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Ed. Cinco, año 1986. Tamaño 14 x 19,5 cm. Estado: Usado muy bueno. Cantidad de páginas: 174
Una mañana, tendría yo once o doce años, me peleé, por motivos que ya no recuerdo bien, con un muchachito de mi edad. De pronto logré ponerle las manos en el cuello y apreté, muy fuerte. Dejó de oponer resistencia. Creí que lo había matado; desesperado, me arrodillé en medio de la calle y me puse a rezar. Pero lo suyo sólo era un desmayo pasajero o una triquiñuela, ya que, súbitamente, me dio un golpe en la cabeza y se fue corriendo.
Días después me enteré de que la madre de «mi enemigo» se había ahorcado. En el barrio se comentaba en voz baja el suceso, con más miedo que dolor o respeto. Yo no me animé a averiguar los detalles. Pero quise ir al velatorio, algo que prácticamente desconocía (tenía apenas el recuerdo de la muerte de mi bisabuela, a la que no miré, y de unos fotógrafos con cámaras enormes apuntándonos mientras el cajón aparecía por la puerta).
Fui a la casa de la ahorcada —así comenzó a ser llamada—; una casa de chapas rojas edificada sobre una pequeña barranca frente a las vías del tren lechero. Nadie respondió a mis llamados. Unos vecinos me dijeron que habían llevado la muerta a Mármol o a City Bell, pueblo cercano a La Plata.
Cuando encontré el lugar estaba ya cansado, asustado. No tengo una imagen muy precisa de cómo era aquello. Es más bien una sensación de penumbra y de ahogo…Y en el medio de la pieza, eso sí, nítido, el cajón sin cruz, y mi amigo, solo, sentado en el suelo, cerca de su madre. Me puse a su lado, me abrazó y me dijo: «Hacía años que estaba loca.»
Permanecí hasta el amanecer, sin entender cabalmente qué me había dicho y qué hacía yo allí.
Conocí a Pichon Riviére en el taller del pintor Juan Batlle Planas. Serían las tres o cuatro de la tarde de un día sábado, en el invierno de 1964, cuando apareció por uno de los pasillos un hombre muy delgado, de nariz fuerte, vestido con ropas oscuras. Nos pusimos a conversar. El tema fue Isidoro Ducasse: su poesía, su familia, su tragedia.
Poco a poco cobró vida en mí una impresión que corroboraría numerosas veces: a pesar de su exaltación, Picho n irradiaba una extraña paz; a pesar de su fragilidad, fortaleza; a pesar de su distanciamiento, una inmensa bondad.
Tengo de él, en esa tarde, una imagen traslúcida: la de un poderoso gallo de riña dispuesto, a medida que pasaban las horas, a lanzarse con el pico y las alas abiertas contra la oscuridad.
Al cumplirse, en 1970, cien años de la muerte del conde de Lautréamont, organizamos con Aldo Pellegrini un acto de homenaje. La noche de la celebración, al salir de una galería, vi en medio de la avenida Córdoba a Pichon Riviére. Habían pasado años desde nuestro primer encuentro, y ahora estaba él, caminando vacilante, mientras los coches se acercaban a toda velocidad. Corrí, logré tomarlo del brazo y arrastrarlo hasta la vereda. Pareció no extrañarle mi actitud; me reconoció, me saludó con afecto y se puso a hablar de sus estudios sobre la locura y lo siniestro en la poesía de Lautréamont.
A fines de 1971 muere Jacobo Fijman en el hospicio.
Me costó volver allí. Cuando lo hice fue para descubrir parte de una realidad que había mantenido relegada. Hasta ese momento mi visión del manicomio era la de un sitio trágico, sí, pero donde era posible la existencia de un pensamiento original. El delirio, la brillantez, la poesía carnal de Fijman, lo superaban todo. Mi libro sobre nuestras conversaciones trata de rescatar, precisamente, esas verdaderas ráfagas salvajes que eran su pensamiento. Muerto él, empecé a descubrir que lo cotidiano, lo que prevalecía en aquel sitio, era la sordidez, la soledad, el hambre; la pérdida continua de la identidad. Y que Fijman había sido un caso excepcional, uno de los muy pocos con fortaleza para salvarse del mayor naufragio.
Me puse entonces a trabajar en el hospicio. Registré y recopilé, sin privilegiar, las distintas formas con que los internos se expresaban. Simultáneamente, inicié mis investigaciones sobre el funcionamiento de los mecanismos creativos. Para todo ello recurrí a la guía y al apoyo de Pichón: también en ese terreno del conocimiento había sido un lúcido adelantado.
A mediados de 1974 Enrique Pichon Rivière es llevado, gravemente enfermo, al Hospital de Clínicas. Logra sobreponerse; ello permite que, aún internado, reiniciemos nuestras discusiones sobre el arte y la locura: un tema que nos apasiona y nos une a pesar de ciertas discrepancias.
En la necesidad de profundizarlo, de saber mas sobre Pichon, y de mí, nace la idea de este libro, que se concretaría meses después. A Pichon, su participación, entiendo que le significó un desafío. El, hombre amante de la aventura, no podía dejar de aceptarlo.
Estas conversaciones se convirtieron en una forma creativa de luchar contra su enfermedad y de enfrentar, posiblemente una vez más y no la última, a sus fantasmas. Que conoce y domina, pero que siguen —lo ha presentido— acosándolo. (Cómo entender, si no, esos súbitos silencios de Pichon, ese llamado tácito a que no franqueáramos ciertas zonas, de pronto su decaimiento o su tristeza y, de pronto, su exaltación…)
Pero debo reconocer que, así como él calló algunas veces, tampoco yo pude franquear ciertas barreras. De allí que preguntas que silenciamos frente al grabador añoraron en el momento de despedirnos, como si hubiéramos decidido mantener una zona en común secreto.
La mecánica de trabajo, en general, fue la siguiente: nos reunimos durante el otoño y el invierno de 1975, una o dos veces por semana, en sesiones (grabación, comentario de grabaciones anteriores, búsqueda y lectura de libros y documentos) que nos llevaban, a veces, exactamente cincuenta minutos; otras, especialmente los sábados, hasta cinco y seis horas.
Estos encuentros adquirieron, paulatinamente, un esquema invariable, casi de ritual. Yo concurría a su domicilio, que es a la vez su consultorio. Su enfermera me hacía pasar; en seguida aparecía Pichón, nos abrazábamos. Después nos sentábamos frente a frente, yo de espaldas a su diván de psicoanalista (marrón, con extrañas manchas que nacen a partir del desgaste del cuero y que, si son observadas, permiten descubrir un rostro casi perfecto de leopardo y junto a él un torso de mujer). También hay en esa pieza varios cuadros. Uno es de Casimiro Domingo, a quien Pichon conoció en el hospicio; destaco esta obra porque simboliza, acaso como ninguna otra, ese sentido de la vida y del conocimiento en espiral por el que continuamente clama Pichon. Otro elemento significativo en aquel recinto son los libros y carpetas con papeles: sobre el escritorio, en el piso, cayendo de los placares, cubriendo, incluso, las sillas. Ello despierta una sensación de caos total, que cobra su unidad, sin embargo, cuando Pichon busca, sin equivocarse, alguno de esos libros o papeles.
Ya acomodados, Pichon me preguntaba, invariablemente: ¿Cómo estamos nosotros dos, cómo está la calle?
Le comentaba yo los hechos del día, casi todos dramáticos. Después hablaba de mí, muy poco, pero, aun elípticamente, nunca dejaba de plantear algún problema que me angustiaba. Lo discutíamos.
Llegaba el turno de Pichon: poco a poco, se iba penetrando, dejándose al desnudo. Yo tenía la sensación de que me estaba transmitiendo un mensaje cifrado y que, al hablar de sí mismo, también lo hacía de mí. Ello me agotaba: me veía transformado en un espejo. Era cuando Pichón me decía, a veces riendo, a veces mirándome muy fijamente, que era, para él, como un padre.
Pasado todo ese tiempo que, en función del libro, puedo llamar de «precalentamiento», ponía en marcha el grabador. Aclaro que el primer día nos fijamos un plan, no muy estricto, por supuesto, de lo que serían nuestras bases de conversación o guía. Después, ya en el curso del trabajo, ante la dinámica espontánea que tomaba el mismo, y que superaba nuestro propósito de enfrentar los temas con un mayor orden, tomamos como método que yo leyera la desgrabación de la charla anterior. A partir de allí, en su caso, aclarábamos o completábamos los distintos temas. O bien enfocábamos otros que, previstos o no en el plan original, entendíamos en ese momento que eran necesarios.
Dábamos por terminada la conversación del día (salvo el caso de que hubiéramos fijado de antemano la duración) cuando alguno de los dos se cansaba. Y nos cansábamos por distintas razones o quizá por la misma razón. A veces Pichon desfallecía físicamente, o tocábamos alguna zona que lo entristecía mucho (especialmente algunos recuerdos de amor). Entonces cerraba los ojos y se acariciaba lentamente, muy lentamente el rostro. Era la señal. Otras veces, yo sentía que enfrentaba una carga muy pesada, que mi capacidad de percibir estaba colmada; incluso, hubo momentos en que sentí miedo, un miedo extraño que no puedo descifrar. O desconcierto. Me interrogaba: «¿Qué estoy haciendo realmente aquí?» Y, sin respuesta, tenía ganas de salir corriendo. Era cuando Pichon me miraba con extrema dureza, como enojado por mi flojedad, para cambiar rápidamente y palmearme con suavidad la espalda. De cualquier manera, originada la suspensión de la charla por mí o por él, yo tomaba una copa de vino, él fumaba su único cigarrillo del día y me acompañaba hasta la puerta del departamento.
Conveníamos el nuevo encuentro y nos despedíamos con un abrazo, no obstante lo cual nos demorábamos, y ésos eran los momentos en que, deshilvanadamente (ya lo he señalado), tocábamos temas que frente al grabador, por distintas circunstancias, habíamos omitido o no profundizado. Me permito de alguna manera revelarlo: giraban siempre en torno de la muerte.
Algo más sobre nuestro método de trabajo: debido a las dificultades físicas de Pichon, que tornan su voz poco audible (en todo caso, no registrable fácilmente por el grabador), a medida que él contestaba mis preguntas, o me repreguntaba, yo iba repitiendo y sintetizando, con la mayor fidelidad que pude, sus palabras.
Aclaro también que Pichon, cuando tocamos algunos temas sobre los que ya ha escrito, para evitarse mayor fatiga y en pos de precisión, se valió en sus respuestas de esos documentos.
Una vez que estuvo enteramente desgrabado el material, y hecho por mí el trabajo de ajuste, tratando de evitar ciertas imprecisiones propias de toda conversación (que en este caso fueron más de lenguaje que de conceptos), leí el texto a Pichon. El me hizo entonces sugerencias y comentarios; propuso incluso modificaciones. Volví a trabajar en el texto y obtuve el acuerdo
definitivo.
La nueva lectura que, a solas, hago esta noche de las pruebas de imprenta, me trae recuerdos (algunos que ya se desvanecían) y motiva reflexiones que acaso no buscan más que sacar a luz el encadenamiento inexorable al que responden mis encuentros con Enrique Pichon Riviére. Cierro un pequeño círculo.
Vicente Zito Lema
Indice
Encuentros
I- La familia. Los primeros años
II- Lautreamont. Lo siniestro
III- Buenos Aires. Afectos. Tristeza
IV- Descubrimiento de Freud. La profesión de psiquiatra. Impugnación y defensa. Los hospicios
V- La práctica analítica. Sus límites
VI- La psicología social. Sus fundamentos. El esquema conceptual, referencial y operativo
VII- La curación del psicótico. Técnicas de choque: el electroshock
VIII- La amplitud creativa, mecanismos internos. Arte y locura. El poeta Antonin Artaud. Una pequeña verdad
Despedida demorada