Precio y stock a confirmar
Ed. Emecé, año 1998. Tamaño 22 x 14 cm. Traducción de Rolando Costa Picazo. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 352
Magda Denes narra en estas páginas su odisea como uno de los tantos chicos judíos obligados a ocultarse durante la segunda guerra mundial, que pasaron aquellos años en establos, cuevas y habitaciones secretas como el anexo de Anna Frank en Amsterdam. Durante 1939 tenía cinco años y vivía en Budapest (Hungría) con su familia cuando su padre, Gyula Denes, editor y dueño de un diario recientemente incautado por los nazis y que había publicado artículos contra ellos, juntó todo su dinero y huyó a Norteamérica abandonando a su mujer y a sus dos hijos, Magda e Iván, que terminaron librados a su suerte y sin recursos.
Magda recuerda las experiencias de su familia judía húngara en tiempos de la guerra desde el punto de vista de la niña que fue: llena de voluntad, inteligente, airadamente precoz. Esta perspectiva poco sentimental hace de Castillos de dolor una obra poderosa y sorprendente.
La voz de la autora es distintivamente de Europa del Este; su romanticismo poético, atemperado con brutalidad por la vida, a menudo emerge como una gran ironía. Cuando escribe sobre las circunstancias familiares previas a la guerra describe una vida lujosa llena de sirvientes («obviamente, el proletariado nos superó en número de manera irremediable»), aunque nunca dispuso de dinero en efectivo debido a los derroches de su padre editor. «F. Scott Fitzgerald era caro de emular, especialmente si uno carecía de su talento», escribe secamente.
Denes nunca lo perdonó por irse, mucho menos por haberlos dejado en la indigencia y a ella poseedora de un rencor del que nadie podía escapar: ni los nazis y sus colaboradores húngaros, ni su padre, ni siquiera su madre, que no siempre atendía a los sentimientos de su hija cuando el mundo se derrumbaba a su alrededor.
Solo su hermano mayor, Iván, a quien Magda adoraba, conserva su pura admiración, tal vez porque no creció lo suficiente como para decepcionarla. Amable y alentador antes de los tiempos difíciles, se convirtió en héroe una vez que comenzó la guerra. En diciembre de 1944, meses antes de la liberación de Budapest por las fuerzas soviéticas, Iván, de 16 años, que era mensajero secreto del grupo de resistencia sionista Hashomer, fue atrapado y fusilado. Su muerte a manos de los nazis cuando solo tenía dieciséis años eclipsa toda la otra miseria que Denes padece y solo refuerza su sospecha de que la bondad prevalece solo en los cuentos de hadas que Iván le contaba en forma habitual.
«A lo largo de los años de estas fábulas susurradas, me di cuenta de que a mi hermano le encantaba contarlas tanto como yo amaba escucharlas», escribe Denes. «También me di cuenta que a medida que pasaron los años creía cada vez menos en la sustancia de estas historias. Y aún menos». De hecho, el efecto deslumbrante de Castillos de dolor radica en la furia apasionada de la niña Magda por haber perdido el paraíso tan, tan pequeña.
El libro abarca cerca de siete años: desde 1939, cuando Denes es una niña de 5 años de clase media alta privilegiada y su padre huye a Norteamérica, hasta 1946, tiempo en el que Magda es una refugiada de 12 años. Junto a lo que queda de su familia se esconde de los nazis, moviéndose una y otra vez, constantemente temerosa de la traición por un lado y del hambre por el otro. Estas terribles aventuras tienen un interés y terror intrínsecos, pero lo que hace que esta narración sea especialmente memorable es la fría evaluación que hace la autora acerca de cómo la gente se enfrentó al tenebroso mundo de Budapest en tiempos de guerra, y cómo se comportaron con ella: generalmente mal. La fortaleza de la joven Magda proviene de su autoabsorción de la triste realidad y su agudo ingenio para ver lo absurdo en el comportamiento del opresor y el oprimido.
Después de la guerra, Magda, su madre, su abuela y su tía huyeron a Francia y luego a Cuba, para después emigrar a los Estados Unidos.
Lo más fascinante y conmovedor es el relato de la vida de Denes después de la guerra, cuando la «normalidad» desesperadamente anhelada no aparece…