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Ed. Tusquets, año 1988. Tamaño 21,5 x 14,5 cm. Traducción de Clara Janés. Estado: Usado muy bueno. Cantidad de páginas: 134

Dueña de un estilo profundamente introspectivo, cercano a lo autobiográfico, dejó una enorme huella en las letras europeas,
como se recoge en este repaso breve de la vida y obra de una de las escritoras imprescindibles para quienes se formaron como lectores en ese siglo XX que no deja de estar presente en la memoria

Samuel Beckett, Words are all we have

emily l, durasCómo llega a ocurrir el hecho de la escritura en ciertos seres humanos fue motivo de reflexión para Marguerite Duras en su
novela Emily L. (1987) a través de uno de sus personajes femeninos: esa mujer que dialoga con su amante mientras bebe un bourbon doble y trata de descifrar —recrear— la historia de otra mujer que ha escrito poemas durante algún tiempo y cuyo padre, desde años atrás, ha enviado a publicar sin que ella se diera cuenta. “¿Sabes? —dice—, nadie sabe por qué. Se empieza. Y luego sucede, se escribe, se continúa”.

Nacida el 14 de abril de 1914 en Gia Dinhm, cerca de Saigón, y fallecida a los 81 años el 3 de marzo de 1996 en París, Marguerite Donnadieu —verdadero nombre de la Duras— sostendría esta lógica literaria a lo largo de toda su vida, no sólo en su trabajo narrativo, sino, exitosamente, en su actividad cinematográfica, la que abarcó más de 15 películas realizadas por ella misma.

Como guionista de Hiroshima mon amour, dirigida por Alan Resnais (1959), tuvo una aceptación unánime a nivel mundial, comparable sólo con su novela El amante (Premio Goncourt 1984), en la que relata la historia de amor entre una adolescente francesa pobre y un acaudalado joven asiático que le duplica la edad, como reflejo de una pasión real que experimentó en su vida personal. Las cifras del éxito de este libro —traducido a 20 idiomas— se vieron acrecentadas luego de su realización cinematográfica por parte de Jean-Jacques Annaud en 1991; película de la que, por cierto, la creadora de Savanah Bay
renegaría, dando una respuesta literaria con El amante de la China del norte.

En Emiliy L., el interlocutor masculino, con algunas Pilsen negras ya ingeridas, asegura que la juventud de su amante debió influir en la decisión de convertirse en escritora, además de tratarse de una cuestión de orgullo. Ella, sin dudarlo, responde que sí, que respecto al primer libro eso sucede, y que en ciertos escritores, hombres, sólo existe eso. “Pero después del primer libro —aclara— no es ya exactamente el orgullo, es después cuando resulta impresionante, cuando se instala a lo largo de toda tu vida, pero es también una cuestión de miedo…”.

Para Marguerite Duras, en efecto, escribir era también “no saber qué se hace, ser incapaz de juzgarlo, hay también un poco de eso en el escritor, un brillo cegador. Y además está también el que es un trabajo que toma mucho tiempo, que exige muchos esfuerzos, y también esto es un incentivo. Es una de las poquísimas ocupaciones que siguen siendo interesantes”.

De su biografía es posible interpretar derivaciones literarias, identificables, nunca escondidas por Marguerite Duras, incluso expresadas abiertamente por la autora de Los impúdicos y Un dique contra el Pacífico. Tras llegar entre los 17 y los 18 años a Francia después de una niñez en condiciones de apenas sobrevivencia (su padre es repatriado en 1918 por motivos de salud y muere sin volver a ver a su familia; mientras que su madre, maestra de primaria, sucumbe moralmente ante el desastre provocado por las lluvias en el pedazo de tierra que habían comprado con el dinero de 20 años de ahorros
familiares en Camboya), la joven Donnadieu se licencia en Derecho y Ciencias Políticas en La Sorbona, para después trabajar unos años en el Ministerio para las Colonias. Esto sucede en 1934. De tal modo que, cuando el nazismo se extiende a Francia mediante la invasión, la futura creadora de Moderato cantábile, Los viaductos de Seine-et-oise (teatro) y directora de India Song (1974) ya se había unido a la resistencia — “soy una judía de corazón”, afirmaba— para después comenzar a escribir. El imperio francés (1939), Los impúdicos (1943) y Una vida tranquila (1944) constituyeron el paso firme con el que ingresó en esa atmósfera vanguardista que pernoctaba ya en el inminente fin de la Segunda Guerra Mundial.

Es de destacar su participación en el ámbito de la resistencia francesa no precisamente por la oposición que representaba en ese momento al creciente fascismo, sino porque —y de eso se ufanaba comprensiblemente— logró salvar la vida al enigmático Capitaine Morland, quien ya bajo su verdadero nombre llegaría a ser, décadas después, presidente de Francia: el también ya fallecido Françoise Mitterrand. De hecho, su escisión, violenta, del Partido Comunista sobrevino en la década de los 60; izquierda de la que no lamentaba haber sido parte, pero sí le asustaba el hecho de que cuando se renuncia “demora (uno) diez años en desvincularse”. En México, es sabido, algo similar le sucedió al escritor José Revueltas.

Además, ser de izquierda, según Duras “es no poder imaginar las miradas de los hombres honestos de la derecha tranquila, no poder entrar en sus cabezas ni en su conducta… es un exilio del hombre en otro hombre o en sí mismo”.

Sin embargo, Marguerite Duras —polémica, controvertida, criticada, elogiada siempre— expresó alguna vez parafraseando a Jean Paul Sartre (El infierno son los otros) que “la derecha es el infierno”. Su mundo, entonces, ya no se dividía en términos políticos, sino en actos humanos, vertidos, como era su costumbre, en pasajes literarios.

Experiencias más allá de lo anecdótico: esa fue la tala verídica de la autora de El marino de Gibraltar (1952), Los pequeños caballos de Tarquinia (1953), Le square (1955) y Días enteros en las ramas (1968). No se esconde nada, se transforma. Ella misma dijo alguna vez: “…Quizá el principio de la historia está en los demás. Los escritores que piensan que están solos en el mundo, y hasta los grandes escritores, es una imbecilidad monstruosa… Hago mis libros con los demás. Lo que resulta un poco extraño es tal vez la transformación que se opera, el sonido que produce una vez que pasa por mí, pero eso es todo”.

Eso explica, por ejemplo, el que si bien durante su niñez hablaba vietnamita y sus amigos más cercanos no diferían de ella en cuanto a una depauperada situación económico-social, ya en la madurez escribiese, vía el miedo, referencias a la cultura asiática que tan bien conocía: “Volví a hablar de los asiáticos. Dije que eran crueles y jugadores de cartas y ladrones e hipócritas y locos; que recordaba bien los animales de Indochina, todos esqueléticos y llenos de sarna como en el sur de España y en el África negra. Dije que estos recuerdos de animales eran los más dolorosos de todos, porque los niños no soportan los sufrimientos de los animales, prefieren que mueran las personas en su lugar, en vez de los perros, los
elefantes, las ciervas, los tigres y los monos”.

Pero si las descripciones de conflictos familiares con el entorno social y geográfico fueron sus primeros temas evidentes, combinados con la existencia de sentimientos incontrolables, pasionales, como el incesto, el hilo conductor de su trabajo posterior sería más claramente el amor, la muerte (¿la memoria?). Ojos azules, pelo negro, El arrebato de Lol V. Stein, La amante inglesa, incluso El amante y El amante de la China del Norte son reflejo de una literatura más personal, más pasional, en la que estos tres elementos se entrecruzan sin dar la menor oportunidad al sentimentalismo barato de asomar la nariz; más bien dando paso a ese dolor íntimo que forma parte de la devastada condición humana (a través de diálogos como una nueva forma de escritura); por ejemplo, un homosexual y una profesora universitaria (Ojos azules, pelo negro); o lo que en El vicecónsul se formula aparentemente sin planearse.

Por otra parte, muchos coinciden en la absurda generalización que la crítica literaria y cinematográfica han hecho sobre El amante; es decir, la novela y la película que “ubicaron” a Marguerite Duras en la “cima de su éxito”. Nada más injusto, pues si bien es cierto se trata de una obra impactante, intensa, apasionada, autobiográfica, no demerita en absoluto su obra anterior. Hay un relato quizá magnífico y superior en intensidad a El amante. Se trata de Agatha, mismo que a principios de la década de los 80 se convirtió en película. Algo similar le sucedió, hay que recordarlo, al también fallecido Charles
Bukowski con Bar Fly, como si esa hubiese sido la primera obra a partir de la cual se convirtiera en “moda”, nada más detestable para el autor de Post Office.

La vida material (1987), La lluvia de verano (1990) Yann Andréa Steiner (1992) y Escribir (1993) fueron los últimos textos que Marguerite Duras dio a conocer al público, no sin antes ofrecer su testimonio sobre la cercanía al fin de su vida en Nueve meses de muerte, luego de la operación de traqueotomía a la que fue sometida debido al cáncer de laringe que le provocó su infatigable tabaquismo —por lo que permaneció durante todo ese tiempo, entre 1988 y 1989, en un estado de coma profundo— combinado con su gran afición al alcohol (de hecho ya había sido sometida a una desintoxicación en 1982 tras un coma etílico).

Es curioso cómo, después de ese paréntesis necrofílico, a la Duras ya no le apetecía ver a la gente. “…Siempre ha sido así —decía—, (soy) alguien como un poco al margen”. Pero algo que le obligó a intensificar ese estado de alma durante su convalecencia fue precisamente la masacre de Tiannanmen, en China. De hecho, declaró que había vuelto a revivir con la revolución de la juventud de aquel país. No se separó de la televisión durante 15 días. Se reencontró con la vida, “con lágrimas de felicidad y luego de desesperación a la vista de los acontecimientos”. Decía, también, que cuando se pierde la costumbre, el llorar descompone el rostro, enciende los ojos. Afirmaba que solía llorar con frecuencia, con la tele, en las
fiestas, en el cine. “La gente que nunca llora —aseguraba— me da mala espina, me produce desconfianza”.

No obstante, también ponderaba la valentía del escritor, no cifrándola precisamente en su capacidad de llorar, sino de
enfrentarse al mundo, al darse a conocer para ser juzgado, al reflejarse en un libro. Sostenía, sin inmutarse, que todos los escritores, pintores o músicos eran narcisistas, pero que no lo decían. “Oigan —agregó a una respuesta—… no soy muy hermosa. Ni elegante, ni todo eso. En cambio soy una escritora. ¿Cree usted que es por mi narcisismo que mis libros se han vendido en el mundo entero?”.

El mejor testamento de alguien que se dedica a escribir es, ciertamente, el total de su obra. Pasajes de ese testamento se
encontrarán en alguna de las voces-almas personificadas en sus libros. Marguerite Duras no fue la excepción. Ella hizo decir a la creadora de Emily L. que no bastaba escribir bien o mal, realizar textos bellos o muy bellos, que eso no era suficiente para que fuera un libro “que se leyera con una avidez personal y poco corriente”. Que tampoco bastaba escribir así, presumir de que se hacía sin control alguno, guiado solamente por la mano, “del mismo modo que era excesivo escribir solo con el pensamiento, que vigila la actividad de la locura”.

“Te dije también —sostuvo— que había que escribir sin corrección, no necesariamente de prisa, a toda velocidad, no, sino según uno mismo y según el momento que atraviesa uno mismo, en aquel momento lanzar la escritura afuera, maltratarla casi, sí, maltratarla, no quitar nada de su masa inútil, nada, dejarla entera con el resto, no enjuiciar nada, ni rapidez ni lentitud, dejarlo todo en su estado de aparición”.

Primero fue Albert Camus, luego Jean Paul Sartre, posteriormente Mitterrand y al final Marguerite Duras. Todos ellos uno solo en la resistencia y en la posguerra. Sólo que a Duras le tocó en suerte la virtud de “no poder dejar de escribir, nunca, ni un instante”.

Su lección: amar la escritura. Esto es, amar la escritura hasta la muerte: esa página que se está escribiendo, que nos describe.

David Torres
Marguerite Duras: la incontrolable seducción de la escritura
Critica, Pensamiento