene Duchamp: en este memento la vaina se vacía de fruto, la palabra-ensambladura-de-letras asume una nueva identidad, física, tangible, intérprete sorprendente de una nueva realidad. Duchamp busca asi de qué modo se podría renovar totalmente un vocabulario «recargando» todas las palabras abstractas del diccionario
de un contenido nuevo, para llegar, como en el umbral de la historia humana, a «palabras primeras», «divisibles» sólo por sí mismas y por !a unidad.

Es muy posible que se desprenda una cierta comicidad en el transcurso de estas manipulaciones y juegos, como el color en el transcurso de una reacción química, aunque no sea absolutamente necesario y en cualquier caso posea una importancia secundaria. Esto se nota muy claramente en aquellas sentencias en que, como también observa Breton, Duchamp supo «lograr que interviniera el placer hasta en la formulación de la ley a que debe responder la realidad. (Un hilo vertical cae desde un metro de altura sobre un plano horizontal deformánose a su aire y da una nueva figura de la unidad de longitud…). En eso reside lo que Duchamp llamó el ironismo de airmación, por oposición al ironismo negador, que sólo depende de la risa, ironismo de afirmación que es al humor lo que la flor de harina es al trigo».

Nudie habrá sido quizá menos dadaísta -miembro de un movimiento- ni más dadá -encarnación de un estado mental- que Marcel Duchamp. Mientras que para muchos la explosión dadaísta y surrealista fue el elemento catalizador de un descubrimiento -pienso en los animadores de Litterature-, y para otros más la suerte de ingresar fácilmente en la vida literaria, es evidente que, a través de Dadá y del Surrealismo, Duchamp siguió siendo él mismo. Su evolución interna, iniciada ya desde antes del Cubismo, no ostenta el sello de ninguna influencia conocida. Encuentra reunidos en su propia persona los elementos constitutivos de la revuelta dadaísta en estado puro, es decir, la total ausencia de principios y prejuicios, la libertad de construir o destruir dentro del mayor desinterés, dado que, además, todo es igual y lícito: «No hay solución, dice Duchamp, porque no hay problema». Asimismo, un sentido del «umor», una afición a los retruécanos que se mantienen como el contrapunto visible de una arquitectura inexpresada, un deseo de formularse mediante sentencias desprovistas del menor lirismo o mediante trastrueques que aciertan a trascender la comicidad. «Mi ironía, sigue diciendo Duchamp, es la de la indiferencia: metaironía». Quizá nos engañemos en algún caso, pero los juegos de Duchamp se despliegan en las antípodas de los del Almanach Vermot.

A estos caracteres innatos del rebelde moderno, añade cualidades más raras, que dejan suponer unos sólidos cimientos: una simplicidad, una rectitud que en nada se deben a la moral, aunque haya mucho moralismo en ese Duchamp, ese «francés de las postrimerías del siglo XVIII dedicado a disecar sensaciones y sentimientos, a reducirlos y traducirlos implacablemente en mecánica como antaño, en el campo de la novela, Crébillon hijo o Laclos».

Inútil sería engañarnos en torno al hecho de que la obra de Marcel Duchamp, tanto escrita coma plástica, se presta a todas las acusaciones. Hemos podido leer de la pluma de cronistas de moda unas críticas que ninguna vanguardia podría rehuir: hermetismo gratuito, intelectualismo glacial y marchito, por no decir ya, crudamente, plagio, estafa, bluff flagrante y mistificación colosal. Para colmo, ante el éxito de Duchamp allende el Atlántico, nuestro patrioterismo francés nos lleva a decir: «Estos americanos, de todos modos, ¡qué credulidad!» Será no obstante el concienzudo y anglosajón Times Literary Supplement quien expresa más abiertamente todas estas críticas en un artículo de cabecera consagrado al movimiento Dadá: «…En 1915 Marcel Duchamp, otro cubista frustrado, cruzó el Atlántico con la intención bien definida de escandalizar a Norteamérica mediante chistes de artista que sólo habían suscitado muy poco interés en Francia. Hay que admitir que Duchamp ha logrado sobrepasar sus más locas esperanzas, pues hoy los historiadores de arte norteamericanos rivalizan en ardor por rendirle homenaje. «Es tal vez la mente más inventiva de nuestra época. Desde Leonardo da Vinci, no ha habido ningún artista tan poseído por el deseo de nuevas experiencias fllosóficas y tecnológicas», escribe uno de ellos. Y tal otro dice de ese hombre que ha renunciado al arte en favor del ajedrez a una edad relativamente tierna: «Pocos han sido los artistas que han ejercido una influencia tan honda en su época». Por desgracia, la verdad es que el arte nunca colmó a Marcel Duchamp con sus favores».

No cabe duda de que en la obra de Duchamp abunda la parte correspondiente a la mistificación. Su amigo H. P. Rocha comenta: «Desconfío de los normandos como Duchamp…sé que Duchamp puede enredarme…». Empero, no conviene engañarse sobre el sentido y la finalidad de esta mistificación, que jamás es gratuita y que forma parte de un comportamiento social muy estudiado.

Además, la toma de posición bastante brutal del T.L.S. halla su respuesta en las de Breton, quien tampoco quiere darse por chasqueado: «Nuestro amigo Duchamp es seguramente el hombre más inteligente y (con mucho) el más incómodo de esta primera parte del siglo XX», y de Apollinaire, resaltando el hecho de que su respuesta se escribió en 1913, muy a principios de la evolución post-cubista de Duchamp: «Del mismo modo que pasearon una obra de Cimabué, también nuestro siglo ha visto cómo se paseaba triunfalmente para ser llevado a los Arts-et-Métiers, el aeroplano de Blériot tan cargado de humanidad, de esfuerzo milenario, de arte necesario. Tal vez se reserve a un artista tan libre de preocupaciones estéticas, tan acuciado de energía como Marcel Duchamp, el acto de reconciliar el arte y el pueblo». Prescindamos del pathos. Pero tampoco caigamos en un desmesurado asombro ante la última afirmación del profético autor de La Jolie Rousse. Duchamp, como antes escribía Breton con mucha penetración, encarna al dedillo, a su nivel más fundamental, los métodos y las preocupaciones de una sensibilidad tan moderna que nuestros contemporáneos todavía no han tomado ninguna conciencia de su existencia difundida en la época. Y la entrevista con Sweeney, que reproducimos más adelante, ilustra este aspecto «popular» de la obra de Duchamp. Hace falta además haber charlado en Norteamérica con gente de toda condición para comprender hasta qué punto la obra de Duchamp, que trastornó los ambientes artísticos neoyorquinos hará ya medio siglo, influye hoy en un estilo de vida. A través de ciertos métodos publicitarios, una nueva óptica de la vida social, un sentido del humor absurdo e incongruente, dicha obra se ha insertado por así decirlo en las costumbres.

Esta tentativa de repensar el mundo proseguida por Duchamp al margen de todos los caminos trazados encuentra su punta de apoyo en la máquina, imagen y encarnación de nuestra época, y en el azar, que, de hecho, para nuestros contemporáneos ha reemplazado a la divinidad.

Duchamp concibe, hacia 1910, al contacto con las experiencias futuristas, la visión de la sociedad que se nos avecina; sociedad en donde lo automático y lo artificial regularán todas nuestras relaciones. Y para afirmar mejor su personalidad humana, se integra a ese nuevo mundo. Sobrepasando a nuestra época que aún anda intentando adaptar la máquina al hombre, Duchamp tratará de imaginar un estado de cosas en donde el hombre humanice a la máquina hasta el punto que ésta se ponga a vivir. Y a partir de ahí, florecen las preguntas, qué pinta su Gran Vidrio, qué describe su Caja: ¿Y si la máquina, una máquina desprovista de cualquier atributo antropomórfico, evolucionara en un mundo a su imagen, a salvo de criterios que rigen al hombre, su creador? ¿Y si, como el mono de Kafka, imitara servilmente todas las farsas humanas con el propósito exclusivo de iiberarse de sus cadenas, de «salir»? ¿Y si la máquina, por consiguiente, amara, deseara y se casara? ¿Cuál sería su proceso de razonamiento? Nuestros buenos autores de ciencia ficción, al menos aquellos que no carecen de cierto sentido del humor, verán que La Novia de Duchamp nos lleva a sobrepasar con mucho sus más locas creaciones en donde los robots, lamentablemente, nunca se expresan más que en términos humanos y todos los sondeos en lo fantástico solo logran desembocar sin excepción en una pobre animalización de marcianos o lunáticos. Leyendo las notas que produce sobre La Novia, hasta el lector más reticente, a poco honesto que sea, reconocerá la constancia, la audaz lucidez, la calma determinada del pensamiento de Duchamp. La máquina según Duchamp es una criatura supremamente inteligente que evoluciona por un mundo absolutamente divorciado del nuestro: la máquina piensa, organiza su pensamiento en frases coherentes, utiliza, de acuerdo con !a técnica anteriormente analizada, palabras cuyo sentido nos resulta familiar. Sin embargo, tales palabras coinciden en chasquearnos, de tales frases solo emana el secreto, y ese pensamiento que seguimos paso a paso termina en atolladero, en carcajada, en, incluso, un nuevo interrogante. Para la máquina de Duchamp, un «tamiz» no es necesariamente un tamiz.

Por otra parte, ¿qué ocurriría si la máquina admitiera, también ella, la posibilidad de accidente, de no repetición, atributo exclusivo del hombre? Más aún, ¿si tras habernos superado, supiera emplear el azar para fines utilitarios o estéticos? No niego que nos hallamos aquí en el umbral de un campo cuya solitaria exploración fácilmente nos ha de permitir la gente seria. Pero en fin, ¿tan lejos estamos de la ciencia poética con que soñaba un Baudelaire? ¿Y no es evidente que esta latitud concedida a la materia, coma si cada átomo estuviera dotado de conciencia y sentimientos, a la par que multiplica hasta el infinito las ocasiones dejadas al azar, limita al mismo tiempo de forma singular su campo relativo? Estos criaderos de polvo, estos zurcidos-patrones nos abren la puerta a la sorprendente poesía de la nada, al sentido de la insensatez, al mundo que cualquier objeto encierra en su microcosmos. Y cabe imaginar lo que hubiese sido, escrito por Duchamp, la novela de la novia… Pero a Duchamp no le interesa la explotación práctica de sus hallazgos. Se contentó con apuntarlos en eras agendas, como en un libro de bitácora. Sabemos qué afable desdén sentía por ciertos pintores «intoxicados de trementina«, aficionados y más aún profesionales, de igual manera que desdeñaba a la mayoría de literatos. Pues Duchamp vive una pura aventura mental. Y así, será ese contacto abstracto con el azar, constituido por el juego del ajedrez, el que le permita desde hace cincuenta años disfrutar de los goces más físicos. Asimismo, con objeto de estudiar, momento a momento, los accidentes más caprichosos de la ruleta, se pasará en Montecarlo toda una temporada delante del tapiz verde, sin experimentar ninguna sensación que pueda asimilarse a la trivial pasión del juego. Y se desconcertará cuando su martingala, elaborada y difundida a precio muy alto, resulte infructuosa…

Duchamp se asombra entonces sin estruendo, con una frescura ingenua que explica la originalidad de las creaciones espontáneamente florecidas bajo sus dedos. Nociones tan nuevas como las que se esparcen por la Caja dentro de maleta solo podían nacer en una mente maravillosamente dispuesta. A decir verdad, basta con que queramos dedicar un mínimo de atención al detalle más insignificante del mundo que nos rodea para que, como en el país de Alicia, el tópico más corriente se vuelva fantástico. Para Duchamp, no hay nada que a priori se inserte en un contexto. El orden de las cosas no está ni establecido, ni regulado, ni es cierto, ni, sobre todo, definitivo. Los elementos de este mundo no se hallan unidos entre sí, como las letras en la escritura manuscrita, por algún esquema subjetivo y relativamente racional. Se van sucediendo, yuxtapuestos indistintamente como los tipos de imprenta. Al compositor corresponde agruparlos dentro de un orden dado y mejor, dice Duchamp, si el cajista está borracho o distraído, si el azar embrolla las planchas, trastoca el marcador, introduce la errata y da origen al juego de
las tintas.

La mano de Duchamp, dígase lo que se diga, se ha formado para la paleta y no para la pluma. Escribir lo fatiga y la parquedad de su obra se debe, también, a esta repugnancia. Aún así, la mente de Duchamp tiende hacia la expresión intelectual que no obstante tiene en la escritura su manifestación más adecuada. Y creemos que la pintura a la que, por la fuerza de ejemplos imperativos, se entregó desde su infancia fue en suma una vocación falsa. Se note por e! modo que tiene Duchamp de concebir el arte del pintor, y también por el modo, sabio y preciso, de usar la lengua como un instrumento cuyos recursos se conoce al dedillo.

Dotado de un carácter afable, Duchamp supo conquistarse las simpatías de pintores y escritores de sectores muy diferentes y que no ocultaban sus adversiones recíprocas. Se ve con unos, escucha a otros y responde con una autoridad cortés. Este talento de comprometerse sin ponerse en compromiso le valió sin duda la gran estima en que le tienen los medios artísticos norteamericanos. Secreto en su vida personal, ni se exhibe ni se esconde. Desconoce la falsa modestia y la verdadera crea su reputación. Aún en vida, se va sintiendo petrificado en el oleaje de la historia. En el Museo de Filadelfia, puede visitar la sala que le han dedicado y verse tal como nuestros nietos lo descubrirán en el año 2000. Asiste, impasible y benévolo a la cristalización en triunfos legendarios de sus más triviales acciones. Estas adquieren un sentido sin que acertemos a saber si Duchamp lo quiso o no. ¿Acaso por utilizar al máximo el pobre espacio de su apartamento parisiense, se le ocurre utilizar un solo batiente de puerta que oscile alternativamente sobre dos jambas colocadas en ángulo recto? La leyenda dice que su única intención era la de tomar el refrán «Una puerta tiene que estar abierta o cerrada» en flagrante delito de inexactitud. Cada uno de sus gestos, al hallarse efectivamente condicionado por su fuerte y original personalidad, contribuye, existencialmente, a bordar como un fabuloso contrapunto su vida de hombre normal. Por eso, el hecho de saber si Duchamp deseó o no esta interpretación carece de importancia. Pues sobre esta existencia, sobre esa obra, se ha edificado lo que no queda más remedio que llamar el mito Duchamp. Ahora bien, la autenticidad de los hechos que sirven de base a un mito importa menos que el subconsciente colectivo que lo ha originado. Si Duchamp nos demostrara que la Novia no era más que un fraude gigantesco, su mito de persona enigmática e infalible no haría más que acrecentarse, y nos veríamos obligados a encontrar un sentido verdadero y fecundo en esa obra insensata ya en sus comienzos. ¡Tal vez sea ésta además la última lección que da Duchamp a este mundo ávido de ídolos, en donde la publicidad, moderno Narciso, se adora a sí misma!

La obra de arte no vale tanto por el talento y la experiencia que su creador haya condensado en ella como por las resonancias y las armonías casi siempre imprevistas que provoca en el lector o el «contemplador» (el contemplador, dice Duchamp, es el que hace el cuadro). Podemos decir que Duchamp llevó al máximo el valor de este «margen», cuantitativo y cualitativo, tan querido por Valéry, entre el agente excitador y el estímulo intelectual. De ahí a considerar la obra de Duchamp como una simbología mágica, o un «sostén de meditación» tal como lo propone el yoga, no hay más que un paso que ciertos fieles no han vacilado en dar.

Publicados la mayoría en revistas inaccesibles o ediciones de lujo de tirada restringida, los escritos de Duchamp yacen actualmente sepultados en la tumba de !as colecciones particulares. Algo descuidados por su autor, muchos de ellos son desconocidos incluso para aquellos a quienes el nombre y la obra plástica de Marcel Duchamp son familiares. Hemos creído oportuno poner en todas las manos, mediante una obra de precio asequible, lo que consideramos coma lo esencial de sus escritos.

Con plena deliberación y tras consultar a Duchamp, hemos omitido no obstante cuatro sectores de su obra: la correspondencia, diseminada entre múltiples destinatarios, algunos de los cuales se oponen categóricamente a la publicación de documentos que atañen de muy cerca a su vida privada, circunstancia que ocasionaría una recopilación incompleta y, por lo tanto, ya caduca. En segundo lugar, los textos de Duchamp relativos a la práctica del ajedrez, textos que, demasiado técnicos, hubiesen aburrido al lector y no hubiesen encontrado su sitio en una obra que no rechaza en absoluto el calificativo de literaria para reclamar el de
científica. En tercer lugar, los inéditos acaparados por las colecciones públicas y privadas. Finalmente, las frases atribuidas a Marcel Duchamp en entrevistas o escritos colectivos, y cuya autenticidad no siempre es fácil comprobar.

Por consiguiente, encontraremos aquí los textos clasificados dentro del orden cronológico de su composición y, cuando ésta no se conocía o presentaba dificultades, dentro del orden de su primera publicación.

Van acompañados de sus variantes esenciales y solo de aquellas notas que resultaban indispensables. La descripción de todas !as obras mencionadas figura en la bibliografía que hemos redactado al final de este volumen.

La lectura de estos escritos requiere una flexibilidad mental que es patrimonio exclusivo de una minoría, sobre la que no arraigan ni el snobismo ni el miedo a las prohibiciones públicas y privadas, ni sobre todo la aplastante apatía espiritual que se ha establecido en nuestro siglo. Por lo tanto, aquellos cuyo juicio, o sonrisa, no asome más que una vez leído el libro, pueden confiar en descubrimientos asombrosos.