Precio y stock a confirmar
Ed. La Fábrica Editorial, año 2009. Tamaño 22 x 15 cm. Incluye más de 100 fotografías en blanco y negro sobre papel ilustración. Estado: Usado muy bueno (presenta dos desgarros en la tapa). Cantidad de páginas: 302

Por Robert Capa

«Por un lado, los objetivos de la Compañía B parecían interesantes. Acompañarlos parecía una apuesta bastante segura. Por otro, conocía bien la Compañía E, y el reportaje que hice junto a ellos en Sicilia había sido uno de mis mejores trabajos de la guerra. Estaba a punto de decidirme por una de las dos cuando el coronel Taylor, que estaba al mando del 16° Regimiento de Infantería de la 1a División (la fuerza de ataque), me informó de que el mando del regimiento seguiría de cerca a las primeras oleadas de infantería. Si lo acompañaba, no me perdería la acción y a la vez estaría un poco más a salvo. Aquello me sonó a caballo ganador y a apuesta equilibrada: dos a uno a que esa noche seguiría con vida.

Si en este punto de la historia mi hijo me interrumpiera para preguntar «¿Cuál es la diferencia entre un corresponsal de guerra y cualquier otra persona de uniforme?», tendría que responder que el corresponsal de guerra bebe más, liga más, gana más y tiene más libertad que un soldado, pero que a esas alturas de la guerra, tener la libertad de elegir dónde estar en cada momento y tener la posibilidad de ser considerado un cobarde sin ser ejecutado por ello constituían para él una tortura. El corresponsal de guerra tiene en sus manos su mayor apuesta, su vida, y puede elegir el caballo al que apostarla, o puede guardársela en el bolsillo en el último segundo.

Yo soy un jugador. Decidí acompañar a la Compañía E en la primera oleada.

Una vez tomada la decisión de acompañar a las primeras tropas de asalto, intenté convencerme a mí mismo de que la invasión sería pan comido y de que toda la historia del «muro occidental impenetrable» no era más que propaganda alemana. Subí a la cubierta y eché un largo vistazo a la cada vez más lejana costa inglesa. La isla se desvanecía en un resplandor verde pálido que me tocó la fibra sensible, de modo que me uní a la legión de escritores de cartas de despedida. Mi hermano heredaría mis botas de esquí y mi madre podría invitar a alguien desde Inglaterra para que la acompañara. La idea era repugnante y decidí no enviar la carta. La doblé y me ñla metí en el bolsillo de la pechera.

Entonces me uní al tercer grupo. A las dos de la mañana interrumpió nuestra partida de poker la megafonía del barco. Metimos el dinero en riñoneras impermeables y se nos recordó con toda brusquedad que el Desembarco era inminente.

Me engancharon por el cuerpo una máscara antigás, un salvavidas hinchable, una pala y algunos otros artilugios, y yo añadí mi muy caro Burberrys, que llevaba doblado sobre el brazo. Era el invasor más elegante de todos.

El desayuno inmediatamente anterior al desembarco se sirvió a las tres de la mañana. Los chicos de cocina del U. S. S. Chase, de inmaculada chaqueta blanca, sirvieron tortitas, salchichas, huevos y café con un celo y atención inusuales. Pero los estómagos previos a la invasión estaban preocupados, y la mayor parte de sus nobles esfuerzos quedaron en los platos.

A las cuatro se nos reunió en la cubierta superior. Las barcazas se balanceaban colgadas de sus grúas, esperando ser descargadas. Dos mil hombres formaban en perfecto silencio a la espera del primer rayo de sol. Lo que quiera que pensaran parecía una especie de letanía.

Yo permanecí en pie también en silencio. Pensé un poco en todo: en campos verdes, nubes rosadas, ovejas pastando, en todos los buenos momentos, y también en conseguir las mejores fotos que pudiera. Ninguno parecía en absoluto impaciente y diría que a nadie habría importado permanecer así, en la oscuridad, durante un buen rato más. Pero el sol no tenía forma de saber que este día era distinto a los demás, y siguió su horario habitual. Los de la primera oleada comenzaron a abordar su barcaza, que descendió hasta la superficie del agua como un ascensor a cámara lenta. El mar estaba encrespado y todos quedamos empapados antes incluso de que la barcaza se separara del buque nodriza. Estaba claro que Eisenhower no conseguiría guiar a su gente a través del canal con los pies secos, ni con nada seco
en realidad.

Los hombres empezaron a vomitar al instante. Pero ésta era una invasión cuidadosamente preparada y en la que primaba la buena educación: se habían dispuesto bolsas de papel al efecto. Pronto las náuseas se aplacaron. Yo imaginé que estábamos ante la madre de todos los Días D de la historia.

La costa de Normandía estaba aún a millas de distancia cuando oímos el primer zumbido inconfundible. Nos agachamos, cara a la mezcla de agua y vómito que cubría el piso de la barcaza, así que ya no vimos más la cada vez más cercana orilla. La primera barcaza, que ya había descargado sus tropas en la playa, se cruzó con nosotros de camino al Chase. El piloto, un negro de sonrisa feliz, nos saludó con el signo de la victoria. Ya había luz suficiente para hacer fotos, así que saqué mi primera cámara Contax con su protección de hule. El fondo plano de la barcaza embistió suelo francés y el piloto hizo descender la compuerta de acero. Ahí, entre grotescos obstáculos de acero que erizaban el agua, se extendía una fina franja de tierra cubierta de humo: nuestra Europa, la playa Easy Red.

Mi bella Francia se ofrecía sórdida y poco acogedora. No tardó en aguarme el regreso una ametralladora alemana que pronto comenzó a acribillar la barcaza. Los soldados se sumergieron hasta la barbilla. El agua por la cintura, los fusiles de asalto listos para disparar y los obstáculos y el humo de la playa como trasfondo formaban una escena perfecta para el fotógrafo. Me detuve un segundo en la pasarela con la intención de tomar la primera foto seria de la invasión. El piloto, con una comprensible prisa por salir pitando de allí, pensó que estaba sufriendo una comprensible inseguridad y me ayudó a decidirme con una patada muy bien ajustada al culo. El agua estaba fría y la playa quedaba a más de cien metros. Las balas abrían pequeños huecos en el agua a mi alrededor. Intenté alcanzar el primer obstáculo de acero. Un soldado se cobijó tras él a la vez que yo y por unos minutos compartimos refugio. Él le quitó el impermeable al fusil y comenzó a disparar sobre la playa humeante sin esforzarse demasiado en apuntar. El sonido de su fusil le dio el coraje necesario para avanzar y me dejó el refugio para mí solo. Ahora tenía medio metro más de espacio, y me sentía más seguro como para hacer fotos de los otros muchachos, que se escondían como yo.

Era todavía muy temprano y había poca luz para obtener buenas fotos, pero el gris del mar y el cielo volvieron muy eficaces a los muchachos, que seguían esquivando balas desde los surrealistas obstáculos fruto de los cerebros a los que Hitler había encomendado diseñar medidas antiinvasión.

Terminé mis fotos. El agua se sentía helada bajo los pantalones. No muy convencido, intenté salir de detrás de mi escondrijo de acero pero en cada intento una ráfaga me perseguía. Cincuenta metros más adelante asomaba por encima de la superficie uno de nuestros vehículos anfibios, medio quemado. Decidí que ése sería mi próximo parapeto. Calibré la situación. Mi elegante chubasquero, que ya pesaba en el brazo, no tenía mucho futuro. Lo tiré y salí en busca del anfibio. Llegué a él abriéndome paso entre cadáveres flotantes. Me detuve para tomar unas pocos fotos más y luego reuní fuerzas de flaqueza para dar el último salto hasta la playa.

La orquesta alemana atacaba ahora el tema con todos sus instrumentos. Yo no encontraba hueco entre las balas y los obuses que barrían los últimos veinticinco metros hasta la playa. Me quedé detrás de mi anfibio repitiendo una frasecita en español que había aprendido en los días de la Guerra Civil: «Es una cosa muy seria. Es una cosa muy seria».

La marea estaba subiendo y el agua ya empapaba la carta de despedida que llevaba en el bolsillo de la pechera. Llegué por fin a la playa escudándome en los dos últimos soldados. Me tiré boca abajo y toqué con ella la arena de Francia. Besarla no me apetecía.

Jerry tenía todavía mucha munición y yo deseaba fervientemente que me tragara la tierra y salir un rato después. Las posibilidades de que aquello ocurriera eran cada vez menores. Giré la cabeza y me encontré nariz con nariz con un teniente que había estado sentado a mi mesa la última noche de poker. Me preguntó si yo sabía lo que él estaba viendo. Le respondí que no y que no creía que pudiera divisar mucho más allá de mi cabeza. «Te voy a decir lo que veo —susurró—, veo a mi madre en el porche de mi casa, saludándome y agitando mi póliza de seguro».

Saint-Laurent-sur-Mer debió de haber sido en tiempos un destino de vacaciones gris y barato para maestros de escuela franceses. Hoy, el 6 de junio de 1944, era la playa más fea del planeta. Agotados por el mar y por el miedo, nos tumbamos en una estrecha franja de arena húmeda, entre el agua y el alambre de espino. La pendiente que hacía la playa nos protegía en cierta medida de las balas de las ametralladoras y los fusiles, siempre que nos quedáramos tumbados, pero la marea nos empujaba hacia el alambre, donde nos podrían acribillar a sus anchas. Me arrastré hasta donde se encontraba mi amigo Larry, el capellán irlandés del regimiento, quien blasfemaba mejor que cualquier aficionado. «¡Maldito medio gabacho!», gruñó. «Si no querías estar aquí, ¿por qué carajo volviste?» Reconfortado así por el clero, saqué mi segunda Contax y empecé a disparar sin asomar la cabeza.

Desde el aire, Easy Red debía de parecer una lata de sardinas abierta. Las fotos hechas desde el ángulo de esta sardina no mostraron más que botas mojadas y caras verdes. Por encima de éstas, un trasfondo de humo de metralla, tanques quemados y barcazas hundidas. A Larry le quedaba un cigarro seco. Yo busqué la petaca en el bolsillo y se la ofrecí. El inclinó la cabeza hacia un lado y tomó un trago por la comisura del labio. Yo también me las apañé con la comisura.

El siguiente obús cayó entre el alambre y el mar, y todas las piezas de metralla encontraron un cuerpo en que incrustarse. El cura irlandés y el médico judío fueron los primeros en levantarse en Easy Red. Hice la foto. Cayó otro obús, aún más cerca. Yo no me atrevía a quitar el ojo del visor de mi Contax y disparaba frenéticamente una y otra vez. Treinta segundos después, la cámara se atascó: se había terminado la película. Rebusqué en el macuto en busca de otro rollo. Lo encontré, pero mis manos mojadas y temblorosas lo echaron a perder antes de que pudiera colocarlo en la cámara.

Me detuve por un momento y fue entonces cuando empecé a pasarlo mal.

La cámara vacía me temblaba en las manos. Era un nuevo tipo de miedo el que me sacudía el cuerpo de pies a cabeza y me crispaba la cara. Desenganché la pala e intenté cavar un hoyo, pero la pala dio en piedra, así que me deshice de ella tirándola con rabia. Los hombres que me rodeaban estaban inmóviles. Sólo los muertos de la orilla daban vueltas empujados por las olas. Un pequeño barco encaró el fuego enemigo y de él surgieron un puñado de enfermeros con cruces, rojas pintadas en los cascos. No fui yo quien pensó ni quien decidió. Simplemente, me incorporé y corrí en dirección a la barcaza. Me metí en el mar entre dos cadáveres; el agua me llegaba al cuello. La revuelta marea me golpeaba el cuerpo y las olas me abofeteaban la cara por debajo del casco. Sostuve las cámaras por encima de mí y de repente caí en la cuenta de que estaba huyendo. Intenté volverme, pero no podía volver a enfrentarme a esa playa. «Voy a subir al barco para secarme las manos», me dije a mí mismo.

Alcancé el barco; de él salían los últimos médicos. Subí a bordo y según alcanzaba la cubierta sentí una sacudida y de repente me vi cubierto completamente de plumas de ave. «¿Qué es esto? —pensé—, -quién está matando pollos?». Entonces vi que habían volado la superestructura; las plumas provenían de los rellenos de los chalecos salvavidas de la tripulación. El capitán lloraba. Su asistente había volado literalmente en pedazos encima de él.

El barco empezó a escorar, así que el capitán decidió comenzar a separarse lentamente de la playa para intentar llegar al buque nodriza antes de que nos hundiéramos. Yo bajé a la sala de máquinas, me sequé las manos y les puse nuevos rollos a las cámaras. Subí de nuevo a la cubierta a tiempo de tomar una última foto de la playa cubierta de humo. Luego fotografié a la tripulación mientras se hacían transfusiones de sangre en la cubierta. Una barcaza pasó junto a nosotros y nos evacuó del barco que ya comenzaba a sumergirse. Pasar a los heridos graves del barco a la barcaza con mar crespo fue una tarea difícil. Ya no tomé más fotos; estaba demasiado ocupado transportando camillas. La barcaza nos llevó por fin al U. S. S. Chase, el mismo buque del que había salido seis horas antes, y desde el que estaba desembarcando la última de las oleadas de la 16.a de Infantería. La cubierta, no obstante, estaba ya repleta de muertos y heridos que habían sido rescatados.

Ésa era mi última oportunidad para volver a la playa. No lo hice. Los chicos de la cocina que a las tres de la mañana de la noche anterior nos habían servido el café en chaqueta blanca, las manos enfundadas en guantes también blancos, estaban cubiertos de sangre y se esforzaban en coser las bolsas blancas de los cadáveres. Los marineros izaban camillas desde barcazas a punto de hundirse. Empecé a hacer fotos. Entonces, todo empezó a volverse confuso…

Me desperté en una litera. Estaba desnudo y me habían tapado con una gruesa manta. Tenía sujeto al cuello un trozo de papel en el que ponía «Caso de agotamiento. Sin placas de identificación». La bolsa de mi cámara estaba en la mesa, y yo recordaba quién era.

En la segunda litera había otro joven desnudo con los ojos clavados en el techo. Su etiqueta sólo decía «Caso de agotamiento». «Soy un cobarde», dijo. Era el único superviviente de los diez tanques anfi¬bios que habían precedido a las primeras oleadas de infantería. Todos esos tanques se habían hundido en el encrespado mar. El muchacho insistió en que debía haberse quedado en la playa. Yo le contesté que yo también.

Los motores ronroneaban: nuestro barco volvía a Inglaterra. El muchacho y yo pasamos la noche golpeándonos el pecho, insistiendo en que el único cobarde era uno mismo, y que el otro no tenía culpa de nada.

Por la mañana, el barco atracó en el puerto de Weymouth. Una jauría de periodistas hambrientos que no habían obtenido permiso para acompañar a las tropas durante la invasión nos esperaba a la entrada muelle para conseguir las primeras historias directamente de los hombres que habían alcanzado la cabeza de playa y habían vivido para regresar. Supe que el otro fotógrafo asignado a Omaha Beach había vuelto hacía más de dos horas y que no pisó la playa: ni siquiera llegó a dejar el buque. Y ya iba camino de Londres con su impresionante triunfo.

Fui tratado como un héroe. Me ofrecieron volver a Londres en avión y contar mi experiencia en la radio, pero aún tenía un recuerdo demasiado vívido de la noche, así que decliné la oferta. Guardé los rollos, me cambié y volví a la cabeza de playa en el primer barco disponible.

Siete días más tarde, me enteré de que las fotografías que había tomado en Easy Red se consideraban las mejores del desembarco. Sin embargo, un emocionado asistente de laboratorio había aplicado demasiado calor al secar los negativos; las emulsiones se fundieron y se destintaron ante los ojos de toda la oficina de Londres. De ciento
seis fotos que había tomado en total, solo se pudieron salar ocho. Los pies de foto de las fotografías, desenfocadas por el calor, decían que las manos de Capa habían temblado violentamente».

Robert Capa, por Richard Whelan

Robert Capa fotografió cinco guerras: la Guerra Civil Española (1936-1939), la resistencia que China ofreció a la invasión japonesa y que cubrió en 1938, la Segunda Guerra Mundial en sus escenarios europeos (1941-1945), la Primera Guerra Arabe-Israelí (1948) y la Primera Guerra de Indochina (1954). Nadie ha fotografiado jamás la guerra con tanta valentía ni tan intensa compasión.

Nació como Endre Friedmann en Budapest, el 22 de octubre de 1913, en el seno de una familia judía de clase media que regentaba una elegante sastrería. Su hermano Kornell, quien también se convertiría en fotógrafo con el nombre de Cornell Capa, nació en 1918.

En mayo de 1931, cuando tenía diecisiete años, Endre fue arrestado por pertenecer a un movimiento estudiantil de izquierda que actuaba contra el régimen protofascista del almirante Miklós Horthy. Pasó la noche en el calabozo y al día siguiente, gracias a la influencia ejercida por la esposa del jefe de policía, fiel cliente de los Friedmann, el padre de Endre hizo liberar a éste con la condición de que abandonara el país tras los exámenes finales de bachillerato que estaban por celebrarse. En julio, Endre partió a Berlín, en cuya Hochschule für Politik se inscribió ese otoño con el objetivo de estudiar periodismo (y no fotografía). Al poco tiempo, sus padres no pudieron seguir pagándole los estudios, debido a la depresión económica mundial. Obligado a abandonar la escuela, su primera opción al buscar empleo fue recurrir a los compatriotas húngaros que residían en la ciudad. Endre terminó trabajando como chico de los recados para la excelente agencia gráfica Dephot y fue rápidamente ascendido a asistente de cuarto oscuro, y de ahí a aprendiz de fotógrafo.

En noviembre de 1932, la agencia lo envió a Copenhague para fotografiar a un exiliado, Lev Trotski, quien iba a dar una conferencia ante un auditorio de estudiantes. El reportaje publicado fue un gran éxito, pero, antes de que pudiera sacar ningún provecho del mismo, el fotógrafo tuvo que huir de Alemania. Era marzo de 1933 y Hitler acababa de asumir poderes dictatoriales. Endre obtuvo por fin permiso para regresar a su casa en Budapest, pero el otoño siguiente partiría de nuevo, esta vez en dirección a París. No tardó en conocer, en los cafés de Montparnasse, a otros fotógrafos como Imre Kertész, David Seymour (Chim) o Henri Cartier-Bresson, con quienes pronto trabó amistad.

En el otoño de 1934, André (como por entonces se hacía llamar) conoció a Gerda Pohorylle, una judía alemana refugiada. Se enamoraron y al poco ya vivían juntos. Ella mecanografiaba sus pies de foto y consiguió un trabajo en la agencia que lo representaba; él, por su parte, le enseñó a manejar la cámara.

En la primavera de 1936, viéndose enfrentados a una grave escasez de demanda, André y Gerda decidieron crear un personaje: un glamuroso fotógrafo de éxito procedente de Estados Unidos, al que bautizaron como Robert Capa. Cuando Gerda hacía sus rondas por las redacciones, contaba que las fotos de André eran del tal Capa, e insistía a los redactores en que les estaba haciendo un enorme favor al darles la oportunidad de comprar el trabajo de aquel esquivo genio. Gratamente impresionados (para suerte de la pareja), los redactores compraron las fotografías y las publicaron.

El apellido Capa fue al parecer una adaptación del de Frank Capra, el director de Hollywood cuya obra maestra, «Sucedió una noche», protagonizada por Claudette Colbert y Clark Gable, ganó en 1934 el Oscar a la mejor película y también los premios al mejor director y mejores actor y actriz protagonistas. El nombre Robert parece también estar relacionado con el cine, en concreto con Robert Taylor, quien en 1936 encarnó al amante de Greta Garbo en «Camille». Gerda, por su parte, cambió su apellido a Taro, que tomó prestado del joven artista japonés Taro Okamoto, quien por entonces vivía en París.

El misterioso Capa no tardó en ganar celebridad. Cuando se destapó la maña, André llegó a la conclusión de que tendría que adoptar el nombre de su personaje y vivir de la reputación de este fenómeno imaginario.

En agosto de 1936, con veintidós años, Capa cubría la Guerra Civil Española con una exhaustividad y un apasionamiento muy característicos. Sería en su primer viaje cuando hiciera la famosa fotografía de un miliciano de la República siendo fatalmente abatido en combate, imagen publicada internacionalmente con enorme éxito.

Gerda Taro, que en numerosas ocasiones colaboró con Capa en España pero que trabajaba cada vez más asiduamente como fotógrafa independiente, se quedó en Madrid durante 1937, mientras Capa volvía a París a atender unos asuntos. Atrapada en la confusión de la retirada mientras cubría los combates de Brunete, Taro fue aplastada por un tanque republicano. Capa, que esperaba casarse con ella, nunca llegó a superar del todo aquella desgraciada pérdida.

En 1938, reacio a volver a la guerra que había matado a la persona que más amaba, Capa pasó seis meses en China junto al cineasta neerlandés Joris Ivens, documentando la resistencia que había comenzado a organizarse el año anterior frente a la invasión japonesa. Puesto que Japón era aliado de Alemania, la guerra de China era considerada por muchos como el frente oriental de la lucha antifascista, mientras España era el occidental.

Ese otoño, Capa regresó a España para cubrir la partida de las Brigadas Internacionales, fotografiando las batallas de Mora de Ebro y del Segre, ambas en el frente de Aragón. En diciembre, la prestigiosa revista británica «Picture Post» publicaba ocho páginas de fotografías bélicas firmadas por un Capa de apenas veinticinco años, que fue proclamado por esta misma publicación como «el mejor fotógrafo de guerra del mundo».

Poco después del final de la Segunda Guerra Mundial, Capa y sus amigos Henri Cartier-Bresson, Chim, George Rodger y William Vandivert fundaron «Magnum», una agencia fotográfica de carácter cooperativo. Capa consagraría de entonces en adelante gran parte de su tiempo a dirigir las oficinas de «Magnum» de París y Nueva York. Dedicaba especial entusiasmo a los fotógrafos jóvenes, a quienes invitaba a unirse a «Magnum». Los trataba como una prolongación de su propia familia, y se esforzaba por conseguir proyectos para ellos, los animaba, los aconsejaba, les prestaba dinero y los llevaba a fiestas a cenar. Capa se había convertido en ciudadano estadounidense en 1946; no obstante, permaneció en París entre finales de los cuarenta y principios de los cincuenta. En esa ciudad disfrutaba de una vida llena de glamour: tardes en las carreras, noches en night-clubs rodeado de mujeres hermosas y eternas veladas de poker con John Huston o Gene Kelly como compañeros de mesa.

A finales de los cuarenta, Capa comenzó a colaborar en varios proyectos con amigos literatos. Pasó el verano de 1947 viajando por la Unión Soviética junto a John Steinbeck. El libro fruto de ese viaje, «Un diario ruso», yuxtaponía los textos de Steinbeck con las fotografías de Capa. Al año siguiente, la revista «Holiday» envió al periodista Theodore H. White y a Capa a Hungría y a Polonia. Y en 1949, éste trabajó junto a Irwin Shaw en el libro «Informe sobre Israel».

En abril de 1954, Capa pasó tres semanas en Japón como invitado de la agencia de publicidad Mainichi Shimbun, con el fin de prestar asesoramiento en el lanzamiento de una nueva revista fotográfica. Durante su estancia, se dedicó a fotografiar niños en Tokio, Osaka, Kioto y otros lugares. Mientras estaba en Japón, «Life» le propuso pasar un mes en Indochina para sustituir a un fotógrafo que había regresado a Estados Unidos, proyecto que Capa aceptó. El 25 de mayo de ese mismo año, Capa acompañaba a un convoy francés en una misión de evacuación de dos puestos que habían quedado a merced del enemigo en el delta del río Rojo. Durante una pausa en la marcha, Capa se adentró en uno de los campos aledaños a la carretera para fotografiar a un grupo de soldados franceses. Pisó una mina antipersonal y murió en el acto.

John Steinbeck escribió lo siguiente para una retrospectiva en homenaje a la obra de Capa publicada en «Popular Photography»: la guerra es ante todo una emoción. Pero consiguió fotografiar esa emoción a base de disparar el obturador donde esa emoción se experimentaba. Era capaz de mostrar el horror de todo un pueblo en el rostro de un niño. Su cámara atrapaba y guardaba la emoción. La obra de Capa es en sí la imagen de un gran corazón y una compasión sobrecogedora. Nadie podrá ocupar su lugar. Nadie puede ocupar el lugar de ningún gran artista, pero tenemos la suerte de poder ver las cualidades de Capa hechas fotografía. Viajé y trabajé mucho con Capa. Posiblemente tuvo amigos más cercanos que yo, pero nadie lo quiso más. Le encantaba mostrar una actitud desenfadada y despreocupada hacia su trabajo. Esa actitud era engañosa. Sus fotografías no son accidentes y la emoción que reside en ellas no es azarosa. Capa podía fotografiar el movimiento, la felicidad, el desengaño. Podía fotografiar el pensamiento. Capturó un mundo, su mundo».

INDICE
Robert Capa, por Richard Whelan
Prólogo, por Cornell Capa
Introducción, por Richard Whelan
LIGERAMENTE DESENFOCADO
Biografía