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Ed. Crítica, año 1979. Tamaño 20 x 13 cm. Traducción de Carlos Manzano. Estado: Usado muy bueno. Cantidad de páginas: 266
El tema central de este libro es el honor. Lo componen ensayos escritos independientemente unos de otros durante los diez últimos años o más, pero representan el desarrollo de un punto vista único y de una preocupación común. Deben leerse en el orden en que aparecen presentados, porque los últimos capítulos dan por sentadas las conclusiones de los anteriores. Así, el capítulo 6, que trata de la hospitalidad sexual y muestra que desde el punto de vista de la teoría general aquélla debe ponerse en relación con las reglas del matrimonio, es el desarrollo de una tesis establecida en «La ley de la hospitalidad» (capítulo 5) y «El destino de Siquem» se basa no sólo en eso, sino también en el análisis del honor con que empieza el libro, y en «Los fundamentos morales de la ‘ familia» (capítulo 4).
La idea de hospitalidad sexual parecería a los pueblos modernos del Mediterráneo de lo más grosera, la antítesis misma del honor, de hecho, y a primera vista, la contradicción entre actitudes antiguas y modernas en relación con esa institución, a la que se prestado poca atención, es total, y, sin embargo, he intentado demostrar que era posible pasar de su práctica a su aborrecimiento. Para explicar esa inversión, no sólo hay que considerarla en relación con el establecimiento del monoteísmo —conexión expuesta elocuente y reiteradamente en el Antiguo Testamento—, sino también, y sobre todo, colocarla dentro del contexto del sistema de parentesco, pues la alianza permanente mediante el matrimonio y la alianza pasajera mediante la relación sexual son, las dos, formas del intercambio de mujeres. Ambas derivan de la importancia política atribuida al sexo. Si la zona que rodea al Mediterràneo es en tiempos históricos tan llamativamente diferente en su actitud hacia el matrimonio del resto del mundo, es porque en ella la política del matrimonio se ajusta a reglas diferentes de las que rigen los sistemas exogámicos. Pero el intento de explicar ese embrollo antropológico no puede pasar por alto la práctica anterior de la hospitalidad sexual. Mi tesis es que los orígenes del honor sexual mediterráneo van ligados a esa transición.
A diferencia de muchos de mis colegas británicos, me interesan mucho los orígenes, como pone de manifiesto la importancia concedida en este libro al Génesis y a La Odisea, pero no por eso creo yo que algo pueda explicarse calificándolo de «supervivencia». Al contrario, el concepto de supervivencia es una confesión de derrota ante el desafío de encontrar un sentido contemporáneo en algo. Antes bien, creo que las sociedades sólo pueden entenderse en el presente, como punto de transición entre un estado anterior y otro futuro; su estructura es siempre una transformación de lo que estaba vigente antes. El honor mediterráneo es el producto de una transformación de ese tipo. Desde luego, no es una concepción única y común a todos los pueblos que habitan a lo largo del litoral de ese mar —¿cómo podría serlo con semejante variedad de culturas?—, sino una premisa común que encontramos en todas las sociedades de esa zona en lo referente a las relaciones entre poder, sexo y religión; jerarquía, endogamia y lo sagrado son los tres principios que agrupa el concepto de honor. Así, pues, es un concepto con muchas facetas y, tal como explica el capítulo 1, eso es lo que le infunde su carácter y función esenciales y también lo que lo vuelve paradójico en el uso. Así, pues, las diferentes instituciones tratadas en estos ensayos están en relación con el honor de un modo o de otro, y ésa es la justificación para reunirlos en un libro.
Lleva el subtítulo de «Ensayos de antropología mediterránea», y, sin embargo, trata en gran medida de España, pues en este país es donde hice la mayor parte del trabajo de campo. Semejante amplitud de perspectiva justifica indudablemente unas palabras de explicación, pues no se podría dar por sentado simplemente que lo que es válido en relación con España lo sea en relación con el resto, aun en el caso de que fuera posible generalizar con respecto a la Península Ibérica, que, de hecho, abarca contrastes de cultura y estructura social casi tan marcados como la zona en conjunto. Además, su unidad cultural es hoy mucho menor de lo que fue hace dos mil años, cuando el Imperio Romano daba por lo menos una apariencia de homogeneidad. De modo que los primeros antropólogos, que eran especialistas en cultura clásica, tenían razones más claras para considerarlo como un todo que aquellos de nosotros que hace veintitantos años empezaron a enfocar de nuevo el Mediterráneo desde el punto de vista de la antropología social al realizar investigaciones empíricas que nuestros antepasados intelectuales, interesados sólo en el pasado antiguo, nunca imaginaron. Las disparidades con que nosotros nos enfrentamos son mayores que las de ellos, pero, si hemos llegado a hablar de antropología mediterránea, no ha sido por el obvio e insulso truismo de que el antiguo Imperio Romano comparte una herencia cultural común, sino porque hemos descubierto que nuestros problemas son suficientemente parecidos como para merecer una comparación detallada.
El Mediterráneo es, en primer lugar, un concepto de conveniencia heurística, no una «zona cultural» en el sentido dado a esta expresión por la antropología cultural americana. Y, sin embargo, vale la pena echar un vistazo a los rasgos comunes y a las diferencias para ver si no se trata de un simple recurso erudito. Indudablemente, no es uniforme y preciso geográficamente, pues las extensiones de tierra se dividen a lo largo de las líneas de la costa en Europa, Asia y África. Pero esas extensiones de tierra están diversificadas, a su vez, en la misma medida por lo menos, a pesar de que no existen líneas claras de división entre la Europa del sur y la del norte, entre Asia Menor y el resto de Asia y entre África del norte y las tierras que quedan al sur del Sahara. Los geógrafos franceses no dudan en hablar del Mediterráneo como de un estereotipo, pero quizá la mayor importancia de la geografía en relación con la cuestión no radique tanto en las semejanzas o desemejanzas del entorno cuanto en el hecho de que erige barreras contra las comunicaciones en el interior mucho más tremendas que las representadas por el mar. Todas las sociedades mediterráneas afrontan el mar y a sus enemigos —y clientes— del otro lado de él.
Además, políticamente, si el Mediterráneo perdió su unidad con la caída de Roma, los continentes que lo rodean no han conseguido establecer unidad alguna posteriormente, de modo que, si hubiéramos de utilizar el punto de vista de los estados nacionales, la alternativa es entre agruparlos de acuerdo con los criterios culturales o religiosos o lingüísticos del presente o con los de una época anterior. Para Fernand Braudel, en el siglo XVI el Mediterráneo era un mundo con características propias. La mayor parte del litoral ha sido en una u otra época tanto cristiano como musulmán —todo él ha sido cristiano y todo él, salvo la faja que va del golfo de Lyon al Adriático (y excluyendo Sicilia), ha sido musulmán— por lo que a la religión oficial se refiere, pero, si la antropología tiene algo que aportar al estudio del mundo civilizado, es profundizando por detrás de la fachada de las religiones oficiales y de las culturas nacionales para llegar hasta las poblaciones y comunidades que componen los estados nacionales, pero no necesariamente se ajustan a la imagen que éstos tienen de sí mismos.
Las continuidades culturales de las comunidades locales corresponden a las hegemonías impuestas sobre ellas, pero no se alejan fácilmente de su propio pasado, y menos que nada en los aspectos de la cultura que no pueden someterse al control oficial: las formas de pensar y los presupuestos subyacentes al comportamiento personal. En ese terreno es en el que la comparación entre zonas diferentes ha resultado más fructífera para los antropólogos y en él es en el que este libro aspira a hacer su contribución, al examinar los problemas generales del parentesco, de la familia y del honor. Así, pues, si he usado el término «mediterràneo» con bastante amplitud, ha sido con el fin de relacionar lo que he estudiado de cerca con la tradición general de esa parte del mundo. Los ejes de contraste varían: unas veces lo que digo es aplicable a muchos otros lugares además de al Mediterráneo, otras veces pongo en contraste la Europa mediterránea con las tierras al norte del Macizo Central y de los Alpes (donde hace mucho que se ha perdido el parentesco ritual y donde el código del honor es muy diferente en la actualidad); otras veces pongo en contraste al «Pueblo del Libro», a los descendientes de Abraham, cristianos, musulmanes y judíos, con el resto del mundo, pero, como no estoy intentando definir una zona cultural, sino encontrar los términos generales de análisis para ciertas instituciones que parecen importantes dentro de ella, no me parece que tenga importancia.
Teóricamente, se las podría relacionar con su distribución geográfica, observando en primer lugar las características estructurales generales de las comunidades mediterráneas: su cohesión moral y la ausencia de contraste entre ciudad y campo que fue tan importante en Inglaterra y en la Europa del norte (y del que surgió el concepto de «burguesía»), la importancia de la clase social, las formas de explotación agrícola y de comercio, etcétera, y después examinando las variaciones, pero ésa me parece una empresa demasiado vasta, a cualquier escala que se haga, y poco convincente, si no se hace a muy gran escala. Yo me he contentado con explicar sólo la estructura interna y con mostrar en ciertos puntos las conexiones entre ellos y con el concepto de honor, que realmente a muchos de nosotros nos ha impresionado por ser el aspecto cultural en que las márgenes cristiana y musulmana del Mediterráneo más tienen en común.
No obstante, si bien son semejantes, distan de ser idén¬ticas, y eso plantea un problema teórico que vale la pena examinar antes de pasar adelante: ¿qué se entiende o debe entenderse con la palabra «honor»? Mientras no salgamos de las culturas de las lenguas románicas, sabemos aproximadamente —pronto veremos hasta qué punto— lo que significa. Pero, ¿podemos hablar de honor en relación con culturas que carecen de esa palabra e incluso de cualquier otra de sentido equivalente? ¿Es una palabra que haya que incluir en el vocabulario analítico de la antropología o sólo una concepción que corresponde a nuestra civilización y que sólo puede exportarse a costa de cometer un etnocentrismo? Si optamos por limitarla a las zonas de lengua románica, seguimos con el problema de cómo definir analíticamente el comportamiento de quienes actúan impulsados por su idea del honor y de cómo analizar semejante comportamiento en otras culturas. Como quiera que lo expresemos, hemos de distinguir entre el honor como principio general de conducta que relaciona a los individuos con su comunidad y el honor como concepción particular que encontramos en la etnografía. Podría equipararse con la hospitalidad en el sentido de que, como he sostenido, existe una ley de la hospitalidad genera! y universal, pero cada cultura produce su propia variante, que se ajusta a la ley pero es diferente y a veces contraria a otras en sus prescripciones.
De modo, que en primer lugar existe una ley general del honor, como existe una de la hospitalidad, que recuerda al concepto de ley natural, salvo que se basa en la necesidad social y no en absolutos morales, y después los diferentes códigos del honor como los de la hospitalidad —semejantes a los códigos legales de naciones diferentes—, que proporcionan la base para la acción en un momento y lugar específicos. La no distinción entre los niveles etnográfico y analítico produce mucha confusión y el hecho de que las mismas palabras —como la inglesa law— puedan usarse en ambos no hace sino facilitar la confusión, por lo que podría ser oportuno limitar «honor» para el ámbito de las lenguas románicas y usar una palabra diferente en el nivel analítico. Podríamos patentar la palabra «analhon» para ese fin o podríamos calificar el honor en el nivel general como el principio dé supremacía moral personal: «PSMP», para abreviar. Pero eso sólo serviría para paliar, no para resolver, nuestra dificultad. Nos excusaría de calificar de honor el mana de los jefes polinesios y de atribuir ese concepto a los pueblos cazadores de cabelleras de Norteamérica y de Borneo, pero no resolvería el problema de que, aun así, existan diferencias a ese respecto entre los pueblos de Europa y, si hemos de hacer la menor comparación, eso nos obliga a pasar al nivel analítico.
Hablar de «analhon» o de «PSMP» provocaría la objeción opuesta de cargar una cuestión teórica de complicaciones obscurantistas cuando a lo único que nos referimos es al «honor». Pero en esta objeción hay algo más. Pues, si comparamos la Europa del sur con la del norte y con la del sudeste y con las costas más alejadas del Mediterráneo, resulta evidente que, mientras que el honor abarca una serie de conceptos muy diferentes en la Europa occidental y así ha sido siempre, en esas zonas encontramos una concepción muy semejante expresada en una serie de palabras muy diferentes, como la griega timé, las árabes horma, nif, etc., cuya estructura lingüística es diferente, a pesar de que corresponden esencialmente a los mismos valores. En el primer caso, la misma raíz da concepciones diferentes; en el segundo, la misma concepción recibe nombres distintos. Todos admitiríamos que la lengua está relacionada con la cultura, pero no es idéntica a ella, y equipararlas es eludir simplemente el problema de la traducción, pues el lenguaje pone limitaciones a lo que se puede decir, pero no indica a los hablantes lo que hay que decir; el problema de la traducción no es una «simple cuestión de palabras». Desgraciadamente, no existe un profiláctico eficaz contra sus peligros, y la invención de una jerga especializada, aunque puede ser necesaria cuando no exista un concepto en nuestra lengua que sea semejante ni siquiera aproximadamente —y eso explica la proliferación del vocabulario de la antropología en el terreno del parentesco, en el que así ocurre—, no es la solución en absoluto, cuando nuestro vocabulario ya es rico y nuestra dificultad surge, no de la pobreza del habla corriente, sino de la complejidad del concepto en cuestión. De hecho, se necesitaría tanto espacio como el de este libro para aclarar mínimamente las connotaciones de la palabra «moral» en el «principio de supremacía moral personal».
Así, que mejor será que, en lugar de inventar, estemos atentos y nos fiemos del contexto para aclarar los rasgos distintivos de los diferentes conceptos de honor. El modo como se ajusten a sus principios generales quedará manifiesto sólo cuando los examinemos en su marco social y los pongamos en relación con las otras concepciones de su sociedad. Pues los significados no son nunca algo dado, como en un diccionario, sino que son parte de una forma de vida y de un sistema intelectual; ahora bien, éste es en primer lugar un sistema vivido y solo después un sistema analizado con vistas a la comparación, operación que requiere principios generales. Por eso, el capítulo 1, dedicado a las generalidades, contiene las conclusiones que, de hecho, hay que sacar de los ensayos que forman el resto del libro, a pesar de que la mayoría de ellos se publicaron posteriormente.
INDICE
Prefacio
1- La antropología del honor
2- El honor y la posición social en Andalucía
3- El parentesco espiritual en Andalucía
4- Los fundamentos morales de la familia
5- La ley de la hospitalidad
6- Las mujeres y el asilo en el Mediterráneo
7- El destino de Siquem o la política de los sexos