Cuando recorro los años de mi vida intentando recordar cómo fueron las cosas, descubro que nada está realmente claro. Los recuerdos surgen en mi mente en forma de imágenes y sentimientos desconectados, con bordes borrosos.
Nunca olvidaré la fragancia humosa de las tostadas y la panceta asada con maíz y huevos que subía por el hueco de la escalera de nuestra casa los domingos por la mañana.
Yo completé la familia: mi hermana mayor Jocelyn tenía casi cinco años cuando yo nací; mi hermana Frances, casi dos.
¿Hasta qué punto las experiencias de nuestra infancia configuran nuestro aspecto, comportamiento y personalidad como adultos respecto de lo que hace nuestra herencia genética? Hay que ser un genio para dar una respuesta simple o absoluta a cualquier cosa de este mundo, y no conozco pregunta más difícil que ésta.
De mi madre, imagino que heredé mis rasgos instintivos, que están bastante desarrollados, tanto como el amor por la música. Cuando mi madre bebía, su aliento tenía una dulzura que me faltan palabras para describir. Era una extraña pareja la que formaban la dulzura de su aliento y mi odio porque bebiera. Aún hoy, no entiendo la dinámica psíquica ni la patología de su desorden mental, o las fuerzas que la convirtieron en una alcohólica. Quizás era genético, quizás el alcohol era la anestesia que le hacía falta para adormecer las desilusiones de su vida. Cuando crecí, de tanto en tanto me descubría junto a una mujer cuyo aliento tenía esa misma dulzura que todavía desafía cualquier descripción. Siempre me ha excitado sexualmente ese olor. Por mucho que lo odiara, para mí tenía una atracción innegable.
De mi padre creo que saqué mi capacidad de resistencia, pues el viejo era un bicho realmente duro, un viajante que pasaba la mayor parte del tiempo en el camino vendiendo productos de carbonato de calcio. Mis recuerdos de infancia vinculados con él tienen que ver con que me ignoraba. Yo era su homónimo, pero nada de lo que yo hacía le gustaba o siquiera le interesaba. Disfrutaba diciéndome que yo era incapaz de hacer nada bien. Tenía la costumbre de repetirme que nunca sería nada. Nunca me recompensó con un comentario, una mirada o un abrazo. Yo lo amaba y lo odiaba al mismo tiempo. Su madre lo abandonó a los cuatro años y él fue rodando de una tía a otra. Le tenía un profundo rencor a las mujeres por esa experiencia. Era un hombre aterrador y brutal, silencioso, su sangre estaba formada por una mezcla de alcohol, testosterona, adrenalina y rabia.
Tenía cuatro años cuando Ermi vino a vivir con nosotros a Omaha como mi gobernanta, y la veo ahora tan vívidamente como entonces: tenía dieciocho años, ojos un poco estrábicos y el pelo oscuro y sedoso. Era danesa, pero una gota de sangre indonesia le daba una pátina apenas morena a su piel. Siempre recordaré su risa. Cuando entraba en la habitación, lo sabía sin verla ni oírla pues tenía un extraordinario aliento fragante: no sé su composición química, pero era dulce como el de una fruta aplastada y apenas fermentada. Nunca pude olvidarlo. Tenía un novio que se llamaba Wally. Yo tenía siete años y estaba jugando solo cerca del arroyo cuando los vi besándose en un automóvil. Me quedé trastornado, pero no tenía idea del desastre que este acontecimiento anunciaba. Cuando Ermi me dejó poco después de eso para casarse, terminé devastado. Mi madre hacía mucho que me había reemplazado por su botella, y ahora Ermi también se había ido. Por ese motivo siempre, a lo largo de toda la vida, busqué mujeres que me dejarían; tenía que repetir el proceso. Desde ese día en adelante, me convertí en un extranjero en este mundo.
La solución que encontró mi padre para mis dificultades en la secundaria fue enviarme a la misma escuela a la que había ido él, la Academia Militar Shattuck de Fairbult, Minnesota. Pensó que la disciplina sería muy beneficiosa para mí. La mentalidad militar tiene como meta hacer que los soldados reaccionen de la forma más mecánica posible. Quieren que un hombre sea tan predecible como un teléfono o una ametralladora, y entrenan a sus soldados para actuar como unidad, no como individuos. Mucha gente lo disfruta, pero yo lo odiaba. Regimentar a las personas es algo que me produce náuseas.
Ese segundo año, nos enviaron a los bosques para una instrucción con rifles y otra parafernalia. Yo era el oficial a cargo del equipo azul, que debía vencer al equipo rojo. El coronel se acercó a mí y dijo: “Soldado, han matado al líder de su batallón, ¿qué hace?”. “Señor” –respondí- “le preguntaría al comandante de la compañía”. “También lo han matado” –replicó- “¿qué haría entonces?”. “Bueno, le preguntaría al líder del escuadrón”. “También lo han matado” –contestó el coronel- “¿qué haría entonces?”. “Señor” –respondí- “supongo que correría como loco”. No era la respuesta que esperaba y lo consideró una insubordinación. Me pusieron bajo arresto y me confinaron en mi cuarto, pero me aburrí y decidí ir al pueblo. Por desgracia mi ausencia fue rápidamente descubierta y, como estaba bajo arresto, me expulsaron.
Cuando llegué a casa, la expresión de mi padre y de mi madre era el desencanto, la desesperanza. Pero a esa altura ya estaba acostumbrado a eso. Me sentaron y me preguntaron qué iba a hacer de mi vida. “No lo sé” –respondí. Pero tenía algunas ideas. La navidad anterior había visitado a mis hermanas en Nueva York y luego le había escrito a Frannie: “Me gusta N.Y. y voy a vivir allí cuando empiece a vivir…Dios, ojalá estuviera allí. Es la ciudad más fascinante del mundo”. Mi madre dijo que era importante que decidiera lo que quería hacer de mi vida y mi padre ofreció pagarme la educación necesaria para que aprendiera un oficio. Dado que lo único que había hecho por lo cual alguien me había ponderado, excepto los deportes, era la actuación, les dije: “¿Por qué no voy a Nueva York e intento ser actor?”
Bajé del taxi que me llevaba desde la estación Pennsylvania hacia el departamento de mi hermana en el Greenwich Village en la primavera de 1943, alardeando con un sombrero rojo de ala ancha que suponía que haría caer muerto a todo el mundo. Guardo con cariño los recuerdos de esos primeros días de libertad en Nueva York, en especial mi sentimiento de liberación al no tener que someterme a autoridad alguna y saber que podía ir a cualquier lado y hacer lo que quisiera en cualquier momento. Nada de uniformes, nada de formaciones, basta de desfiles, toques de queda y maestros. Una noche fui a Washington Square y me emborraché por primera vez en la vida. Me dormí en una vereda y nadie me molestó. Cuando tuve que hacer pis, me levanté y alivié detrás de un arbusto. Nadie me dijo que no podía hacerlo. Era el éxtasis dormir en la vereda de Washington Square conciente de que no tenía compromisos con nada ni con nadie.
Frannie, que vivía en un departamento cerca de Patchin Place en el Village, me invitó a que me mudara con ella. Conseguí trabajo como ascensorista en la tienda Best Company, luego trabajé de mozo, cocinero de comidas rápidas, vendedor de sandwiches y otros trabajos que ahora no recuerdo.
Una tarde fui a una cafetería de la calle 4 y Séptima Avenida y me senté junto a dos hombres. Cuando empezamos a conversar, advertí que uno hablaba con acento de texas y le pregunté de dónde era. “De Nueva York” –respondió. “¿De dónde sacaste el acento de Texas?” –le pregunté. “Estuve en el ejército”. “¿Por qué se tiene acento de Texas en el ejército?” –estoy seguro que tenía una expresión intrigada en el rostro. “Era un recurso de protección” –respondió- “porque si en el ejército eras judío te ponían todo tipo de sobrenombres ofensivos, te tomaban el pelo y se la agarraban contigo. De manera que me hice pasar por texano”. Dijo que había salido del ejército hacía unos ocho meses pero que todavía no había roto la costumbre. Entonces nos presentamos. Dijo que su nombre era Norman Mailer, y el otro, James Baldwin. Si bien Mailer, que todavía era inédito, y yo nunca nos hicimos buenos amigos, con James Baldwin nos volvimos íntimos después de conocernos en la cafetería Hector´s. Era una relación especial y una de sus características era la ausencia de todo sentido de diferencia racial entre nosotros, algo que pocas veces he experimentado con otros amigos negros. Ninguno de los dos sintió jamás que tuviera que hablar de la raza. Nuestra relación era simplemente la de dos seres humanos sin barreras entre sí, y podíamos contarnos cosas personales con franqueza. Yo tenía un empleo aburrido y el también; él no había escrito demasiado todavía y yo no sabía qué hacer o hacia dónde me dirigía.
En el departamento vecino al de mi hermana vivía una mujer llamada Estrellita Rosa María Consuelo Cruz. Yo la llamaba “Luke”. Era colombiana y unos diez o quince años mayor que yo; tenía la piel olivácea, era atractiva, sumamente artística y una gran cocinera. Su marido estaba en el extranjero con los infantes de marina y una noche me invitó a cenar; había una chimenea, luz de velas y vino, y perdí la virginidad.
Asistí a la Nueva Escuela de Investigación Social sólo un año, pero qué año. La escuela y el mismo Nueva York se habían convertido en un santuario para cientos de extraordinarios judíos europeos que habían huido de Alemania y de otros países antes y durante la Segunda Guerra Mundial, que enriquecían la vida intelectual de la ciudad con una intensidad que probablemente nunca se igualó durante un período comparable. En gran medida esos judíos me educaron. Vivía en un mundo de judíos. Eran mis maestros; de hecho, eran quienes me daban trabajo. Me introdujeron en un mundo de libros e ideas que yo ignoraba que existiera. Me quedaba la noche entera con ellos, haciendo preguntas, discutiendo, sondeando, descubriendo lo poco que sabía, aprendiendo lo poco articulado que era.
La Nueva Escuela fue una estación intermedia para algunos de los intelectuales judíos más refinados de Europa, un cielo temporario antes de que ingresaran en el cuerpo docente de universidades como Princeton, Yale y Harvard. El director del Taller de Drama era Erwin Piscator, un hombre de gran reputación en el teatro alemán, pero su alma era Stella Adler. A principios de la década del 30 fue a Europa y estudió con Stanislavski en el Teatro de Arte de Moscú, luego trajo al país sus disciplinas y técnicas y se las enseñó a otros miembros del Teatro Grupo, una compañía de actores, autores y directores que durante una década, a partir de 1931, intentó montar una alternativa al teatro comercial de Broadway, poniendo en escena producciones que percibían el filo del cambio social.
Cuando la conocí, Stella tenía alrededor de cuarenta y un años. Era alta, muy hermosa, con ojos azules, un pelo rubio asombroso y una presencia leonina, aunque estaba muy desilusionada por lo que la vida le había dado. Era una actriz maravillosa que desgraciadamente nunca tuvo oportunidad de convertirse en una gran estrella y creo que eso la amargó. Al igual que muchos actores judíos de su época, enfrentó una forma cruel e insidiosa de antisemitismo: los productores de Nueva York, y en especial de Hollywood, no querían contratar actores que tuvieran “aspecto judío”, al margen de los buenos que fueran.
Hollywood siempre fue una comunidad judía; la empezaron los judíos y hasta nuestros días en gran medida está manejada por judíos. Pero durante un largo tiempo fue ponzoñosamente antisemita de una forma perversa, en especial antes de la guerra, cuando los intérpretes judíos tenían que ocultar su judaísmo si querían un empleo. Pero si bien Stella nunca cumplió su sueño, dejó un legado asombroso. Virtualmente todo el tipo de actuación que hoy se ve en cine surge de ella, y ejerció un extraordinario efecto en la cultura de su tiempo. No creo que el público se dé cuenta hasta qué punto está en deuda con ella, con otros judíos y con el teatro ruso por la mayoría de los espectáculos que ve hoy. Las técnicas que trajo a este país y les enseñó a otros cambiaron enormemente la técnica de actuación. Primero se las comunicó a los otros miembros del Teatro Grupo, y luego a actores como yo, que fuimos alumnos de ella. Adecuamos nuestro oficio a la forma y el estilo que nos enseñó y, dado que el cine norteamericano domina el mercado mundial, las enseñanzas de Stella han influido en actores de todo el mundo.
Stella siempre decía que no podía enseñar actuación, pero podía. Tenía el don de enseñarle a la gente cómo era, permitiéndole usar sus emociones y exteriorizar su sensibilidad oculta. También era capaz de comunicar su conocimiento; podía decirte no sólo cuando te equivocabas sino porqué. Tenía una gran captación natural de las personas y su comportamiento.
“Método de actuación” fue un término popularizado, bastardeado y mal usado por Lee Strasberg, un hombre al cual yo le tenía poco respeto, y en consecuencia dudo en usarlo. Stella enseñaba a sus alumnos a descubrir la naturaleza de su propia mecánica emocional, y por lo tanto la de los demás. Me enseñó a ser sincero y a no actuar una emoción que no experimentara personalmente durante la interpretación.
Actuar es el menos misterioso de los oficios. Todo el mundo actúa, sea un niño de tres años que enseguida aprende cómo comportarse para atraer la atención de su madre, o marido y mujer en los rituales cotidianos del matrimonio, con todos los artificios y actuación de papeles que se dan en una relación conyugal. Los políticos se cuentan entre los más ostentosos y peores actores. Es difícil imaginarse que alguien pueda sobrevivir en nuestro mundo sin actuar. Es un invento social necesario: lo usamos para proteger nuestros intereses y para sacar ventaja en todos los aspectos de nuestra vida, y es instintivo, una habilidad latente en todos nosotros. Cada vez que queremos algo de alguien, o cuando nos proponemos esconder algo o aparentar, estamos actuando. La mayoría de la gente lo hace el día entero. Cuando no sentimos las emociones que alguien espera que experimentemos y queremos complacerlo, actuamos las emociones que creemos se esperan de nosotros; nos entusiasma esa posibilidad, aunque nos aburra. Si alguien dice algo que hiere nuestros sentimientos, lo ocultamos. La diferencia reside en que la mayoría de la gente actúa en forma inconciente, automática, mientras que los actores lo hacen para contar una historia.
Después de que tuve un cierto éxito, Lee Strasberg intentó acreditárselo por haberme enseñado a actuar. Nunca me enseñó nada. Era un hombre ambicioso y egoísta que explotaba a otra gente que asistía al Actor`s Studio, e intentó proyectarse como un oráculo y un gurú de la actuación. Alguna gente lo adoraba, nunca supe por qué. Para mí era una persona carente de gusto y sin talento que no me agradaba demasiado. A veces iba al Actor`s Studio los domingos a la mañana porque Elia Kazan enseñaba y por lo general había muchas chicas lindas. Pero Strasberg nunca me enseñó a actuar. Stella me enseñó, y luego Kazan.
Pasaba cada vez más tiempo con la familia de Stella Adler. Ella era hija de Jacob Adler, una gran estrella del teatro yiddish, y su marido, Harold Clurman, era escritor, productor y crítico respetado. Cenar con ellos era como pasar una noche con los hermanos Marx. Eran tan cómicos que terminaba con convulsiones cada vez que iba allí; los chistes volaban sobre la mesa como balas, mitad en yiddish y mitad en inglés. Por motivos que no puedo entender, Stella me quería mucho y le estoy eternamente agradecido por ello. Siempre me sentaba junto a ella a la hora de cenar y me tomaba de la mano. A veces entraba a su dormitorio antes de que pasáramos a la mesa y la observaba mientras se vestía. Estaba sentada frente al espejo en bombacha y corpiño y se cubría cuando yo entraba, mientras exclamaba: “Oh, Marlon, por favor, querido. Me estoy vistiendo”. “Por eso estoy acá” –le decía- “para cuidar que te vistas como se debe”. Un par de veces le tomé los pechos con las manos y me decía, con una media sonrisa: “Marlon, no hagas eso que voy a darte una cachetada”. La miraba y le contestaba: “Sabes que no quieres hacerme eso”. Flirteábamos mucho y supongo que en un horizonte no muy lejano existía la posibilidad de un encuentro real, pero nunca se materializó.
Después de actuar en un par de obras con relativo éxito, me dijeron que Elia Kazan planeaba dirigir una nueva pieza de Tennesse Williams. Originalmente llamada Noche de póker, le habían cambiado el título por Un tranvía llamado deseo. Jessica Tandy había sido elegida para el principal femenino, Blanche DuBois, pero tenían problemas para definir el protagónico masculino. En un principio habían llamado a John Garfield, pero no se puso de acuerdo con la productora, Irene Selznick. Luego se lo propusieron a Burt Lancaster, pero no podía desligarse de un contrato con un estudio de Hollywood. Harold Clurman le sugirió a Kazan mi nombre para el papel, pero Gadg (el sobrenombre de Kazan) e Irene dijeron que yo era demasiado joven, y ella se mostró muy poco entusiasta respecto de mí.
Al final decidieron dejarle la decisión a Tennesse Williams. Kazan sugirió que yo lo visitara en Cape Code, donde tenía una casa de verano, y me prestó veinte dólares para que sacara el boleto de tren. Pero yo estaba fundido y me gasté la mayor parte antes de irme de Nueva York, así que tuve que ir caminando hasta Provincetown. Demoré más de lo que esperaba y llegué uno o dos día más tarde a la lectura. Cuando encontré la casa de Tennesse, éste me pidió disculpas porque el inodoro estaba roto y yo me ofrecí para arreglarlo. Leí la parte, hablamos más o menos una hora y entonces lo llamó a Gadg y dijo que quería que el papel lo hiciera yo.
Un tranvía llamado deseo se estrenó en el teatro Ethel Barrymore de Nueva York el 3 de diciembre de 1947, después de realizar representaciones de prueba en New Haven, Boston y Filadelfia.
Algunos críticos habían sugerido que al retratar al insensible y brutal Stanley Kowalski, en realidad yo me representaba a mí mismo; en otras palabras, la obra había tenido éxito porque yo era Stanley Kowalski. Me he encontrado con unos pocos Stanley Kowalski en mi vida, animales musculosos, inarticulados y agresivos que pasan por la vida respondiendo exclusivamente a sus urgencias y sin dudar nunca de sí mismos, hombres de cuerpo y modales brutales que sólo actúan por instinto con escasa conciencia de sí mismos. Yo era la antítesis de Stanley Kowalski. Era sensible por naturaleza, en cambio él era un hombre con instintos e intuición animales que nunca erraban. Posteriormente en mi carrera de actor investigué mucho antes de interpretar un papel, pero no hice nada semejante para actuar a Kowalski. Era un compendio de mi imaginación basado en el texto de la pieza. Lo creé a partir de las palabras de Tennesse.
Si no se tiene una historia bien escrita, el intérprete debe inventar el personaje para tornarlo creíble. Pero cuando el actor cuenta con una pieza como Un tranvía…, no tiene que hacer demasiado. Su tarea consiste en dar un paso al costado y dejar que el papel se interprete a sí mismo. La subrogación (sustituir una cosa por otra) no funciona en una pieza de Tennesse Williams, como no lo hace en una de Shakespeare. Ellos le ofrecen al actor un texto tan bueno que la palabras solas lo llevan. Un actor nunca puede arreglárselas con la actuación cuando la pieza es mala; no importa lo bien que actúe, si no tiene un drama verdadero, puede dar lo mejor de sí cada noche y no funcionará.
Cuando Un tranvía…bajó de cartel en 1949, después de dos años de representarse, pasé tres meses en Europa, sobre todo en París, aprendiendo un poco de francés y pasándolo bien. Era uno de los chicos salvajes de París. Después que volví, había un montón de propuestas y acepté una de ellas: la película Los hombres, una historia sobre un grupo de soldados parapléjicos internados en un hospital de veteranos de California después de la Segunda Guerra Mundial. Yo interpreté a un joven teniente del ejército, Ken Wilocek, cuya columna había sido destruida por la bala de un francotirador alemán en los últimos días de la guerra.
Mi segunda película fue Un tranvía llamado deseo. Si bien los productores le sacaron parte de su carácter punzante al texto de Tennesse, me pareció mejor que la obra teatral. Vivian Leigh había hecho el papel de Blanche en la producción teatral británica y la hicieron venir de Inglaterra para el filme. Siempre pensé que fue una elección perfecta. Era tan bella como vulnerable, al igual que Blanche se acostaba casi con cualquiera y su mente empezaba a disolverse al tiempo que su cuerpo cedía. Me la habría llevado a la cama si no hubiera sido por Larry Olivier. Estoy seguro que él sabía que ella lo engañaba, pero al igual que muchos maridos que he conocido, aparentaba no verlo y me resultaba una persona demasiado agradable como para invadir su nido.
Hacer este film reforzó mi idea de no aceptar otra pieza en Broadway. He oído decir que me vendí a Hollywood. En un sentido es verdad, pero sabía exactamente lo que hacía. Nunca tuve ningún respeto por Hollywood. Representa la avaricia, la falsedad, la codicia, la grosería y el mal gusto, pero cuando uno actúa en una película, sólo tiene que trabajar tres meses y puede hacer lo que se le da la gana el resto del año.
Si bien decidí no aceptar otro compromiso a largo plazo con el teatro, me alegré de volver a Nueva York después de la filmación de Un tranvía…Vivía en un departamento en la Sexta Avenida y 57, cerca del Carnegie Hall, y me daba una vuelta de tanto en tanto por el Actor´s Studio para conocer chicas. Una de ellas era Marilyn Monroe, a quien Lee Strasberg estaba explotando. La había conocido poco tiempo después de la guerra y me había vuelto a chocar con ella –literalmente- en una fiesta de Nueva York. Mientras el resto de la gente bebía y bailaba, ella se sentó casi inadvertida en un rincón a tocar el piano. Yo estaba hablando con alguien con un trago en la mano, divirtiéndome, cuando alguien me palmeó el hombro. Me dí vuelta y le pegué un golpe en la cabeza con el codo, sin querer. Fue un golpe fuerte. “Oh, mi Dios” –dije- “lo siento. Lo siento de todo corazón. Fue un accidente”. Marilyn me miró a los ojos y replicó: “No hay accidentes”. Lo dijo de forma graciosa y me reí. Me senté junto a ella y le dije: “Déjame mostrarte cómo tocar el piano. No eres capaz de tocar una nota que valga la pena”.
Hice lo que pude durante unos compases, luego charlamos, y después la llamaba de tanto en tanto. Al final una noche la llamé por teléfono y le dije: “Quiero ir a tu casa ahora mismo, y si me puedes dar una buena razón por la que no debería hacerlo, dímelo ahora”. Me invitó y no pasó mucho antes de que el sueño de todo soldado se hiciera realidad. Marilyn era una persona sensible a la que nadie entendía. La habían apaleado pero tenía una fuerte inteligencia emocional y una aguda intuición respecto de los sentimientos de los demás. Después de esa primera visita tuvimos una aventura y nos vimos intermitentemente hasta que murió, en 1962. A menudo me llamaba y hablábamos horas, a veces sobre cómo empezaba a darse cuenta de que Strasberg y otra gente intentaban usarla. Se estaba volviendo una persona mucho más sana en lo emocional.
Por lo que recuerdo, la última vez que hablamos fue dos días antes de que muriera. Me llamó de su casa en Los Angeles y me invitó a que fuera a cenar. Le dije que ya tenía planes para esa noche y no podía, pero prometí llamarla la semana siguiente para fijar la fecha de nuestra cena. Se ha especulado que esa semana tenía un encuentro secreto con Bobby Kennedy y que estaba molesta porque él quería terminar la aventura que había entre ellos. Pero no me pareció deprimida y no creo que si hubiera estado acostándose con él en ese momento me hubiera invitado a cenar. Puedo percibir los estados de ánimo de la gente y captar sus sentimientos, y con Marilyn no percibí ningún signo de depresión o de inminente autodestrucción durante la charla telefónica. Por eso estoy seguro que no se suicidó. Si alguien sufre una depresión terminal, no importa lo astuto que sea para intentar ocultarlo, se venderá. Tal vez murió por una sobredosis accidental de drogas, pero siempre he creído que la asesinaron.
He trabajado con muchos directores de cine: algunos buenos, algunos amables, otros terribles. Elia Kazan era por lejos el mejor director de actores de todos los directores cinematográficos con los que he trabajado. Fue el único que me estimuló, se metió en un papel conmigo y virtualmente lo actuó junto a mí. Manipulaba como nadie los sentimientos de los actores, tenía un talento extraordinario para eso y tal vez nunca volvamos a ver a alguien como él. Algunos directores no quieren que el actor improvise, o son demasiado inseguros o inflexibles para considerar otras posibilidades. No pueden soportar las improvisaciones por estar atrapados en egos inestables o, como Bernardo Bertolucci, tienen el grado más alto posible de sensibilidad y están delicadamente sintonizados con el actor, te alientan a que improvises pero no aportan nada propio a la actuación, confiando en que uno les ofrecerá su oficio.
Después de Un tranvía llamado deseo, Kazan me pidió que estuviera en ¡Viva Zapata!, un filme que estaba empeñado en dirigir, con guión de John Steinbeck y basado en la vida del revolucionario mexicano Emiliano Zapata, a quien interpreté. Es una buena película, aunque Gadg cometió un error al no pedirles a todos los miembros del elenco que hablaran con acento mexicano. Yo simulaba un cierto acento, pero no me salía bien, y la mayoría de los demás actores hablaban un inglés común, lo que los hacía parecer artificiales.
El Salvaje, mi quinta película, estaba basada en un incidente real, una banda de motociclistas que aterrorizó a un pequeño pueblo rural de California. La reacción pública fue, me parece, producto de la época y sus circunstancias. Duraba apenas 79 minutos, corta para los parámetros actuales, y ahora se la ve envejecida y trillada ; no creo que haya envejecido bien. Pero se convirtió en un film de culto y por cierto me ayudó en mi carrera, si bien, una vez más, fue cosa de suerte. El papel era a prueba de actores. Por otra parte, nunca imaginé que en nuestra sociedad hubiera deseos y sentimientos dormidos cuyos botones serían pulsados por esta película.
Retrospectivamente, creo que la gente respondió en razón de las corrientes sociales y culturales que empezaban a florecer y que unos años después explotaron como un volcán en los campus universitarios y las calles de los Estados Unidos. Bien o mal, estábamos al comienzo de una nueva era después de varios años de transición posteriores a la Segunda Guerra Mundial; la gente joven empezaba a dudar de sus mayores y a cuestionarlos, así como a desafiar sus valores, su moral y las instituciones autoritarias establecidas. Se había acumulado mucha presión debajo de la superficie cuando hicimos esa película. La gente joven buscaba un motivo, cualquier motivo, para rebelarse…ocurrió que interpreté el papel adecuado en el lugar adecuado y el momento justo, y que también me hallaba del estado de ánimo apropiado para el personaje.
Con Johnny tuve una relación más profunda que con la mayoría de los papeles que he interpretado, por eso lo hice más sensible y simpático de lo que preveía el guión. Hay una réplica en que dice con desprecio: “Nadie me dice lo que tengo que hacer”. Exactamente así he pensado toda mi vida. Como Johnny, siempre me ha molestado la autoridad. Constantemente he tenido que sufrir que la gente me importunara indicándome lo que tenía que hacer, y siempre pensé que Johnny se refugió en esa forma de vida porque estaba herido, que había recibido poco amor de niño y trataba de sobrevivir a la inseguridad emocional que su infancia lo había obligado a arrastrar hasta la edad adulta. A raíz del dolor psíquico de ser un don nadie, se volvió arrogante y adoptó una pose de indiferencia ante las críticas. Hizo todo por parecer fuerte cuando por dentro era suave y vulnerable y luchaba duramente por ocultarlo.
Sin que yo lo supiera, me habían engatusado y el contrato con Darryl Zanuck por ¡Viva Zapata! Incluía otras dos películas. Cuando Zanuck insistió en que hiciera Sinuhé el Egipcio simplemente me volví para Nueva York. Finalmente se retractó y presentó como contrapropuesta que interpretara a Napoleón en un filme llamado Desirée. Era una victoria a medias de manera que acepté el arreglo. Lo dirigió Henry Koster. Actué lo mejor que pude. Koster, un hombre bueno y agradable, era un peso liviano, mucho más interesado en los uniformes que en el impacto de Napoleón en la historia europea. Tuve ocasión de actuar con Jean Simmons , que interpretaba a Josefina. Era atractiva, encantadora, y nos divertimos mucho juntos. Desgraciadamente estaba casada con Stewart Granger, el gran cazador blanco.
Desde mi perspectiva, Desirée era superficial y desmañada y me asombré cuando me dijeron que había sido un éxito.
Durante la década del 30 varios miembros del Teatro Grupo, incluido Gadg, se unieron al Partido Comunista por la creencia de que representaba una alternativa progresista para terminar con la Depresión y la creciente desigualdad económica del país, y se oponía al fascismo. Pronto se desilusionaron con el Partido, pero fueron blancos atrayentes durante la histeria de la era McCarthy. Los miembros del Comité de Actividades Antinorteamericanas estaban más interesados en explotar la fascinación que el público sentía por Hollywood y en publicitarse ellos mismos que cualquier otra cosa. Citaron a Gadg a declarar y su testimonio lo dejó herido hasta hoy. No sólo admitió que había sido comunista sino que identificó a todos los otros miembros del Teatro Grupo que también lo habían sido. Muchos de sus más viejos amigos consideraron su testimonio un acto de traición y se negaron a hablarle o a trabajar con él nunca más.
Hasta entonces, Kazan había colaborado con Arthur Miller, para quien había dirigido Todos mis hijos. Después me presentó un guión sobre la vida en la zona portuaria de Nueva York. Cuando Miller se retiró del proyecto, Gadg llamó a Budd Schulberg, novelista que como él había dado nombres ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas. Schulberg había estado trabajando en un guión sobre la corrupción en los muelles basado en una serie de notas periodísticas que describían cómo la Mafia sacaba una tajada de cada carguero que entraba o salía de los puertos de Nueva York y Nueva Jersey. Gadg y Schulberg fusionaron sus proyectos y durante meses intentaron encontrar un estudio que lo financiara. Darryl Zanuck accedió a hacerlo. Pero después se retractó, diciendo que le parecía una historia poco interesante para contar sobre la amplia pantalla en Tecnicolor del Cinemascope, a la que consideraba la salvación de Hollywood, amenazado por la televisión. Al fin Sam Spiegel, un productor independiente que había hecho La Reina Africana, dio su aprobación para producirla y Harry Cohn de Columbia aceptó financiar la película, que se llamaría Nido de ratas.
Mi papel era el de Terry Malloy, un ex boxeador profesional basado en un estibador real que, a pesar de recibir amenazas contra su vida, testificó contra los “buenos muchachos”que manejaban la zona portuaria de Nueva York. Fui remiso a aceptar el papel porque me molestaba lo que Gadg había hecho y conocía a algunas de las personas que habían resultado muy perjudicadas. Fue especialmente estúpido, pues la mayoría de las personas nombradas ya no eran comunistas. Gente inocente, yo incluido, fue puesta en la lista negra. Nuca tuve afiliación política de ningún tipo. Fue simplemente porque había firmado un petitorio en contra del linchamiento de un negro en el sur. En esa época, bajarse de la vereda con el pie izquierdo ya era una sospecha de que uno pertenecía al Partido Comunista. Hasta el día de hoy creo que nos salvamos por un pelo de que se estableciera el fascismo en el país.
Kazan debía justificar lo que había hecho y daba la sensación de creer sinceramente que había una conspiración global para apoderarse del mundo y que el Comunismo era una seria amenaza para las libertades norteamericanas. Como sus amigos, me dijo, había experimentado con el Comunismo porque en ese momento parecía prometer un mundo mejor, pero lo dejó cuando se enteró de otro aspecto de las cosas. Hablar ante el Comité sinceramente y desafiando a sus antiguos amigos que no habían abandonado la causa era una decisión muy difícil, decía, pero si bien sus anteriores amigos lo habían condenado al ostracismo, aseguraba no lamentar lo que había hecho.
Al final decidí hacer la película, sin darme cuenta que Nido de ratas era un argumento metafórico de Kazan y Schulberg: hicieron el filme para justificar el haber delatado a sus amigos. Era evidente que como Terry Malloy yo representaba el espíritu del hombre valiente y lleno de coraje que desafiaba el mal. Hasta el día de hoy, ni Gadg ni Budd Schulberg han tenido el mínimo resquemor por haber testificado ante el Comité.
En esa época, Gadg siempre intentaba crear espontaneidad y producir la ilusión de lo real. Contrató estibadores como extras. Rodó la mayor parte del filme en el sector más ruinoso de los muelles de Nueva Jersey. Estaba contento porque hacía mucho frío y eso le daba más realismo y se sentía encantado porque nuestro aliento se dibujara en la pantalla. Tuvo que obtener permiso de la Mafia para rodar allí. Cuando lo invitaron a almorzar me arrastró y no supe hasta después que el caballero que había almorzado con nosotros era la cabeza de los muelles de Nueva Jersey. Aunque Gadg entregó a sus amigos al Comité anticomunista, no se le movió un pelo por tener que cooperar con la Cosa Nostra. Según sus propios patrones de conducta, parecía que ése era un acto de notable hipocresía, pero cuando tenía que hacer una película y para ello tenía que mover algunas cositas, se mostraba perfectamente dispuesto a hacerlo.
La gente a menudo me comenta la escena que ocurre en el asiento trasero de un taxi. Ilustra cómo trabajaba Kazan. Yo hacía del hermano de Rod Steiger; un hombre fracasado, al que nunca le va bien; él interpretaba a un sindicalista corrupto que intenta mejorar mi posición en la Mafia de Nueva Jersey. Le han dicho que si no me convence de callarme la boca tiene que entregarme para que me maten, porque yo iba a testificar ante la Comisión Portuaria sobre los delitos de los que estaba enterado. En el guión, Steiger sacaba un revólver en el taxi, me apuntaba y decía: “Decídete antes de que lleguemos al número 437 de la calle River”, donde un matón se encargaría de mí. Le dije a Kazan: “No puedo creer que le diga algo así a su hermano y estoy seguro de que el público tampoco se va a tragar que este tipo, que ha estado unido a su hermano toda la vida y lo ha cuidado durante treinta años, de buenas a primeras le va a poner un revólver en las costillas y va a amenazar con matarlo. Simplemente no es creíble. No puedo hacerlo así” –le dije. “Sí, puedes. Funcionará”. “Es ridículo” –le respondí- “nadie le hablaría a su hermano de esa forma”. Pero hicimos la escena a su manera varias veces aunque yo seguía insistiendo. “Sencillamente no funciona, Gadg”. Al fin dijo: “Está bien, improvisen una”.
De manera que Rod y yo improvisamos y terminamos cambiando completamente la escena. Pero convencimos a Gadg y la editó así. En nuestra improvisación, cuando mi hermano sacaba el revólver en el taxi yo primero miraba el arma y luego a él con incredulidad. No creía ni por un segundo que pudiera apretar el gatillo. Me daba pena. Entonces Rod empezaba a hablar de mi carrera de boxeador. Si yo hubiera tenido un manager mejor, decía, las cosas me habrían ido mejor en el ring. “Te apuró demasiado”.
“No fue él, Charlie” –le respondía- “fuiste tú. Recuerda esa noche en el Garden cuando fuiste a mi camarín y dijiste: Chico, no es tu noche. Apostamos por Wilson. ¿Te acuerdas de eso? No es tu noche. ¡Mi noche! Podría haber hecho trizas a Wilson. ¿Y entonces qué pasó? Wilson consiguió el título en un estadio al aire libre, y yo ¿qué?, un boleto a la derrota. Eras mi hermano, Charlie, tendrías que haberme cuidado un poco. Podría haber tenido clase, podría haber sido un retador. Podría haber sido alguien en lugar de un vagabundo, que es lo que soy, admitámoslo. Fuiste tú, Charlie…”
En 1955 estaba preparándome para cantar en el filme musical Ellos y ellas cuando Elia Kazan me invitó a que lo visitara en el set de una nueva película que filmaba llamada Al este del paraíso, una recreación de John Steinbeck de la historia de Caín y Abel ubicada en el Valle Salinas de California. Varios meses antes me había pedido que formara parte del elenco como la contrafigura del hermano interpretado por Montgomery Clift. Pero estaba ocupado y creo que Monty también. Para reemplazarnos, Gadg eligió como uno de los hermanos a un nuevo actor llamado James Dean que, decía, quería conocerme. Antes de presentarnos, Kazan me dijo que su nueva estrella hacía constantes preguntas sobre mí y parecía inclinado a modelar sus técnicas de actuación y su vida según las mías o, al menos, sobre la persona que creía que yo era después de ver El Salvaje.
Jimmy tenía alrededor de veinte años, siete menos que yo, y una encantadora simplicidad que me pareció deliciosa. Cuando nos conocimos, percibí algunos de los mismos aspectos de muchacho proveniente de una granja del Medio Oeste que de repente había sido transplantado a la gran ciudad que tenía yo cuando fui a Nueva York, tanto como algunas de las mismas ansiedades que sentí después de verme precipitado a la condición de celebridad cuando era muy joven. El estaba muy nervioso cuando nos conocimos y dejó en claro que no sólo imitaba mi forma de actuar sino también lo que creía que era mi estilo de vida. Hizo sólo tres películas, Al este del paraíso, Rebelde sin causa y Gigante. Tenía todo a su favor, no sólo iba en camino de convertirse en un buen actor, sino que poseía una personalidad y una presencia que hacían que el público sintiera curiosidad por él, a la vez que un aspecto y una vulnerabilidad que en especial las mujeres encontraban atractivos. Querían cuidarlo. Era sensible y había elementos sorprendentes en su personalidad. No era volcánico ni dinámico, pero tenía una energía sutil y la intangible cualidad de alguien internamente herido que ejercía un enorme efecto en el público.
Al igual que yo, se convirtió en un símbolo del cambio social durante la década de los 50 por puro azar. Rebelde sin causa era la historia de una nueva generación perdida de jóvenes, y la reacción a ella, como a El Salvaje, fue un signo de los temblores que empezaban a manifestarse debajo de la superficie de nuestra cultura. Siempre pienso en los años que llevaron a ese período como la era Brylcreem, cuando la gente usaba jopo y las actitudes y los valores relamidos estaban rígidamente establecidos como el peinado prototípico héroe de las mujeres. El rock, los Beatles, Woodstock, el movimiento a favor de los derechos civiles, los disturbios en los guetos y en las calles debidos a la injusticia racial y la guerra de Vietnam estaban a la vuelta de la esquina. Una sensación de alineación surgía entre las distintas generaciones y las diferentes capas de la sociedad, pero todavía no se había manifestado abiertamente. Se desconfiaba de las viejas tradiciones y las instituciones veneradas, y el tejido social era reemplazado por algo nuevo, para bien o para mal.
Como andábamos por ahí cuando ocurrió, Jimmy y yo a veces fuimos considerados símbolos e instigadores de esa transformación. Pero el cambio de rumbo de la sociedad no tenía nada que ver con nosotros; habría ocurrido lo mismo sin nosotros. Nuestras películas no precipitaron las nuevas actitudes, pero la respuesta a ellas reflejó los cambios que surgían como burbujas a la superficie. Algunas personas miraban ese espejo y veían cosas que no había allí. Así se originan los mitos. Crecen alrededor de las celebridades casi por combustión espontánea, un proceso sobre el cual no tienen control y del cual por lo general no tienen conciencia hasta que los atrapa.
Después de que nos conocimos en el set de Al este del paraíso, Jimmy empezó a llamarme para pedirme consejos o proponer que saliéramos. Hablábamos por teléfono y nos encontrábamos en fiestas, pero nunca nos hicimos amigos íntimos. Creo que me consideraba como una especie de hermano mayor, y supongo que yo actuaba con él como si lo fuera. Sentía un parentesco con Jimmy, era hipersensible y yo leía en sus ojos y en la forma en que se movía y hablaba que había sufrido mucho. Estaba torturado por inseguridades cuyo origen nunca conocí, si bien comentó que había tenido una infancia difícil y muchos problemas con su padre. Lo insté a buscar ayuda, tal vez someterse a una terapia. No sé si alguna vez lo hizo. Yo sabía que iba a ser duro para un chico como él, lleno de problemas, tener que hacerse cargo de una fama súbita y de la alharaca que Hollywood creó a su alrededor. Vi cómo le ocurrió a Marilyn, y también lo sabía por propia experiencia. Al tratar de copiarme, creo que Jimmy sólo intentaba manejar estas inseguridades, pero le dije que era un error: “tienes que ser quien de verdad eres. Imita los mejores aspectos de ti mismo”. También le dije que intentar ser cualquier otra persona era meterse en un callejón sin salida.
Retrospectivamente, me doy cuenta que no es poco común que la gente tome prestada la forma de cualquier otro hasta que encuentra la suya propia, y Jimmy lo hizo. Todavía era una persona en desarrollo cuando lo conocí, pero para el momento en que hizo Gigante ya no intentaba imitarme. Todavía tenía sus inseguridades, pero se había convertido en su propio dueño. Estaba terriblemente bien en esa última película y la gente se identificó con su dolor y lo transformó en un héroe de culto. Sólo podemos imaginarnos qué tipo de actor habría llegado a ser en veinte años más. Creo que hubiera sido un gran actor. En cambio murió y quedó para siempre enterrado en su mito.
Cuando mi madre se enfermó gravemente durante un viaje a México con mi padre en 1953, la llevaron a California y yo estuve junto a su cama de hospital con su mano entre las mías cuando murió. Tenía apenas cincuenta y cinco años. Después de oír el estertor de la muerte, tomé un mechón de su pelo, la almohada sobre la cual murió y un hermoso anillo de aguamarina que llevaba en el dedo, y salí del edificio. Eran alrededor de las cinco de una mañana primaveral de Pasadena y parecía como si toda la naturaleza estuviera imbuida de su espíritu: los pájaros, las hojas, las flores y en especial el viento, todo parecía reflejarla. Me había enseñado el amor a la naturaleza, los animales y el cielo nocturno, así como una sensación de proximidad con el mundo natural. Sentí que estaba conmigo al salir del hospital y eso me ayudó a soportar la pérdida. Se había ido, pero sentí que se había transformado en todo lo que reflejaba la naturaleza y que estaba bien.
Una de las cosas que siempre hice antes de trabajar con un nuevo director fue llamar a otro actor que lo conociera y preguntarle: “¿Cómo es el informe reservado sobre este fulano?”. Antes de trabajar con John Huston en Reflejos en un ojo dorado llamé a John Saxon y le hice la pregunta habitual. “Está bien” –dijo Saxon- “no te anda encima, y casi al final del rodaje desaparece”. Tenía razón acerca de que John dejaba a los actores en paz. No te daba ninguna indicación. Contrataba buenos actores, confiaba en ellos y los dejaba improvisar, pero nunca ayudaba a darle forma a una caracterización, como hacía Kazan. Se sentaba en el borde del set y decía: “Sí, muy bien muchachos, está bien, es un buen comienzo. Ahora, ¿por qué no lo intentamos de nuevo?”
Era vago en sus indicaciones y nos manejábamos según nuestros propios criterios. John fumaba mucha marihuana durante el rodaje y una vez, antes de que filmáramos una escena, me ofreció y fumé. Apenas unos minutos después no tenía idea de quién era, adónde estaba o qué se suponía que hiciera. Lo único que sabía era que todo parecía fantástico, que el mundo era muy divertido y que John pensaba lo mismo. A gatas podía mantenerme en pie, y si alguien me hacía una pregunta contestaba “¿qué?”como cinco segundos después, pero de alguna manera me las arreglé para hacer la escena.
Al terminar la película, John hizo lo que me habían advertido que haría: desapareció. Durante unos días no asomó la nariz en el set y uno de los ayudantes de dirección tuvo que hacerse cargo; otros días aparecía pero se iba después de una hora sin que nos diéramos cuenta, aunque alguna vez lo vimos perdiéndose solo en la lejanía. Por algún motivo, se ponía de mal humor y se deprimía cuando se acercaba el final del rodaje.
Tiempo después me enteré de una novela de Charles Neider, La auténtica muerte de Hendry Jones, que se convirtió en El rostro impenetrable. Fue la primera y última película que dirigí, si bien no pensaba hacerlo. Se suponía que lo haría Stanley Kubrick, pero no le gustaba el guión. “Marlon” –me dijo- “leí el guión y no puedo entender de qué trata esta película”. “Esta película trata de que le tengo que pagar doscientos cincuenta mil dólares por semana a Karl Malden” –le contesté- “lo contraté para el film y cada semana de demora significa otros doscientos cincuenta mil dólares perdidos”. “Bueno” –dijo Stanley- “si de eso se trata, creo que estoy haciendo la película equivocada”.
Le envié el guión a Sydney Lumet, después a Kazan, luego a dos o tres directores más, pero nadie quería hacerlo, de manera que tuve que dirigirla yo mismo. Grabamos la mayor parte en Big Sur y en la península Monterrey. El primer día de rodaje no sabía qué hacer, de manera que el camarógrafo me pasó uno de esos visores típicos que usan los directores para componer la escena. Miré a través del aparato, luego sacudí la cabeza y dije: “No sé…es difícil decir cómo va a quedar la escena, porque está demasiado lejos…”. El camarógrafo vino y con toda gentileza lo dio vuelta. Había estado mirando por el extremo que no correspondía. “Si esto le parece malo, espere a que lleguemos a la quinta semana” –dije, y me reí. No me sentía avergonzado a pesar de que había un montón de risas ahogadas detrás de mí.
A la quinta semana, e inclusive al quinto mes, seguía intentando aprender. Pensé que demoraría tres meses en hacer la película, pero se extendió a seis y el costo se duplicó; desde luego, eso no gustó a la Paramount, que la pagaba. Intentaba imaginarme qué hacer a medida que avanzaba. Varios escritores trabajaron en el guión: Sam Peckinpah, Calder Willingham y por último Guy Trospe, y él y yo constantemente improvisábamos y rescribíamos entre tomas y cambios de escenografía, a menudo de una hora a la otra, a veces de un minuto a otro. Algunas escenas las rodaba una y otra vez desde diferentes ángulos, sin saber con seguridad hacia dónde se dirigía la historia.
Cuando volvimos a Hollywood me enteré de que teníamos suficiente metraje como para hacer un filme de seis u ocho horas. Empecé a editarlo pero pronto me harté y le pasé el trabajo a otro. Una vez terminado, Paramount dijo que no le gustaba mi versión de la historia. El estudio hizo pedazos la película. A esa altura, estaba aburrido de todo el proyecto y me abrí.
Varios años antes de El rostro impenetrable, Tennesse Williams me dijo que había escrito una obra nueva, Orfeo desciende, y que tenía pensado que yo hiciera el papel de contrafigura de Anna Magnani. Le respondí que no tenía interés en volver al teatro, y Cliff Robertson y Maureen Stapleton interpretaron los papeles. Pero fue diferente cuando Tennesse y Sydney Lumet me invitaron a participar en la película, Piel de serpiente, basada en la pieza. Yo me estaba divorciando de mi primera esposa y necesitaba dinero. Hacía de un guitarrista vagabundo que llegaba a un pequeño pueblo de Missisipi y se enredaba con una mujer mayor interpretada por Anna, que se había revelado una magnífica actriz en la película italiana Roma, ciudad abierta y luego en el filme de Tennesse La rosa tatuada. Era una mujer con problemas que me parecía mal elegida para Piel de serpiente.
Tennesse también estaba complicado en ese momento; a menudo caía en ataques de depresión y tomaba alcohol y píldoras para superarlos. Qué lo obsesionaba es algo que no sé, si bien estaba preocupado por la salud de su madre y de su hermana. Siempre consideré a Tennesse uno de los más grandes escritores estadounidenses, pero ni la obra ni la película me parecían demasiado valiosas. Al igual que la mayoría de los grandes escritores de Estados Unidos, convertía a los negros en vidrios transparentes. En Piel de serpiente se volvían casi invisibles, como si formaran parte de la escenografía. Los negros figuraban en la historia, pero eran personajes incidentales que no tenían nada que ver con los temas centrales, al igual que en Un tranvía llamado deseo, y me parecía una forma sutil de discriminación racial. La experiencia negra se ignoraba. Nadie, me parece, escribió bien sobre el tema hasta que llegaron Baldwin y Toni Morrison. Hollywood era todavía peor; la experiencia negra era un tópico que nunca se tocaba, a menos que se tratara de un artificio intolerante como El nacimiento de una nación, con su desprecio manifiesto por los negros.
Unos años después de 1953, fecha en que murió mi madre, mi padre volvió a casarse y a los setenta años tuvo una aventura con una de mis secretarias. Era incapaz de hacer nada en el negocio del cine, pero yo le había dado un sueldo, una oficina, una secretaria y una oportunidad de mostrarse ocupado y sentirse útil. Entonces un día, sin decirme nada, echó a uno de mis amigos. Cuando me enteré, fui a su oficina y le dije que mi amigo no iba a ser despedido y desde algún lugar de mi interior se levantó una marea, llegó a su punto más alto e inundó todo. Le dije que debía considerarse afortunado de tener un empleo, dado que cualquiera con sus antecedentes estaría en un hospicio. Recorrí la historia de nuestra familia y le dije que había arruinado la vida de mi madre y había utilizado cada oportunidad que se le presentó para avergonzarme y hacerme sentir incapaz. Lo tomé con pinzas, pedazo por pedazo, tajada por tajada, y distribuí su psique por el piso. Me mostré frío, correcto y lógico –nada de gritos o alaridos-, excepto por una pétrea y helada frialdad, y cuando intentó sacar a relucir excusas le recordé el desecho en que había convertido nuestra vida. Le dije que era directamente responsable del alcoholismo de mis hermanas y que era frío, incapaz de cariño, egoísta, despreciable en extremo y centrado obsesivamente en sí mismo. Lo hice sentir inútil, desamparado, irredimible y débil.
En tres horas hice lo que nunca había podido hacer en treinta y tres años; sin embargo, todo el tiempo me sentía aterrado. Tenía miedo de lo que él me haría a mí. Siempre me había abrumado e intimidado, pero cuanto más hablaba más fuerza y convicción sentía respecto de mi derecho y mi justificación. Entonces, cuando terminé de decirle lo que quería sacarme de adentro, lo eché.
Después llamé a todos los miembros de mi familia y les dije lo que había hecho; me felicitaron. “Bueno, era hora” –dijeron mis hermanas. Pero dentro de mí sentía un tremendo sacudón por mi actitud. Pensé que el cielo se me iba a desplomar sobre la cabeza por lo que había dicho.
Unos días después recibí una llamada de un psiquiatra. Me dijo que mi padre se estaba atendiendo con él y necesitaba mi colaboración porque su paciente sufría una grave depresión y se hallaba “al borde de un precipicio”.
“Bueno, doctor” –le dije- “valoro su llamada. Cuando mi padre haya pasado el borde de esa depresión y se haya estrellado contra las piedras que hay abajo, cuando esté en el fondo, por favor llámeme y veré si puedo arreglar algo…”. Después de eso, siempre mantuve a mi padre con la rienda corta para que nunca pudiera acercarse ni alejarse demasiado.
En la primavera de 1965 visité la reserva de los indios navajos en Arizona y conocí a una anciana curandera. Era encantadora, con inteligentes ojos oscuros, y le pregunté si podía decirme algo sobre mí con sólo mirarme. A través de un intérprete me dijo que sí, que podía, y a continuación hundió la mano en una caja de flores que había a su lado y me roció la cabeza y los hombros con flores de aciano amarillas, que dejó caer a mi alrededor. Dijo que el alcohol había jugado un papel muy importante en mi vida y que estaba a punto de ser alcanzado por el rayo. Tal como lo dijo, sentí una carga de electricidad que atravesaba mi sistema nervioso y me hacía temblar.
“Sus dos progenitores han muerto” –siguió. “No” –le dije- “mi madre está muerta, pero mi padre no”. Unos minutos más tarde, me avisaron que había una llamada telefónica para mí en la oficina de la tribu. Una de mis hermanas me llamaba para decirme que mi padre acababa de morir. Los dos nos reímos y comenté. “Ni un minuto antes de tiempo”.
Los momentos más felices de mi vida son los que pasé en Tahití. Si alguna vez pude alcanzar una paz genuina fue en mi isla, entre los tahitianos. Cuando fui por primera vez, estúpidamente pensé que usaría mi dinero para ayudarlos. En cambio, me di cuenta de que no tenía nada para darles y que ellos podían darme todo.
A principio de la década de los 60, MGM me pidió que hiciera de Fletcher Christian en una reedición de Motín a bordo, y me dijeron que se filmaría en Tahití. Antes, David Lean me había pedido que interpretara a T.E.Lawrence en Lawrence de Arabia; había ido a París a encontrarme con él y Sam Spiegel y ellos habían anunciado que yo trabajaría en la película. Pero cuando se presentó Motín a bordo y David dijo que suponía que demoraría seis meses en filmar su película, la mayor parte en el desierto, decidí que mejor iba a Tahití. Era un buen director, pero le llevaba tanto tiempo hacer una película que me habría evaporado en el desierto como un charco de agua.
Desde el momento que vi la isla, la realidad superó inclusive mis fantasías sobre Tahití. La filmación se realizaba en gran medida en una réplica del HMS Bounty anclado junto a la costa y todos los días, apenas el director decía “corten” por última vez, me arrancaba mi uniforme de oficial naval británico y me alejaba del barco hacia la bahía para nadar con los extras tahitianos que trabajaban en la película.
Cuando llegué a Tahití, MGM todavía no disponía de un guión que pudiera usarse, el HMS Bounty no estaba terminado y los preparativos comunes de preproducción se hallaban varias semanas atrasados. Una vez que empezó el rodaje, el estudio se dio cuenta que había subestimado el costo de filmar una película en la Polinesia francesa, y entonces despidió al director Carol Reed, provocando más demoras y gastos.
Durante un descanso de la filmación me trepé a una de las montañas más altas de la isla de Tahití junto con un amigo tahitiano. En la cima, señaló al norte y me preguntó: “¿Alcanzas a ver esa isla de allá”. Yo no veía nada. “¿No ves esa pequeña isla de allí? Se llama Teti’aroa”. Por fin alcancé a ver una delgada lengua de tierra a unos sesenta kilómetros de distancia, y muy pronto ejerció una atracción tan mística sobre mí como la misma Tahití. Les pregunté a otros amigos tahitianos por ella y me dijeron que era propiedad de una anciana norteamericana ciega llamada Madame Duran. Pomerae V, último rey de Tahití, se la había regalado a su padre, un doctor llamado Williams que había vivido allí durante años, establecido una plantación de cocos y después fue enterrado en ella. Tras su muerte, Madame Duran se había hecho cargo y también había vivido en la isla muchos años.
Después que se terminó la película, seguí pensando en Teti’aroa y releí mis libros sobre Tahití para ver si se la mencionaba. Sommerset Maugham había escrito sobre el lugar y descubrí que un leproso había pasado la mayor parte de su vida allí. Un amigo, Nick Rutgers, me dijo que una vez había visitado la isla y que conocía a Madame Duran; se ofreció a llevarme y presentármela, de manera que volví a Tahití. No había vuelos a la isla, así que tuve que contratar a un pescador para que nos llevara. A medida que nos acercamos, me di cuenta que Teti’aroa era en realidad un atolón de coral que sobresalía unos centímetros por encima del nivel del mar y que abarcaba alrededor de seiscientas hectáreas donde había una docena de islas, la más grande de las cuales rodeaba una amplia laguna en forma de medialuna cuya belleza lo dejaba a uno sin aliento.
Madame Duran, que vivía sola en la isla excepto por la compañía de su amiga y ayudante Annie, me dio una cálida bienvenida. Hablamos varias horas sin parar. Aislada como estaba, sabía que yo era actor. Rara vez dejaba la isla, pero tenía una radio que constituía su único vínculo con el mundo y una vez me había escuchado en una entrevista. Parecía solitaria, pero estaba llena de energía, curiosidad y sabiduría. Estaba ciega desde hacía veinticinco años, pero podía distinguir la luz de la oscuridad. Se movía por la realidad usando una técnica inventada por ella: había atado alambres de un árbol al otro y los usaba para guiarse por la isla, agarrándose con un trapo atado alrededor de la mano.
Fue una visita agradable y unos meses después volví a la isla y le llevé un pastel de manzana. Yo le había caído bien, y ella a mí. Le pedí que me contara más acerca de la historia y la magia de Tahití. De nuevo, hablamos durante horas. Le preocupaba su salud, pues iba envejeciendo, entonces le pregunté si nunca había pensado en vender la isla. “No” –me respondió- “no creo”. Pero dos o tres años más tarde recibí una nota suya en la que me decía que estaba pensando en vender Teti’aroa, porque había tenido una caída bastante seria y tendría que mudarse a la ciudad donde había nacido, Vallejo, en California, para que la atendieran. Cuando le pregunté cuánto quería por la isla me dijo que doscientos mil dólares. Después de hacer el trato, llamé al gobernador de Tahití, un francés, y le dije que planeaba comprar la isla si les resultaba aceptable a los tahitianos y al gobierno francés. Después de reunirse con su gabinete, me aseguró con todo entusiasmo que era bienvenido a la comunidad, pero aclaró que llevaría un tiempo poner los papeles en regla y que me avisaría cuando estuvieran listos. Intrigado por la demora pregunté: “¿Se le ocurre algún motivo por el cual no se me concediera un permiso para comprar la isla?” “Oh, no” –respondió- “estamos encantado de tenerlo entre nosotros”.
Un año más tarde, el papeleo todavía no se había terminado y el gobernador dejó el cargo. Su último día en el gobierno recibí un telegrama que declaraba: “Se le ha denegado permiso para comprar la isla de Teti’aroa”. Pensé que era el final del asunto. Pero la vez siguiente que visité Tahití, fui a la isla a ver cómo andaba Madame Duran. Lo primero que me dijo fue que estaba desilusionada de que hubiera cambiado de idea, pero que ya tenía otra oferta de un hombre de negocios norteamericano, que había sido aprobada por el gobierno. Estaba dispuesta a aceptarla. Me quedé conmocionado, y le dije: “Madame Duran, yo quería comprar la isla y todavía quiero hacerlo, pero me negaron el permiso de compra”. “¿Cómo es posible que le negaran el permiso?” “No lo sé” -respondí.
Poco tiempo después me hallaba en París y decidí visitar al hombre que había sido designado nuevo gobernador de Tahití, un corso suave y encantador. Después de un par de horas asegurándole que sería un buen vecino, me dijo que el gobierno no interferiría si yo quería comprar la isla. Me puse en contacto con Madame Duran, pero me dijo que estaba a punto de firmar un contrato para vender Teti’aroa al hombre de negocios por trescientos mil dólares. Le conté lo que me habían dicho en París, pero también le aclaré que tanto no podía gastar. “Bueno” –me dijo- “yo le pedí que pagara doscientos mil y usted aceptó, de manera que ése será mi precio”. “Duran” –le respondí- “no puedo hacer eso. Es injusto. Si puede conseguir trescientos mil dólares por la isla, por favor acéptelos”. “No” –insistió ella- “es suya si la quere. Lo único que le pido es que no corte ninguno de los árboles Tow”. No sólo le hice esa promesa sino también la de conservar la isla en su estado natural lo más posible. Poco después de volver a California, Madame Duran murió.
Charlie Chaplin tenía casi setenta y siete años cuando me ofreció el papel del diplomático Ogden Mears en La condesa de Hong Kong, una comedia ubicada a bordo de un crucero de lujo que iba de Hong Kong a San Francisco y en la cual Sofía Loren interpretaba a una bailarina pobre que se escondía en mi camarote. Yo reverenciaba a Chaplin, que había escrito el argumento basándose en un viaje que había hecho desde Shangai en 1931, pero cuando me ofreció el papel en 1966 le dije que no creía que yo fuera adecuado para ese personaje. Siempre he sido receloso de las comedias, pero insistió en que yo podía hacerlo y, dado que lo consideraba un genio, acepté ser una marioneta en sus manos.
Pero la película fue un desastre y, mientras la hacíamos, descubrí que Chaplin era tal vez el hombre más sádico que jamás hubiera conocido. Era un tirano y un amarrete que nunca quería gastar un centavo, que acosaba a la gente cuando llegaba tarde y que los retaba sin la menor piedad para que trabajaran más rápido. Trataba a su hijo, Sydney, que interpretaba a mi ayudante, con toda crueldad. Lo humillaba enfrente de todos, sin cesar: “Sydney, ¡qué estúpido eres! ¿No tienes suficiente cerebro como para saber poner la mano en un picaporte? Sabes lo que es un picaporte, ¿no es así? Todo lo que tienes que hacer es girar el picaporte, abrir la puerta y entrar. ¿No es fácil, Sydney?”. Chaplin le hablaba a su hijo de esta forma una y otra vez, y todo el tiempo volvía a filmar las escenas sin motivo alguno, despreciándolo y no hablándole sino con sarcasmo. Oona O’Neill, la esposa de Charlie, siempre se hallaba presente, pero nunca defendía a su hijastro.
“Sydney, ¿por qué aguantas esto?” –le pregunté un día- “¿por qué no te vas del set? ¿Por qué no le dices lo que se merece? ¿Por qué aceptas este tipo de humillación? No hay motivo para que lo hagas”. “Se está poniendo viejo” –respondió Sydney, e inventó excusas para su padre: tenía problemas con la película, tenía gripe, estaba preocupado por esto o por aquello. Le dije: “Nada de eso es excusa para ser tan sádico, sobre todo con su propio hijo” –pero nunca pude convencerlo de que enfrentara a su padre, y siguió aguantando.
Un día llegué al set unos quince minutos tarde. Frente a todo el elenco, Chaplin me retó, avergonzándome al decir que yo no tenía ética profesional y que era una desgracia para mi profesión. Como seguía reprendiéndome sin parar, empecé a sulfurarme. Por último le contesté: “Señor Chaplin, estaré en mi camarín unos veinte minutos. Si en ese lapso me pide disculpas, consideraré la posibilidad de no subirme al primer avión y volver a los Estados Unidos. Pero permaneceré allí sólo veinte minutos”. Fui a mi camarín y, enseguida, Chaplin golpeó la puerta y se disculpó. Después de eso nunca se metió conmigo y terminamos la película sin más incidentes. Charlie sabía lo que era conmovedor, gracioso, triste, patético y heroico; sabía cómo apelar a las emociones de su público para conmoverlo y tenía un conocimiento intuitivo del funcionamiento de la personalidad humana. Pero nunca aprendió el suyo.
Al margen de Elia Kazan y Bernardo Bertolucci, el mejor director con el que trabajé fue Gillo Pontecorvo, si bien casi nos matamos. Dirigió en 1968 un filme en el que trabajé y que casi no vió nadie. En un principio titulado Queimada, se lo presentó como Burn! (Quemada!). Yo interpretaba a un espía inglés, sir William Walker, que simbolizaba todos los males perpretados por las potencias europeas en sus colonias durante el siglo XIX. Había un montón de paralelismos con Vietnam, y presentaba el tema universal de la explotación de los más débiles por parte de los fuertes. Creo que hice la mejor actuación de mi vida en ese filme.
Gillo había hecho una película que me gustaba, La batalla de Argelia, y era uno de los pocos grandes directores que conocí: un hombre extraordinariamente talentoso y dotado, pero durante la mayor parte del tiempo que estuvimos juntos nos agarramos de los pelos. Pasamos seis meses en Colombia, principalmente en Cartagena, una ciudad húmeda y tropical a unos once grados del Ecuador y no demasiado lejos, me parece, de la puerta del Hades. La mayoría de los días la temperatura superaba los cuarenta grados y la humedad convertía al set en un baño turco.
Pontecorvo era un hombre buen mozo con cabello oscuro y hermosos ojos azules, que venía de una familia que había logrado diversos éxitos; un hermano, me contó, había ganado el Premio Nobel, su hermana era misionera en Africa. Como yo no hablaba italiano y él hablaba poco inglés, nos comunicábamos más que nada en francés, si bien gran parte de nuestra comunicación era no verbal; cuando yo estaba en una escena, venía y con un pequeño gesto me indicaba “un poco menos” o “un poco más”. Siempre tenía razón, aunque no siempre era inteligente en lo relativo a cómo estimularme para que llegara al tono correcto. Era un buen director, pero enfocaba todo desde el punto de vista marxista: la mayoría de la gente que trabajaba con él pensaba que ese dogma era la respuesta para todos los problemas del mundo. Algunos de los parlamentos que quería hacerme decir salían directamente del manifiesto comunista y yo, sencillamente, no podía forzarme a pronunciarlos. Era una persona que constantemente hacía trampa. La mayoría de nuestras peleas eran en torno de la interpretación de mi personaje y de la historia, pero también nos peleábamos por otras cosas.
Gillo había contratado un montón de extras colombianos negros como esclavos y revolucionarios, y me di cuenta que se les servía comida diferente de la que nos daban a los europeos y los norteamericanos. Me pareció insoportable y se lo mencioné. “Es lo que les gusta” –dijo Gillo- “es lo que comen siempre”. Pero el verdadero motivo, como me dijo un miembro del equipo, era que él intentaba ahorrar dinero; con esa comida, los extras negros le costaban menos. Entonces me enteré que a los extras negros no les pagaba tanto como a los blancos, y cuando lo enfrenté acerca de este tema me dijo que si lo hacía los extras blancos se rebelarían. “Un momento, Gillo; esta película es sobre la explotación de los negros por los blancos” –le dije. Pontecorvo contestó que coincidía conmigo, pero que no podía retractarse; en su opinión, el fin justificaba los medios. “Bueno” –respondí- “entonces me vuelvo a casa. No seré parte de esto”. Fui al aeropuerto de Barranquilla y estaba a punto de tomar un avión hacia Los Angeles cuando él envió a un mensajero con la promesa de equiparar el pago y la comida.
Hacer esa película fue algo salvaje. Todos fumaban una fuerte variedad de marihuana llamada Roja Colombiana, y el equipo vivía volado la mayor parte del tiempo. Por algún motivo, hacer una película en Cartagena atrajo a un montón de mujeres brasileñas. Aparecieron docenas, principalmente mujeres de clase alta y de buenas familias, y querían acostarse con todo el mundo.
Mi tregua con Gillo no duró mucho. Si bien les aumentó el sueldo a los extras negros y durante un tiempo les dio mejor comida, al cabo de unos días descubrí que todavía no comían lo mismo que los europeos que trabajaban en el filme. Estábamos filmando escenas en una aldea negra pobre; las casas tenían piso de tierra y paredes de troncos, y los niños tenían el estómago distendido de hambre. Era un buen lugar para filmar porque sobre eso trataba la película, pero a uno se le partía el corazón de estar allí. “No puedes darle a esta gente ese tipo de basura” –le reproché a Gillo. Esta vez me ignoró. Conseguí que todos los del equipo amontonaran sus almuerzos contra la cámara en forma de pirámide y se negaran a trabajar. Gillo se me acercó enfurecido, con su grupo de matones, y me dijo: “Entiendo que estás insatisfecho con el almuerzo”. “Sí”. “¿Qué te gustaría almorzar?” “Champaña” –le dije- “y caviar. Me gustaría comer algo decente, y que me lo sirvieran como corresponde”.
En alguna parte encontró un restaurante que me envió la comida al set, con cuatro mozos vistiendo chaquetas rojas y servilletas en el brazo. Cuando armaron una mesa con manteles de lino y velas, dije: “No, las velas no deberían ir ahí; deberían ir aquí, y los cuchillos van del otro lado de los platos” –entonces toqué la botella de champaña y dije que no estaba lo bastante helada- “mejor que la dejen en el hielo un rato más”. La gente de la aldea estaba reunida a mi alrededor, observándome con los brazos cruzados. A sus ojos, debo de haber parecido el epítome del capitalista desembozado que quería todo. Gillo envió a un fotógrafo publicitario para que sacara una foto del acontecimiento y amontonó a algunos negros detrás. Cuando todo quedó perfectamente arreglado, busqué en la multitud a los niños más pobres, más enfermos y con aspecto más infeliz que pude encontrar, los invité a sentarse a la mesa y les serví la comida. La gente me vitoreó, pero en lo relativo a mi relación con Gillo, la situación empeoró.
Una vez, levantó su copa a la hora del almuerzo para brindar y dijo: “Salute” –yo alcé la mía mientras todos bebían y derramé el vino en el suelo con un floreo, cosa que para Gillo era un insulto supremo. Eso lo enfureció y amenazó con pegarme un tiro. Consiguió un revólver y se lo puso en el cinturón, y también empezó a llevar un cuchillo. Años antes, yo había practicado el arte de arrojar cuchillos y era bastante preciso en distancias de hasta cinco metros, de manera que cuando discutíamos, sacaba mi cuchillo y lo lanzaba lo más fuerte que podía contra una pared o un poste a unos centímetros de él. Temblaba ligeramente, se ponía la mano sobre la cintura, la apoyaba sobre la empuñadura del revólver y me miraba con desprecio, como para hacerme saber que él también estaba listo para la batalla.
Días después, no soportaba más a Pontecorvo ni el clima de Cartagena. Necesitaba unas vacaciones. La gente caía como moscas, enferma o agotada. Me fui hasta Barranquilla y partí hacia Los Angeles a las cuatro de la mañana. Uno o dos días después, recibí una carta de los productores intimándome a que volviera de inmediato a Colombia. A menos que regresara, me harían juicio. Les contesté exigiendo una disculpa por sus ridículas acusaciones –todas las cuales eran ciertas- y les dije que ni siquiera podía pensar en volver después de que se me hubiera vituperado así: mi reputación profesional estaba en juego. Sabía que las amenazas de los productores eran huecas: hacía mucho había aprendido que, una vez que la filmación empieza, el actor tiene ventaja. La producción ha gastado demasiado dinero para abandonar el proyecto y aún si pudieran ganar el juicio, les llevaría años que se resolviera y a esa altura todo lo invertido se habría perdido. Si sabe qué hacer, el actor puede conseguir casi todo lo que quiere en tales circunstancias.
Después de unas vacaciones de cinco días y una carta de disculpas, le dije a los productores que terminaría la película. Por más que todo lo que acabo de contar parezca indicar lo contrario, Gillo era uno de los directores más sensibles y meticulosos con los que he trabajado. Fue por eso que permanecí en la película, pues, a pesar de las penurias y los esfuerzos, tenía el más profundo respeto por él.
A medida que el movimiento de derechos civiles de los indios se extendió y alcanzó impulso a fines de la década de los 60 y principios de los 70, lo apoyé en todos los sentidos que pude: emotiva, espiritual y financieramente. Me indignaban las injusticias que habían soportado; no logro expresarlo de otro modo.
Los indios rara vez eran vencidos militarmente; fueron sometidos a fuerza de hambre. Se les aplicó una política de tierra devastada por la cual se quemaron las cosechas y los árboles frutales de los navajos, luego los persiguieron hasta que murieron o llegaron al extremo del hambre. A los que fueron a reservas y mostraron alguna independencia se les negaron alimentos, frazadas y remedios o se les dio harina mohosa y carne rancia que aceleró su aniquilación. El gobierno les echó la culpa de los alimentos en mal estado a los mercaderes de la frontera, pero mientras a los indios les daban alimentos pasados y se morían de hambre, los soldados que los vigilaban estaban bien alimentados. Se utilizó el hambre como política nacional; fue un acto genocida de asesinato intencional.
Cuando iba al colegio, en la década del 30, apenas cuarenta años después de que el ejército hubiera masacrado a más de trescientos hombres, mujeres y niños sioux en Rodilla Herida, Dakota del Sur, la mayoría de los libros de texto despachaban a los indios en dos párrafos que los describían como una raza de salvajes paganos feroces y sin rasgos propios.
Desde su nacimiento, Hollywood difamó a los indios. Es probable que John Wayne les haya hecho más daño que el General Custer, al proyectar una imagen idiota del valiente blanco que lucha contra los salvajes sin Dios de la frontera. Hollywood necesitaba villanos y convirtió a los indios en la encarnación del mal.
Tratamos a los indios norteamericanos de la misma forma en que el pueblo serbio está tratando a los musulmanes, los turcos trataron a los armenios y Hitler a los judíos. Pero negamos ser una nación que cometió genocidio. Nuestros paracaidistas saltan de los aviones gritando “Gerónimo” y el Pentágono llama a sus helicópteros “Navajo” y “Cherokee”. De esta forma perversa glorificamos al indio, pero en el instante en que hace pedidos justificables, es ignorado por una nación que se enorgullece de ser adalid de los derechos humanos, el derecho a la autodeterminación, la libertad y la búsqueda de la felicidad.
A principios de 1975, un grupo de indios menominee habían tomado un noviciado desocupado de los hermanos alexianos en Gresham, Wisconsin, alegando que se hallaba en territorio ilegalmente arrebatado a su tribu y exigiendo su devolución. Me pidieron que fuera hasta allí. Cuando llegué a Gresham, de un lado había pelotones de la Guardia Nacional con cascos, y del otro, un ejército heterogéneo de blancos incultos locales con rifles que asomaban desde las ventanillas de sus camionetas. No sé por qué me dejaron entrar, aunque los funcionarios del estado dijeron que esperaban que el padre James Groppi, un sacerdote católico que también fue admitido, y yo pudiéramos terminar la disputa sin derramamiento de sangre.
Esa noche, tarde, me hicieron ingresar a escondidas, a través del perímetro militar, en un mundo misterioso e irreal. Treinta o cuarenta menominees, dos o tres de los cuales tenían heridas de bala, estaban encerrados en el complejo; se los veía exhaustos, pero decididos a no rendirse. Varios llevaban un lema, “escritura o muerte”, en la camisa o tatuado en los brazos. No tuve duda de que estaban decididos a morir si no se cumplían sus exigencias. Era el momento más duro del invierno y hacía un frío tremendo. El gobernador había ordenado que se cortara la electricidad, el sistema de calefacción no funcionaba, los inodoros no andaban y el hedor era terrible. De tanto en tanto, se oían disparos, algunos de los blancos, otros de los indios.
A lo largo de toda la noche los helicópteros de la Guardia Nacional volaron en círculos sobre nosotros, lanzando luces de reflectores en busca de indios perdidos y de paso proporcionando blancos fáciles a los racistas locales borrachos y felices de disparar. Los indios jóvenes que se autodenominaban “Soldados Perros” –el nombre de los grupos guerreros de elite entre los indios de la llanura del siglo XIX- se envolvían en sábanas y entraban y salían corriendo de la nieve, disparando de tanto en tanto a los blancos.
En términos de religión o filosofía, supongo que estoy más cerca de las creencias de los indios que de las de cualquier credo convencional. Lo esencial es un sentido de armonía y unidad, una creencia de que todo lo que hay en la tierra –el ambiente, la naturaleza, la gente, los árboles, la misma tierra, el viento, los animales- está interrelacionado y que toda manifestación de vida tiene un fin y un lugar: todos estamos en el mismo ciclo vital y realmente no hay muerte, sólo transformación.
Los disparos seguían esporádicamente día y noche mientras los Soldados Perros entraban al edificio a recargar sus armas y luego volvían a la nieve a devolver el fuego de los blancos, ululando y gritando. No parecía real hasta que una bala de rifle se incrustó en una chimenea a unos noventa centímetros de mi cabeza una tarde de sol.
Al día siguiente, me pidieron que representara a los indios en las negociaciones con los hermanos alexianos, la orden religiosa que era dueña del noviciado, en un intento por terminar con el sitio. Me enteré de que el Nuncio Apostólico, el representante de la Iglesia de Washington, le había enviado un mensaje al Papa instándolo a que presionara a los hermanos alexianos para que llegaran a un acuerdo, porque la Iglesia no podía permitir que se derramara sangre por una disputa en torna a una propiedad. La primera reunión terminó sin llegar a un acuerdo, pero le siguieron otras. Por último, los hermanos alexianos ofrecieron una transacción: le darían a la tribu la escritura de la propiedad, pero la policía no aceptaría su pedido de amnistía por la toma del edificio, lo que significaba que algunos indios tendrían que ir a la cárcel.
Me uní a los indios en la habitación principal del noviciado para considerar la oferta. Se hizo una ronda completa para que todos pudieran expresar su opinión acerca de aceptar la oferta o seguir luchando. Pronto resultó evidente que había una profunda división. Un grupo decía que habían ganado la batalla y que en consecuencia debían ceder y tragarse su medicina, pero algunos de los hombres más jóvenes querían resolver las cosas a tiros con la Guardia Nacional. Uno dijo: “Muramos como guerreros. Nuestros hijos se sentirán orgullosos de nosotros y recordarán que actuamos como guerreros”. Siguieron la ronda por el salón hasta que otro de los indios dijo: “¿Brando?”
Dije algo así: “Muchos de ustedes tienen un parche en el hombro o un tatuaje en los brazos. No dice “escritura y muerte”, dice “escritura o muerte”. Tienen la escritura; hicieron la transacción. Ganaron lo que querían y todos se desempeñaron con honorabilidad. Lo que también tienen, si viven, es una oportunidad de seguir luchando por su causa. Si quieren morir, vayan afuera y empiecen a disparar; los guardias los tomarán al pie de la letra y morirán en unos minutos. Pero la muerte es una salida fácil. Lo que dejan atrás es un montón de problemas para sus hijos. ¿Quién va a ganar dinero para pagar las necesidades de sus familias? Pueden morir, pero no agregarán nada a lo que ya han logrado. Les llevará una vida entera de dedicación enderezar los males que han sufrido durante cientos de años. Por eso digo: tomen la escritura y usen el tiempo”. Hubo unos pocos murmullos, pero nadie respondió y era el turno de hablar de otro.
Al final, decidieron no luchar y algunos de ellos después me comentaron que lo que les dije, “dice escritura o muerte, no escritura y muerte”, los había hecho cambiar de idea. Los arrestaron y nos llevaron a todos a Gresham escoltados por las tropas de la Guardia Nacional. En el camino, intenté hablar con uno de los guardias, pero se dio vuelta y me miró como si yo fuera un pedazo de carne podrida. Nunca he visto semejante odio en el rostro de un hombre. Todo había terminado excepto una cosa: los indios fueron a la cárcel pero nunca obtuvieron la escritura. Una vez más, habían hecho un tratado con el hombre blanco, que luego lo había violado. El incidente de Gresham fue una metáfora más de la relación de siglos entre el blanco y el indio.
No culpo a los que piensan de otra forma, pero nunca me ha parecido bien la idea de darles premios a los actores; sencillamente lo considero inadecuado. Los Oscar de la Academia y todo el batifondo que los rodea eleva la actuación a un nivel que no creo que merezca. La ceremonia tiene sus raíces en la obsesión hollywoodense por la autopromoción; la gente de la industria tiene pasión por rendirse tributo entre sí.
Cuando me postularon por El Padrino, me pareció absurdo ir a la entrega de los premios. Celebrar una industria que sistemáticamente ha representado mal y como seres malignos a los indios norteamericanos durante seis décadas, mientras en ese momento doscientos indios estaban sitiados en Wounded Knee, era escandaloso. Pero si ganaba el Oscar, me di cuenta que podía ofrecerle a un indio norteamericano la primera oportunidad en la historia de que hablara ante sesenta millones de personas, un pequeño resarcimiento por años de difamación por parte de Hollywood. De modo que le pedí a una amiga, Pequeña Pluma Sacheen, que asistiera a la ceremonia en mi lugar y le escribí una declaración para que la leyera en mi nombre denunciando el tratamiento a los indios y el racismo en general. Pero Howard Kock, el productor del espectáculo, la interceptó y, por propia decisión, se negó a dejarla leer mi discurso. En lugar de eso, bajo grandes presiones, tuvo que improvisar unas pocas palabras en nombre de los indios norteamericanos, y yo me sentí orgulloso de ella.
Mario Puzo me envió una copia de El Padrino poco antes de que se publicara, junto con una nota diciendo que si alguna vez se hacía una película sobre el libro, pensaba que yo debía ser Don Corleone, la cabeza de la familia de la mafia de Nueva York. Leí la nota, pero no me interesó. Alice Marchak recuerda que la tiré y dije: “No soy un padrino de la mafia”. Nunca antes había interpretado a un italiano, y no era bueno cuando me proponía desarrollar una caracterización. A esa altura, había aprendido que uno de los mayores errores de un actor es el de interpretar un papel para el que está mal elegido.
Pero Alice se llevó el libro a su casa, lo leyó y dijo que creía que yo debía aceptar el papel si me lo ofrecían. Después de que Puzo vendió los derechos del filme a Paramount y empezó a escribir el guión, me llamaba de tanto en tanto y me alentaba a reconsiderar la oferta, sin decirme que estaba presionando a favor de mí en Paramount, donde, como luego me informó, los ejecutivos estaban totalmente en contra de que yo interpretara el papel. La principal resistencia venía de Charles Bluhdorn, cabeza de la compañía matriz de la Paramount, Gulf&Western, y de Robert Evans, el jefe de producción. Bluhdorn creía algunas de las historias que había leído acerca de mis supuestos excesos en Motín a bordo y, dado que la Paramount había perdido un montón de dinero poco tiempo antes, no quería arriesgarse a perder más en El Padrino. Para Evans, yo era demasiado joven para interpretar a Don Corleone, quien en la historia iba de los cuarenta largos a los setenta. Yo tenía cuarenta y siete.
Cuando Mario me envió el libreto terminado, lo leí, así como su libro, y los dos me gustaron. A esa altura Francis Coppola había sido contratado como director y empezaba a rescribir partes del guión de Mario. También dijo que quería que yo interpretara el papel y sugirió que hiciera una prueba para convencer a los ejecutivos de la Paramount. Le dije que tenía mis propias dudas pero, también, que si cambiaba de idea se lo haría saber.
Fui a casa e hice algunos ensayos para satisfacer mi propia curiosidad acerca de si podía interpretar a un italiano. Me puse algo de maquillaje, me rellené las mejillas con Kleenex y elaboré una caracterización primero delante del espejo, luego en un monitor de televisión. Después de trabajar en eso, decidí que podía hacer una caracterización que sostuviera la historia. La gente de la Paramount vio la prueba, le gustó y así fue como me convertí en el Padrino.
Había algunos actores estupendos en la película, en especial Robert Dubai. Es uno de esos actores que nunca deja de arriesgarse, cosa que pocos actores hacen. Trabajan tanto para tener éxito que cuando llegan a la cima se vuelven cautos e intentan hacer lo mismo una y otra vez porque tienen miedo de interpretar un papel que se les quede pegado. Bobby ha demostrado que está dispuesto a arriesgarse y no le da miedo dónde va a aterrizar.
En un momento, Charles Bluhdorn amenazó con despedir a Francis Coppola –no recuerdo por qué-, pero le dije: “Si despides a Francis, me voy del filme”. Creo fervientemente que los directores tienen derecho a la independencia y la libertad necesarias para realizar su idea, si bien en lo fundamental, Francis dejaba las caracterizaciones en nuestras propias manos y teníamos qué imaginarnos qué hacer. Yo dejé de lado mucho de lo que había en el guión y creé el papel como me parecía que debía ser. Cuando haces algo así, nunca sabes si funcionará; a veces funciona, a veces no. Pero después de haber leído el libro, decidí que el papel de Don Corleone se prestaba perfectamente para no poner ningún énfasis. Más que retratarlo como un magnate, pensé que sería más efectivo interpretarlo como un hombre modesto, tranquilo, como era en el libro.
Pensé que resultaría interesante interpretar a un gangster, tal vez por primera vez en el cine, que no fuera como esos tipos malos que interpretaba Edward G. Robinson, sino como una especie de héroe, como un hombre que mereciera respeto. También, como tenía tanto poder y una autoridad incuestionable, pensé que sería un contraste interesante interpretarlo como un hombre suave, a diferencia de Al Capone, que le rompía la cabeza a la gente con bates de béisbol.
Todo lo relativo a la actuación exige la ilusión de espontaneidad. El rostro de un actor debe demostrar que está buscando las palabras, exactamente como ocurre en la vida real. La gente a menudo dice que un actor “interpreta” bien un personaje, pero ésa es una noción de aficionados. Desarrollar una caracterización no es simplemente asunto de ponerse maquillaje y vestuario y meterse Kleenex en la boca. Al actuar, todo viene de lo que uno es o de algún aspecto de quién es uno. Todo es parte de la propia experiencia. Todos tenemos un espectro de emociones en nosotros. Es muy amplio y es tarea del actor elegir de ese surtido de emociones y experiencias aquellas que son adecuadas para su personaje y para el argumento.
A través de la práctica y la experiencia, aprendí cómo ponerme en diferentes estados de ánimo y de actitud mental pensando en cosas que me hacían reír, enojarme, entristecerme o indignarme; desarrollé una técnica mental que me permitía abordar ciertas partes de mí mismo, seleccionar una emoción y enviar algo similar a un impulso eléctrico desde mi cerebro a mi cuerpo que me permitía experimentar la emoción.
En una toma general uno no tiene que preocuparse mucho por experimentar las emociones correctas; la acción física es lo que cuenta. La cámara está tan lejos que no captará las emociones que supuestamente uno experimenta, si bien aprendí que siempre es sabio controlar lo que hay detrás de uno; en una escena con un trasfondo abigarrado, el público puede perder con facilidad al actor, de manera que hay que hacer algo para ayudarlo a centrar su atención en uno. En un plano americano, el lenguaje corporal y la gesticulación física se vuelven más importantes, si bien hay que espolear un poco las emociones. Pero en el primer plano es donde realmente hay que sacarlas afuera. La actuación que uno hace allí se comunica mejor por el pensamiento, porque si uno está pensando bien, se percibirá. Si uno no está pensando bien, si uno está ocupado actuando, va muerto.
Corrección: “pensar” no es la palabra exacta; uno experimenta la emoción que quiere comunicar. Ahí es cuando uno remite al espectro de emociones y envía una señal del cerebro para experimentar una de ellas. El público tendría que compartir lo que uno está sintiendo en un primer plano. A menudo me he recordado a mí mismo que no estaba haciendo “palabras en movimiento”, sino “fotografías en movimiento”. En los primeros planos, el público está apenas a unos centímetros de distancia y el propio rostro se convierte en el escenario. Cuando la propia imagen es tan grande y el público tiene una perspectiva tan inmediata, el actor, si hace bien su trabajo, puede permitirle al público experimentar sus emociones en una forma íntima y personal.
Muchos artículos sobre El Padrino lo llamaron “mi vuelta al cine”. Nunca entendí qué querían decir, excepto que era una película en la cual interpretaba al protagonista que daba título al filme y que dio mucho dinero, mientras que varias de mis películas anteriores no. En Hollywood todo se mide en términos de dinero. Si hubiera actuado en una película estúpida que hubiera producido millones de dólares, me habrían felicitado por mi éxito en todas partes donde fuera. Pero porque una buena película como Queimada! no ganó dinero, se la consideró un fracaso.
En Hollywood te felicitan por tu capacidad para transferir efectivo del bolsillo del público al de ellos, porque ése es el único patrón del éxito. Cualquier película que gana dinero, no importa cuán estúpida, vulgar, infantil sea, es recibida como un triunfo.
Es diferente en otras partes del mundo, donde hacer películas de calidad es tan importante como el rendimiento de la boletería. Siempre ha sido un misterio para mí por qué países como Italia, Francia e Inglaterra, que han producido buenos directores y buenos actores, nunca han logrado captar una gran proporción del mercado cinematográfico. Hollywood todavía dirige ese mercado en todo el mundo. Es una tragedia.
En Ultimo tango en París –mi primera película después de El Padrino- interpreté a Paul, un norteamericano que recién ha quedado viudo, que vive una escabrosa aventura anónima con una francesa llamada Jeanne, interpretada por María Schneider. El director era Bernardo Bertolucci, un hombre sumamente talentoso y sensible, si bien, a diferencia de Kazan, no poseía formación actoral y no se ocupaba del desarrollo de los personajes. Esto simplemente se da o no, si bien Bernardo sin duda hizo algo poco común en esa película.
En general los actores tienen que adecuarse a la historia escrita por el libretista y adoptar las características que él crea, pero en Ultimo tango en París Bernardo adecuó la historia a sus actores. Que yo me interpretara a mí mismo, que improvisara constantemente y retratara a Paul como si fuera un espejo autobiográfico de mí mismo. Como él no hablaba demasiado inglés y no sabía nada del slang estadounidense, hizo que escribiera virtualmente todas mis escenas y diálogos, mientras nos comunicábamos en francés y por señas.
Ultimo tango en París me exigió una lucha emocional a brazo partido conmigo mismo y cuando terminó, decidí que nunca más iba a volver a destruirme emocionalmente para hacer un filme. Sentía que había violentado mi yo más profundo y no quería sufrir así nunca más. Como lo señalé antes, cuando he interpretado papeles que me exigían sufrir, tenía que experimentar el sufrimiento. No puedes aparentarlo. Quedé vacío y exhausto, tal vez en parte porque había hecho lo que Bernardo me pidió y una gran proporción del dolor que experimentaba era mío propio.
Cuando llegué a las Filipinas en el verano de 1976 para rodar mis escenas de Apocalipsis Now, el filme sobre la guerra de Vietnam basado en la novela de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas, Francis Coppola se hallaba alternadamente deprimido, nervioso y frenético. El rodaje estaba retrasado respecto del plan de filmación, él tenía problemas con el camarógrafo, no estaba seguro de cómo iba a terminar la película y el libreto era horrible. Guardaba poca similitud con El corazón de las tinieblas y la mayor parte no tenía sentido dramático.
Yo quería que Francis volviera al arguemento original de la novela, en la cual un hombre llamado Marlowe describe su viaje por el río Congo en busca de Walter Kurtz, quien una vez fue un joven idealista y que ha sido transformado por sus experiencias en una figura misteriosa y remota envuelta en lo que Conrad llamaba “ritos innombrables”. En el guión, Kurtz –mi papel- era la caricatura de un renegado, era blando, gordo, inmoral, borracho, un personaje estereotipado que había aparecido en cientos de películas. El papel tenía treinta páginas de diálogo y seguía y seguía sin ir a ninguna parte. Pensé que era un libreto idiota, pero no se lo dije a Coppola. En esas situaciones me parece mejor decir: “Esto puede estar bien como vas a hacerlo, pero me parece que nos estamos perdiendo una fija al no cambiarlo”.
“En El corazón de las tinieblas” –le dije- “Conrad usa a este fulano, Kurtz, casi como una figura mitológica, un hombre que es más grande que los demás. No lo desaproveches. Hazlo misterioso, distante e invisible durante la mayor parte de la película, excepto para nuestra mente. Lo que convierte al relato de Conrad en algo tan poderoso es que la gente habla de Kurtz durante páginas y páginas y los lectores se sienten intrigados por él. Nunca lo ven, pero es parte de la atmósfera. Es una odisea y él es El corazón de las tinieblas. Cuanto más se demora, más ocupa la mente de los lectores. Puede hacerse lo mismo en cine, pero tienes que apuntar a eso, convertirlo en una persona tan misteriosa que el público se haga cada vez más preguntas acerca de él hasta el final”.
Cuando Willard, el oficial del ejército interpretado por Martín Sheen, personaje basado en el Marlowe de Conrad, enfila río arriba y la gente le dispara, insistí en que ni él ni el público supieran si Kurtz va a aparecer y en que, en la medida en que Willard se va acercando cada vez más, su miedo se profundizara ante el misterio de lo que puede esperarle, tanto como en que el público debía compartir esos sentimientos con él. Willard no sabe si sobrevivirá al viaje por el río, y a medida que avanza pierde gradualmente confianza hasta que por fin encuentra a Kurtz, quien entonces puede representar la quintaesencia del mal. Si nos encerramos en el retrato de Kurtz que hace el guión, sería imposible centrarse en el misterio, aquello que es en verdad ominoso, pues lo que es verdaderamente ominoso debe permanecer invisible; cuando nunca se lo percibe de manera concreta, resulta más aterrador”.
Me ofrecí a rescribir mi parte basándome en la estructura original del libro y Francis se mostró de acuerdo. Pasé alrededor de diez días en una casa flotante reescribiendo y pensando qué aspecto debía tener mi personaje. Conrad describía a Kurtz como “impresionantemente calvo. El mundo salvaje le había dado palmaditas en la cabeza y, miren, era como una bola, una bola de marfil”. Sin avisarle a Francis, me afeité la cabeza, conseguí algunas ropas negras y probé algunas de las ideas con un camarógrafo y el equipo de iluminación. Hice que me fotografiaran bajo una luz excéntrica mientras hablaba oculto a medias en las tinieblas con una voz desencarnada; entonces le mostré los resultados a Francis, junto con mi cabeza rapada. Basado en estas pruebas, le pedí al equipo técnico que mostrara a Kurtz en las sombras. La primera vez que el público oye su voz, ésta surge de las tinieblas. Al cabo de largos momentos, hace una entrada en la cual sólo es visible su cabeza calva; luego se ilumina una pequeña parte de su rostro antes de volver a las tinieblas.
En un sentido, el mismo proceso se despliega en la mente de Kurtz: está en la oscuridad y las sombras, entrando y saliendo del infierno que se ha creado en la selva; ya no le queda un marco moral de referencia en ese mundo surrealista, que es perfectamente equiparable al de la delirante guerra de Vietnam.
Ha habido varias influencias importantes en mi vida. Filosóficamente, me sentido muy cerca de los indios norteamericanos; simpatizo con ellos, admiro su cultura y he aprendido mucho de ellos. Los judíos me abrieron la mente y me enseñaron a valorar el conocimiento y el aprendizaje, y los negros también me enseñaron mucho. Pero creo que los polinesios han sido la mayor influencia de mi vida a raíz de la forma en que viven.
En Tahití aprendí a vivir, aunque descubrí que nunca podría ser un tahitiano. Cuando fui allí por primera vez, tenía la ilusión de convertirme en un polinesio. Quería fusionarme con su cultura. Pero más delante me di cuenta de que no sólo mis genes eran diferentes, sino que el álgebra emocional de mi vida era inadecuado para convertirme en otra cosa que lo que yo soy, de manera que dejé de lado los intentos de asimilarme y, en cambio, sencillamente aprendí a valorar lo que tienen. Supongo que aprendía las mismas lecciones que aprendí de los judíos, los negros y los indios norteamericanos: uno puede admirar y amar una cultura, inclusive puede aferrarse a sus bordes, pero nunca puede llegar a ser parten de ella. Uno tiene que ser quien es.
Las diferencias entre la cultura polinesia y la occidental resultan evidentes. En los Estados Unidos pensamos que tenemos a nuestra disposición prácticamente todo, y subrayo la palabra “pensamos”. Poseemos grandes casas y automóviles, buena atención médica, jets, trenes y carriles de una sola mano; poseemos computadoras, buenas comunicaciones, muchas comodidades y ventajas. Pero ¿qué nos ha dado todo esto? Tenemos abundancia de cosas materiales, pero una sociedad exitosa da como resultado gente feliz, y me parece que creamos la gente más desgraciada de toda la tierra.
He viajado por todo el mundo y nunca he visto gente tan infeliz como la que vive en Estados Unidos. Tenemos abundancia, pero no tenemos nada y siempre queremos más. En la búsqueda del éxito material, tal como lo mide nuestra cultura, hemos dejado todo lo demás de lado. Hemos perdido la capacidad de producir gente alegre.
En Tahití hay más rostros risueños que en cualquier lugar adonde haya estado, mientras que nosotros pusimos un hombre en la luna pero producimos gente frustrada e iracunda. Lo que más admiro de los tahitianos es que son capaces de vivir el momento, disfrutar de lo que ocurre ahora. No hay celebridades, estrellas cinematográficas, hombres ricos o pobres; se ríen, bailan, beben, hacen el amor y saben cómo relajarse. Cuando estábamos haciendo Motín a bordo, una chica tahitiana del elenco extrañaba a su novio y decidió volver a su casa. EL productor le dijo: “No puedes irte; firmaste un contrato. Si lo haces, te haremos juicio”. “Bueno, tengo un perro y un par de cabras, pueden quedarse con ellos” –respondió la chica. “Entonces te haremos arrestar” –le retrucó el productor. “Está bien” –contestó, y se fue. Tuvieron que rescribir el guión: Hollywood no significaba nada para ella.
No puedo sacar conclusiones acerca de mi vida porque es un proceso es constante dspliegue y evolución. No sé lo que sigue. Estoy más sorprendido de cómo se fue dando que de cualquier otra cosa. Supongo que la historia de mi vida es una búsqueda de amor, pero más que eso, me he pasado buscando una forma de recuperarme por los daños que sufrí muy tempranamente y por defirnir mis obligaciones, si es que tenía alguna, para conmigo mismo y mi especie. ¿Quién soy? ¿Qué debería hacer con mi vida? Aunque no he encontrado respuestas, ha sido una odisea dolorosa, punteada por momentos de alegría y risa.
Si me hubieran amado y cuidado de forma diferente, habría sido una persona distinta. Viví la mayor parte de mi vida temiendo que me rechazaran y terminé rechazando a casi todos los que me ofrecieron amor porque era incapaz de confiar en ellos. Cuando la prensa contaba mentiras sobre mí, solía intentar mantener una imagen de indiferencia, pero en privado sentía una profunda herida. Ahora ya no me importa lo que cualquiera diga de mí. He alcanzado una honesta indiferencia respecto de las opiniones de los demás, salvo aquellos a los que amo y por los que siento una profunda consideración.
´No hay final para esta historia. Me haría feliz contarlo si lo supiera. Sigo siendo un enigma para mí mismo en un mundo que todavía me deja azorado. Mi mente siempre se tranquiliza cuando me imagino sentado por la noche en mi isla de los Mares del Sur, mientras sopla un viento suave, con la boca abierta y la cabeza hacia atrás, mirando esos puntos titilantes de luz, esperando que ese misterioso y silencioso rayo se expanda por el cielo negro y me deje de nuevo estupefacto. Ya no estiro la mano, pero nunca me cando de esperar el próximo suceso mágico.
Marlon Brando