Por Mario Vargas Llosa
Lima, octubre de 1978
Historia del ojo, novela tan breve y simple en apariencia, consta de complejas y sutiles superposiciones. Es, al mismo tiempo, una historia de niños traviesos y una novela gótica del siglo veinte, un texto surrealista a medio camino de la prosa y
de la poesía y un documento clínico sobre las obsesiones. Es todas estas cosas a la vez y en eso está su mérito. Cualquier intento de desunirlas, para analizarlas por separado, tendría el mismo efecto que autopsiar un cuerpo vivo: matarlo. ¿Pero hay
otra manera de averiguar su realidad profunda, de entender esos escurridizos mecanismos que hacen de esta historia, en nuestros días, algo tan inusitado como lo fue cuando apareció, cincuenta años atrás, en 1928, bajo el seudónimo de Lord Auch, en una edición clandestina de apenas ciento treinta y cuatro ejemplares? No la hay y, por ello, no queda más remedio que intentar la temeraria cirugía, dejando bien en claro, eso sí, que la novela no se compone de miembros separables coma las piezas de un juguete.
Ella es un organismo vivo, en el que la parte solo existe y funciona subordinada a las otras partes y al conjunto y en el que éste trasciende la suma de los elementos que lo forman. Y. por lo tanto, la operación de aislar éstos, artificialmente, además de ser provisional y relativa, solo puede aspirar a mostrar algunas pruebas de su riqueza, no a revelar el secreto total de su existencia.
Para una primera mirada, rápida y superficial, Historia del ojo es un juego de niños irreflexivos, vehementes y caprichosos (como suelen ser los niños). El anónimo narrador nos dice, al principio, que tiene dieciséis años y, poco después, en
el episodio del armario normando, insiste en que ninguno de los ocho jóvenes que asisten a la fiesta ha cumplido aun los diecisiete. ¿No estará exagerando y -a los niños les encanta jugar a ser grandes- aumentándose y aumentando la edad a sus
compañeros? La hipótesis no se puede descartar.
El narrador es un redomado mentiroso -un niño, al fin y al cabo- y a cada paso detectamos, en el curso del relato, que superlativiza lo que cuenta en función de sus deseos. Pero, bueno, admitamos su testimonio. El, Simone y Marcelle, serían adolescentes, en el límite de la niñez. No olvidemos que estamos a principios de siglo, cuando se tardaba en crecer mucho más que ahora, en que una niña hace la primra comunión y el amor al mismo tiempo.
En aquella época, en el ambiente de familias burguesas del relato, eso era sencillamente inconcebible. De todas maneras, estos jóvenes se aferran con furia a la infancia que han dejado atrás y actúan como si estuvieran todavía en esa hermosa etapa de la vida cuyas alternativas son el aburrimiento y el juego y en la que la libertad puede ser ejercida sin las cortapisas incómodas de la responsabilidad. Eso es lo que hacen estos muchachos aniñados. Obedecen sus instintos y su fantasía sin tener en cuenta para nada las prohibiciones y los prejuicios que los adultos han erigido para canalizar y frenar esas fuerzas.
Pero sería injusto decir que son niños inconscientes de la presencia adulta. Los padres existen y, en la primera parte de la historia, están muy cerca, como sombra ominosa que amenaza y condimenta de riesgo los juegos infantiles. Por lo demás, ¿hay un juego más excitante para los niños que desobedecer a los mayores? El narrador y Simone practican la malacrianza con verdadero ardor, y no se debe excluir que buena parte de las barbaridades que hacen no tenga otra razón que la de escandalizar a sus padres y desafiar su autoridad. La madre de Simone es una dama «extremadamente dulce», de vida «ejemplar». Un dechado de virtudes. Ahora bien, si es así, ¿qué otra cosa le queda a la pobre Simone, para diferenciarse -independizarse- de ella que optar por lo contrario y convertirse en un modelo de vicios?
El narrador, a juzgar por el temor que lo lleva a escaparse de su casa y por esa alusión a su «padre anciano, tipo clásico del general chocho y católico», debe pertenecer, también, a una familia virtuosa y reprimida, a la que le encanta asustar, haciéndole creer, por ejemplo, que si denuncian su fuga a la policía se pegará un tiro. No se atreve a más sin duda porque, por viejo y
chocho que esté, el general debe conservar todavía reflejos de autoridad. En cambio, la madre de Simone es un ser débil, sin defensas, y eso significa que en la guerra niños-adultos, padres-hijos, está perdida. El niño, una vez que descubre un flanco
mal resguardado en quien lo vigila, con instinto certero ataca allí hasta que conquista una prerrogativa. Y si la resistencia sigue cediendo, seguirá avanzando, al compás de sus deseos, los que, todos sabemos, crecen a medida que van siendo saciados. Eso es lo que ocurre entre Simone y su madre. La buena señora queda tan afectada la primera vez que sorprende los juegos de su hija y de
su amigo, con huevos, en el cuarto de baño, que no osa decir palabra. Ya está derrotada sin remedio.
Pocos días despues, Simone le orinará encima y el narrador bajará los calzones a su hija en su delante. Más tarde, cuando los padres irrumpen en la fiesta orgiástica alrededor del armario normando -el narrador no puede reprimir una exclamación que delata la aterrada alegría que esto les produce: «¡Espectáculo y felicidad inauditas!»-, veremos a la misma Marcelle, que parecía la más dócil de la banda, «morder a su madre en la cara». Sí, se trata de niños que mantienen tirantes relaciones con esos padres de moral almidonada y costumbres escrupulosas contra los que se rebelan haciendo todo lo que puede enojarlos. Solo así -lo sienten confusamente- romperán el cordón umbilicial que los une a quienes les dieron el ser y alcanzarán su propia soberanía. Por ello viven obsesionados por la voluntad de profanación del mundo adulto.
Sería falso, sin embargo, creer que el único norte en la vida de estos niños es la desobediencia. Gran parte de su tiempo está dedicado a combatir el aburrimiento inventando qué hacer. Sus juegos no son inofensivos, pero no hay duda de que pueden ser llamados infantiles. ¿No les gusta a los niños maltratar a sus compañeritos más débiles convirtiéndolos en objetos de diversión? Es lo que hacen Simone y el narrador con Marcelle. ¿No disfrutan los niños orinándose encima de la ropa y manchándose unos a otros con el pipí? Hacer cochinadas, como meter las manos en el barro y restregarse con chocolate el vestido recién estrenado, es uno de los placeres de la infancia y ésos son, más o menos, los pasatiempos de Simone y el narrador: mirarse orinar, desnudarse uno al
otro, embarrarse con sus secreciones, y, más tarde, cuando aprenden lo que es eso, masturbarse recíprocamente. Simone es la que alienta una pasión incandescente por «jugar con barro» (no solo en sentido figurado: la vemos revolcarse en el fango, gozosamente, a orillas del aeantilado), y sus extravagancias ¿no nos hacen pensar en un bebé? Su afición a sentarse sobre disímiles materias -la
leche del gato, los testículos del toro- y a quebrar huevos con la boca del sexo más parecen los disfuerzos de una niñita pícara empeñada en destacarsc que las prácticas churriguerescas a través de las cuales encuentra su placer una mujer adulta.
Dos hechos contribuyen a que veamos en esta pareja -Simone y el narrador- y las peripecias que protagonizan, una sociedad de trenzas y panta1ón corto, un mundo de travesuras. El primero tiene que ver con el sexo. Aunque los órganos sexuales se luzcan sin tregua, en cada página, la historia no tiene mucho que ver con el placer de los adultos. El sexo aparece en un estado embrionario,
ahogado todavía -como sucede en los niños- por otras funciones orgánicas y psicológicas que lo relegan a segundo plano. A estos muchachos les divierte más orinar y masturbarse -solos o a cuatro manos- que copular. Se diría que acaban de aprender la manera de impartirse el gozo a sí mismos y, encantados con el nuevo juguete, juegan con él día y noche. En los episodios finales la masturbación es menos importante que el coito, pero, ni aun en la orgía blasfema de Sevilla, donde ocurren varias cópulas, tenemos la impresión de actos sexuales celebrados entre adultos. Simone hace el amor con Don Aminado más para profanar una iglesia y hacer pecar a un curita que para gozar. Sus coitos sevillanos son las atrevidas majaderías de una niña sin conciencia cabal de lo que tiene entre las piernas, no los excesos de una ninfómana ni los refinamientos de una libertina. Y en cuanto al narrador, que en esa ocasión también fornica, ello no basta para que modifiquemos la impresión que nos ha dejado todo lo que antecede. Es decir, que lo que a él le gusta es llegar al éxtasis sexual, solo, viendo hacer el amor a los demás.
En segundo lugar, las relaciones de Simone y del narrador con Sir Edmond ¿no son las de dos sobrinos con un tío rico y consentidor? El pródigo inglés los mima y malcría, no hay duda. Les costea viajes y extravagancias, ofrece su hombro a Simone cuando la muchacha solloza, y, por último, ni siquiera los toca, como paralizado por un albiónico respeto a la infancia desvalida. A lo más, cuando sus juegos lo inflaman, descendiendo a su altura, se masturba. Es importante observar que los caprichos de Simone que el Sir inglés paga son directamente sexuales solo a veces y que otras, la mayoría -ir a los toros, viajar a Sevilla, servir crudos esos testículos taurinos que la gastronomía francesa llama délicatesse, arrancarle un ojo al curita sacrificado-, lo son solo indirectamente, de una manera que ni Simone ni el narrador parecen sospechar. Este mundo es infantil, finalmente, aparte de las conductas de los protagonistas, por la mirada que lo describe y el espíritu que lo anima. Los adultos están vistos de lejos, en una
perspectiva distinta. Me refiero a los padres de los primeros capítulos (los «enemigos»), pero también al único adulto «positivo» de la historia, ese tío o abuelo engreidor que es Sir Edmond. No sabemos quién es, qué piensa, qué siente. Solo está allí para
materiali2ar las fantasías de los niños, gracias a su dinero y comprensión. Las personas mayores del libro no son más que obstáculos o trampolines para la satisfacción de los caprichos de los jóvenes. Hasta en este extraordinario egoísmo se advierte
que Historia del ojo es, en esencia, un mundo de naturaleza y sensibilidad infantil.
Al mismo tiempo es un mundo que parodia una parodia: la novela gótica. Todas las novelas de Bataille son deudoras de esa exacerbación (se podría decir perversión) del romanticismo, que, en la Inglaterra de las postrimerías del XVIII y comienzos del XIX, produjo esa abundante colección de novelas de sentimentalismo tumultuoso -llantos, alaridos, gemidos son el recurrente marco sonoro de sus peripecias-, de pasiones frenéticas y tragedias imposibles, y una predilección sadomasoquista por el miedo, lo macabro, lo sobrenatural y por los escenarios espectaculares y pasadistas: castillos, abadías, paisajes indómitos sacudidos por la tormenta. El decorado y la utilería de novelas como El monje, El castillo de Otranto y Los misterios Udolfo tienen un notable parentesco con los de los cuentos infantiles -los de hadas y los de terror-, a tal punto que podría decirse que la novela gótica es una novela de hadas y terrorífica para adultos. Quizá esto explique por qué los lugares y los objetos de Historia del ojo derivan de esa tradición. Pero esto debe ser matizado, precisando que, a diferencia de esos pastiches arcaizantes, ella es una historia que arraiga en la época en que está escrita. Se trata de una aclimatación de la novela
gótica a la Europa de los años veinte.
Historia del ojo es una novela gótica de nuestro tiempo ante todo por su decorado, aunque no solo por él. Este elemento es el que más chillonamente denuncia la consanguinidad. En historia tan sucinta la importahcia del escenario no es muy grande y, sin embargo, uno descubre que casi todas las referencias al ambiente coinciden en mostrar lugares de atmósfera inusitada, tradicional y, sobre todo, pintoresca. El más típicamente gótico de los lugares del relato es, claro está; el fantasmal «castillo rodeado de un parque, aislado sobre un peñón que domina el mar» donde encierran a Marcelle cuando pierde la razón. Se trata, al parecer, de un asilo psiquiátrico -¿hay que recordar que la locura, o, mejor, enloquecer es uno de los tópicos del género?-, pero en la práctica es algo bastante más misterioso pues, fuera de Marcelle, nunca vemos en él a nadie. Ni asomo de otros pacientes, de médicos o de enfermeras, incluso cuando junto con el narrador nos deslizamos por su interior.
De otro lado, ¿no se trata de un castillo sobre el que pesa algún hechizo?. En todo caso, ejerce una influencia extraña sobre quienes lo visitan. Por separado y sin saberlo, tanto el narrador como Simone apenas entran en él a ocultas, sienten la invencible urgencia de despojarse de sus ropas y salir así, luego, a pasearse por sus jardines, ni más ni menos que como dos personajes de los cuadros que pintaría años después Paul Delvaux. ¿Y es seguro que Marcelle estaba loca antes de entrar al castillo? Porque ese gesto desconcertante que la lleva a izar en una de sus enrejadas ventanas, como un blasón desafiante, esa sábana empapada de orina o esperma (puede ser cualquiera de ambas cosas: en este mundo desmesurado las mujeres eyaculan tan copiosamente como
los Varones) podría ser también dictado por la inquietante mansión. El castillo es, desde luego, nocturno -no lo vemos de día sino a la luz de la luna, las dos veces que lo vemos- y está siempre barrido por vientos ululantes o bañado por el temporal. A sus pies, las olas embisten contra el acantilado, pues toda la región donde ocurre esta primera parte de la historia tiene ese clásico escenario romántico: un rincón provinciano, de sinuosa geometría, junto al mar, sobre el que con frecuencia se desencadenan los elementos. Por ejemplo, cuando Simone y el narrador corrompen por primera vez a Marcelle. Lo hacen en plena campiña, junto a un mar que ruge y bajo un cielo que truena y los ilumina con relámpagos».
Italia y Alemania fueron escenarios preferidos de la novela gótica. La misma función distanciadora y exoticista que esos países cumplían en las novelas de Ann Radcliffe o Mrs. Parsons, la desempeña en la de Bataille España, sede de la segunda parte de la historia. Y, dentro de España, adonde el protagonista llega con la truculencia de una novela de aventuras -robando una barca y desembarcando en una playa desierta, cerca de San Sebastian-, los escenarios en que se concentra la acción tienen el mismo colorido y suntuosidad que el castillo o la tormenta. Son dos: la plaza de toros madrileña hirviendo de entusiasmo y violencia durante una
corrida apoteósica, en el tórrido sol del verano, y la iglesia de Sevilla que, según la leyenda, mandó levantar el arrepentido Don Juan, y cuya riquísima decoración interior, por lo demás, luce toques inequívocamente góticos, como esos cadáveres en descomposición pintados por Valdés Leal, en uno de los cuales se ve una rata penetrando en el cuerpo de un obispo por la cuenca de un ojo…
La iglesia, convento o abadía es, junto con el castillo, decorado fatídico de una historia gótica. Pero aquellos lugares, a diferencia del último, no están allí solo por su calidad pintoresca y vetustez teatral, sino también por tratarse de lugares de culto, rodeados de una consideración particular en la sociedad. En esos sitios, reverenciados por los fieles, donde se celebran oficios y ceremonias, cualquier acción, gesto o pensamiento inconvenientes alcanzan proporciones infinitamente más graves y escandalosas que en el exterior. Es sobre todo esta razón la que hace de la iglesia un escenario dilecto para un género que cultivó asiduamente lo blasfemo, lo herético, lo satánico. Y por la misma razón sucede en una iglesia el final apocalíptico de Historia del ojo. Ella, de un lado, suministra un decorado dramático de primer orden, y, de otro, como lugar sagrado, es ideal para el exceso y la violencia: por ocurrir allí, se verán multiplicados.
La novela gótica, en su época relativamente puritana, no podía ser demasiado explícita en esa vocación de sacrilegio que la carcome de principio a fin, pero iba hasta el límite que le permitían las convenciones de su tiempo. Bataille fue por el mismo camino hasta donde se lo permitían las convenciones anticlericales del suyo y en este también adaptó cierta costumbre de la literatura gótica a su época. Es preciso, para medir su atrevimiento, el desgarro que debió significar este libro para él, tener en cuenta que Bataille, en los años de Historia del ojo, era todavía católico o acababa de dejar de serlo.
Para el hombre de nuestros días, indiferente en materia religiosa o católico «moderno» que se ha ido acostumbrando a ver cómo su antaño inexpugnable ciudadela de dogmas y tabúes va siendo paulatinamente invadida por los enemigos del pasado -el compás y la escuadra, la hoz y el martillo, los demonios del sexo-, es difícil apreciar el poder revulsivo y la violencia moral de un episodio como aquél en que el buen curita rubicundo de ojos de santo es masturbado, obligado a copular con Simone, y, por último, a beber sus orines en un cáliz y a eyacular en el copón de las hostias. Esta «enormidad» a los incrédulos de nuestros días no les impresiona mucho más que los desaforados lamentos del monje loco de Lewis. En el momento en que fue escrita, y por quien al hacerlo podía sentirse agredido en lo más importante de su vida -su fe-, este episodio, cuyo ambiente viene derecho de la mitología gótica, muestra mejor que ningún otro la voluntad de transgresión y, en cierta forma, de auto-inmolación con que fue concebida la novela.
Quizá sea inútil añadir, para agotar el balance de deudas con ese género -o, mejor, el aprovechamiento de toda su parafernalia- que en el mobiliario de Historia del ojo, como en el de las novelas góticas, donde nunca faltan arcones con tesoros o cómodas antiquísimas de terribles contenidos, hay un enorme armario normando en el que pasan también cosas terribles. En su añoso interior, una muchacha orina y se masturba y, tiempo después, se ahorca. Con el de Marcelle hay en esta corta historia hasta cuatro cadáveres, todos ellos resultado de muerte violenta -Marcelle se suicida, una bella ciclista es atropellada por el narrador, el
torero Granero muere corneado tres veces y uno de los cuernos le vacía un ojo, y, finalmente, Don Aminado es asesinado por el trío infernal-, sin contar las mulas destripadas en la corrida, lo que, en conjunto, da un total de sangre y mortandad más abundante que el de una novela gótica promedio y semejante al de una tragedia isabelina.
Es probable que Bataille conociera la novela gótica gracias a los surrealistas, quienes fueron sus entusiastas promotores en Francia. El monje, de Lewis, fue elogiada por Breton en el manifiesto de 1924 y Artaud la tradujo al francés años más
tarde. Los surrealistas, que, es sabido, nunca tuvieron muy en alto el género novelístico sino todo lo contrario, valoraban en la novela gótica lo que ella tenía de oposición al realismo, sus trucos tremebundos de gran guiñol, su decorativismo rebuscado, sus personajes neuróticos y su fascinación por la locura y lo irracional (idéntica a la de ellos: los había puesto de moda Freud, en esos años). De estos ingredientes estaba hecha la poesía para Breton y sus seguidores, quienes, aunque se decían enemigos declarados de toda «literatura», fundarían una nueva estética y revolucionarían profundamente la práctica literaria de su tiempo. Sin esta nueva estética -que era también una nueva moral literaria- Historia del ojo no hubiera podido ser escrita, no en
todo caso en la forma en que lo fue. Pero, aunque me parece innegable que este texto sea surrealista, y crea que hay que admitirlo para entenderlo de manera cabal, es preciso advertir también que lo es de una manera poco ortodoxa, es decir, distinta en muchos aspectos de los textos del movimiento a fines de los años veinte (como Najda).
La vinculación de Bataille con el surrealismo comienza, al parecer, en 1925; en marzo del año siguiente hay una colaboración suya, sin forma, en el número seis de «La révolution surréaliste»: una selección y modernización de «fatrasies», poemas risueños del siglo doce. Se puede, pues, razonablemente suponer que cuando Bataille escribe Historia del ojo, en 1927 o 1928, es cuando se halla justamente más cerca del surrealismo. Pero, de todos modos, no llegó a estar nunca dentro de él. Esta cercanía y distancia simultáneas definen bien, de un lado, al propio Bataille, cuyo individualismo y heterodoxia intelectual extremados le impedían dejar de ser una contradicción viviente de todo aquello que tocaba, aun cuando se tratase de algo que, como el surrealismo en esta época, lo enardecía, y, de otro lado, la peculiar idiosincrasia de Historia del ojo.
Quizá valga la pena, por eso, indicar primero qué cosas apartan la novela de otros textos surrealistas. La más visible diferencia tiene que ver con la pirotecnia retórica de éstos, su fosforescencia verbal de audaces asociaciones arbitrarias, obtenidas mediante la libre transfusión de materiales inconscientes en la escritura sin pasar por el tamiz de la 1ógica. Porque estos abominadores de la «literatura», eran, en realidad, unos refinadísimos artistas que cultivaron y enriquecieron la forma literaria tanto como los simbolistas o los románticos. Y, al cabo de los años, se descubriría que la más duradera de las aportaciones surrealistas no fue, como hubiera querido Breton, cambiar al hombre e instalar la poesía en la vida cotidiana, sino algo más modesto y especializado: renovar las técnicas artísticas.
Más que en el contenido, el surrealismo innovó en la expresión literaria. Pues bien, ahí está precisamente lo que deja y acerca del surrealismo a Historia del ojo. Su expresión formal es de una objetividad porfiada, de un despojamiento sumo, de una deliberada ausencia de efectos plásticos o acústicos. En resumen, su escritura es enconadamente «realista», en el sentido de sacrificar en su vocabulario, en su sintaxis y en su ritmo toda ambición de autonomía poética, por la eficacia comunicativa. de un «mensaje». Ahora bien, el mensaje que entrega esta expresión tan austera es su antípoda: una serie de actos que niegan el realismo por su carácter insólito y excesivo, y lo contrario también esa «pobreza» formal pues lo que los caracteriza es, justamente, una abundancia y ceremonial de gran melodrama. En esta curiosa dialéctica entre una forma misérrima y expeditiva, sin pretensiones ni alardes, que no persigue otro fin que participar lo más escuetamente una materia narrativa, y ésta, que es, ella sí, afectada y espectacular, una masa hecha de elaborados compuestos de crueldad, perversión, sacrilegio y obscenidad, reside lo original del texto de Bataille, lo que hace y no hace de él un texto surrealista.
Toda tentativa de separar fondo y forma en un texto literario ha sido generalmente condenada pues se ha vuelto axioma que son inseparables, el anverso y reverso de una sola cosa. Pero esto no puede aceptarse hasta el punto de «confundir un viaje por el infierno con el patrón estrófico de la terza rima», como escribió Gabriel Ferrater. En Historia del ojo la diferencia entre fondo y forma es flagrante y determina la soberanía del texto. Ella hace que éste no sea un relato erótico en el sentido pletórico, juguetón y vital en que lo son, digamos, las novelas pornográficas de Apollinaire o la Gamiani de Alfredo de Musset», ni tampoco un texto libertino a la manera de los de Sade porque en él no hay, como en éstos, una ambición filosófica,
racionalista y demostrativa de una tesis, aunque por su asunto, centrado en una experiencia única -o, mejor, en variaciones sobre una suma ínfima de experiencias- coincida con la pornografía y la literatura libertina. Pero no es, de hecho, ni una cosa ni la otra. En Historia del ojo lo importante no es, como en la primera, la exaltación grandilocuente de la fiesta sexual ni, como en la segunda, el desacato a Dios sino, más egoístamente, la confesión, mediante una escritura de naturaleza poco menos que documental, de una «experiencia interior».
Esta experiencia no es racional, aunque el lenguaje que la refiera lo sea -y he ahí en que radica su división entre fondo y forma. Ella viene y extrae sus fantasmas, su delirio masturbatorio, su fantasía sanguinaria y sus rituales de un territorio que el surrealismo acababa de descubrir y se afanaba por trasladar lo más fielmente posible a la poesía: el onírico, cuyos pobladores se crean y mueven al compás de la varita mágica de los deseos del hombre.
Esquematizando, pero sin forzar la realidad, se puede decir que la forma en Historia del ojo es realista y el contenido surrealista. O que la palabra es prosaica y el material poético, o que la expresión es objetiva y el mensaje subjetivo, o que el estilo está gobernado por la razón y la sustancia que él cuaja por la sinrazón, o que se trata de una historia de cara limpia y alma sucia. Lo indispensable, para entender sus méritos y sus deméritos, es admitir que existe en Historia del ojo una contradicción irreductible entre continente y contenido.
Resulta instructivo comparar la versión original de Historia del ojo (de 1928) y la nueva versión, corregida por Bataille, que publicó Jean-Jacques Pauvert en 1967 (ambas aparecen en el primer tomo de las Obras Completas) para advertir ese designio de frugalidad verbal que hay en el texto. Las correcciones consisten, casi exclusivamente, en supresiones, alguna vez en el reemplazo de una expresión por otra que hace más nítida la idea, pero nunca, hasta donde he podido comprobarlo, de una añadido. El texto, ya de por sí sobrio, ha sido sometido a una verdadera ascesis (y empleo esta fórmula teñida de religiosidad con toda intención), depurado de todo lo no estrictamente indispensable para su supervivencia, ni más ni menos como, en la experiencia mística, debe llegar a estarlo el alma que quiere asir la verdad y tocar a Dios. Y, curiosamente, porque también esto forma parte
de la ascesis descrita por San Juan, Santa Teresa o, en nuestros días, Thomas Merton, la razón de esas eliminaciones en la nueva versión es también, junto con el deseo de desnudez, la búsqueda de la impersonalidad. Las expresiones que delatan una psicología en el narrador o en los otros protagonistas han sido sistemáticamente soslayados, como si estorbaran el objetivo de la historia. Ésta, por lo visto, solo puede alcanzar lo que se propone mediante seres desencarnados y abstractos, desasidos de toda intimidad, en cierta forma neutros, y entregados en cuerpo y alma y en todos los instantes de su vida (como el contemplativo o el obseso) a un quehacer único.
La verdad que, mediante este ascetismo verbal, quiere asir -transmitir- Historia del ojo es la del sueño, el Dios que quiete tocar -describir-, es el deseo. Y para conseguirlo, así como el místico debe trascender las limitaciones de la carne, el
autor debe sortear los arrecifes de la conciencia y la razón (por eso el sacrificio de la psicología). «Nosotros, en realidad, jamás demos hablado», dice el narrador de él y de Simone. Así es, en efecto. Esa falta de diálogo entre ellos, sin embargo, no obstaculiza sino que facilita la perfecta inteligencia y complicidad que los une en los instantes decisivos. No se hablan, salvo en ocasiones excepcionales, para impartirse una orden que el otro inmediatamente acata, y ese silencio los comunica mejor que el más florido de los lenguajes.
Ese entendimiento mudo, entre los dos (los tres, cuando completa el trío Sir Edmond) consiste asimismo en una maravillosa sincronización de movimientos (físicos y emotivos): van a los mismos sitios, hacen las mismas cosas, los excitan los mismos estímulos, sienten lo mismo. Por otra parte, sus desplazamientos tienen rasgos desconcertantes, pues en la novela han sido abolidos como superfluos los tránsitos: ellos pasan, sin solución de continuidad, del armario normando al castillo de alienados, del cuarto de Simone a una playa vasca, de allí a la Plaza de Toros de Madrid y de allí a la iglesia de Don Juan en Sevilla. El viaje de un lugar a otro dura apenas una frase y el lector tiene la sensación de que los protagonistas, así como prescinden del lenguaje para entenderse, tampoco necesitan del espacio para trasladarse de un sitio a otro: les basta desearlo para que ocurra. Su ritmo no es el de la vigilia sino el del sueño. Allí, las palabras no son necesarias y a veces entorpecen el diálogo. Allí, las distancias dependen de nosotros en vez de depender nosotros de ellas, como cuando estamos lúcidos. En la amable o terrible embriaguez en que nos sume la conciencia dormida, el espacio se dilata o constriñe como una esponja que los terrores y hambres del espíritu cargan o vacían, y nuestros cuerpos, liberados come el del santo de toda contingencia terrena, van y vienen en pos de lo que aman o huyen de lo que aborrecen con total desenvoltura y facilidad. Ése es el ritmo de Historia del ojo, cuyos protagonistas no parecen
seres despiertos sino sonámbulos inmersos en una prisión onírica que les da la ilusión de la libertad.
Pero no solo por ese diálogo silencioso y esa velocidad de movimientos: nos parecen habitantes del sueño. También porque sus actos, como los de la pesadilla, consisten en la reiteración maniática de gestos y situaciones que, igual que en aquélla, van gradualmente aumentando en número y en intensidad hasta concluir -en la sacristía andaluza- en una explosión de violencia. Por otra parte, en Historia del ojo, al haber desaparecido la psicología y no ser los seres humanos (¿pueden ser llamados así esas abstracciones raudas y feroces?) más que una sucesión de acciones o, mejor todavía, una sola acción repetida y sobrecargada, los actos parecen autosuficientes, existir sin motivaciones que los precipiten ni consecuencias que los prolonguen.
No se trata de un mundo histórico-social sino de un mundo soñado. Las cosas ocurren en él por una necesidad inmanente, acarrean consigo una fuerza que las produce o las suprime y, en el tiempo que duran, se hallan liberadas por entero de ataduras con otro contexto que no sea la propia voluntad -quizá sería preferible, el instinto- de los protagonistas. Ésta es la mayor diferencia que opone ese mundo al nuestro, el de los hombres de ojos abiertos, encadenados a la luz del día y a la razón. Entre nosotros, se es esclavo o se es libre. Allá, en el reino maravilloso y temible del deseo, se es las dos cosas a la vez. La esclavitud consiste en que los hechos que acontecen en él son inevitables y fatídicos. Ésa es la impresión que dan Simone y el narrador en sus masturbaciones, coitos, manoseos y juegos con huevos y orines: de muñecos desalados actuando en función de un mecanismo que alguien superior ha puesto en marcha. Ahora bien, esa esclavitud es simultáneamente libertad inconmensurable porque, una vez desencadenado el mecanismo, nadie podrá detenerlo o modificarlo. El deseo, abierta la compuerta del reducto de la conciencia que lo disimulaba y contenía, al volcarse sobre el mundo, lo deshace y recompone a su capricho sin que nada pueda impedírselo.
No solo esclavitud y libertad dejan de ser vividos como contrarios en la realidad del deseo. Ella está hecha de la identidad de muchos otros opuestos para el mundo de la vigilia. Así, los actos humanos no preceden a las palabras que los describen sino,
a la inversa, la descripci6n verbal de un acto lo provoca o constituye. Es decir, no es el contenido el que determina una forma sino -como ocurre en el sueño y en el arte- la forma la que hace nacer el contenido.
El narrador escribe una nota a sus padres, amenazándolos con suicidarse si lo mandan buscar con la policía cuando se fuga. Se trata, nos dice, de una simple bravata, él no tiene la menor intención de hacer semejante cosa. Pero, una vez escrita la amenaza, irrumpe, como generada por las palabras, una necesidad imperiosa y el narrador tiene que robarse el revólver de su padre pues lo ronda la idea de matarse. En varias ocasiones, el narrador insiste en que es «incapaz de comprender nada». No tiene necesidad, pues, a cada instante del relato, comprendemos que en él no hay nada que comprender, ni para sus protagonistas ni para sus lectores. Se trata solo de aceptar o rechazar lo que ocurre. Porque esto no resulta de un encadenamiento de causas que puedan persuadirnos, como las acciones racionales, sino de la presencia súbita, arbitraria y contundente de hechos parecidos a los milagros y las catástrofes divinas, contra los que podemos rebelarnos o a los que nos sometemos, pero que no piden ni necesitan nuestra comprensió.
Este mundo ha reemplazado la causalidad por la casualidad y la lógica por lo arbitrario. Extrañas simetrías florecen en él, como esa feliz conjugación entre dos seres, Simone y el narrador, que parecen dos manifestaciones de una misma sustancia, o como la recurrencia de ciertos actos y la coincidencia de detalles aun insignificantes. Así, esa noche en que Simone y Marcelle, la una en el parque y la otra en el balcón del castillo, se masturban al unísono, a la luz de la luna, se vislumbra algo que el narrador, sibilinamente, se limita a llamar «cosa curiosa» (hubiera podido decir mágica): ambas muchachas están uniformadas, la una con
medias y cinturón blanco, la otra con cinturón y medias negras. ¿Mero accidente o acción de fuerzas sobrenaturales que ordenan esas similitudes de unas vidas que serían ritos? Lo cierto es que en esa realidad distinta todo es posible y por eso no debe sorprendernos que esos furiosos onanistas que son los personajes sean capaces de anegar literalmente el mundo que transitan con prodigiosas cantidades de esperma y que, además, ejecuten esa operación fisiológicamente inexplicable, de eyacular y orinar al mismo tiempo.
Aquí vemos, asumiendo una forma agresivamente materialista (que él, siempre elegante y artístico aun en sus grandes cóleras, no
podía aprobar) una aplicación concreta de eso que Breton llamaría le merveilleux, lo único que, según escribió en el primer manifiesto surrealista, podía «fecundar obras pertenecientes a un género inferior como la novela y, de manera general, a todo aquello que participa de la anécdota».
El ser un relato surrealista, ambiguamente amasado de prosa y poesía, de materias densas organizadas de tal modo que se cargan de espiritualidad, hace que la utilería y truculencia «góticas» no aparezcan en Historia del ojo como un mero pastiche, que provocaría risa. Lo onírico inunda ese material de una vibración íntima, le insufla un aliento genuino. Sin embargo estas virtudes literarias no deben ser excegivamente ensalzadas porque en la sinuosa superposición de capas de la novela el material poético está a su vez contrapesado, socavado y, diríamos, hasta anulado por otro ingrediente. Pues este libro es, también, un documento clínico.
Lo es en un sentido muy preciso; En los años que preceden a la redacción de Historia del ojo, Bataille experimentó una crisis que tal vez tuvo relación con el resquebrajamiento de la fe religiosa pero que, sin duda, abarcó más que eso. En 1926 y 1927 se sometió a una cura psicoanalítica con el doctor Adrien Borel. Los datos que tenemos sobre esta etapa de su vida (sobre casi toda ella) son escasos e inciertos. Pero, por un fragmento de carta sobre el origen de Historia del ojo, que recogen las Obras Completas (tomo primero, p. 612) descubrimos que la redacción de este texto fue considerada más tarde -y tal vez emprendida desde un principio por el propio Bataille como una terapia.
Los datos son explícitos. El texto fue escrito en medio de una severa crisis (el médico al que se refiere es el psicoanalista que lo trató), como una manera de salir de ella o de sobrellevarla. Más tarde, Borel aprobaría esta medicina como la más apta que el enfermo tenía a su alcance en esos momentos. Se podría objetar a esto, desde luego, que todo texto literario es de algún modo algo parecido para quien lo escribe, la búsqueda de una puerto de escape para un atasco que no ofrece otra salida, el desahogo de una insatisfacción. Lo que es cierto. Pero, en este caso, ello se agudiza vertiginosamente. La crisis tiene caracteres circunscritos a una individualidad y muy concretamente patológicos; y, por otro lado, a diferencia de lo que ocurre con el texto literario, que disimula la afección personal que es su secreta raíz, proyectándose fuera de ella y abrazando un núcleo más amplio y compartido de experiencias, Historia del ojo no lleva a cabo sino de manera débil y dudosa esa ampliación de su temática.
Más bien, se diría que aquello sucede (parcialmente) a pesar de quien escribe, de su egoísmo de paciente para nada interesado en salir de sí mismo, de la propia experiencia que lo obsesiona: hacia un terreno de comunicación con los demás. Y, sin ello, no hay literatura, como aquellos que han hojeado alguna vez esos textos de alienados, con los que, no obstante el deslumbramiento que pueden producirnos por momentos la audacia de sus imágenes o lo asombroso que cuentan, es imposible establecer un contacto durable. En ellos el autor se dice, no nos dice ciertas cosas, se cuenta algo a sí mismo, no nos lo cuenta a nosotros. Y hay algo de esa olímpica prescindencia del otro, de esa concentración narcisa en sí mismo -que es la concentración del enfermo en su enfermedad- en éste como, por lo demás, en todos los relatos de Bataille. Algo, no todo. Lo que quiere decir que, así como está a medio camino de la prosa y de la poesía, que participa de ambas, esta historia está también a igual distancia de la cordura y la locura o de lo sano y lo malsano.
Hay en ella -es otra de sus ambigüedades- dosis concurrentes imposibles de medir de obra de creación y de documento privado, de literatura y de confesión analítica. A asta naturaleza clínica, que también es la suya, debe Historia del ojo algo que desconcierta tanto al lector de esta historia de hechos ardientes: su carácter glacial, esa frialdad que, de principio a fin, hiela el fuego del sexo y el espfritu sadomasoquista que en él llamean, y que es la misma que deshumaniza y vuelve mero conocimiento, en un libro científico, las pasiones o los sufrimientos del hombre.
Pero, antes de explorar mas íntimamente ese documento sobre la obsesión que es, también, Historia del ojo, es preciso desentrañar sobre qué espíritu turbado nos documenta, quién es el que intenta aliviarse escribiéndolo. Porque a este respecto el
relato abunda en supercherías (muy significativas, claro está). Su autor no es, por supuesto, el inexistente Lord Auch que figuraba en las tres primeras ediciones (la segunda y la tercera, de los años cuarenta y cuarenta y uno, respectivamente, añaden otro fraude: ¡aparecen como impresas en Burgos y Sevilla!). Pero tampoco lo es el autor de esas Coincidencias del capítulo final, cuyas confesiones autobiográficas son todas falsas.
Por otro lado, que el narrador narre en primera persona se presta a más confusiones. Ya sabemos que no se debe identificar al narrador de una historia con el autor, pues, aun cuando se trate de una historia autobiográfica, el narrador será siempre -visible o invisible, intruso o disdreto, omnisciente o implicado, hable de sí o de otros- una creación ni más ni menos ficticia que los demás personajes. Pero allí no termina el distingo. El autor tampoco es la misma persona cuando describe -es decir, cuando inventa un narrador y unos personajes se protoplasmiza indistintamente en todos ellos- que quando no lo hace. El hecho de escribir provoca en él una actitud especial, hace de él, en los momentos en que se entrega a esa actividad específica en la que se vierte la totalidad de su ser, una persona quizá más completa o quizá más teatral o ambas cosas, que en el resto de su vida. Es importante tener en cuenta esta maraña de sustituciones, desdoblamientos, proyecciones de la personalidad, mixtura inextricable de lo vivido y lo inventado, lo confesado y lo mentido, que es una ficción, porque al examinar las formas que ella asume en Historia del ojo percibiremos menos oscuramente qué pertenece en ella a la literatura y qué al documento privado.
El exceso de precauciones puede ser contraproducente, traer consecuencias opuestas a las deseadas. Ese autor que, primero, se embosca en un seudónimo -Lord Auch para que no lo veamos, y que, como si considerara esta estratagema insuficiente, añade como colofón a su historia un capítulo donde intenta hacernos creer que empezó a escribirla para «olvidarse de lo que era y lo que hacía y que, luego de estar convencido de que él y su personaje no tenían nada en común, empezó a descubrir coincidencias entre determinadas experiencias suyas, que enumera (y que son falsas) y los sucesos de la ficción, miente tanto que despierta nuestras sospechas y nos empuja a deducciones que, al final, nos permiten adivinar lo que él, desesperadamente, está tratando de decirnos de esa complicadísima manera.
Es decir: que esa aglomeración de mentiras en realidad no quieren serlo, que las mentiras quieren ser descubiertas como mentiras, a fin de que percibamos la verdad que ellas, en apariencia solamente, tratan de ocultar. Ese autor se esconde tanto y de manera tan burda que lo que quiere es que, detrás de Lord Auch o el negligente visitante de ruinas, lo veamos a él. A eso conducen esos disfraces -¿si de veras quería esconderse, hubiera elegido un seudónimo como el de Lord Auch, que proclama tan ruidosamente su calidad de tal?, ¿si de veras quería que creyéramos su autobiografía, habría insertado en ella ingredientes tan típicos de la literatura de pacotilla como ese padre ciego, paralítico, inmundo y loco y esa madre que también enloquece y se ahorca?-: a que identifiquemos las supercherías como lo que son y tratemos de ver detrás o a través de ellas al que de modo tan patético trata de llamar nuestra atención.
Así, las cosas están bien claras. Bajo tanto ropaje lo que había era una desnudez ansiosa de ser vista. El tímido y acobardado autor era, en realidad, un exhibicionista. Pero, atención, cuidado con recriminarlo por tortuoso y timorato. La literatura no le
dejaba otra alternativa. La literatura no es un medio idóneo para transmitir fielmente una realidad anterior y ajena a ella, pues ella es una realidad en sí misma, lo que significa que aquélla para convertirse en ésta debe cambiar radicalmente. La verdad tiene que volverse mentira pues la mentira es la verdad de la literatura. Así, mostrarse, revelar su desnudez, exhibir sus más íntimos apetitos o miserias, sin maquillaje alguno, es una operación condenada irremisiblemente al fracaso si se elige para ello el vehículo de la ficción.
Ella es lo que su nombre indica: trampa, elaboración, recreación, cambio, negación de lo real mediante otra realidad hecha de palabras y de fantasía. Eso es lo que se oculta detrás de esa inevitable dialéctica que hace del autor, del narrador y del hombre de carne y hueso seres siempre distintos, aunque se quiera acercarlos. En Historia del ojo Bataille intenta una manera de contrarrestar esa forzosa despersonalización del autor e irrealización de lo real que los mecanismos de la ficción producen. Esa manera es maquiavélica, por decir lo menos. Se funda en una fórmula parecida a la sentencia moral según la cual ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón o a ese principio gramatical según el cual dos negaciones equivalen a una afirmación. Es éste: si empleo las técnicas que convierten las verdades en mentiras para convertir las mentiras en mentiras el resultado puede ser la verdad. Si el narrador de una historia es, siempre, una ficción, ¿no podría suceder que, enfatizando de tal modo, mediante mentiras, esa mentira sustancial que él es, aparezca en un momento dado el hombre de carne y hueso que remotamente hay en él?
Sin embargo, lo que aparece gracias a estas magias de la adulteración infinita, no es el hombre que escribe sino algunas de sus obsesiones. La más interesante es aquella de la que parece no estar del todo consciente, la que más decisivamente debe haber influido en la forja del relato: la de exhibirse, la de ofrendarse podríamos decir, convirtiendo en espectáculo las formas de su deseo. Porque lo evidente -lo que da patetismo al hielo narrativo- es que, más que satisfacer un placer, exhibir esa intimidad es para él una manera de solicitar la atención, aunque no precisamente la conmiseración y sí tal vez el desprecio y el horror de
los hombres. La experiencia que quiere provocar esos sentimientos extremos, es tan extrema como ellos.
Se trata de una experiencia «maldita». En el sentido de escandalosa, de no haber sido antes explícitamente vertida en literatura, en el de que constituye para él, sin duda, una maldición saber que su conciencia está poblada por ese género de demonios, por el cataclismo que éstos provocan en sus sentimientos y, seguramente, en su fe. Pero, sobre todo, por el insalvable abismo que la realidad opone a la realización de esos deseos. Este sentimiento de frustración atroz es quizá lo más escandaloso que el texto nos confía. No la destructora materia de sus sueños, sino su condición de hechos soñados, la ineptitud esencial de éstos para escapar a lo impalpable y tornarse hechos reales.
Contrariamente a lo que Bataille pudo pensar al escribir esta confesión heroica sobre sus demonios, no son éstos los que, con el paso del tiempo, conservarían en su libro el perfil de historia maldita, sino, más bien, la prueba que él suministra, con acento sombrío, una vez más en la historia de la literatura, de ese estigma de la condición humana, a la que ha sido dada la facultad de ir siempre, gracias a la imaginación, más allá de todas las fronteras que puede alcanzar la materia carnal que genera esos sueños. En eso están la grandeza y la miseria del hombre. A nadie le ha sido concedido idear una felicidad más varia ni intensa, porque sólo él puede atizar, renovar y complicar al infinito el fuego del deseo, con el combustible de la fantasía. Pero, justamente, esa facultad dilata su frustración, pues lo propio de ella es alejarse siempre de lo que la vida real puede saciar, aun en el paso de los más terrestres y resignados. Ese abismo, a lo más, puede intentarse llenar con subterfugios tramposos como la escritura. Es lo que trata de hacer Historia del ojo y es lo «patológico» del libro.
En cuanto a la índole de ese material obsesivo no hay nada que la literatura maldita no hubiera revelado anteriormente ni demostración que no fuera ilustrada, digamos, por un Sade, de que, como lo muestra La historia del ojo, el deseo en libertad conduce a la destrucción y autodestrucción, que la violencia es ingrediente del sexo y viceversa y que el esperma tarde o temprano se torna sangre. La voluntad de transgresión, implícita en el erotismo, que, llevada hasta sus últimas consecuencias desemboca en el crimen y la muerte, recorre el relato y es el resorte que anima los actos sexuales de los protagonistas. Pero en el caso de ellos sería exagerado hablar de erotismo, porque éste sugiere alguna forma de placer vital. ¿Gozan acaso los héroes de esta novela? Es muy dudoso, aunque el narrador nos diga que sí. En realidad parecen unos seres profundamente infelices, de una seriedad fúnebre, sobre todo cuando se excitan y eyaculan. Quizá ello derive de su soledad. No es casual que sean onanistas empedernidos y que orinar sea, junto con masturbarse, su placer preferido. Ambas cosas se hacen a solas, son tenazmente individualistas, no se comparten. Bien sopesadas, sus fantasías sexuales son pobres. De una indigencia supina cuando uno piensa en los catálogos de
perversiones de un Sade, por ejemplo. Y entre esas fantasías, la única que podemos llamar original es la que asocia los huevos y el ojo a la práctica sexual. Examinémosla de cerca.
Está subrayada en el título, lo que pone de relieve su importancia. Que se trata de un caso peculiar de voyeurisme y que toda la historia gira en torno a la obsesi6n visual es evidente, pero esto no nos aclara todo, pues este mirón y los mirones del relato lo son a tal punto que no se contentan con gozar viendo el amor, haciéndolo con los ojos, sino que esa necesidad es en ellos tan imperiosa que los lleva, mediante una transferencia clásica, a convertir el sujeto, o sea el órgano a través del cual se materializa esa necesidad, en su objeto. El ojo por el cual gozan del sexo, se desdobla y halla en sí mismo su satisfacción: esto explica, quizá, por qué este es un mundo masturbatorio. Pero ese desdoblamiento no es todo. A su vez, ese órgano, el ojo que gozaba sexualmente mirando el sexo y que se ha convertido a su vez en sexo, va a operar un nuevo desdoblamiento, convirtiendo en objeto
sexual algo que se le asemeja: los huevos.
Muy significativamente, a Simone le gusta posarlos sobre su sexo para romperlos, operación que el narrador ve con excitación y gozo. Esa cadena de transferencias, sustituciones y asociaciones -el ojo sexual, el sexo visual, el huevo que es sexo y ojo- está muy claramente establecida a lo largo del relato. Los huevos se incorporan a los juegos sexuales del narrador y de Simone como símbolo de ese voyeurisme, hegemónico en ellos y que, a medida que se vayan desbocando sus deseos, va a fraguar su propia mecánica y ritual, proyectándose primero en el ojo ajeno, convirtiendo luego a éste en un objeto de codicia y excitación sexual, en los episodios sucesivos de la plaza de toros, donde un toro arranca un ojo al matador con el cuerno y en el de la sacristía donde Simone exige, coma apoteosis y fin de fiesta de la orgía, el ojo del cadáver de Don Aminado. Pero esas asociaciones son todavía más enrevesadas.
Porque el huevo se asocia al ojo (y por lo tanto al sexo) no solamente, como dice el narrador -para que no nos quepa duda de que él es consciente de esa asociación por la forma ovoide de ambos, sino sobre todo porque los huevos, tradicionalmente, por su forma y por una tradición popular que irriga incontables chistes, poemas, canciones, juegos de palabras, etcétera, han servido de punto de comparación obligado con los testículos, es decir, con el sexo. De este modo, se cierra el círculo obsesional, terminando donde empezaba. Esos voyeurs, cuyo placer sexual está en los ojos, gozan jugando con huevos que parecen ojos porque, además, los huevos, a la vez que ojos, son también recipientes y bombas de esperma.
Dentro de este contexto cobra toda su significación el capricho -a estas alturas de la historia ya no se trata de un capricho sino de una necesidad- de Simone de pedir a Sir Edmond los testículos del toro de lidia (es decir sus ojos, es decir su sexo) y se entiende que, en la orgía en Sevilla, el narrador tenga esa alucinación que lo hace ver, en el sexo velludo de Simone, el ojo pálido de Marcelle llorando lágrimas de orina. Frente a lo que podríamos llamar barroquismo de que se reviste en Historia del ojo, la práctica a fin de cuentas modesta y elemental del voyeurisme, las otras obsesiones que lo pueblan -como la de los orines- tienen un interés menor.
Lo dije al principio y ahora conviene repetirlo, para que no quepa la menor duda: juego de niños, pastiche gótico, texto automático, documento psicológico sobre la obsesión, Historia del ojo es todas esas cosas al mismo tiempo y ninguna de ellas por separado. Todas se constituyen, corrigen, complementan y a veces irritan una a la otra y eso puede gustarnos o aburrirnos, a algunos ofenderlos. Pero ese texto que inició tan aviesamente su existencia, hace medio siglo, con un nombre falso
de autor y un pie de imprenta también probablemente inventado, tan plagado en sus pocas páginas de otras trampas y supercherías, y que, sin embargo, ha ido abriéndose camino poco a poco hacia un público cada vez mayor, no es algo que podamos leer con condiciones ni haciendo las trampas que él nos hace. Debemos aceptarlo o rechazarlo como lo que es, un difícil y desgarrado texto de vocación
intensamente subversiva, que se alimenta de la mitología de nuestra infancia y de refinadas experiencias estéticas a la vez que de un esfuerzo trágico para sacar de sí, a la luz, esas verdades horrendas que, para usar una comparación que sin duda no hubiera molestado a Bataille, los católicos solo se atreven a musitar con esfuerzo en la seguridad oscura del confesionario.