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Ed. Alianza, año 2001. Tamaño 22 x 14 cm. Versión española y prólogo de Juan Malpartida. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 134

El amor loco, Breton011André Bretón nació en Tinchebray (Francia), el 18 de febrero de 1896. Es uno de los escritores más representativos del surrealismo. En 1919 fundó, junto a Louis Aragon y Philippe Soupault, la revista Littérature, firme exponente del movimiento Dadá. En ella apareció durante 1921 el primer texto propiamente surrealista, Los campos magnéticos, escrito en colaboración con Soupault tres años antes de que se publicara el primer Manifiesto del surrealismo.

Se afilió al Partido Comunista, grupo con el que mantuvo unas relaciones complejas hasta su ruptura, en 1935, por su rechazo al sometimiento del ser humano a las directivas de cualquier formación política. En estos años publicó sus obras más significativas como la novela Nadja, Los vasos comunicantes, Antología del humor negro y El amor loco.

Tras la derrota de Francia en 1940, Bretón se trasladó a Estados Unidos. Allí creó la revista VVV. Tras su vuelta a Francia en 1946 se mostró muy activo en todas las movilizaciones por la defensa de los húngaros contra la invasión soviética o las guerras de Vietnam y Argelia.

Breton murió en París en 1966. Está enterrado en el cementerio de Batignolles bajo el epitafio «Busco el oro del tiempo».

André Breton o el triunfo de Eros, por Juan Malpartida

El amor loco apareció en 1937. Está formado por siete capítulos redactados entre el invierno de 1933 y el verano de 1936. Junto con Nadja (1928), aunque con características un poco distintas, es una de las obras más significativas de Breton. Se trata de un texto fuera de género: mezcla de crónica, ensayo y poema en prosa. La suerte que ha corrido en español es negativamente sorprendente: en 1967 se publicó en México una traducción, de dudosa fidelidad, que no circuló entre nosotros. Pero esta suerte la comparte con Gérard de Nerval, Mallarmé (¿dónde podemos encontrar un volumen con su correspondencia literaria, indisociable del resto de su obra?), los escritos en prosa de Reverdy y con tantos otros escritores fundamentales. Se debería elaborar un catálogo de las obras realmente importantes de las lenguas europeas no traducidas al español (este límite es meramente estratégico) aunque sólo fuera para hacer evidente el estado moral de nuestra producción literaria: muchos novelistas inexistentes en inglés o francés están casi totalmente traducidos al español, mientras que hay clásicos que no lo están o que han desaparecido de los catálogos editoriales. Si he mencionado sólo a los novelistas es porque creo que, junto con los pintores, son los que más han envilecido su oficio en el siglo XX, especialmente en la segunda mitad del mismo: el mercado y la publicidad han corrompido a la mayoría. Y creo que esta crítica, bajo la atmósfera de El amor loco, no es ajena al horizonte ético de Breton.

Aunque el surrealismo fue una vanguardia, y por lo tanto un movimiento signado por la violencia de la ruptura, señaló su propia tradición, desde ciertos consejos de Leonardo da Vinci a sus alumnos sobre cómo inspirarse en las manchas y grietas de la paredes hasta autores poco conocidos, olvidados o mal leídos en el primer tercio del siglo XX: Rimbaud, Lautréamont, Aloysius Bertrand, Pétrus Borel, Achim d’Arnim, Kleist, Jean Paul, Novalis, Büchner…Al crear su canon, los surrealistas reaccionaron, a veces con gran violencia, contra muchos escritores aceptados. Fueron cualquier cosa menos indiferentes y apáticos. Para André Breton, la bestia negra fue Anatole France, pero no fue el único. La historia del movimiento surrealista es rica, compleja y amplia, y no es este el momento de perdernos en sus vericuetos, pero sí creo necesario recordar que el surrealismo quizás ha sido la mayor propuesta moral surgida de las ideas estéticas en el siglo XX. El surrealismo, como el romanticismo, en el que se hunden sus raíces, carece realmente de fechas: es algo vivo en la condición humana. Breton no inventó el surrealismo: se lo encontró y supo reconocerlo y comunicarlo.

El término que define esta obra es analogía, pero no es el único: azar, hallazgo, pasión, podrían ser otros complementarios y a veces centrales. Si los ponemos en rotación irán arrojando uno de los rostros más vivos e inagotables de la poesía de nuestro siglo. Para Breton la analogía «tiende a hacer vislumbrar y valer la verdadera vida «ausente»». Esta ausencia no designa un mundo oculto, invisible, sino una realidad que aún no se ha descubierto y que la imaginación pone, precisamente, a la vista. El famoso método de la escritura automática no pretendía otra cosa que anular las diferencias entre un lado oscuro y un lado luminoso, suspender las barreras morales y psicológicas que nos impiden acceder a nosotros mismos. Breton enfrenta la analogía a la lógica, incapaz ésta de dar el salto y ver en lo distinto el trazo que identifica lo aparentemente opuesto, aunque sea sólo por un instante. Basta un instante para revelar lo ausente como presente, ya que, una vez abiertas las puertas de la visión, podremos recordar, hacer despertar nuevamente la analogía perdida, el salto no previsto que une lo que, asistido por una lógica enjuta, creíamos separado o aquello en lo que ni si-quiera sospechábamos un vínculo. Hay que señalar que El amor loco es un libro de vagabundeo, de flânerie, actitud muy propia de los surrealistas. Lo mismo ocurre con el otro libro de Breton ya citado, Nadja; en ambas obras vemos a su autor vagabundear por las calles, entrar en los cafés, tomar un autobús al azar, recoger desechos y piedras en una playa, siempre en una actitud entre alerta y distraída. Esos vagabundeos son, en cierto sentido, un doble de la escritura automática. Pero si bien son una forma de provocar el azar, también es cierto que hay una búsqueda de algo, aunque este algo sea radicalmente lo que no se espera, la sorpresa, la belleza, lo maravilloso, el amor. Breton citó siempre un concepto de Federico Engels para definir el azar: una forma de manifestación de la necesidad exterior que se abre camino en el inconsciente humano.

No sé si sería lícito ver en esta definición un antecedente del estructuralismo, aunque quizá sería una comparación que no resistiría un examen a fondo en el pensamiento bretoniano: esa necesidad exterior ha de ser, también, una necesidad interior. El azar-objetivo de Breton y los demás surrealistas supone la visión de la reconciliación, siquiera sea momentánea, entre el objeto y el espíritu, entre la naturaleza y la cultura, entre la realidad y el deseo. El amor loco cuenta, en sus siete capítulos, a pesar de que alguno fue compuesto sin relación con los otros, varias anécdotas imantadas a un acontecimiento axial en la vida de Breton que, aunque se dio en varias ocasiones, siempre tuvo la cualidad de ser único.

Enrique Molina, el gran poeta argentino, le deseaba a un amigo suerte con «su nuevo amor eterno»: creo que esta frase de quien estuvo cerca del surrealismo define el espíritu amoroso de Breton. El descubrimiento del amor, lejos de cerrarse sobre sí mismo, opera como un crisol capaz de iluminar correspondencias inéditas. Seguir a André Breton en sus vagabundeos por París o Tenerife es asistir al acto mismo de la creación poética.

Breton trató de fundamentar sus ideas centrales sobre estética y poesía en Hegel. Lo admiró con pasión e hizo un uso —felizmente interesado— de su noción de dialéctica, esa «ciencia de las leyes generales del movimiento». Hegel situó a la poesía por encima del resto de las artes, capaz de revelar a la conciencia las potencias de la vida espiritual. Naturalmente, lo que André Breton pretendió fue descubrir el potencial de imaginación poética de las artes (y de todo lo demás, en realidad), especialmente en la escultura, la pintura y la poesía. Hay otros dos nombres, al menos, en el orden del pensamiento, determinantes en el desarrollo de su visión del mundo: Freud y Fourier. Del primero tomó la idea del potencial activo del inconsciente y toda la concepción compleja del papel de los sueños en la conformación de nuestro mundo diurno; por otro lado, aunque con reparos, el aspecto liberador y subversivo del erotismo, pero Bretón se aparta del pesimismo freudiano en relación a la imposibilidad de evitar la represión y la sublimación, inherentes según Freud, a la propia naturaleza cultural de la sexualidad.

Por otra parte, en los sueños se libera un lenguaje que Bretón quiso revelar a través del automatismo en el plano de la lengua (también de las imágenes plásticas). El automatismo evitaría la censura y la intencionalidad mostrando el verdadero curso de nuestro pensamiento, entendiendo el término «pensamiento» en un sentido muy amplio. Esta idea, defendida hasta el final por Breton, guarda relación con la creencia en una lengua adánica y con la crítica de Rousseau a la cultura y la civilización como suscitadoras del mal en oposición al mundo auténtico del «hombre natural» o el de la infancia. Pero las teorías de Freud le llegaron a Breton, en un principio, de manera un poco indirecta, especialmente a través del resumen de sus ideas que se encuentra en la obra del doctor Régis, Précis de psychiatrie (1916). Hay que recordar que Freud comenzó a ser traducido al francés (y lentamente) a partir de 1921. Es cierto que algunos surrealistas leían en alemán (Hans Arp, Max Ernst) y que, en esa misma fecha, Breton visitó en Viena al célebre psicólogo, visita de la que hizo una crónica un poco burlona de la cual más tarde se arrepentiría; pero de cualquier forma, Breton captó tempranamente, de manera algo intuitiva, apoyado en sus lecturas de los románticos alemanes, ciertas ideas freudianas que le iluminaron. Freud no se propuso cambiar el mundo social (no radicalmente), tampoco al hombre, aunque sí liberarlo de sus represiones al menos hasta el punto de convertirlo en dueño de su neurosis; Breton quiso cambiar la sociedad (Marx) y al hombre (Rimbaud).

El amor loco, Breton012El surrealismo fue una gran rebelión que abarcó lo material y lo espiritual, lo moral y lo estético. Fue, sin duda, algo más que una estética: una ética, una poética, una erótica y, especialmente después de 1926, una política cercana controvertidamente al Partido Comunista y luego ajena a él, aunque no a ciertos presupuestos marxistas. Freud, el gran teórico del pansexualismo, no podía aportar a Bretón una visión cabal del erotismo; sí Fourier, de quien reivindicó sus ideas acerca de la atracción apasionada, su visión del erotismo subversivo contra todas las convenciones de las premisas de la sociedad burguesa y, no menos importante, su duda absoluta en relación a las formas de conocimiento. No el erotismo como una idea política, ni siquiera como un arma política, sino como algo más: vislumbre de una armonía regida por un principio analógico, matemático y musical. Hay que recordar que Breton dedicó un gran poema a Fourier: Oda a Charles Fourier.

No obstante, Breton siempre vio en el erotismo (unido al amor) su lado de sombra, aunque no para explorar esa vertiente. No fue un Bataille, que vivió y teorizó el erotismo desde la vertiente sádica, tanática y religiosa, sino que, sin ignorar el lado oscuro, exaltó su aspecto luminoso. El Sade de Bataille no es el de Bretón: ante la lava petrificada del Teide, en el capítulo V de El amor loco, Breton recuerda al solitario y populoso marqués. Ambos estuvieron enamorados de los minerales y de los volcanes, pero hay que subrayar que la lectura de Breton acerca de la fascinación sadiana por la lava posee una pasión de tono muy distinto a la del gran libertino. Las cristalizaciones y petrificaciones en Breton actúan como reactivos imaginarios, como encuentros fortuitos entre la mencionada voluntad exterior de la naturaleza y una inclinación interior que se descubre, precisamente, en el momento del hallazgo. En Sade, minerales y lava son, en realidad, símbolos de una pasión fría. Bretón experimentó una irrenunciable pasión por el otro irreductible, cuya imagen central es la del amor único; Sade se opone a toda idea o sentimiento hacia una única persona: todas son sustituibles y desalmadas bajo la imperiosa demanda de un deseo que ni siquiera ha de someterse a su propia pasión.

La furia crítica de Sade, que encuentra eco en el surrealismo, pero no como libertinaje sino como idea, tiene algún grado de correspondencia con el pesimismo de Rousseau respecto de las formas represivas de la civilización, en oposición al hombre natural, no tocado por la ergástula de la cultura. La fascinación de Breton por lo primitivo engarza admirablemente con el buen salvaje roussoniano (el niño y el hombre natural saben algo que las convenciones de la cultura han pervertido). Rousseau cree en ese hombre natural; Freud pensó que el hombre es un ser neurótico por naturaleza; Breton sospecha que la poesía, entendida como la entiende el surrealismo, es capaz de liberar al hombre de la oposición entre Eros y Tánatos.

En una entrevista concedida en 1941 (cuando vivía en Nueva York) afirmó lo siguiente: «Como ocurre siempre en las épocas en que socialmente la vida humana casi no tiene precio, creo que es preciso saber leer y ver por medio de los ojos de Eros; de Eros, a quien incumbe restablecer, en el tiempo que está al llegar, el equilibrio roto en provecho de la muerte». Lúcidas palabras a las que podemos añadir sólo esto en relación a nuestro presente: la vida no es que no tenga precio, sino que casi no tiene otra cosa que precio, valor de cambio.

El recurso, pues, al automatismo, a los sueños, a la actitud alerta ante los hallazgos, la recusación de la métrica en poesía, etc., se organizan en sus escritos y en sus actitudes con el fin de alcanzar al hombre total, en el cual se reconcilian sueño y vigilia, y, por lo tanto, la poesía se convierte en un acto cotidiano, en un acto socializado: la poesía —como quería Lautréamont, poeta tutelar del surrealismo— hecha, finalmente, por todos. En cuanto a su idea del amor, que, como manifiesta en este libro, encontró expresada de manera memorable en el filme de Buñuel La Edad de Oro, tiene sus orígenes en los trovadores de los siglos XI al XIII, en el llamado amor cortés, al que Rougemont se acercó confusamente en su célebre obra El amor y Occidente.

En aquellos poetas se encuentra la idea del amor a una única persona y varias de las características que podemos rastrear en Breton. Quien quiera comprender con más profundidad esta idea y sus implicaciones filosóficas y metafísicas encontrará en La llama doble, de Octavio Paz, páginas de inusitada profundidad y belleza. El propio Paz retomó las huellas del surrealismo y llevó un poco más lejos si cabe las ideas bretonianas de inspiración, poesía, revelación, rebelión y amor. Pero sin la fuerza fundadora de André Breton, Paz no habría podido llegar tan lejos. No por casualidad los uno al final de estas páginas: sobre ambos sólo es posible hablar con el lenguaje de la pasión.