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Ed. Cocultura, año 1996. Tamaño 23,5 x 17,5 cm. Incluye 40 fotografías en blanco y negro y el programa de sala del Teatro Matacandelas donde se estrenó la obra. Estado: Usado muy bueno. Cantidad de páginas: 80
Una agrupación como la nuestra que ha sobrevivido todos estos años en el milagro de su propio esfuerzo, de «la venta» de funciones y de la autoexplotación, no puede brindarse el lujo de dedicar lapsos muy amplios de tiempo en la investigación, mucho menos brindarse la oportunidad del experimento. De ahí que nuestro humilde teatro colombiano -como reflejo contundente del conjunto social al que pertenece- sea un teatro de repertorio, un teatro de urgencia, espontáneo (en el mal sentido de la palabra). De
ahí también el porqué nuestros mejores grupos se ahogan en la estrechez e igualmente nuestros más expertos y dotados actores están ahora vendiendo su figura y su voz a las repetitivas banalidades dramatizadas de la televisión.
Para nosotros la tarea de investigar y «ponerle cuerpo» a las ficciones de Andrés Caicedo suponía penetrar a un universo que de entrada desconocíamos y que la más difícil de todas las tareas era poder entregarle al espectador de teatro una aproximación a su poética. Nos parecía, y nos sigue pareciendo, que la fuerza de su narrativa está no en las historias que relata sino en el punto
de vista, en su frescura juvenil.
El impulso de COLCULTURA a través de su programa de becas en este aspecto significaba la posibilidad de disponer del tiempo y los recursos necesarios para abordar esta nueva aventura teatral. También queríamos, por otra parte, trabajar en una realización que en gran medida suponga un testimonio de 16 años de labor escénica del teatro Matacandelas, aniversario que queremos celebrar tejiendo un inventario de lenguajes teatrales, una summa estética, y de contera, un reconocimiento al más informal y rebelde de nuestros autores literarios.
Habíamos entrevisto desde el inicio un relato con una gran aproximación al lenguaje teatral, y la prueba de ello es que su autor había mantenido a lo largo de su corta existencia un pulso de lucha entre el teatro y el cine. Pelea que ganó felizmente la literatura.
En ella se encuentran a flor de palabra y a veces de manera recóndita, como códigos subterráneos, las virtudes de un dramaturgo o de un guionista cinematográfico; por ello el lector atento podrá descubrir la libertad formal de un creador que a impulso animal quería convertir toda su obra en una sola partitura.
Hoy con utópica suposición nos preguntamos qué habría pasado si Andrés Caicedo hubiera continuado poblando su laberinto citadino con aquellos personajes que a partir de Angelitos Empantanados empiezan a repetirse una y otra vez desde una sola peripecia, el drama de la adolescencia.
Captar este drama fue su máximo hallazgo. Para él MADUREZ es sinónimo de vejez; mientras la sociedad burguesa proclama los valores supremos de su organización, «TRABAJO, DISCIPLINA Y DINERO», el romántico, que siente la insignificancia de su existencia frente a la poderosa maquinaria invencible reivindica para sí otros valores corrosivos: los sueños, la indisciplina, la noche, la holganza. «Te harás hombre detrás de un mostrador», es la consigna mercantilista de una sociedad que juzga a un ser humano por su habilidad para conseguir, a cualquier costo, el dinero.
En esta línea se sitúa la obra caicediana. Es la obra de un romántico, de un maldito. Su suicidio es el gusto de una voluntad íntima que sella esta condición, no quiere traspasar las fronteras de su juventud, se desaparece, siente que está alcanzando
la madurez, se niega a formar parte de lo establecido, se niega a ser parte de un país de «viejos», pues sabe que esa dictadura senil excluye la vida y preserva un ORDEN, sabe muy bien que las guerras las arman los viejos para que los jóvenes se maten entre sí.
No en vano la profunda admiración y la continua mención de Caicedo sabre «Billy the Kid». Casualmente en el Nº 2 de OJO AL CINE, Miguel Marías, corresponsal español de la revista haciendo una crítica sobre la película «Pat Garret y Billy The Kid», de Sam Peckinpah, hace una semblanza del bandido adolescente que puede aplicársele como anillo al dedo a nuestro autor caleño: «Billy
The Kid» es el adolescente equistado, un hombre que no ha sabido y/o querido dejar de ser un adolescente, y que -en consecuencia- es a la vez tímido y agresivo, introvertido y exhibicionista, ingenuo y desesperado, violento y suave, irreflexivo y cauteloso, imprudente y cobarde, irresponsable y victima de un complejo de culpabilidad, sexualmente ambivalente, hasta cierto punto lúcido e inconsciente, chico e idealista, retador y sumiso, rebelde y conformista; inestable en suma y emocionalmente desequilibrado (…) condiciones enraizadas en su falta de madurez y en la época histórica que le ha tocado vivir: como Arthur Rimbaud, Georg Trakl, Paul Verlaine (…). Billy the Kid fue un romántico tardío (…)».
La obra de Caicedo contiene sutilmente pero de manera rotunda una crítica de las condiciones sociales y políticas. Una lectura «a vuelo de pichón» nos revela una literatura pintoresca, fragmentada, tamizada por el modernismo del lenguaje coloquial urbano y apretada por la cotidianidad, pero esta narrativa va más allá y nos pone frente a una descripción y a un enfoque de lo que es la sociedad colombiana en la época bautizada como período de la pos-violencia (pos-violencia: como si alguna vez hubiéramos dejado
de matarnos): desarraigo, nihilismo, carencia de identidad, desgobierno.
Caicedo es inteligente y sabe que nada puede contra el «Sistema», entonces se dedica a «sabotearlo», a inyectarle pequeñas gotas de
veneno intelectual. Lo hace a través de distintos medios: El teatro, el cine, la novela, el cuento. Opone a la cultura oficial el gesto airado de unos valores que lo destruyen a él también: el Pop, los Rolling Stones, «agúzate que te están velando» de Ricardo Ray, Lovecraft, Poe, las pastas, la marihuana, los hongos…
Frente a un mundo «Fashionable», de reptadores, de lagartos y oportunistas que se vanaglorian de su estirpe y de su astucia, él se opone pensando que es preferible alcanzar «la anónima decadencia», es preferible «bajar, desclasarse» y aconseja ingerir de todo aquello que sea malo para el hígado, incluyendo «mango viche con sal y hongos», convocando a los jóvenes a morir temprano, a «precisarle una cita a la muerte». ¡cuanta desesperanza!
Es la maldición de nuestro Lautreamont colombiano.
Se puede aprender a escribir novela o verso, lo que no puede nadie aprender es a tener «duende». Caicedo lo tenía. Es el poeta maldito que contribuye a base de destruirse él mismo, todo lo contrario del poeta autosatisfecho que trata de construir obra para lograr status social.
No nos imaginamos hoy a un Andrés gozando del prestigio de escritor o desempeñando un importante cargo, viviendo su vida como Vedette, o como aquello que han hecho de nuestro ilustre Nobel: la figura decorativa de los cócteles capitalinos. El «No accedas a los tejemanejes de la celebridad, si dejas obra, muere tranquilo, confiando en unos pocos buenos amigos», es del más puro corte Pessoano, un autor que seguramente Andrés nunca oyó mencionar. Los entusiastas de Joyce dijeron que si Dublín desapareciera podría reconstruirse a partir del Ulysses. Hoy con mucha mayor exageración pensamos que en tal eventualidad podría reconstruirse Cali a partir del Opus Caicediano.
Toda su obra tiene por escenario esta ardiente ciudad del occidente colombiano, ciudad que aparece reinventada (por otra parte es hasta hoy el único caso en la literatura colombiana de una ciudad reinventada). En su ensoñación Andrés Caicedo vivió una ciudad de ficción, la construyó a la medida de su fuga mental, la pobló de adolescentes y a los adultos les otorgó roles secundarios, como especies de fantasmas engendradores de ángeles. ¿Cómo era posible armar una poética de un ambiente tan fútil, tan aburridor, como el medio colegial?
La novela ANGELITOS EMPANTANADOS se compone de tres extensos monólogos, «El pretendiente», «Angelita y Miguel Angel» y «El tiempo de la ciénaga», que configuran la historia de dos jóvenes colegiales, Angelita Rodante y Miguel ANgel Valderrama, pertenecientes a la burguesía caleña.
Dos muchachos de bien, de gran solvencia económica que incluso se dan el lujo de habitar hogares muy bien custodiados por la policía y que no guardan ningún conflicto extraordinario, ni se ven amenazados por ninguna fuerza extrema. Es una historia con jóvenes sin historia, como tantos otros jóvenes burgueses, que pasan sus días en el aburrimiento de asistir a clases e ir a fiestas o a fincas de amigos los fines de semana. Son como los describe el autor, jóvenes cuya ambición a los 15 era completar la serie:
nadar, manejar carro y montar a caballo.
El amor entre Angelita y Miguel Angel, por otra parte, no tiene ninguna otra particularidad que lo distinga del común. Es un amor vulgar, casi niño, donde está presente el juego de las palabras y el juego escolar y apenas despuntan, levemente, los primeros requiebros sexuales.
Sin embargo sus propios privilegios constituyen su drama. El cariño familiar es reemplazado por la custodia policíaca. En Angelica Rondante la riqueza no la exonera de una situación familiar difícil: un hermano estúpido, un padre borracho, una madre frustrada.
En Miguel Angel Valderrama, una madre joven entregada a la pena de no sé sabe qué, que nunca se levanta de la cama y que huye del sol, que vive en la añoranza de un pasado glorioso. Y el paisaje es de muerte. La muerte del río Cali; el fin de una ciudad
habitable; la muerte de 65 muchachos con la crecida del Río mientras un solo de trompetas en el Grill Latino; la desaparición de
Solano Patiño al parecer atropellado por un camión; la muerte de Raimundo, el muchacho que le diera el primer beso a Angelita y
cuya boca olía a manzana, muerto para robarle un reloj de oro, la muerte en vida de Irma la dulce; la muerte de Antonio Rondante Carevaca- el hermano belfo de Angelita que lo encuentran debajo de la cama con hojas secas amontonadas y que vivió espantado del
Barón Jimenez -ese liberal que regresa de la tumba a vengarse de los Conservadores-, la muerte en vida de El Pretendiente, el enamorado romántico de Angelita que conoce los tormentos del infierno por el despecho; la desaparición de Berenice, esa prostituta que sale de la páginas de Poe y que le enseña a Miguel Angel sus turgencias y las delicias de la carne; la muerte de la sirvienta de los Valderrama Ríos apuñalada una y mil veces («he tenido que matar a una vil sirvienta para dar cumplimiento a mi destino fatal, ya no me servirás más el café frío», dice su asesino) y finalmente la muerte de los protagonistas en los cuales el fatum
aparece de improviso.
Sólo resta esperar que el espectador disfrute tanto de «Angelitos empantanados», de la misma forma en que nosotros hemos disfrutado la puesta en escena. Aquí está la poética de estos «Angelitos», arrancada del libro y expuesta a lo sonoro y lo visual, ojalá el menos desfavorecido en la aventura sea el propio autor, él es inocente, cualquier crimen es nuestro.
En este pasatiempo de leer a Andrés Caicedo, rebujar en lo que fue su vida y hacernos a una memoria que nos permita entender mejor su obra y su circunstancia personal, y a propósito de la puesta en escena en preparación de su novela Angelitos Empantanados, el Teatro Matacandelas se trasladó a Cali en el mes de Julio de 1994. Queriamos no sólo desandar los pasos de Andrés, los paisajes que habitaron sus días -La Sexta, la Plaza Versalles, la avenida Estación, el Río Cali, Santa Teresita-, también queríamos llegar hasta la residencia de la Calle de la Escopeta, una casa semicampestre en Ciudad Jardín que construyeron
sus padres tres años antes de su muerte.
La importancia de la reunión se justificaba. Allí iban a estar Hernando Guerrero, amigo de adolescencia, Ramiro Arbeláez, albacea de su obra teatral -una obra que permanece inédita, con una historia todavía sin narrar-, su padre Carlos Alberto, su madre Nellie y María Victoria su hermana.
Amigos y familiares, a petición nuestra, han abierto las puertas de sus recuerdos y han puesto en nuestras manos materiales inéditos valiosísimos, manifestando además su consentimiento y expectativa por lo que pueda ser la puesta en escena de la novela.
Por fin, a diecisiete años de su muerte, un equipo de actores en buen número y con una acreditada trayectoria empieza a estudiar a profundidad su vida y su obra con el propósito de hacer una versión teatral abierta a múltiples recursos estéticos -iluminación, música, diálogos, escenografías-, apartándonos de algunos intentos dramatúrgicos -pocos en realidad- que han signado a ésta como una literatura proclive a los conocidos montajes monologados. Digamos que por primera vez en este país una novela suya va a ser puesta a prueba en el escenario.
Otro hecho para mencionar lo proporciona la circunstancia de que no se trata de escoger y llevar a escena algunas de sus obras teatrales o algunas de sus ingeniosas adaptaciones de Ionesco, o Triana, o Pinter o Vargas Llosa. Es en este caso la escogencia de una serie de relatos a la cual el autor, con una predilección especial, trabajó una y otra vez durante dos años, insistiendo incluso con el rodaje de un film aficionado en compañía de Carlos Mayolo. Film un poco casero y nunca terminado como es natural en una época en donde hacer cine era -bueno, tampoco es que sea tan diferente hoy- una «goma» de lunáticos entusiastas.
Perseveró de una y otra forma en éstos sus más queridos Angelitos adolescentes que viven sumergidos en el pantano de las drogas, o de un futuro incierto; angelitos destinados a la irremediable madurez, a la porquería, a la alienación del trabajo, a las angustias de las madrugadas; angelitos niños para siempre perdidos en un país de adultos. Caicedo fue el angelito mayor que creó un reino de púberes en las otras orillas de la existencia haciendo suya la consigna baudelaireana: descontento de mí y descontento de todos.
La reunión familiar iba a tener lugar allí en la casa de la calle de la Escopeta en horas de la tarde. Lo que otrora fuera una intuición, hoy en día, a fuerza de oírlo, es una convicción en su familia: Andrés Caicedo es un caso insular en nuestra modesta literatura nacional.
Convencidos de que las circunstancias dramáticas de su muerte se podrían convertir en un obstáculo para penetrar en el recuerdo de Andrés, decidimos dejar ese capítulo para la ansiedad de quienes disfrutan más de la anécdota que de su obra. Por otra parte, estamos en el convencimiento de que el autor de Que viva la música cumplió cabalmente aquello que años más tarde su padre desentrañó con brillantez: Andrés se educó donde quería, vivió como ambicionaba y murió cuando quiso.
Para su madre es todavía un dolor reciente el hacer referencias suyas. En los otros hay una nostálgica tristeza al mencionarlo. No es ajeno tampoco el orgullo al hablar de este infante terrible, el más maldito de nuestros escritores, que prefirió seguir viviendo a través de una imagen en la memoria. Por ninguna parte se menciona la palabra «muerto», mucho menos «suicidio». Como un acuerdo secreto, la conversación prefiere otras instancias que tejen otras formas de la palabra. No se dice «cuando murió» sino cuando aquello, no se dice escribió tal cosa antes de morir sino escribió tal cosa antes de que pasara lo que pasó.
Para quienes lo conocieron en vida y palparon su hondo vértigo, su siempre compulsiva actividad, es extraño que hoy se hable de alguien como si estuviera muerto. Morir y dejar obra, ¿no es seguir viviendo?
Se nos viene a la memoria, como de soslayo, las palabras de Fernando Pessoa a propósito de Sa Carneiro, también suicida en una
edad que frisaba la de Caicedo, «mueren jóvenes quien los dioses aman, nada nace grande que no nazca maldito. Este murió joven porque los dioses le tuvieron mucho amor».
Dejamos entonces que la conversación y el recuerdo se vayan por caminos imprevistos. Allí el sol caleño -tan caicediano- y al frente un frondoso palo de mango -fruta tan caicediana- Lo sembré para Andrés -apunta su madre-, le encantaban los mangos
Se hace inevitable el camino de la conversación para reiterar una vez más su entrañable amor por el Cine, no se perdía una de Sam Peckinpah -asegura su hermana- de entre todos los films que yo recuerde el prefería «Duelo al sol», de King Vidor, era enfermo por el «western». Y Nellie, su madre, refuerza: Desde muy niño me hacía llevarlo una y otra vez a ver «El Llanero Solitario». Se hace énfasis en cómo detestaba al tres veces impotable Woody Allen, su recurrencia por «Rebelde sin causa», las veces que vio su preferida «Pat Garret y Billy the Kid», de Peckinpah, justamente la consideraba una gran película (se sentía un poco el niño Billy); la apatía por Passolini y el marcado gusto por Buñuel, Hitchcock, Jerry Lewis, Polanski, Wilder y Penn; no le agradaba para nada «El último tango en París», detestando a Marlon Brando, a quien consideraba un bruto con suerte, con su voz apagada y ese gesto tan repetitivo con la mano «como espantando moscas». El Cine fue una pasión desbordada que alimentó todo su universo literario, hasta el punto de crear en ese marasmo urbano de la Sultana su CALIWOOD, una especie de ciudad de cartón, un paraíso para los viciosos del cine.
Llegaría, sin embargo, a considerar al final de su corta vida que el libro miente y el cine agota, y por eso que viva la música.
Se habla de la Fundación Andrés Caicedo, su perspectiva de publicar en pocos días su voluminosa obra de crítica cinematográfica, obra que aparece en borradores, en publicaciones eventuales de suplementos literarios, revistas internacionales y sobre todo en los cinco breves números de OJO AL CINE, revista de la cual fue fundador, promotor, diagramador, redactor, entrevistador y finalmente director. Unica publicación en su momento dedicada exclusivamente a la actividad fílmica en el país.
Adrés no fue el sesudo erudito que transmitía al lector un cine que sólo conocía de referencias o como mera extensión de un archivo, vivió el cine desde la oscuridad de la sala y su labor crítica es el intento de arrancar al espectador de la ficción de la butaca para llevarlo al goce de la contemplación inteligente. Hoy se cuenta cómo su presencia de infaltable espectador era reconocida hasta por el personal de las salas de cine en Cali. Se iba hasta Palmira para ver cine. Lo llamaban a veces los mismo operadores de los teatros para avisarle que no se perdiera la última proyección de tal o cual película que sabían que le encantaba, recuerda Hernando Guerrero.
Hablamos también de los proyectos para publicar de la Fundación, de las desdichas a las que ha estado sometida su obra a cuenta de las editoriales. Hablamos de la conocida y multimillonaria editorial colombiana que imprime y reimprime como descosida entregando a los propietarios de los derechos de autor unos tardíos porcentajes risibles. Su padre nos revela cuánto ha recibido a nombre de derechos de autor y la risa y la rabia nos hacen lanzar la palabra prohibida.
Hablamos también del arrume de fotografías donde se resalta al mechudo promotor de cinceclubes, muchas de ellas revelan al que no es, en cambio me encanta una fotografía que le tomaron en Silvia, ahí está seco de la risa. Me encanta verlo en esa foto, dice María Victoria.
La reunión se distiende. No es una reunión triste. Por el contrario, empiezan a fluir las anécdotas y las risas son frecuentes. El recuerdo del «atravesado» parece que hiciera olvidar lo que hubiera de dramático en la rememoración.
Nellie -dice Carlos Alberto Caicedo- contales a ellos la anécdota de García Márquez, andá contales. Y Nellie Estella de Caicedo se da su gusto, refiriendo: «Esto me pasó una vez que yo fui a Cartagena. Estaba en un hotel pegado a la casa de García Márquez. Allí me encontré con Margarita Garrido, que es muy amiga de mis hijas. Ella estaba trabajando con él en unas traducciones o no sé qué y yo le mandé saludos a García Márquez con ella. Por la noche yo me encontraba en mi cuarto en piyama y me disponía a dormir, cuando oigo que me llaman y me dicen que abajo estaba García Márquez y que quería conocer a la mamá de Andrés Caicedo. A esas horas, en piyama y un poco enferma como estaba, les dije que no, que no podía ser, que ya estaba en la cama, pero García Márquez como que seguía insistiendo, que no, que él no se iba de allí sin conocerme, y yo cómo hacía a esas horas. De todos modos me negué. ¡Cómo será la admiración de él por Andrés que quería conocerme! El caso es que al fin no me conoció. Ahora estoy arrepentida de no haber bajado yo a conocerlo a él«.
El encuentro con Ramiro Arbeláez es particularmente grato. Este albacea de su teatro, el actor sempiterno de Andrés, que lo acompañó en todas sus locuras teatrales, hoy no presume de haberlo conocido, tampoco de haber sido un «amigo del alma». Muestra su preocupación por recoger todos los guiones y proyectar una próxima publicación. Publicación que él mejor que nadie puede antologizar y dar un testimonio cercano por privilegio propio, porque creo que me lo merezco. ¿Quién le puede decir que no?
También se habla de sus otros pocos buenos amigos, Jaime Acosta, Luis Ospina, Mayolo, Oscar Campo, Carlos Pineda, Lemos, Alfonso Echeverri, Nichols, en fin. También de tantos otros que tuvieron que ver y que hoy prefieren ignorar esa parte de sus vidas. También están los «quedados» que se dan golpes de pecho y que quieren vivir del «yo conocí a Andrés Caicedo» y que son quienes se encargan, pares o nones, de perpetuar una imagen de «loquito», de «rumbero», una imagen que desvirtúa a ese rebelde con causa que puso un hito en las letras colombianas, aquel que de alguna manera inventó esa cosa llamada «literatura urbana».
La conversación se prolonga hasta entrada la noche. Carlos Alberto se muestra infatigable y nos propone un recorrido por la casa, quiere que conozcamos el cuarto de Andrés, sus discos, sus libros, nos da acceso de privilegio al archivo hermético. Parte de sus libros están ahí, muchos de ellos en inglés. Lo leía perfectamente, apunta.
En sus libros alcanzamos a vuelo de garza a mirar su cuidada enciclopedia de cine, tomos y tomos de Edgar Allan Poe, Melville, antologías -por montones- de cuentos de terror, el infaltable Lovecraft, Vargs Llosa. Más allá, en el refugio de su madre, incontables fotografías de Andrés en la pared, toda su ropa que aun la guardan como un tesoro oculto y en los armarios el arrume de hojas como un mapa de itinerarios secretos. Cientos de páginas, un folder con el recuento de las películas vistas y un comentario a cada una de ellas (260 escritos en tres años), comentarios a todos los libros que leyó (174 libros leídos entre los 10 y los 17 años), reseñas de todas las obras teatrales vistas (69 obras vistas en 3 años) y los borradores infinitos de las repetitivas variantes de cuentos, novelas y poemas (escribió sólo 21 de ellos). Ahí también reposan «Las memorias de una cinesífilis», producto de su viaje a Estados Unidos por tres meses, con guiones cinematográficos de terror bajo el brazo, y que años después hablaría de convertir en una novela que nunca realizó.
Todo habla de un escritor «profesional», de un hombre que se levantaba a las 6 de la mañana a escribir y que aún en medio de las fiestas y de las reuniones con sus amigos se apartaba para redactar algunas líneas de emergencia, nos cuenta su padre.
Más allá del ciruelo que se extiende, un árbol que su madre sembró para él y que hoy con sus ramas casi entra a su habitación, cuando lo podo creo estar cometiendo un sacrilegio. La reunión empieza a acabarse. La despedida se hace larga. Los actores del Teatro Matacandelas muestran camino al centro de Cali su satisfacción. Se ha cumplido la primera parte de la investigación sobr el autor de nuestra puesta en escena. Continuamos recorriendo las locaciones de «Angelitos Empantanados»: el río, la salida a Buenaventura, el Oasis (ya desapareció la heladería), Pance, el teatro Libia (de aquí parte Angelita en amistosa conversación con sus posteriores asesinos), y sobre todo ese aire caliente, ese viento y esa planura que dan la atmósfera a la novela.
Siempre, nos hemos dicho, el teatro en primera y última instancia lo que propone es un viaje imaginario a otros mundos. Hemos logrado hoy poner un pie en lugares íntimos y un poco ocultos del universo caicediano.
No dejamos de pensar en las palabras de Mayolo: Andrés muy sabiamente se fue con el poema y no con el borrón del poema que nos ha tocado a nosotros.
INDICE
Telón de boca
1- Andrés Caicedo. Algún tiempo después, de Cristóbal Peláez González
2- Reunión
3- El orden y el vértigo del destino, de Oscar González
4- Andres Caicedo. La feliz amargura, de Sandro Romero Rey
5- Poemas
6- De la novela al escenario. La génesis de este montaje, de Cristóbal Peláez González
7- Unos pocos buenos amigos. Testimonios
8- El último día en la vida de Andrés, de María Victoria Caicedo Estela
9- A mi hermano le gustaba ir al cine, de Rosario Caicedo
10- Fragmentos de «Que viva la música», de Andrés Caicedo
11- Textualia
12- El tiempo de Andrés Caicedo. Una cronología incompletísima 1951-1977, de Oscar González
ANEXOS
Angelitos Empantanados en el Matacandelas: Entre el Rock y la Salsa o el Norte y el Sur, d María Mercedes Jaramillo
Angelitos Empantanados, por Luis Fernando Montoya
Angelitos Empantanados. Andrés Caicedo redivivo, de Ramiro Tejada
Angelitos Empantanados. Tan lejos y tan cerca, de Wilson Escobar