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Ed. Random House Mondadori, año 2017. Tamaño 20 x 14 cm. Estado: Nuevo. Cantidad de páginas: 124
Distancia de rescate es un excepcional relato de 124 páginas que aglutina la fascinación y el espanto ante el “trueque” de espíritus en otros cuerpos, deliberadas transmigraciones de alma para pulsear contra la enfermedad y la muerte, que replican en un espejo deforme la inquietante coincidencia del drama de dos madres con sus respectivos hijos: Carla con el “monstruo” David y Amanda con Nina. Desde hace dos años la mejor cuentista de su generación está residiendo en Berlín, ciudad a la que se trasladó por una beca.
“A los seis meses estaba dando talleres literarios en el Instituto Cervantes de Berlín y en mi departamento. Esto de dar taller es algo que ya no puedo evitar, es como un vicio. Pero nunca me imaginé que en una ciudad alemana podría haber tantos españoles y latinoamericanos con ganas de tallerear. Discutir sobre lenguaje en el texto de un chileno, de un mexicano, de un colombiano, tiene algo de disparate. Ante esa diversidad te das cuenta de que los lenguajes son más personales que nacionales, y eso es justamente lo que uno aprende en un taller, a construir una voz propia. Pienso Berlín como un estudio, es decir un lugar lejos de casa, sin teléfono ni familia ni amigos, un gran escritorio sin demasiadas cosas materiales, donde lo único que queda es trabajar: un lugar idílico con fecha de caducidad”.
–¿Cómo empezó la escritura de Distancia de rescate? ¿Cuál fue la primera imagen, palabra, frase o idea que funcionó como el puntapié inicial de este relato?
–Lo primero fue la escena en la que la protagonista se despierta en medio de la noche y encuentra a su hija Nina, que apenas llega a subirse sola a las sillas, sentada en la mesa del comedor muy seria y derecha, sosteniendo una lata de arvejas y asegurando no ser ella misma, sino su vecino David. Era un cuento muy distinto al relato que finalmente terminé escribiendo, pero esta escena, que en algún punto fue la semilla de todo, quedó intacta a lo largo de todas las versiones.
–”Hay que ser paciente y esperar. Y mientras se espera hay que encontrar el punto exacto en el que nacen los gusanos”, se lee en la primera página del cuento. Como escritora de cuentos, ¿es paciente y sabe esperar? ¿O le cuesta encontrar el punto de vista exacto a partir del cual una historia comienza a funcionar?
–Ni soy paciente, ni espero. Por eso a la hora de escribir ésa es gran parte de la lucha. En mi experiencia de escritura los problemas están relacionados con ese punto exacto, con la búsqueda de ese punto de vista único y particular para cada historia. Puede ser, como se dice a veces por ahí, que ya todo está contado, pero el punto de vista tiene una fugacidad única e irremplazable. La historia también es siempre quién la cuenta y cómo se cuenta, sin ese calibre exacto sería entonces otra historia. Como el diafragma y el foco de una cámara.
–”El punto exacto está en un detalle, hay que ser observador”, dice David. ¿Qué importancia le asigna al detalle en un cuento? ¿Se podría afirmar que sin detalle no habría escritura?
–Es un juego de contrastes. La vida real suma miles de detalles; la ficción hace una selección, un recorrido particular cuya intención a la vez debería pasar desapercibida. Mientras escribía esta historia, sobre todo en la primera parte, tuve por momentos la sensación de estar también buscando explicarme a mí misma qué es lo importante en una historia. Sentía que las preguntas de David no sólo me estaban preguntando sobre la historia, sino ayudándome a pensar qué merece ser contado y qué no, a valorar lo importante. Por supuesto que parte de esto desapareció una vez que estuve embarcada en la historia, pero quizá haya quedado todavía algún rezago.
–La idea de “distancia de rescate” que formula Amanda, la distancia variable que la separa de su hija, se sostiene sobre pensar siempre que lo peor puede suceder. Hay algo trágico en la atmósfera de este libro, en términos de que pareciera que no se puede escapar del horizonte de la muerte, ¿no?
–Sí, y me acabo de dar cuenta de que tiene mucho que ver con una teoría propia que tengo sobre las fatalidades, una locura personal. Ante el peligro, la angustia, el miedo, imagino la peor de las escenas. Pero es algo serio, me tomo un momento para imaginarlo en todo detalle. Y en esto se basa el exorcismo: nunca, jamás, las cosas ocurren como uno las imagina. La “distancia de rescate” precisa esta proyección. Pensar constantemente en lo peor también lo evita, lo retiene, lo mantiene en línea. Hasta que te distraés…
–En un momento, ante la expresión “monstruo”, David se define como un chico “normal”. Ante sus cuentos, siempre emerge la pregunta sobre qué es lo “normal” y qué es lo que se considera “anómalo”. ¿Cómo trabajar estas cuestiones tan cristalizadas? ¿Intenta sutilmente darlas vuelta, subvertirlas, ponerlas en cuestión?
–No es algo planificado, creo que lo anormal me interesa tan genuina e intuitivamente que a veces incluso no lo registro. Pero sí me doy cuenta de que rondo siempre alrededor de esta temática. Y a la vez nada normal, nada dentro de ese registro de lo común y lo aceptable produce la magia de la ficción. La narración empieza cuando algo –fuera de esa normalidad– pasa, cuando incluso de las formas más sutiles el relato susurra algo así como “y fue entonces que…”. Además de que, por supuesto, lo “normal” es un término muy cuestionable. Más cercano a un acuerdo social, que a una idea contraria a lo imposible. Lo anormal es posible. Pero es una posibilidad desconocida, y ahí aparece toda la fascinación, el espanto o la belleza que nos produce todo lo nuevo.
–La estructura del relato Distancia de rescate es la de un interrogatorio donde alguien pregunta y otro responde. ¿Por qué este formato?
–Hay algo de introspección en el relato, y esta obsesión de Amanda por encontrar el punto exacto en el que, sin saberlo, se da el paso en falso que finalmente nos condena. Quería que David guiara a Amanda con sus preguntas, pero a la vez, a lo largo del relato, uno empezara a dudar sobre este juego de preguntas y respuestas, y de si no será ella misma quien, al borde de la muerte, necesita este interrogatorio. Creo que Amanda busca una verdad que necesita un relato externo a ella misma, necesita “contarse” lo que intuye que acaba de suceder, porque sólo desde los ojos de otro puede entender la catástrofe.
–El campo como escenario aparece amenazado constantemente por el peligro que implican el veneno y la intoxicación, la cuestión de que muchos niños ya nacen enfermos. ¿La soja implica la aniquilación del campo, la ruptura de ese hilo vital o al menos la idea de lugar “armónico”, necesario para escapar del cemento urbano, con que se lo mira desde las ciudades?
–Totalmente, qué buena tu pregunta. Y digo qué buena porque es algo que el relato no dice formalmente, pero ahora veo que esta sensación de que ya no hay escape ni descanso –ni dentro ni fuera de la ciudad– es una sensación que tengo presente desde hace un par de años. Hay algo muy interesante en lo estético de esta nueva problemática de los alimentos transgénicos y los agroquímicos. Y es que siempre relacionamos lo perfecto y lo hermoso con lo sano. Un tomate rojo, maduro, jugoso, sin manchas ni agujeros es el tomate soñado. Ahora te parás frente a las filas de cajones de tomates perfectos e iguales y los mirás con mucha sospecha. Parece más saludable comprar esos tomates un poco más deformes, a veces verdes, de distintos tamaños que venden en la verdulería del barrio. Hoy por hoy, la imagen de filas y filas de campos verdes de soja lista para ser cosechada nos hiela la sangre. La perfección, “la norma”, es sospechosa.
–Sin dar cuenta precisa del final, ¿el drama de esta historia reside en no ver lo importante?
–Sí, definitivamente el drama de la historia reside en no ver lo importante, al menos en mi cabeza. Hacia el final del libro el punto de vista se mueve, o muta, o alguna otra cosa extraña o parecida. Esa nueva conciencia parece ser capaz de ver más allá de lo que puede ver el personaje, ve ese apocalipsis personal como el primer paso a un apocalipsis más grande. Para esa conciencia superior lo grave no es lo que acaba de ocurrir, sino la fatalidad de que no se haya aprendido nada, de que por más buenas intenciones que haya habido, nadie vio lo importante.
–Esta es la primera vez que publica un libro que es un único gran relato. Si ya el cuento no tiene el beneplácito editorial de la novela, publicar un único cuento, ¿generó más resistencia a priori?
–Para mi sorpresa, los editores se mostraron muy abiertos con esto. Creo que fui yo la que no tenía claro qué hacer con esa forma intermedia entre el cuento y la novela. Incluso con Distancia de rescate ya terminada yo seguía pensando en un libro de cuentos, y llegué incluso a diagramarlo y a verlo con los editores. Pero era una historia demasiado larga, demasiado intensa, expulsaba al resto de los cuentos. Fueron los propios editores los que se animaron –y me animaron– a publicarlo solo, y ahora que está hecho me doy cuenta de que fue la decisión correcta. Me parece además –voy aprendiendo–, que los escritores podemos tener un gran compromiso con nuestros textos, pero los que saben qué hacer con ese material son los editores, hay que confiar más en ellos.
–¿Por qué abre el libro con un epígrafe de Toque de queda, de Jesse Ball?
–Casi casi lleva un epígrafe del Martín Fierro, que aprovecho a citar: “Pero si siguen las cosas / como van hasta el presente / puede ser que redepente / veamos el campo desierto, / y blanquiando solamente / los güesos de los que han muerto”. La frase de Jesse Ball me impactó por su simpleza y por su verdad. Cómo en el momento menos esperado, en un movimiento tonto como mirarse las manos, uno entiende el peso de algo terrible en lo que nunca había pensado. Supongo que eso es lo que busca Distancia de rescate constantemente, ese momento de verdad, esa revelación. Y como dice el mismo Ball: “si han tenido esta experiencia, sabrán exactamente a que me refiero…”