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Ed. Academia Nacional de Bellas Artes, año 1949. Tapa dura. Tamaño Incluye más de 100 reproducciones en blanco y negro sobre papel ilustración. Estado: Usado muy bueno. Cantidad de páginas: 134
A la edad de trece años, Lucio Correa Morales (1852-1923) perdió a su padre. Su madre decidió apartar al niño de las duras faenas del campo y brindarle una oportunidad de refinarse y cultivarse en la Gran Aldea. Lo envió a Buenos Aires, donde, en los años de su adolescencia trabajó en la casa de comercio de Correa y Larrazábal. Mas su destino no era el de comerciante. Una vocación se manifestaba, intensa, en él. Su instinto lo orientaba hacia la escultura sin que mediaran para ello mayores solicitaciones externas: en Buenos Aires, durante aquella época, apenas existían obras escultóricas que el muchacho pudiera ver>: la Pirámide de Mayo, con su primitiva imagen de la Argentina, un relieve alusivo al general Paz, modelado por Elías Duteil, el San martín de Daumas, el tímpano del frontón de la Catedral, labrado por Debourdié, y algún busto ejecutado por Camilo Romairone, que arribó en 1870 a la Capital.
Correa Morales era alentado en su vocación por sus primos, Eduardo Ladislao Holmberg y Francisco P. Moreno. Los tres jóvenes tenían exactamente la misma idea; sus aspiraciones de orden intelectual les abrieron el camino de la fama, que conquistaron, uno en el campo artístico, los otros en el terreno de la ciencia. Para sus trabajos de naturalista, Holmberg había estudiado dibujo. Enseñó a su primo los rudimentos del arte lineal, dándole de ese modo la base sobre la cual había de desarrollar más tarde sus evidentes dotes de modelador.
En aquellos días Correa Morales inició las gestiones tendientes a obtener una de las becas que Mitre había creado para que los jóvenes argentinos fueran a estudiar al Viejo Mundo. Bien apoyado por Rufino Varela, que gozaba de considerable valimiento, ya que desde las columnas de La Tribuna había sostenido la candidatura de Sarmiento (quien a la sazón estaba en el último año de su presidencia), Correa Morales fue becado y, en los primeros meses de 1874 se trasladó a Italia y se radicó en Florencia para estudiar en la Academia local, donde su maestro fue el escultor urbano Lucchesi. En aquella época del arribo de Correa Morales a la ciudad toscana, la filosofía materialista, apuntalada por la ciencia experimental del momento, negaba la dualidad del cuerpo y el alma, interpretaba los movimientos del cerebro y el corazón en términos de mera mecánica física. De ahí, en el orden artístico, el realismo prosaico que solo pretendía consentir a la escultura la exacta representación de las apariencias externas del hombre, a las cuales se confiaba la misión de traducir eventualmente -en la estricta fidelidad de las proporciones, los músculos, los tejidos, el indumento mismo -las ideas, las pasiones, la sutil escala de los sentimientos que, según la angosta creencia de la hora, solo respondían a determinadas excitaciones de la carne.
Lucchesi demostró ser buen maestro, por lo menos en el campo de la técnica, pues su alumno argentino realizó en brevísimo tiempo progresos extraordinarios. Correa Morales no estaba completamente solo en Florencia: allí se había formado una pequeña pero enjundiosa colectividad artística argentina. Convivía Correa Morales con los pintores José Bouchet, Angel Della Valle, Blanco Aguirre y Ballerini, estudiantes como él. También frecuentó. Era, sin embargo, el único escultor argentino hasta que, en 1877, llegó Francisco Cafferata.
Correa Morales regresó a Buenos Aires en 1882. Durante su ausencia, la Argentina no había permanecido inactiva en el orden artístico. En 1876 se produjo un gran acontecimiento, la fundación de la sociedad Estímulo de Bellas Artes que, poco después, inauguraba su escuela, la futura Academia Nacional, vivero de talentos formados, cultivados y alentados por aquellos «organizadores» que, vueltos de Europa, se dedicaron al noble esfuerzo de la enseñanza. Nuestro país, exportador de cereales desde 1879, entraba en la era del progreso que coincidió con la primera presidencia de Roca. Torcuato de Alvear embellecía la ciudad de Buenos Aires, donde se empezaban a realizar exposiciones de arte, a menudo propiciadas u organizadas por sociedades de beneficencia, con fines caritativos.
Hubo así, en 1882, un primer cotejo de los artistas argentinos: en la Exposición Continental, -certamen esencialmente industrial- una sección fue reservada a la pintura y la escultura. Correa Morales mostró allí algunas de sus obras y obtuvo un primer premio por su «estatua de yeso argenteada, rubricada El Río de la Plata». Con todo, aquellos años finiseculares fueron difíciles para los escultores argentinos. Se los miraba con injusta desconfianza y se prefería a extranjeros de mayor renombre, en torno de los cuales se hacía mucha publicidad y que, en los últimos decenios del siglo XIX poblaron con sus producciones los cementerios, las plazas y los paseos públicos de la capital. Muchos de ellos elaboraban sus esculturas en el Viejo Mundo y las embarcaban con destino a la Argentina. Algunos vinieron a radicarse aquí. Así llegaron sucesivamente Torcuato Tasso, Juan de Pari, Víctor de Pol, Garibaldi Affani y otros, que rivalizaron con los argentinos. O, mejor dicho, con el argentino -con Correa Morales-, ya que el joven y talentoso Cafferata optó por morir en 1890, dejando a su colega como único representante de la escultura nacional desde esa fecha hasta el día en que surgió la nueva generación.
La falta de ambiente para las obras escultóricas de los argentinos ha sido tal vez el motivo por el cual, en aquel período, la producción de Correa Morales se redujo, tanto en número como en cuanto a la dimensión de las piezas. Se dedicó, principalmente, a la ejecución de retratos. También retomó su contacto con Holmberg y Moreno, trabando relación con Juan Bautista Ambrosetti y Florentino Ameghino. Las conversaciones sostenidas con estos naturalistas reanimaron el viejo entusiasmo de Correa Morales por la figura del aborigen. Criado en una estancia durante la época de los malones, el artista había escuchado desde la infancia relatos referentes a los indios, que habían encendido su imaginación. La reciente campaña de Roca avivaba sus reminiscencias. Correa Morales se propuso observar a los indios in situ y a lo vivo y, con tal objeto, se unió en carácter de fotógrafo aficionado a varias expediciones organizadas por Holmberg y Ameghino. Fue al Chaco, a la Sierra de la Ventana y otras regiones, a la sazón apartadas. Y de ellas regresó con abundante material de información directamente recogida. Tales observaciones, y el estudio de los indios que llegaban con alguna frecuencia a Buenos Aires y pronto aprendieron el camino del taller del escultor, quien los recibía con bondad, permitieron a Correa Morales, en el transcurso de los años, crear sus obras acaso más conocidas y apreciadas, tales como Cautiva y Los señores de Onaisín, en que representó a los aborígenes en su noble altivez, en su desgracia, en la nostalgia de los señoríos perdidos.
Pero, entretanto, era necesario vivir y los deseados encargos con que soñara desde el primer año de su estada en Europa no llegaban. Siendo necesario subvenir a las necesidades materiales, acrecentadas con el matrimonio que se celebró el 31 de diciembre de 1890, el escultor tuvo que buscar un empleo rentado. Y obtuvo uno de los más inesperados que puedan imaginarse: el de administrador del flamante Jardín Zoológico -inaugurado en el mismo año del enlace de Correa Morales-, cuyo primer director fue su primo. En medio de los animales comprados por el Intendente Seeber al Circo Hagenbeck, animales que más de una vez le sirvieron de modelos, trabajó muchos años Correa Morales, pues intaló un estudio en una dependencia del Jardín Zoológico que pronto se convirtió en lugar de reunión de intelectuales porteños, atraídos por la erudición de Holmberg, quien siempre asistía a las tertulias.
Los últimos años del pasado siglo fueron fecundos en actividades del arte. La fundación del Ateneo, las periódicas exposiciones que éste organizó, la creación de la Colmena Artística, la importante muestra del Palacio Hume, la construcción del Pabellón Argentino, destinado a los certámenes artísticos y, finalmente, la creación del Museo Nacional, creaban una atmósfera propicia para el florecimiento de una cultura estética y, a la vez, estimulaban a los artistas noveles tanto como a los veteranos, algo deprimidos por los tropiezos sufridos en la época anterior.
El arte de Correa Morales había evolucionado considerablemente desde la época de su regreso al país. La asidua labor, la acumulada experiencia, lo habían tornado más libre, más hábil y audaz. Su antiguo verismo -casi fotográfico en el busto de su madre- se tornaba más flexible. Una mayor dosis de auténtica plasticidad entraba en sus obras, las cuales, sin embargo, nunca se desviaron de la severa objetividad y rehuyeron con altivez todo fácil recurso de bottega. La notable efigie del doctor Ignacio Pirovano, inaugurada en 1900 en el Hospital de Clínicas, muestra a un estatuario que ha alcanzado la perfecta madurez de su talento. Con esta obra el escultor argentino se colocaba a la altura de sus modelos europeos: si se recorren las avenidas de la Recoleta, en que surgen tantos monumentos de famosas firmas extranjeras, y no se encontrará, dentro de la escuela del realismo, ninguna pieza ante la cual desmerezca la estatua del médico ilustre ejecutada por Correa Morales.
Largo y ocioso sería mencionar todas las producciones -reproducidas en este volumen- que se escalonan entre el 1900 y el año 1918 (el monumento a Carlos Tejedor, el Alberti de las barrancas de Belgrano o el Deán Funes que se alza a la entrada del parque Sarmiento de Córdoba…), en que una grave enfermedad obligó a nuestro escultor a suspender totalmente sus actividades, sin privarse, hasta el fin de sus días, del placer de modelar breves bocetos ejecutados en su lecho de enfermo.
Mientras Correa Morales producía su obra, la Gran Aldea se había transformado en una metrópoli gigantesca. El «criollazo bueno» había cumplido su misión, fundando la escultura nacional. En 1875 era el único escultor argentino, pero diez años después de esa fecha brotaba en el país -en buena parte gracias a su enseñanza- una floración de escultores destinados a sucederlo. En 1910, 1911, ya estaban en plena actividad creadora Dresco, Yrurtia, Zonza Briano, Lagos, Falcini, Rovatti, Curatella Manes, Sibellino, Alfredo Bigatti, José Fioravanti y muchos otros más que habían de bajar a la liza antes o poco después del fallecimiento del maestro, acaecido en 1923.