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Ed. Tusquets, año 1994. Tamaño 20 x 13,5 cm. Edición, prólogo y notas de Pierre Speziali. Traducción de Manuel Puigcerver. Estado: Usado muy bueno. Cantidad de páginas: 476
La correspondencia Einstein-Besso pertenece a la historia de la física teórica contemporánea, la que va desde los orígenes de la teoría de la relatividad restringida, en 1905, hasta mediados de siglo. A decir verdad, no poseemos ninguna carta de los años 1905 a 1908, por la sencilla razón de que en esa época, Einstein y Besso trabajaban juntos en Berna, en la oficina federal de la propiedad intelectual. En cambio, tres largas misivas, fechadas en 1903, aportan revelaciones inesperadas sobre las preocupaciones científicas de Einstein poco antes de que elaborase los tres artículos que aparecerían en los Annalen der Physik en 1905 y que, como se sabe, harían converger sobre su autor la atención del mundo erudito.
Al final del artículo titulado «Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento», que es la primera exposición de la relatividad restringida, se puede leer esto: «Para terminar, debo decir que mi colega y amigo señor Besso me ha prestado constantemente su precioso concurso mientras yo trabajaba en este problema, y que le debo muchas sugerencias interesantes». Más tarde, en más de una ocasión, Einstein volverá a hablar bien, incluso muy bien, de Besso, a quien llamará su mejor amigo. Los biógrafos del gran físico no dejan de tener en cuenta estas declaraciones, pero convierten a Besso en un personaje algo misterioso, apareciendo en escena de vez en cuando para desaparecer en seguida. Y sin embargo, ninguna amistad fue para Einstein más continua, discreta y benefactora que la de su querido Michele, cuyo buen corazón corría parejo con una inteligencia siempre despierta yjina cultura y erudición casi sin límites.
En el momento de su primer encuentro, en 1897 en Zurích, Einstein tenía 18 años y Besso 24. Sus relaciones duraron hasta el final de sus vidas, acaecido con pocas semanas de diferencia, cincuenta y ocho años más tarde. Hecho notable, la última carta de Einstein a su amigo sobrepasa en longitud a todas las otras y parece un verdadero testamento científico. Si es verdad que en el plano de la física Besso fue un interlocutor valioso (¿cómo dudar de las palabras de Einstein?), es igualmente cierto que en el de la amistad fue el confidente fiel y el buen consejero, el alter ego con quien no se tiene secreto alguno, pues todo lo sabe escuchar y comprender: yo llegaría incluso a decir que fue el genio tutelar de Einstein. Las pruebas de estas afirmaciones abundan en su diálogo epistolar —prolongación de otras conversaciones de las que quedan algunos indicios en las cartas— que prosiguió sin descanso más allá de las fronteras terrestres y los mares, a través de dos grandes guerras, sobre los temás más variados: ciencias, filosofía, religión, literatura, política, economía, asuntos personales, preocupaciones por el presente o por el porvenir. La complejidad de algunos mensajes de Besso desafía la mejor voluntad del lector (y del traductor); en ellos, la forma elíptica de la expresión o, por el contrario, su prolijidad, se opone a veces al florecimiento de un pensamiento siempre denso y profundo. Einstein, cuyo estilo posee siempre una claridad ejemplar, no vacila entonces en quejarse de estas oscuridades y en reclamar iluminación.
Si, mediante una lectura atenta, se mira más de cerca, se ve perfilarse dos personalidades diferentes pero complementarias: una, preocupada de asir el cómo del universo, la otra, el porqué de su propio ser. Es cierto que la suerte fue cruelmente pródiga en vicisitudes para uno de ellos y más propicia a una existencia pacífica para el otro, pero esto no explica nada, y nos damos cuenta de lo que hay de arbitrario y de estrecho en la comparación precedente. Y sin embargo, será preciso tenerla en cuenta para comprender y apreciar plenamente lo que constituye la unidad, el valor y también el incomparable encanto de la correspondencia Einstein-Besso, y para extraer de ella la lección de gran cordura y sensatez que contiene.
En el otoño de 1946 conocí al ingeniero Michele Besso, que vivía entonces en el campo, cerca de Ginebra, después de haberse jubilado en 1939. Yo acababa de ser nombrado ayudante de matemáticas en la Facultad de Ciencias, lo que comportaba también la obligación de ocuparse de la biblioteca. En lo que se refiere a las funciones de biblitecario, confieso haber consagrado más tiempo a compulsar los libros por mi propia cuenta y a discutir con los lectores que no al trabajo de clasificación y al cuidado del catálogo.
Ocurría que el jueves por la mañana, a una hora temprana a la que casi nadie venía nunca, un viejecito de barba blanca y de mirada muy dulce hacía regularmente su aparición en la ciudad de los libros. En su figura de profeta bíblico se leía el placer de encontrarse allí, entre sus amigos los libros, y de encontrar de nuevo ese olor indefinible de papel, de cuero y de polvo antiguo, después de haber tenido que desafiar, tal vez, el viento y la lluvia para no faltar a la cita. La vida y la obra de los grandes hombres le apasionaban; a veces me hablaba de su gran amigo de Princeton. No sabría decir con certeza si nuestras conversaciones tenían lugar en italiano o en francés, lenguas que dominaba tan bien como el alemán; es probable que empleásemos la primera, ya que las cartas de él que tengo —se le ocurría escribirme entre dos visitas—están redactadas en italiano. Durante una hora o más, manteníamos mil conversaciones en las que la literatura y la historia ocupaban tanto espacio como las ciencias exactas. Después sacaba en préstamo uno o dos libros y se marchaba, pero no a casa, sino a un curso o a una conferencia.
Todavía hoy me pregunto cuáles son los cursos universitarios a los que Besso no asistió entre 1939 y su muerte: tal vez los de la Facultad de Medicina, pero no estoy absolutamente seguro. Para él, seguir un curso significaba tomar notas concienzudamente, hacer preguntas al profesor (casi siempre más joven que él), pasar las notas del curso a limpio en su casa, comprar libros y llenarlos de notas y de comentarios. Se veía igualmente a Besso en la Sociedad de Filosofía y en la de Física y de Historia Natural; su última comunicación a los físicos, un «Ensayo de visualización de la estructura de un espació-tiempo», fue presentada el 2 de julio de 1953, cuando tenía ochenta años.
En el verano siguiente le visité en su casa, lejos de los ruidos de la ciudad. Sentados en el jardín, a la sombra de un árbol grande, hablamos sobre todo —conservo el vivo recuerdo— de la obra de Carnet Reflexiones sobre la potencia motriz del fuego, de la que él poseía una antigua edición. Incluso me leyó algunos pasajes del libro. «Sabemos tan pocas cosas», me decía. Pero ¿se refería al fuego o a los secretos de la vida humana? Cuando quise despedirme, insistió en acompañarme hasta la carretera, y tomamos la senda que conduce a ella. Allí nos separamos. Después de haber dado un centenar de pasos, volví la cabeza y vi a Michele Besso inmóvil. Tuve entonces la clara impresión de que todavía tenía algo que decirme. Algunos metros más allá, la carretera hace curva y una pared tapa la vista hacia atrás.
Michele Besso no volvió más a la biblioteca matemática. Hacia fines de junio de 1961 —poco más de seis años después de la muerte de Michele Besso, acaecida el 15 de marzo de 1955—, informaba yo a René Taton, que se hallaba en Ginebra haciendo investigaciones en la biblioteca de esta ciudad, de la existencia de una correspondencia Einstein-Besso que podría presentar cierto interés para la historia de la física contemporánea. El señor Taton me animó vivamente a hacer las gestiones necesarias y a emprender la eventual publicación de estos documentos, cuya extensión o valor real, a decir verdad, yo no sospechaba en aquel momento.
Pensándolo bien, quizá tenía allí—me decía yo— la ocasión única de rendir homenaje a la memoria de Besso, y fui a exponer a su hijo, señor Vero Besso, mis intenciones y mi proyecto. El señor Vero Besso, que es la cortesía en persona, dio su conformidad y me confió 17 cartas de Einstein a su padre, de las que seis se remontaban a 1918, mientras que las otras correspondían a los años 1950-1954. En su opinión, todavía debía haber otras cartas guardadas en el sótano de su casa de campo, en unas cajas que habían viajado desde Roma a Trieste y después desde Zurich a Berna antes de llegar a Ginebra. Diversos contratiempos nos hicieron aplazar el examen de dichas cajas —aproximadamente quince— hasta el otoño del año siguiente.
Ciertamente no olvidaré jamás las tardes de finales de septiembre de 1962 pasadas en un ambiente encantador, en el mismo lugar donde había oído a Michele Besso disertar sobre la obra de Camot; tardes laboriosas y apasionantes en su comienzo, melancólicas después a la hora del ocaso, en el curso de las cuales comprendí lo que había sido el esfuerzo desesperado de un hombre a la búsqueda de la verdad, tanto en las obras llamadas inmortales como en el trato con sus semejantes. Millares de libros, en su mayor parte anotados, millares de cartas (¡eh, que una racha de viento se me lleva una!), centenares de cuadernos sobre los asuntos más diversos… ¿bastó todo ello para apagar una tal sed de conocimientos? No, no puedo creerlo, y estoy seguro de que no fue en los libros donde Besso encontró lo que buscaba.
Sea como fuere, era el momento de abrir aquellas cajas, en las que la humedad había empezado a hacer estragos y hasta las ratas habían iniciado su deplorable tarea. Encontramos 58 cartas de Einstein y, además, numerosas minutas de Besso; descubrimos también que Besso había estado en relación epistolar con Enriques, Gonseth, Grossmann, Schrddinger, Seelig, Solovine, Stodola, Weyl, Zangger y algunos más.
Nuestra preciosa colección se había enriquecido considerablemente. Más tarde, el señor Vero Besso nos anunció en más de una ocasión que había encontrado nuevos documentos. Su número y contenido podían ya justificar una publicación, tanto más cuanto que, por mediación del señor Taton, habíamos recibido de la señorita H. Dukas, antigua y devota secretaria de Einstein en Princeton, las fotocopias de las cartas originales de Besso. Un examen muy meticuloso de otros archivos y cajones, efectuado en 1968, nos permitió encontrar otras veinte cartas de Einstein, entre las cuales figuran las más antiguas, las fechadas en 1903. Disponíamos entonces, en total, de 110 cartas de Einstein y 119 de Besso. Después de haberlas copiado, traducido y anotado, llegamos a la conclusión de que incluso la más corta de ellas añade algo original al conocimiento y a la comprensión de Albert Einstein, de su vida y de su obra.
INDICE
Presentación
Introducción de Pierre Speziali
Notas a la Introducción
CORRESPONDENCIA
Primer período 1903-1923
Segundo período 1924-1939
Tercer período 1940-1955
Apéndices
Documento
Indice onomástico