Imaginemos, en una biblioteca oriental, una lámina pintada hace muchos siglos. Acaso es árabe y nos dicen que en ella están figuradas todas las fábulas de las Mil y una noches; acaso es china y sabemos que ilustra una novela con centenares o millares de personajes. En el tumulto de sus formas, alguna -un árbol que semeja un cono invertido, unas mezquitas de color bermejo sobre un muro de hierro- nos llama la atención y de ésa pasamos a otras. Declina el día, se fatiga la luz y a medida que nos internamos en el grabado, comprendemos que no hay cosa en la tierra que no este ahí. Lo que fue, lo que es y lo que será, la historia del pasado y la del futuro, las cosas que he tenido y las que tendré, todo ello nos espera en algún lugar de ese
laberinto tranquilo…He fantaseado una obra mágica, una lámina que también fuera un microcosmo; el poema de Dante es esa lámina de ámbito universal. Creo, sin embargo, que si pudiéramos leerlo con inocencia (pero esa felicidad nos está vedada), lo universal no sería lo primero que notaríamos y mucho menos lo sublime o grandioso. Mucho antes notaríamos, creo, otros caracteres menos abrumadores y harto más deleitables; en primer término, quizá, el que destacan los dantistas ingleses: la variada y afortunada invención de rasgos precisos. A Dante no le basta decir que, abrazados un hombre y una serpiente, el hombre se transforma en serpiente y la serpiente en hombre; compara esa mutua metamorfosis con el fuego que devora un papel, precedido por una franja rojiza, en la que muere el blanco y que todavía no es negra (Inferno, XXV, 64) . No le basta decir que, en la oscuridad del séptimo círculo, los condenados entrecierran los ojos para mirarlo; los compara con hombres que se miran bajo una luna incierta o con el viejo sastre que enhebra la aguja (Inferno, XV, 19) . No le basta decir que en el fondo del universo el agua se ha helado; añade que parece vidrio, no agua (Inferno, XXXII, 24)…En tales comparaciones pensó Macaulay cuando declaró, contra Cary, que la «vaga sublimidad» y las «magníficas generalidades» de Milton lo movían menos que los pormenores dantescos. Ruskin, después (Modern painters IV, XIV) condenó las brumas de Milton y aprobó la severa topografía con que Dante levantó su plano infernal. A todos es notorio que los poetas proceden por hipérboles; para Petrarca, o para Góngora, todo cabello de mujer es oro y toda agua es cristal; ese mecánico y grosero alfabeto de símbolos desviruia el rigor de las palabras y parece Eundado en la indiferencia o en la observaci6n imperfecta. Dante se prohibe ese error; en su libro no hay palabra injustificada.
La precisión que acabo de indicar no es un artificio retórico; es afirmación de la probidad, de la plenitud, con que cada incidente del poema ha sido imaginado. Lo mismo cabe declarar de los rasgos de índole psicológica, tan admirables y a la vez tan modestos. De tales rasgos está como entretejido el poema; citaré algunos. Las almas destinadas al infierno lloran y blasfeman de Dios; al entrar en la barca de Carón, su temor se cambia en deseo y en intolerable ansiedad (Inferno, III, 124). De labios de Virgilio oye Dante que aquél no entrará nunca en el cielo; inmediatamente le dice maestro y señor, ya para demostrar que esa confesión no aminora su afecto, ya porque, al saberlo perdido, lo quiere más (Inferno, IV, 39). En el negro huracán del segundo círculo, Dante quiere conocer la raíz del amor de Paolo y Francesca; ésta refiere que los dos se querían y lo ignoraban «soli eravamo e senza alcun sospetto», y que su amor les fue revelado por una lectura casual (Inferno, V, 124). Virgilio impugna a los soberbios que pretendieron con la mera razón abarcar la infinita divinidad; de pronto inclina la cabeza y se calla, porque uno de esos desdichados es él (Purgatorio, III, 34). En el áspero flanco del Purgatorio, la sombra del mantuano Sordello inquiere de la sombra de Virgilio cuál es su tierra; Virgilio dice Mantua; Sordello, entonces, lo interrumpe y lo abraza (Purgatorio, VI, 58). La novelística de nuestro tiempo sigue con ostentosa prolijidad los procesos mentales; Dante los deja vislumbrar en una intención o en un gesto.
La fecha de la composicón
Beatrice Portinari, segunda esposa de Simone dei Bardi, murió en 1290; años después, Dante gozó de una visión cuyos pormenores no reveló, pero que lo determinó a decir de ella «lo que de mujer alguna se ha dicho». Es fama que esa irrecuperable visión (que menciona el capítulo XLII de la Vita Nuova) fue el germen de la vasta Comedia. Dante, según algunas conjeturas, empezó a redactarla en 1306 o 1307; según otros, en 1314; ya muerto Enrique VII de Alemania. E. G. Parodi y Michele Barbi defienden la primera fecha; Karl Vossler, la última, que ahora encuentra escaso favor. El debate no es frívolo; su fin es indagar si el poeta inició el trabajo en la madurez, ya fatigadas las pasiones y también la pasión de la esperanza, o en el fragor de su tumultuoso destino, casi en la selva oscura. Es la discusión entre el hombre «que no ve en la Divina Comedia sino la confesada renuncia de Dante a la lucha por la consecución de sus ideales políticos, el repliegue de Dante sobre sí mismo, su testamento espiritual, el último consuelo que le quedó tras la muerte de Enrique VII, y el que la juzga un instrumento de aquella lucha y la más eficiente y poderosa forma de acción de que disponía el desterrado para afirmar sus ideales, antes que se elevara el astro de Enrique, durante su fugaz aparición y después de la caída» (Ferretti: I due tempi della composizione della Commedia, 1935). Los antiguos tendían a adelantar la enigmática fecha: el Anónimo habla de 1299; Pietro di Dante y Jacopo della Lana, de 1300; Boccaccio, primer biógrafo de Dante, dice que a éste le fue dado recuperar en 1306 los siete cantos iniciales de la Comedia, extraviados en 1302, cuando le saquearon la casa, y que el hallazgo providencial de ese manuscrito lo movió a continuar su labor. No por inverosímil sino por ser un novelista quien la refiere, no ha sido creída la historia (I due tempi…, 10); el primer verso del octavo canto del Infierno («lo dico, seguitando, che assai prima») parece consentirla o justificarla. Boccaccio, previsiblemente, alega ese verso; previsiblemente, sus contradictores lo acusan de haber fabricado la historia para explicar el verso. Por lo demás, el agudo comentario de Guido Vitali nota ciertas negligencias del canto, que corresponden a la hipótesis de un trabajo retomado con languidez.
El título
El término Divina Comedia es tan conocido que no se advierte que también es oscuro. Su justificación está en una epístola de incierta y debatida autenticidad, pero que corresponde fielmente a los hábitos mentales del siglo. Si no la escribió Dante, la escribió alguien que pensó como Dante. En el décimo párrafo de esa epístola, dirigida al «magnífico y victorioso señor Cangrande della Scala», se lee que el título o epígrafe de la obra es Incipit Comedia Dantis Alagherii, Florentini natione non moribus («Aquí empieza la comedia de Dante Alighieri, florentino de patria, no de costumbres») y que la comedia difiere de la tragedia por el lenguaje suelto y común y por el desenlace feliz. La etimología confirma esa distinción: comedia se deriva de kome, y quiere decir canto villano; tragedia de trages, y quiere decir canto cabrío, «por lo fétido y horrible del desenlace». La obra observa esa ley: el principio (el Infierno) es horrible y fétido, el fin (el Paraíso) es próspero, deseable y ameno. En cuanto a su lenguaje, es el vulgar, en el que conversan las mujeres…De tales consideraciones basta, quizá, retener una sola: el sentido amplísimo que las retóricas medievales dieron a las voces tragedia y comedia, ahora limitadas al teatro. Así Virgilio (Inferno, XX, 112) dice con referencia a la Eneida:
Euripilo ebbe nome; e cosi’l canta
l’alta mia tragedia in alcun loco
Dante, pues, dió a su libro la definición de comedia, y con esa palabra la nombró en dos lugares del Infierno, a fines del canto XVI (donde juró que un hecho era verdadero por los versos de su Comedia, coma aquel pastor que, según refiere De Quincey, juró «por la grandeza de los padecimientos humanos, por la inmortalidad de las creaciones humanas, por la Ilíada, por la Odisea«) y en el principio del XXI. También lo llamó poema sacro (Paradiso, XXV, 1); Grabher justifica el epíteto «por la materia, el concepto y el fin». Desde el púlpito de la iglesia de San Esteban, Boccaccio, que recibió de la Señoría de Florencia el encargo de comentar el poema, le dió la calificación de divino; ésta, a partir de cierta impresión veneciana del siglo XVI, fue incorporada al título. Además del propósito laudatorio, incluyó un sentido preciso, sin duda afín al de la palabra divinity, que en inglés vale por teología, así como divine por teólogo. Croce, con escándalo de muchos, dijo que el poema de Dante era una novela teológica; la frase es una traducción literal de divina comedia.
La topografía de la Comedia
La astronomía ptolomaica y la teología cristiana describen el universo de Dante. La tierra es una esfera inmóvil; en el centro del hemisferio boreal (que es el permitido a los hombres) está la montaña de Sión; a noventa grados de la montaña, al oriente, un río muere, el Ganges; a noventa grados de la montaña, al poniente, un río nace, el Ebro. El hemisferio austral es de agua, no tierra, y ha sido vedado a los hombres; en el centro hay una montaña antípoda de Sión, la montaña del Purgatorio. Los dos ríos y las dos montañas equidistantes inscriben en la esfera una cruz. Bajo la montaña de Sión, pero harto más ancho, se abre hasta el centro de la Tierra un cono invertido, el Infierno, dividido en círculos decrecientes, que son como las gradas de un anfiteatro. Los círculos son nueve y es ruinosa y atroz su topografía; los cinco primeros forman el Alto Infierno, los cuatro últimos, el Infierno Inferior, que es una ciudad con mezquitas rojas, cercada de murallas de hierro. Adentro hay sepulturas, pozos, despeñaderos, pantanos y arenales; en el ápice del cono está Lucifer, «el gusano que horada el mundo». Una grieta que abrieron en la roca las aguas del Leteo comunica el fondo del Infierno con la base del Purgatorio. Esta montaña es una isla y tiene una puerta; en su ladera se escalonan terrazas que significan los pecados mortales; el jardín del Edén florece en la cumbre. Giran en torno de la Tierra nueve esferas concéntricas; las siete primeras son los cielos planetarios (cielos de la Luna, de Mercurio, de Venus, del Sol, de Marte, de Júpiter, de Saturno); la octava, el cielo de las estrellas fijas; la novena, el cielo cristalino, llamado también Primer Móvil. A éste lo rodea el empíreo, donde la Rosa de los Justos se abre, inconmensurable, alrededor de un punto, que es Dios. Previsiblemente, los coros de la Rosa son nueve…Tal es, a grandes rasgos, la configuración general del mundo dantesco, supeditado, como habrá observado el lector, a los prestigios del 1, del 3 y del círculo. El Demiurgo, o Artífice, del em>Timeo, libro mencionado por Dante (Convivio, III, 5; Paradiso, IV, 49), juzgó que el movimiento más perfecto era la rotación, y el cuerpo más perfecto, la esfera; ese dogma, que el Demiurgo de Platón compartió con Jenófanes y Parménides, dicta la geografía de los tres mundos recorridos por Dante.
La cronología
La cronología de la Comedia no ha levantado menos discusiones que la topografía. Para casi todos los glosadores el año de la visión es el último del siglo XIII, el año 1300. F. Angelitti, en cambio, dispuso de argumentos astronómicos que le permitieron optar por el primero del siglo XIV, el 1301. Aceptada, como es hábito general, la primera fecha, cabe aun discutir el día y el mes. Hay quien mantiene que la acción empieza el 25 de marzo, pero los más apoyan el 8 de abril. Se ha comprobado que las referencias del texto son de naturaleza ideal, y a veces alegórica, y en el calendario no hay día ninguno que satisfaga todas las condiciones.
La duración del viaje sobrenatural también ha merecido polémicas. En las ediciones del siglo XIX, el poeta invierte diez días, en las del siglo XX, una semana. La máxima velocidad, que yo sepa, ha sido lograda por Zingarelli, que destina un día al Infierno, cuatro al Purgatorio, y uno al Paraíso, donde el tiempo se vuelve eternidad. Quien anhele mayores precisiones sobre el itinerario dantesco puede interrogar la edición de Tommaso Casini, donde está escrito, por ejemplo que el encuentro con el Minotauro ocurrió a las 3 a.m. del nueve, y el sueño de la sirena, el alba del doce…Dada la simetría de la Comedia, parece militar a favor de un viaje de diez días el régimen decimal del Infierno (un vestíbulo y nueve círculos), del Purgatorio (dos vestíbulos, siete círculos y el Edén en la cumbre) y del Paraíso (siete cielos planetarios, el cielo de las estrellas fijas, el cielo cristalino y el cielo empíreo).
El problema, aunque baladí, testimonia la incomparable verosimilitud del relato de Dante. Sabemos que éste imaginó con tal probidad su viaje al ultramundo que no pudo no imaginar, entre tantas cosas, el tiempo que invirtió.
El sentido simbólico
Los nueve cielos giratorios y el hemisferio austral hecho de agua, con una montaña en el centro, notoriamente corresponden a una cosmología anticuada; hay quienes sienten que el epíteto es parejamente aplicable a la economía sobrenatural del poema. Los nueve círculos del Infierno (razonan) son no menos caducos e indefendibles que los nueve cielos de Ptolomeo, y el Purgatorio es tan irreal como la montaña en que Dante lo ubica. A esa objeción cabe oponer diversas consideraciones; la primera es que Dante no se propuso establecer la verdadera o verosímil topografía del otro mundo. Así lo ha declarado él mismo; en la famosa epístola a Cangrande, redactada en latín, escribió que el sujeto de su Comedia es, literalmente, el estado de las almas después de la muerte y, alegóricamente, el hombre en cuanto por sus méritos o deméritos, se hace acreedor a los castigos o a las recompensas divinas. Iacopo di Dante, hijo del poeta, desarrolló esa idea. En el prólogo de su comentario leemos que la Comedia quiere mostrar bajo colores alegóricos los tres modos de ser de la humanidad y que en la primera parte el autor considera el vicio, llamándolo Infierno; en la segunda, el pasaje del vicio a la virtud, llamándolo Purgatorio; en la tercera, la condición de los hombres perfectos, llamándola Paraíso, «para mostrar la altura de sus virtudes y su felicidad, ambas necesarias al hombre para discernir el sumo bien». Así lo entendieron otros comentadores antiguos, por ejemplo Iacopo della Lana, que explica: «Por considerar el poeta que la vida humana puede ser de tres condiciones, que son la vida de los viciosos, la vida de los penitentes y la vida de los buenos, dividió su libro en tres partes, que son el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso». Otro testimonio fehaciente es el de Francesco da Buti, que anotó la Comedia a fines del siglo XIV. Hace suyas las palabras de la epístola: «El sujeto de este poema es literalmente el estado de las almas ya separadas de sus cuerpos y moralmente los premios o las penas que el hombre alcanza por su libre albedrío».
Harto más grave que la acusación de anticuado es la acusación de crueldad. Nietzsche, en el Crepúsculo de los Idolos (1888), ha amonedado esa opinión en el atolondrado epigrama que define a Dante como «la hiena que versifica en las sepulturas». La definición, como se ve, es menos ingeniosa que enfática; debe su fama, su excesiva fama, a la circunstancia de formular con desconsideración y violencia un juicio común. Indagar la razón de ese juicio es la mejor manera de refutarlo.
Dante ha concebido un infierno; ese infierno es indestructible; Dante ha condenado al rigor eterno de ese establecimiento penal a Ugolino y a Ulises, Brunetto Latini y a Francesca: tales hechos no justifican una imputación de crueldad, pero bastan, acaso, para explicarla. El problema es complejo; entiendo que su estudio puede ser útil.
En su raíz hay una paradoja aparente. Nos escandaliza que el hombre que ha escuchado con lágrimas y piedad la historia de Francesca sea, increíblemente, el hombre que ha planeado el infierno donde ella cumplirá un castigo infinito. Dante se nos presenta como viajero de los tres reinos de la muerte, pero a todos nos consta que es mucho más, que es también el juez y el verdugo. Apiadados, nos ponemos de parte de los réprobos contra el Dios que los juzga y contra Dante que sostiene a ese Dios. Olvidamos que la obra es una ficción y que las vívidas personas que nos conmueven y a veces nos indignan -los réprobos, los penitentes, los bienaventurados, los ministros de la cólera o de la gracia, «Dante» protagonista del poema y el mismo Dios- son proyecciones de la mente de Dante, figuras de su sueño.
En diversos lugares de la Comedia, notablemente a fines del canto XIII del Paraíso y en el canto XX, Dante ha escrito que
la predestinación divina es inescrutable y que ni siquiera los santos, que ven a Dios, conocen a todos los elegidos («non conosciano ancor tutti gli eletti»); basta esa repetida afirmación para que entendamos que los personajes de la obra son prototipos de determinados vicios o virtudes, aunque tengan nombres reales y narren hechos que registra la historia.
Una razón de tipo ético ha inducido al poeta a condenar a aquellos caracteres -Francesca, Paolo Malatesta, Brunetto Latini, Ulises- que parecen más dignos de indulgencia y hasta de justificación y de amor. Esa razón es el propósito moral de la obra. Dante quiere mostrar, verbigracia, que la infracción del séptimo mandamiento es culpa que conduce al Infierno; su probidad le hace abundar en circunstancias atenuantes de toda índole, en circunstancias de inocencia, de pasión, de aturdimiento, de hado irresistible, para que comprendamos que aun así, aun en el caso de Francesca y Paolo, el pecado es mortal. Nuestro siglo, maleado por las vastas simplificaciones de la propaganda patriótica o comercial (a los films de Eisenstein, digamos, donde los justos tienen cara de justos y los malvados no presentan un rasgo que no sea detestable o ridículo), no se habitúa fácilmente a esa complejidad.
Otra razón, de tipo técnico, explica la dureza y la crueldad de que Dante ha sido acusado. La noción panteísta de un Dios que también es el universo, de un Dios que es cada una de sus criaturas y el destino de esas criaturas, es quizá una herejía y un error si la aplicamos a la realidad, pero es indiscutible en su aplicación al poeta y a su obra. El poeta es cada uno de los hombres de su mundo ficticio, es cada soplo y cada pormenor. Una de sus tareas, no la más fácil, es ocultar o disimular esa omnipresencia. El problema era singularmente arduo en el caso de Dante, obligado por el carácter de su poema a adjudicar la gloria o la perdición, sin que pudieran advertir los lectores que la Justicia que emitía los fallos era, en último término, él mismo. Para conseguir ese fin, se incluyó como personaje de la Comedia, e hizo que sus reacciones no coincidieran, o solo coincidieran alguna vez -en el caso de Filippo Argenti, o en el de Judas- con las decisiones divinas. Definió a Dios en el Infierno, por su justicia («Giustizia mosse il mio alto fattore»), y guardó para sí los atributos de la comprensión y de la piedad. Perdió a Francesca y se condolió de Francesca. Benedetto Croce declara: «Dante, como teólogo, como creyente, como hombre ético, condena a los pecadores; pero sentimentalmente no condena y no absuelve» (La poesia di Dante, 78)
El problema de Ulises
Reconsideremos ahora, a la luz de otros pasajes de la Comedia, el enigmático relato que Dante en boca de Ulises (Inferno, XXVI, 90-142). En el ruinoso fondo de aquel círculo que, en la economía infernal, sirve para castigo de los falsarios, Ulises y Diomedes arden sin fin, en una misma llama bicorne. Instado por Virgilio a referir de qué modo halló muerte, Ulises narra que después de separarse de Circe, que lo retuvo más de un año en Gaeta, ni la dulzura del hilo ni la piedad que le inspiraba Laertes ni el amor de Penélope vencieron en su pecho el ardor de conocer el mundo y los defectos y virtudes humanas. Con la última nave y con los pocos fieles que aun le quedaban, se lanzó al mar abierto; ya viejos, arribaron a la garganta donde Hércules fijó sus columnas. En ese término que un dios marcó a la ambición o al arrojo, instó a sus camaradas a conocer, ya que tan poco les restaba de vida, el mundo sin gente, los no usados mares antípodas. Les recordó su origen, les recordó que no habían nacido para vivir como los brutos sino para buscar la virtud y el conocimiento. Navegaron al ocaso y después al sur y vieron todas las estrellas que abarca el hemisferio austral. Cinco meses hendieron el océano y un día divisaron una montaña parda en el horizonte. Les pareció más alta que ninguna otra y se regocijaron sus ánimos. Esa alegría no tardó en trocarse en dolor, porque se levantó una tormenta que hizo girar tres veces la nave y a la cuarta la hundió, como plugo a Otro, y se cerró sobre ellas el mar.
Tal es el relato de Ulises. Muchos comentadores -desde el Anónimo Florentino a Raffaele Andreoli- lo estiman una digresión del autor. Juzgan que Ulises y Diomedes, falsarios, padecen en el foso de los falsarios («e dentro de la lor fiamma si geme l’agguato del caval») y que el viaje de aquél no es otra cosa que un adorno episódico. Tommaseo, en cambio, cita un pasaje de la Civitas Dei, y pudo citar otro de Clemente de Alejandría, que niega que los hombres podrán llegar a la parte inferior de la tierra; Casini y Pietrobono, después, tachan de sacrílego el viaje. En efecto, la montaña entrevista por el griego antes que lo sepultara el abismo es la santa montaña del Purgatorio, prohibida a los mortales (Purgatorio, 1, 130). Acertadamente observa Hugo Friedrich: «El viaje ababa en una catástrofe, que no es mero destino de hombre de mar sino la palabra de Dios» (Odysseus in der Hölle, Berlín, 1942).
Ulises, al narrar su aventura, la califica de insensata («folle»); en el canto XXVII del Paradiso hay una referencia al «varco folle d’Ulisse», a la insensata o temeraria travesía de Ulises. El adjetivo es el aplicado por Dante, en la selva oscura, a la tremenda invitación de Virgilio («Temo che la venuta non sia folle»); su repetición es deliberada. Cuando Dante pisa la playa que Ulises, antes de morir, entrevió, dice que nadie ha navegado esas aguas y ha podido volver; luego refiere que Virgilio lo ciñó con un junco, «com’ altrui piacque»: son las mismas palabras que dijo Ulises, al declarar su trágico fin. Carlo Steiner escribe: «¿No habrá pensado Dante en Ulises, que naufragó a la vista de esa playa? Claro que sí. Pero Ulises quiso alcanzarla, fiado en sus propias fuerzas, desafiando los límites decretados a lo que puede el hombre. Dante, nuevo Ulises, la pisará como un vencedor, ceñido de humildad, y no le guiará la soberbia sino la razón iluminada por la gracia». Itera esa opinión August Rüegg (Jenseitsvorstellungen vor Dante, II, 114): «Dante es un aventurero que, como Ulises, pisa no pisados caminos, recorre mundos que no ha divisado hombre alguno y pretende las metas más difíciles y remotas. Pero ahí acaba el parangón. Ulises acomete a su cuenta y riesgo aventuras prohibidas; Dante se deja conducir por fuerzas más altas».
Justifican la distinción anterior dos famosos lugares de la Comedia. Uno, aquel en que Dante se juzga indigno de visitar los tres ultramundos («Io non Enea, io non Paolo sono») y Virgilio declara la misión que le ha encomendado Beatriz; otro, aquel en que Cacciaguida (Paradiso, XVII, 100-142) aconseja la publicación del poema. A la luz de esos testimonios, resulta inepto equiparar la peregrinación de Dante, que lleva a la visión beatífica y al mejor libro que han escrito los hombres, con la sacrílega aventura de Ulises, que desemboca en el infierno. Esta acción parece el reverso de aquélla.
Tal argumento, sin embargo, importa un error. La acción de Ulises es indudablemente el viaje de Ulises, porque Ulises no es otra cosa que el sujeto de quien se predica esa acción, pero la acción o empresa de Dante no es el viaje de Dante sino la ejecución de su libro. El hecho es obvio, pero se propende a olvidarlo, porque la Comedia está redactada en primera persona y el hombre que murió a sido oscurecido por el protagonista inmortal…Dante era teólogo; muchas veces la escritura de la Comedia le habrá parecido no menos ardua, quizá no menos arriesgada y fatal, que el último viaje de Ulises. Había osado figurar los arcanos que la pluma del Espíritu Santo apenas indica; ese propósito bien podía entrañar una culpa. Había osado equiparar a Beatriz Portinari con la Virgen y con Jesús. Había osado anticipar los dictámenes del inescrutable Juicio Final, que los bienaventurados ignoran. (Paradiso, XX, 134); había juzgado y condenado las almas de papas simoníacos y había salvado la del averroísta Liger, que enseñó el Eterno Retorno. ¡Qué penas laboriosas para la gloria, que es una cosa efímera!
Non è il mondan romore altro ch’ un fiato
di vento, ch’ or vien quinci e or vien quindi,
e muta nome perchè muta lato
(Purgatorio, XI. 100-102)
Verosímiles rastros de esa discordia perduran en el texto. Carlo Steiner ha reconocido una de ellas en aquel diálogo en que Virgilio vence los temores de Dante y lo induce a emprender su inaudito viaje. Escribe Steiner: «El debate que, por una ficción, ocurre con Virgilio, de veras ocurrió en la mente de Dante, cuando éste no había aun decidido la composición del poema. Le corresponde aquel otro debate del canto XVII del Paradiso, que mira a su publicaci6n. Compuesta la obra, ¿podría publicarla y desafiar la ira de sus enemigos? En los dos casos triunfó la conciencia de su valor y del alto fin que se había propuesto (Commedia, 15)». Dante, pues, habría simbolizado en tales pasajes un conflicto mental; yo sugiero que también lo simbolizó, acusó sin quererlo y sin sospecharlo, en la trágica fábula de Ulises y que a esa carga emociona1 ésta debe su tremenda virtud. Dante fue Ulises y en el fondo del alma pudo temer el castigo de Ulises.
Una observación última. Devotas del mar y de Dante, las dos literaturas de idioma inglés han recibido algún influjo del Ulises dantesco. Eliot (y antes Andrew Lang y antes Longfellow) han insinuado que de ese arquetipo glorioso procede el admirable Ulysses de Tennyson. No se ha indicado aun, que yo sepa, una afinidad más profunda: la del Ulises infernal con otro capitán desdichado: Ahab, de Moby Dick. Éste, como aquél, labra su propia perdición a fuerza de vigilias y de coraje; el argumento general es el mismo, el remate es idéntico, las últimas palabras son casi iguales.
El problema de Ugolino
No he leído (nadie ha leído) todos los comentarios dantescos, pero sospecho que han falseado el problema del famoso verso 75 del canto penúltimo del Inferno, aquel en que Ugolino de Pisa, tras de narrar la muerte de sus hijos en la Prisión del Hambre, dice que el hambre pudo más que el dolor («Poscia, piú che il dolor poté il digiuno»). Mejor dicho, han creado un problema ilusorio basado en una confusión entre el arte y la realidad. De este reproche debo excluir a los comentadores antiguos, para quienes el verso no es problemático, pues todos interpretan que el dolor no pudo matar a Ugolino, pero sí el hambre. También lo entiende así Geoffrey Chaucer, en el tosco resumen del episodio que intercaló en el ciclo de Canterbury.
Reconsideremos la escena. En el fondo glacial del noveno círculo, Ugolino roe infinitamente la nuca de Ruggieri degli Ubaldini y se limpia la boca sanguinaria con el pelo del réprobo. Alza la boca, no la cara, de la feroz comida y cuenta que Ruggieri lo traicionó y lo encarceló con sus hijos. Por la angosta ventana de la celda vió crecer y decrecer muchas lunas, hasta la noche en que soñó que Ruggieri, con hambrientos mastines, daba caza en el flanco de una montaña a un lobo y sus lobeznos. Al alba oye los golpes del martillo que tapia la entrada de la torre. Pasan un día y una noche, en silencio; Ugolino, movido por el dolor, se muerde las manos; los hijos creen que lo hace por hambre y le ofrecen su carne, que él engendró. Entre el quinto y el sexto día los ve, uno a uno, morir. Después, se queda ciego y habla con sus muertos y llora y los palpa en la sombra; después «el hambre pudo más que el dolor».
He declarado el sentido que dieron a este paso los primeros comentadores. Así, Rambaldi de Imola en el siglo XIV: «Viene a decir que el hambre rindi6 a queen tanto dolor no pudo vencer y matar». Profesan esta opinión, entre los modernos, Francesco Torraca, Guido Vitali y Tommaso Casini; el primero ve estupor y remordimiento en las palabras de Ugolino; el último agrega: «intérpretes modernos han fantaseado que Ugolino acabó por alimentarse de la carne de sus hijos, conjetura contraria a la naturaleza y a la verdad histórica», y considera inútil la controversia. Benedetto Croce piensa como él y opina que de las dos interpretaciones, la mas congruente y verosímil es la tradicional. Bianchi muy razonablemente glosa: «otros entienden que Ugolino comió la carne de sus hijos, interpretación improbable pero que no es licito descartar». Luigi Pietrobono (sobre cuyo parecer volveré) dice que el verso es deliberadamente misterioso.
Antes de participar a mi vez en la inutile controversia, quiero detenerme un instante en el ofrecimiento unánime de los hijos. Éstos ruegan al padre que retome esas carnes que él ha engendrado.
…tu ne vestisti
queste misere carni, e tu le spoglia!
Sospecho que este discurso debe causar una creciente incomodidad en quienes lo admiran. De Sanctis (Storia della Letteratura italiana, IX) pondera la imprevista conjunción de imágenes heterogéneas; D’Ovidio admite que «esta gallarda y conceptuosa expresión de un ímpetu filial casi desarma toda crítica». Yo tengo para mí que se trata de una de las muy pocas falsedades que incluye la Commedia. La juzgo menos digna de esa obra que de la pluma de Malvezzi o de la veneración de Gracián. Dante, me digo, no pudo no sentir su falsía, agravada, sin duda, por la circunstancia casi coral de que los cuatro niños a un tiempo brindan el convite famélico. Alguien insinuará que enfrentamos una mentira de Ugolino fraguada para justificar (para sugerir) el crimen ulterior.
El problema histórico de si Ugolino della Gherardesca ejerció en los primeros días de febrero de 1289, el canibalismo, es,
evidentemente, insoluble. El problema estético o literario es de muy otra índole. Cabe enunciarlo así: ¿Quiso Dante que pensáramos que Ugolino (el Ugolino de su infierno, no el de la historia) comió la carne de sus hijos? Yo arriesgaría la respuesta: Dante no ha querido que lo pensemos, pero sí que lo sospechemos. La incertidumbre es parte de su designio. Ugolino roe el cráneo del arzobispo: Ugolino sueña con perros de colmillos agudos que rasgan los flancos del lobo («…e con l’acute scane Mi parea lor veder fender li fianchi»); Ugolino movido por el dolor se muerde las manos; Ugolino oye que los hijos le ofrecen inverosímilmente su carne; Ugolino, pronunciado el ambiguo verso, torna a roer el cráneo del arzobispo: tales actos sugieren o simbolizan el hecho atroz. Cumplen una doble función: los creemos parte del relato y son profecías.
Robert Louis Stevenson (Ethical studies, 110) observa que los personajes de un libro son sartas de palabras; a eso, por blasfematorio que nos parezca, se reducen Aquiles y Peer Gynt, Robinson Crusoe y el barón de Charlus. A eso, también, los poderosos que rigieron la tierra; una serie de palabras es Alejandro y otra es Atila…De Ugolino cabe decir que es un organismo verbal, que consta de unos treinta tercetos. ¿Debemos incluir en ese organismo la noción de antropofagía? Repito que debemos sospecharla, con incertidumbre y temor. Negar o afirmar el monstruoso delito de Ugolino es menos tremendo que vislumbrarlo.
El dictamen Un libro es las palabras que lo componen corre el albur de parecer un axioma insípido. Sin embargo, todos propendemos a creer que hay una forma separable del fondo y que diez minutos de diálogo con Henry James nos revelarían el «verdadero» argumento de Otra vuelta de tuerca. Pienso que tal no es la verdad; pienso que Dante no supo mucho más de Ugolino que lo que sus tercetos refieren. Schopenhauer declaró que el primer volumen de su obra capital consta de un solo pensamiento y que no halló un modo más breve de transmitirlo; Dante, a la inversa, nos diría que cuanto imaginó de Ugolino está en los debatidos tercetos.
En el tiempo real, en la historia, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas opta por una y elimina y pierde las otras; no así por el ambiguo tiempo del arte, que se parece al de la esperanza y al del olvido. Hamlet en ese tiempo es cuerdo y es loco. En la tiniebla de su Torre del Hambre, Ugolino devora y no devora los amados cadáveres y esa ondulante imprecisión, esa incertidumbre, s la extraña materia de que está hecho. Así, con dos posibles agonías lo soñó Dante y así lo soñarán las generaciones.
Ha escrito Luigi Pietrobono (Inferno, pág. 147): «el discutido verso no afirma la culpa de Ugolino pero la deja adivinar sin menoscabo del arte o del rigor histórico. Basta que la juzguemos posible«.
El encuentro con Beatriz
Superados los círculos del Infierno y las arduas terrazas del Purgatorio, Dante en el Paraíso terrenal, ve por fin a Beatriz; Ozanam conjetura que la escena (ciertamente una de las más asombrosas que la literatura ha alcanzado) es el núcleo primitivo de la Comedia. Mi propósito es referirla, resumir lo que dicen los escoliastas y presentar alguna observación, quizá nueva, de índole psicológica.
La mañana del trece del mes de abril del año 1300, en el día penúltimo de su viaje, Dante, cumplidos sus trabajos, entra en el Paraíso terrenal, que florece en la cumbre del Purgatorio. Ha visto el fuego temporal y el eterno, ha atravesado un muro de fuego, su albedrío es libre y es recto, Virgilio lo ha mitrado y coronado sabre sí mismo («per ch’io te sovra te corono e mitrio»). Por los senderos del antiguo jardín llega a un río más puro que ningún otro, aunque los árboles no dejan que lo ilumine ni la luna ni el sol. Corre por el aire una música y en la otra margen se adelanta una procesión misteriosa. Veinticuatro ancianos vestidos de ropas blancas y cuatro animales con seis alas alrededor, tachonadas de ojos abiertos, preceden un carro triunfal, tirado por un grifo; a la derecha bailan tres mujeres, de las que una es tan roja que apenas la veríamos en el fuego; a la izquierda, cuatro, de púrpura, de las que una tiene tres ojos. El carro se detiene y una mujer velada aparece; su traje es del color de una llama viva. No por la vista sino por el estupor de su espíritu y por el temor de su sangre, Dante comprende que es Beatriz. En el umbral de
la Gloria siente el amor que tantas veces lo había traspasado en Florencia. Busca el amparo de Virgilio, como un niño azorado, pero Virgilio ya no está junta a él.
Ma Virgilio n’avia lasciati scemi
di sé, Virgilio dolcissimo padre,
Virgilio a cui per mia salute die’mi
Beatriz lo llama por su nombre, imperiosa. Le dice que no debe llorar la desaparición de Virgilio sino sus propias culpas.
propias culpas. Con ironía le pregunta cómo ha candescendido en pisar un sitio donde el hombre es feliz. El aire se ha poblado de ángeles; Beatriz les enumera, implacable, los extravíos de Dante. dice que en vano ella lo buscaba en los sueños pues él tan abajo cayó que no hubo otra manera de salvación que mostrarle los réprobos. Dante baja los ojos, abochornado, y balbucea y llora. Los seres fabulosos escuchan; Beatriz lo obliga a confesarse públicamente…Tal es, en mala prosa española, la lastimada escena del primer encuentro con Beatriz en el Paraíso. Curiosamente observa Teophil Spoerri (Einführung in die Göttliche Komödie, Zürich, 1946): «Sin duda el mismo Dante había previsto de otro modo ese encuentro. Nada indica en las páginas anteriores que ahí lo esperaba la mayor humillación de su vida».
Figura por figura descifran los comentadores la escena. Los veinticuatro ancianos preliminares (Apocalipsis, 4:4) son los veinticuatro libros del Viejo Testamento, según el Prologus Galeatus de San Jerónimo. Los animales con seis alas son los evangelistas (Tommasseo) o los Evangelios (Lombardi). Las seis alas son las seis leyes (Pietro di Dante) o la difusión de la doctrina en las seis direcciones del espacio (Francesco Da Buti). El carro es la Iglesia universal; las dos ruedas son los dos Testamentos (Buti) o la vida activa y la contemplativa (Benvenuto da Imola) o Santo Domingo y San Francisco (Paradiso, XII, 106-111) o la Justicia y la Piedad (Luigi Pietrobono). El grifo -león y águila- es Cristo, por la unión hipostática del Verbo con la naturaleza humana; didron mantiene que es el Papa, «que, como pontífice o águila, se eleva hasta el trono de Dios a recibir sus órdenes y como león o rey anda por la tierra con fortaleza y vigor». Las mujeres que danzan a la derecha son las virtudes teologales; las que danzan a la izquierda, las cardinales. La mujer dotada de tres ojos es la Prudencia, que ve lo pasado, lo presente y lo porvenir. Surge Beatriz y desaparece Virgilio porque Virgilio es la razón y Beatriz la fe. También, según Vitali, porque a la cultura clásica sucedió la cultura cristiana.
Las interpretaciones que he enumerado son, sin duda, atendibles. Lógicamente (no poéticamente) justifican con bastante rigor los rasgos inciertos. Carlo Steiner, después de apoyar algunas, escribe: «Una mujer con tres ojos es un monstruo, pero el Poeta, aquí, no se somete al freno del arte, porque le importa mucho más exprimir las moralidades que le son caras. Prueba inequívoca de que en el alma de ese artista grandísimo el arte no ocupaba el primer lugar sino el Amor del Bien». Con menos efusión, Vitali corrobora ese juicio: «El afán de alegorizar lleva a Dante a invenciones de dudosa belleza».
Dos hechos me parecen indiscutibles: Dante quería que la procesión fuera bella («Non che Roma di carro cosí bello Rallegrasse Affricano»); la procesión es de una complicada fealdad. Un grifo atado a una carroza, animales con alas tachonadas de ojos abiertos, una mujer verde, otra carmesí, otra en cuya cara hay tres ojos, un hombre que camina dormido, parecen menos propios de la Gloria que de los vanos círculos infernales. No aminora su horror el hecho de que alguna de esas figuras proceda de los libros proféticos («ma ieggi Ezechiel che li dipigne») y otras de la Revelación de San Juan. Mi censura no es un anacronismo; las otras escenas paradisíacas excluyen lo monstruoso.
Todos los comentadores han destacado la severidad de Beatriz; algunos, la fealdad de ciertos emblemas; ambas anomalías, para mí, derivan de un origen común. Se trata, claro está, de una conjetura: en pocas palabras la indicaré.
Enamorarse es crear una religión cuyo dios es falible. Que Dante profesó por Beatriz una adoración idolátrica es una verdad que no cabe contradecir; que ella una vez se burló de él y otra lo desairó son hechos que registra la Vita Nuova. Hay quien mantiene que esos hechos son imágenes de otros; ello, a ser así, reforzaría aun más nuestra certidumbre de un amor desdichado y supersticioso. Dante, muerta Beatriz, perdida para siempre Beatriz, jugó con la ficción de encontrarla, para mitigar su tristeza; yo tengo para mí que edificó la triple arquitectura de su poema para intercalar ese encuentro. Le ocurrió entonces lo que suele ocurrir en los sueños. En la adversidad soñamos una ventura y la íntima conciencia de la imposibilidad de lo que soñamos basta para corromper nuestro sueño, manchándolo de tristes estorbos. Tal fue el caso de Dante. Negado para siempre por Beatriz, soñó con Beatriz, pero loa soñó severísima, pero la soñó inaccesible, pero la soñó en un carro tirado por un león que era un pájaro y que era todo pájaro o todo león cuando los ojos de Beatriz la espejaban (Purgatorio, XXXI, 121). Tales hechos pueden prefigurar una pesadilla; ésta se fija y se dilata en el otro canto Beatriz desaparece; un águila, una zorra y un dragón atacan el carro; las ruedas y el timón se cubren de plumas; el carro, entonces, echa siete cabezas (Trasformato cosí’l dificio santo Mise fuor teste»); un gigante y una ramera usurpan el lugar de Beatriz.
Infinitamente existió Beatriz para Dante; Dante, muy poco, tal vez nada, para Beatriz; todos nosotros propendemos, por pidad, por veneración, a olvidar esa lastimosa discordia, inolvidable para Dante. Leo y releo los azares de su ilusorio encuentro y pienso en dos amantes que el Alighieri soñó en el huracán del Segundo Círculo y que son emblemas oscuros, aunque él no lo entendiera o no lo quisiera, de esa dicha que no logró. Pienso en Francesca y en Paolo, unidos para siempre en su Infierno. Questi, che mai da me non fia diviso…Con espantoso amor, con ansiedad, con admiración, con envidia, habrá forjado Dante ese verso.
Cómo leer la Comedia
En el prólogo del Quijote se lee que «dos onzas de la lengua toscana» bastan para entender los Dialoghi d’amore de León Hebreo. No sé cuánto valen dos onzas, pero es notorio que se trata de un mínimo y pienso que toda persona cuyo idioma es el español posee, virtualmente, ese mínimo. El que sabe español sabe los rudimentos del italiano y puede acometer, sin recelo, el texto original de Dante. Eludir esa empresa (que solo al principio es una tarea) es una imperdonable frivolidad.
El mejor punto de partida es algún episodio famoso: el de Francesca o el de Ulises, digamos (cantos V y XXVI del Inferno). Primero se leerá esta versión; luego, en voz alta y lentamente, el original, con el castellano a la vista, para obviar las fatigas del diccionario. El trabajo es leve; la recompensa que se logra, vastísima. El conocimiento directo de la Comedia, el contacto inmediato, es la más inagotable felicidad que puede ministrar la literatura.
Abundan las buenas ediciones italianas. No suelen diferir por el texto, que en todas es, con variaciones de escritura o de
puntuación, el fijado por Giuseppe Vandelli para la Societá Dantesca, sino por las intenciones del comentario. Tres, por
asenso general, tienen crédito de clásicas: la de Scartazzini-Vandelli, la de Casini-Barbi y la de Francesco Torraca. Sus notas,
como las de Dino Provenzal y las de Carlo Steiner, son de carácter enciplopédico; de carácter estático y psicológico, las de
Pietrobono, las de Grabher, las de Momigliano, sensible historiador de la literatura de su país, y las de Guido Vitali. Que yo sepa, la independencia y agudeza de este último han sido preteridas con injusticia. De los comentarios publicados en el decurso del siglo XIX, el más memorable es, acaso, el del romántico Niccoló Tommasseo, reeditado en 1944 por Umberto Cosmo; siguen siendo útiles también los de Fraticelli y Andreoli.
Los pequeños volúmenes de la edición de Enrico Bianchi, publicada en Florencia, traen los tercetos de la Commedia en
las páginas pares y, en las impares, una «versión literal», en prosa italiana.
Bárbaramente se repite que los comentadores se interponen entre el lector y el libro, dislate que no merece refutación.