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Ed. Planeta, año 1993. Tamaño 23,5 x 15,5 cm. Incluye 35 fotografías en blanco y negro sobre papel ilustración. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 506

El 18 de mayo de 1944, mientras se desarrollaba una sesión del Consejo de Guerra alemán, Hitler recibió el informe de que el enemigo había efectuado dos incursiones nocturnas de espionaje a través de las fuertes defensas de la costa francesa. Tras sendos tiroteos, las tropas alemanas habían encontrado algunas palas y una linterna en una playa cercana a Calais y habían capturado a dos oficiales británicos en el estuario del río Somme. «Los interrogatorios revelaron que fueron transportados en una lancha británica y llegaron a la playa en un bote de goma», explicó el general Alfred Jodl, jefe de operaciones de la Wehrmacht.

Dos días después, un pequeño automóvil militar alemán se detenía ante las puertas de un castillo francés que se recostaba contra un rocoso acantilado del valle del Sena. De él descendieron dos soldados entumecidos por el viaje de 240 ki16metros desde el canal de la Mancha, llevando a rastras a dos hombres maniatados y con los ojos vendados. Ninguno de los prisioneros llevaba distintivos, pero en sus uniformes de combate de color verde oliva se destacaban claramente los sitios de donde habían sido arrancados la insignia púrpura de Operaciones Combinadas y el delgado galón de los Servicios Especiales: era evidente que se trataba de comandos británicos. Cuando les quitaron los vendajes, parpadearon bajo la luz del sol. La expresión de sus rostros demostraba que sabian
que Hitler había ordenado terminantemente que los Comandos fueran entregados a la Gestapo y luego fusilados.

Fueron introducidos a empellones en las celdas, donde recibieron té y emparedados. El teniente Roy Woodridge se rehusó categóricamente a hablar. Pero el otro prisionero, el teniente George Lane, no tenía escrúpulos tan arraigados y pronto fue conducido ante el coronel Hans-Georg von Tempelhoff, un hombre untuoso, elegante y rubio, que se puso de pie, le tendió la mano y lo saludó diciéndole amablemente:

-Inglaterra debe estar muy hermosa en esta estación del año

La expresión de Lane reflejó involuntariamente la sorpresa que le produjo el inglés impecable de su interlocutor, quien le explicó:

-Mi esposa es inglesa

Tras contemplarlo unos instantes, el coronel ordenó al prisionero que se lavara prestamente las manos y la cara, se limpiara las uñas y se acicalara.

-Usted va a entrevistarse con una persona muy importante: ¡el mariscal de campo Rommel! =le aclaró

Solo faltaban diecisiete días para que se iniciara la invasión aliada a la Francia ocupada y en los puertos ingleses se estaba congregando la poderosa flota que emprendería la operación. Hitler había puesto al mando en Francia a su mariscal de campo predilecto, Erwin Rommel, el célebre «Zorro del Desierto», el veterano de las campañas contra los británicos y los norteamericanos, el hombre que los conocía al dedillo y creía que podía anticipar todos sus movimientos. Las misiones de reconocimiento de la Luftwafe habían detectado la afluencia masiva de aviones enemigos al otro dado del canal, justo frente al estuario del Somme, y la operación comando precisamente en esa zona de la costa le confirmaba que allí tendría lugar la invasión aliada. ¡Cómo iba Rommel a saber que los botes que se habían hallado eran solo pistas falsas que los comandos habían dejado deliberadamente a disposición de los nazis para que le llegara a él esa información equivocada! Todo era parte de un plan de engaños, cuyo nombre en clave era «Fortitude» (Fortaleza), urdido por la inteligencia británica.

Rommel había elegido ese castillo como cuartel general táctico debido a la telaraña de pasajes subterráneos que tenía, y perforó aun más túneles a prueba de bombas que penetraban en el acantilado sobre el cual se recostaba. Hacía cinco meses que venía preparando al ejército alemán para la batalla que se avecinaba y diseñando defensas, ingeniosas y letales a la vez, para detener la invasión: dientes de acero, alambradas de púa, trampas cazabobos, campos minados y barricadas. No le sorprendía, pues, que los ingleses estuvieran dispuestos a correr riesgos para averiguar qué estaba planeando.

Cuando Lane entró en el despacho de Rommel, sorprendió a éste sentado tras su escritorio, que se hallaba ubicado en una esquina, y mirando a través de los ventanales. El recinto era una gran sala, de cuyas paredes colgaban cuatro magníficos tapices, y sobre cuyos pisos encerados cubiertos por costosísimas alfombras se alineaban floreros y lámparas de porcelana antigua. El mariscal de
campo era un hombre de escasa estatura, retacón, casi calvo, con el cabello cortado prácticamente al rape, y tenía mandíbulas firmes y ojos azules y penetrantes de mastín. Las semanas que había pasado recorriendo las nuevas fortificaciones costeras habían tostado su rostro. La exclusiva cruz Pour le Mérite, la más alta condecoración de Prusia -que le había sido otorgada en 1917-, con sus colores azul y oro, colgaba de su cuello.

Rommel se puso de pie, sorteó su escritorio, saludó cortésmente al oficial británico y le hizo un gesto indicándole una pequeña mesa redonda rodeada de sillas antiguas, sobre la cual sus ordenanzas habían dispuesto una absurda mezcla de teteras baratas y porcelanas de exquisita finura.

-¿Así que usted es uno de esos gángsteres de los comandos? -preguntó el mariscal de campo

-Soy un comando y estoy orgulloso de ello -respondió el prisionero. Y añadió-: No soy un gángster; ninguno de nosotros lo es

-Tal vez no lo sea -condescendió Rommel sonriendo displicentemente-, pero hemos tenido malas experiencias con los comandos. No siempre se han comportado como debieran. Su situación es difícil. Usted sabe muy bien qué hacemos con los saboteadores…

Lane se volvió hacia el intérprete y le espetó:

-Si su mariscal de campo piensa realmente que soy un saboteador, no debió haberme invitado

-¿Acaso cree usted que esto es una invitación? -le preguntó Rommel con una sonrisa sarcástica

-Por supuesto, y debo agregar que me siento muy honrado por ello -contestó el prisionero esbozando una ligera reverencia

Todos trataron de reprimir la risa y Rommel preguntó:

-¿Cómo se encuentra mi viejo amigo, el general Montgomery?

-Muy bien, gracias. Creo que está planeando algo así como una invasión…

-¿Quiere usted decir que realmente va a haber una invasión? -exclamó el mariscal de campo, fingiendo estar sorprendido

-Eso es lo que dice The Times, cuya información es bastante confiable

-¿Se da usted cuenta de que por primera vez los británicos deberán pelear en serio?

-¿Y qué fue, entonces, lo que ocurrió en Africa?

-Eso fue un juego de niños -respondió Rommel con aire burlón-. Tuve que retirarme pura y exclusivamente porque dejé de recibir suministros

Durante los veinte minutos siguientes, Rommel habló de sus recuerdos de guerra y aconsejó a Lane que aceptara la decadencia del Imperio Británico y reconociera el futuro esplendoroso del Tercer Reich. Éste lo escuchaba como si estuviera fascinado y finalmente le solicitó permiso para formularle una pregunta:

-¿Podría decirme Su Excelencia si considera en verdad que lo mejor para un país derrotado es la ocupación militar?

La respuesta de Rommel fue que los soldados, por su formación, eran los dictadores ideales: estaban acostumbrados a enfrentar las crisis y sabían cómo resolver las más graves emergencias.

-Si usted viaja por Francia y mantiene sus ojos abiertos, podrá ver en todos lados cuán felices se sienten los franceses. Por primera vez saben qué deben hacer…porque nosotros se lo decimos. ¡Y eso es lo que quieren los hombres comunes!

Finalizada la entrevista, Lane tuvo que soportar que le volvieran a vendar los ojos, pero el breve encuentro había bastado para que cayera bajo el influjo del magnetismo de Rommel. Mientras reiniciaba su viaje en automóvil hacia el campo de concentración y hacia su seguridad personal -así se lo había garantizado el mariscal de campo-, Lane tomó del brazo al coronel Anton Staubwasser, el oficial de inteligencia de Rommel que lo custodiaba. y le pidió:

-¡Dígame, por favor, dónde estoy!

Como Staubwasser se negara aduciendo razones de seguridad, Lane se aferró a él con más fuerza y le suplicó:

-Le doy mi palabra de que no voy a revelar sus secretos, pero cuando esta guerra haya terminado quiero volver aquí con mi esposa y mis hijos y mostrarles dónde me entrevisté con Rommel

Los informes sobre la ilustre carrera de Erwin Rommel están dispersos en archivos diseminados a lo largo y a lo ancho del mundo occidental. Este episodio de los comandos, por ejemplo, aparece documentado en los informes del ejército alemán sobre los interrogatorios efectuados a dos prisioneros británicos, los cuales se encontraron archivados en la Selva Negra entre los papeles de un ex oficial de inteligencia germano. También se encuentran referencias a estos hechos en las actas taquigráficas de los Consejos de Guerra diarios de Hitler, que están conservadas en una universidad norteamericana. Son mencionados, asimismo, en los diarios personales de algunos oficiales alemanes allegados a Rommel y en las memorias del propio George Lane, quien las escribió a su retorno a Inglaterra.

Para no quedarse solo con la imagen del mítico mariscal que nos presenta la historiografía y descubrir al verdadero Rommel, es necesaria abrevar en esta clase de fuentes. Seguir los rastros del Zorro nos lleva de las bóvedas de Alemania Occidental a los archivos gubernamentales de Washington, de un museo militar en Carolina del Sur a las bibliotecas presidenciales de Kansas y
Missouri, de !os estudios de los camaradas de Rommel que le sobrevivieron a los húmedos desvanes donde se encuentran las fascinantes cajas y archivos que todavía no han sido tocados por las viudas y demás deudos de sus compañeros muertos. Estos informes nos hacen viajar por las colinas de su Suabia natal, atravesar las escarpaduras de los Alpes, cruzar la arenosa meseta de Cirenaica azotada por los vientos llegar a los enmarañados sotos de Normandía. En algunas ocasiones, el rastro se hace casi invisible; en otras, llega incluso a desaparecer. Las evidencias presentan zonas oscuras que ni los documentos ni las memorias ni los testimonios personales logran iluminar. Estos aspectos de la vida de Rommel seguirán, pues, envueltos en el misterio. Pero el
seguimiento de su rastro nos permite alcanzar una conmprensión más completa de esta personalidad extraordinaria y nos canduce hacia el misterio final: por qué resolvió morir en la forma en que lo hizo.

Ya en 1944 Rommel era una leyenda viviente. Era reconocido como un gran comandante de campo, que descollaba por poseer una cualidad nada común: el olfato para la batalla. Era audaz, brillante y elegante, no daba cuartel durante el combate pero era magnánimo en la victoria y benévolo con sus enemigos derrotados. Parecía invencible: triunfaba en todos lados. Atacaba como un huracán, e incluso cuando se retiraba sus enemigos lo perseguían con extrema cautela.

¿Cuáles fueron los materiales fundamentales con los que se forjó el mito de Rommel en 1944? El primero fue su imagen romántica: un general de baja estatura dotado de la astucia y la sonrisa de un zorro que confundía una y otra vez a un enemigo inmensamente superior. Se lo consideraba un moderno Aníbal que rodeaba a sus enemigos, los sorprendía, los desmoralizaba y obtenía victoria tras victoria sobre ellos, hasta que razones de fuerza mayor loo forzaron a él, al mismísimo Rommel, a abandonar una posición que se había hecho indefendible y emprender la retirada.

Era joven para el rango que había alcanzado, un líder nato adorado por su tropa. De él se decía que había resucitado un estilo caballeresco de combatir olvidado desde hacía mucho. En una guerra que había asumido características bestiales por obra de los campos de exterminio nazis y los bombardeos estratégicos de los Aliados, los soldados de Rommel habían recibido la orden de pelear
limpiamente. Se trataba bien a los prisioneros y se respetaba la propiedad privada. Pueden encontrarse en sus archivos instrucciones secretas a todos sus comandantes en Italia, fechadas el 15 de octubre de 1943, que prohíben el pillaje arbitrario «para mantener la disciplina y el respeto a la Wehrmacht alemana». En Francia se opuso a la utilización del trabajo forzado: se contrataba y pagaba normalmente a los operarios. Nunca hizo caso de la infame «Orden sobre los comandos» dictada por Hitler en octubre de 1942, que establecía la obligación de fusilar a todos los comandos enemigos que fueran capturados. Cuando el enemigo pagó a árabes hundidos en la miseria para que sabotearan las instalaciones del Eje, Rommel se negó a permitir que se tomaran represalias o se ejecutara a los rehenes. «Era preferible que esos hechos quedaran impunes antes de lastimar a un inocente», explicaría más tarde. Nunca se deleitó con la muerte de un soldado enemigo.

Montgomery ordenaba: «¡Maten a los alemanes dondequiera que los encuentren!»

Eisenhower declaraba: «En lo que a mí respecta, cualquier soldado que mate a un alemán merece todo mi afecto. Y si puedo darle algo para que mate a dos en lugar de a uno solo, ¡que Dios me condene si no lo hago!»

Rommel nunca cayó tan bajo. El prefería superarlos en inteligencia, hacerles creer que disponía de fuerzas inmensaqs, engañarlos, hacerles trampas. Se comentaba que su mayor placer era obligar a sus adversarios a rendirse antes de tiempo, y muy frecuentemente cuando ni siquiera tenían necesidad de hacerlo.

Era un general espectacular en el campo de batalla, que se lanzaba al combate sin pensar en los riesgos. Ninguna granada enemiga parecía capaz de alcanzarlo aunque a su lado cayeran sus hombres bajo la metralla. Ninguna mina podía destrozar su cuerpo, ninguna bomba caía lo suficientemente cerca de él como para matarlo. Parecía inmortal. El mito de Rommel era tan poderoso que cautivaba incluso a sus enemigos. Los Aliados, al principio inconscientemente y luego en forma deliberada, propagandizaron que era invencible. Primero lo hicieron para explicar sus propias derrotas en combate; después, para que sus victorias sobre Rommel parecieran mayores de lo que en verdad eran, y por último para pintarlo como una especie de antivillano, un nazi benévolo en contraste con el resto de sus correligionarios, que aparecía como gente todavía más despreciable. Hubo un tiempo en que el mero nombre de Rommel valía por divisiones enteras. Cuando enfermó, se hizo creer que seguía presente en el campo de batalla, y cuando el enemigo se dio cuenta de que no estaba allí comenzó a especular con angustia sobre dónde podía estar en ese momento el Zorro. Los archivos del OSS en Washington están repletos de informes que afirmaban que «Rommel» se encontraba comandando un ejército secreto en Grecia, en Rumania o en Yugoslavia. ¿O en realidad era cierto que yacía enfermo en Italia, o tal vez en Francia? En dos oportunidades recibió el máximo honor, sin precedentes en la historia militar de los Aliados, de que éstos enviaran brigadas asesinas para que lo acribillaran a balazos. (Fracasaron en ambas ocasioners: al igual que el propio Hitler, Rommel parecía indestructible, y así lo creía).

Los Aliados llegaron a estar tan hipnotizados por él, que el general Sir Claude Auchinleck, el comandante británico del norte de Africa, pensó en marzo de 1942 que era necesario advertir a su plana mayor lo siguiente: «Existe el peligro real de que nuestro amigo Rommel se convierta en un cuco para nuestros soldados por el mero hecho de que hablan demasiado de él. No es un superhombre, por más capaz y enérgico que sea. Y aun si lo fuera, sería por demás inconveniente que nuestros soldados le atibuyeran poderes sobrenaturales». Cuatro meses más tarde, después de una batalla que se desarrolló en la frontera egipcia, un ejemplar de esta admonición cayó en manos de Rommel, quien no pudo menos que sonreír cuando leyó la poco convincente posdata de Auchinleck que rezaba: «No estoy celoso de Rommel». Tiempo después éste se enteró de que el sucesor de Auchinleck, Bernard Montgomery, tenía un retrato suyo enmarcado colgando de la pared de su remolque de combate. Rommel, por su parte, jamás se sintió fascinado por ninguno de sus enemigos. En las miles de páginas que conforman sus diarios personales jamás menciona por su nombre a ninguno de sus adversarios.

«Si el enemigo se sentía cautivado por Rommel, mucho más lo estaba su propia gente. Ya en 1941 su nombre corría de boca en boca entre los alemanes. Ninguna estrella de cine llegó a ser tan idolatrada. Algunos generales escribían a sus pares refiriéndose una y otra vez al fenómeno Rommel con una mezcla de admiración y queja. Tenían que aceptar, eso sí, que ganaba batallas que otros generales probablemente hubieran perdido. Pero todo lo que sabía de táctica y estrategia lo había aprendido en el campo de batalla, una escuela imperfecta porque la experiencia de combate no es suficiente para un general. Rommel despreciaba las academias militares y a esos oficiales de estado mayor capacitados y elegantes que éstas formaban, y trataba de no utilizar las disciplinas de las cuales ellos tanto dependían: inteligencia, logística, señalizaci6n, personal especializado, operaciones. Tiempo después el general Enno von Rintelen se burlaría de él diciendo: «Nunca fue un gran estratega. Carecía de la capacitación que brinda el pertenecer al Estado Mayor, y eso constituía una gran deficiencia suya». El general Gerhard von Schwerin, que combatió bajo el mando de Rommel, señaló irónicamente que éste «aprendía mucho de sus propios errores». El mariscal de campo Gerd von Runstedt lo describió despectivamente como «tan solo un buen comandante de división, y sólo eso».

Algunas de estas críticas eran fundadas, pero también revelaban una latente hostilidad. A diferencia de muchos oficiales de estado mayor más antiguos, Rommel fue un ardiente defensor de Adolf Hitler y de la Nueva Alemania durante la mayor parte de su carrera, y esa devoción les repugnaba. Además había envidia, en gran medida suscitada por la publicidad a raudales que recibía por ser el mariscal de campo predilecto de Hitler. También es cierto que Rommel dominó rápidamente el arte de la acción psicológica y que valoraba su efecto tanto sobre sus propias tropas como sobre las del enemigo. Así, como escribiría tiempo después cierto general, «nació una especie de culto de Rommel: eran muy raras las ocasiones en que iba a algún lado sin que lo acompañara un enjambre de fotógrafos personales». Muchas de sus fotografías más dramáticas, al igual que la cé1ebre Plantando la Vieja Gloria en Iwo Jima, fueron poses cuidadosamente estudiadas. Los diferentes comandos tácticos de Africa aprendieron rápidamente que una de las maneras de ponerlo de buen humor era recibirlo con gran despliegue de hombres con cámaras fotográficas, aunque no estuvieran cargadas con la correspondiente película. Este deseo permanente de llamar la atención parecía poco profesional y resultaba irritante para muchos generales. Entre los papeles privados de ese gran experto en blindados que fue el general Heinz Guderian, se encuentra una carta que éste escribió desde el frente de Moscú en la cual figuran las siguientes instrucciones a su esposa: «Bajo ningún concepto permitiré que se haga por mí el escándalo porpagandístico que se hace por Rommel, y sólo pretendo fortalecer tu propia decisión de impedirlo».

La envidia hacia Rommel se expresaba en múltiples formas. Un general repitió la afirmación popular de que «solía hablar telefónicamente con Hitler en persona todas las semanas y ponía mucho entusiasmo en recapitular con él sus ideas tácticas». En realidad, Rommel habló por teléfono con Hitler solamente una vez durante toda la guerra, y se sintió tan contento de hablar con su Führer que mencionó el acontecimiento en muchas cartas posteriores. La envidia fue, pues, en cierto grado producto del mito. Más adelante veremos cómo los celos de sus camaradas de armas tuvieron un papal importante en el propio final trágico de Rommel: cuando necesitó de amigos entre sus pares, no pudo encontrar ninguno.

La leyenda de Rommel creció más aun después de su muerte. La imagen fantasiosa del Zorro se mantuvo viva por diversas razones. En la Alemania Occidental de posguerra, mientras la fama de otros mariscales de campo quedó sepultada en el olvido como si provocara vergüenza y hasta antipatía, el nombre de Rommel sigue brillando. La Armada ha bautizado así un buque de combate y el Ejército tiene cuarteles «Rommel» en varias ciudades de Alemania. Hay calles que llevan su nombre, lo que constituye una distinción que solo él recibió entre todos los generales alemanes de la Segunda Guerra Mundial, e incluso existe una callejuela con el nombre de su asistente. Sus ex enemigos norteamericanos produjeron una película cinematográfica aduladora y muy popular: El Zorro del Desierto. Sin embargo, nadie se ha esforzado demasiado por penetrar más allá de la leyenda y descubrir al verdadero Rommel. ¿Fue un nazi despreciable o un héroe de la resistencia contra Hitler? Esta es la parte del rastro que intentaremos seguir.

La historia de Rommel tiene un momento en que se encuentra al mando de un ejército blindado que viene avanzando por una ruta despejada, bien pavimentada y cimentada, y de pronto pareciera que se ve obligado a tomar la defensa de su reputación en sus propias manos, a abandonar esa ruta y a lanzarse a través de un desierto deshabitado, desconocido y amenazador. Eso es lo que ocurre con el rastro que estamos tratando de seguir. Y al cabo de un rato descubrimos que, para lograrlo, no basta con la leyenda. Entremos, pues, en esa tierra desconocida.