Ed. Planeta, año 1999. Tamaño 23 x 14,5 cm. Usado excelente, 198 págs. Precio y stock a confirmar.
La idea de este homenaje nació una tarde de verano, cuando comenzamos a advertir que las posibilidades de elección, en el año del Centenario, estaban francamente acotadas. Ya trabajábamos en una página para Internet -este recurso que Borges no conoció pero cuyas posibilidades de entrecruzamiento y coincidencia le hubieran seguramente fascinado-, comenzaban los ciclos de conferencias sobre los temas clásicos de la obra borgiana, cuando pensamos que podría haber otras maneras, otros públicos, y sobre todo, el desafío de dejar una marca en la literatura misma.
Así fue como convocamos a los escritores a quienes se les propondría la idea de escribir a partir de un cuento de Borges. El primero en acercarse fue Isidoro Blaisten, y agradezco sus consejos de amigo y de gran escritor. Luego fueron llegando otros, y la propuesta fue recibida con gran entusiasmo. La selección fue hecha pensando en un perfil de escritor ya definido, capaz de imponer su escritura al tema elegido.
Los rechazos de algunos escritores son, quizás, una manera de corroborar que la idea de la reescritura vuelve a plantear algunos interrogantes permanentes e imposibles de responder: de dónde surge la motivación de un texto, si se ubica en el orden de lo consciente o no, en qué medida es posible para el propio autor reconocer a sus posibles maestros, qué proporción ocupa, en la motivación, el deseo de originalidad. Borges se planteó desde el comienzo todas estas preguntas. Y les dio respuesta aceptando que no existe la creación ab nihilo.
Sí, en cambio, la posibilidad de dar una nueva vuelta de tuerca a los materiales, como él mismo los llama, «eternos». Una historia, una idea, la pregunta de un filósofo, el miedo de un hombre. «Se dice que los hombres, en el curso de los años, siempre han repetido dos historias: la de una nave perdida que busca a través de las olas del mar una isla bienamada, y la de un dios que se hace crucificar sobre el Gólgota», escribe en su cuento “El informe de Brodie”.
Pero la idea de un homenaje a través de la reescritura se desprende del significado de la propia obra de Borges. Nadie como él practicó esta manera de resignificar complejamente aquellos temas que él juzgó eternos, pero a la vez, comprometiéndose en una creación innovadora y sobre todo, asumiendo el trabajo de la escritura como el único camino posible para la literatura.
Resulta difícil abstenerse de traer aquí los argumentos teóricos que permiten comprender en qué se diferencia la copia de la reescritura, y en qué medida la consciencia del escritor borra los difusos límites entre la tradición y las influencias, por un lado, y sostiene la voluntad de adscribirse a una poética definida ya por otros autores.
Dice Borges en el prólogo a una antología de textos de Gibbon, «al cabo de un tiempo el historiador mismo deviene de la historia». Aquí los escritores han sido por un momento Borges, han tenido que aceptar sus reglas. Los que tomaron textos en los que la historia tiene un peso considerable (May Lorenzo Alcalá y Mempo Giardinelli, que reescriben respectivamente «Guayaquil» y «La forma de la espada») han sabido identificarse con el narrador original, aquel del cuento primero, transformando la materia narrada en algo que conocen desde su propia historia.
Otros, los que eligieron los relatos más clásicos -«El Aleph», «Emma Zunz», «El Zahir», «La espera», «El inmortal», «Hombre de la esquina rosada»- transfieren al nuevo relato la inquietud del lector que en Borges entrevió algunas respuestas acerca de la creación, la magia y el misterio de la muerte y la memoria.
José Sazbón rehízo el camino de un Pierre Menard ubicado en el centro de la polémica ideológica previa al surgimiento del fascismo y centrada en el nuevo pensamiento de las izquierdas filosófíco-críticas. Con una minuciosidad admirable, reconstruye un ámbito intelectual de los años veinte y recupera la posibilidad de reescribir sin repetir. En el año 1981 tuve el privilegio de leerle este cuento al mismo Borges, con el que formé parte de un jurado literario. Su sorpresa fue enorme, pero no le gustó, probablemente por temor a convertirse ya en la posteridad, ser materia de un cuento al que él mismo tuviera que juzgar.
Otro de los que publicamos hoy, «Beatriz Viterbo», de Isidoro Blaisten, también participó de este concurso, y fue seleccionado entre los diez finalistas. A Borges le pareció ingenioso, y sobre todo, le gustó que fuera una historia de amor sin decirlo. No sé qué hubiera pensado si alguien le hubiera leído hoy los cuentos de Marta Mercader y de Eduardo Gudiño Kieffer. Probablemente estos cuentos son los que más libremente practican la reescritura: Mercader transforma la historia al insuflarle una perspectiva femenina, y Gudiño recrea una escena de picaresca urbana contemporánea, donde desaparece la tragedia del recelo fraternal para dibujarse paródicamente un personaje femenino que en el cuento «La intrusa» es una alusión.
Luisa Valenzuela eligió una camino distinto del planteado al convocarla, inventando una síntesis que emplaza al escritor Borges, reprochándole haber tomado sus ideas de los textos de otras mujeres. En tiempos en los que la lectura corre serios riesgos, no quiero dejar pasar la oportunidad de advertir que, quizá, Borges fue el último lector de una época.
No volverá a existir por mucho tiempo, hasta que cambie la manera de producir y valorar los libros, el ávido consumidor de todo lo distinto, salvo por el hecho de que si alguien decide consumir todo lo que se publica, alcanzará su objetivo leyendo o creyendo leer cosas que ya leyó.
Este carácter de fantasma que adquiere el texto en una cultura de mercado no fue percibido por Borges, que elegía de acuerdo con su errática voluntad o su personal búsqueda del placer intelectual.
Escribe Sazbón por mano de su Pierre Menard: «Víctima de un plagio, y para neutralizarlo, Cervantes escribe la segunda parte, que termina poco antes de morir: en ella, el plagio real movilizará su agudeza paródica y lo autorizará a explorar la naturaleza dual y contradictoria del libro como objeto circulante: el mimetismo de la diferencia suscitado por su deriva entre lectores-reproductores que estorban la fijación de una autenticidad unívoca. Solo la parodia neutraliza el plagio parece ser su testamento estético».
Cambiando las palabras, diríamos que la reescritura confiere un aire nuevo a los textos. En un fin de siglo en el que cunde la desesperanza y los lectores son pocos, quizá la misión del escritor sea, no sólo la búsqueda de nuevos textos, sino también el compromiso de abrir a nuevas lecturas aquellos que fueron.
Indice:
Prólogo: Borges, el último lector, por Josefina Delgado.
1- Isidoro Blaisten: Beatriz querida.
2- Carlos Dámaso Martínez: El Kadmon.
3- Mempo Giardinelli: La otra forma de la espada.
4- Angélica Gorodischer: La mujer de Elimelec.
5- María Granata: El Zahir.
6- Eduardo Gudiño Kieffer: La intrusa.
7- Liliana Heker: Una vez en la vida.
8- May Lorenzo Alcalá: Guayaquil.
9- Juan José Manauta: Ajenjo para tres.
10- Juan Martini: La última morada.
11- Marta Mercader: Los intrusos.
12- José Sazbón: Pierre Menard, autor del Quijote.
13- Alicia Steimberg: La ventana de Emma.
14- Luisa Valenzuela: El otro libro.