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Ed. Tusquets, año 2002. Tamaño 21 x 14 cm. Traducción de Vicenta Voltoya Sostres. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 198
—¿Y si el amor sucumbe ante el libertinaje? —pregunté yo
—Entonces es que ese amor no estaba a la altura de o esperado —repuso Teresa
—Pero, para empezar, ¿el amor no resulta, desde el ángulo del placer, necesariamente inferior al libertinaje, que multiplica tanto los agentes como las ocasiones para la voluptuosidad? —preguntó mi hermano
—Aunque se multiplique, el amante que satisface el cuerpo no puede compararse con el amante que colma el corazón. A menudo, el que nos encanta una noche no es, cuando vuelve a vestirse, más que un mago vacío: ya ha perdido todo lo que había creído conquistar. Tras él sólo queda una huella insignificante de sus proezas, algo que se borra rápido. Por muy loca que haya sido, a la comunión carnal no le sigue más que el vacío…
—Pero ¿y si el amante que colma el corazón no satisface el cuerpo?
—Tiene el mejor papel: es el preferido porque es insustituible
—¿Preferido pero engañado?
—Engañado pero preferido
—Y si hace muy bien el amor, ¿puede estar seguro de que será el único?
—No necesariamente. Su amante puede, en otros brazos, sentir el placer de decirse: «¡Ah! ¡Qué feliz me sentiría si en este instante fuera él quien…!».
—Así pues, ¿alientas la fidelidad?
—No, porque esa reflexión sólo puede hacerse al acostarse con otro, o con varios. Al engañarle, se le ama mejor. Así puede compararlo sin cesar a sus rivales. El amor alcanza así un plano metafórico…
—¿No sería un plano olímpico? Una competición permanente entre todos esos cornudos para los que siempre hay una medalla de oro que pescar —dije
Hablé, ciertamente, en tono jocoso, pues temía que aquella conversación, mitad humorística y mitad seria, tomase un rumbo catastrófico. Teresa, que no obstante tenía una fuerte tendencia a pronunciar consideraciones de carácter filosófico o psicológico, nunca había llevado tan lejos aquella paradoja, lo que hacía sospechar que en su vida privada podía haber inquietantes secretos. Estaba en juego no sólo el fin de semana, probablemente no poco escabroso, en el palacio de V***, sino la suerte de la pareja Philippe-Teresa (con ciertas «salpicaduras» incidentales en mi propio jardín). En aquel momento, una llamada telefónica importante obligó a mi hermano a dejarnos unos diez minutos largos.
Teresa, muy agitada por la discusión, estaba de pie, apoyada contra un saliente de la pared. Fumaba con una especie de rabia sorda que únicamente se traslucía en las temblorosas aletas de su nariz y su mirada sombría, fija en el vacío. Desde aquella noche en que se había convertido en la amante de mi hermano ante mi presencia, no había vuelto a invitarme a su habitación, donde sin duda recibía ahora a su prometido, y se abstenía de toda otra manifestación de cariño especial (como besarme en la boca), cosas todas por las que no podía culparla, pues siempre supe que yo era para Teresa un mero descanso, un sustituto, algo provisional. Me acerqué a ella con intención de decirle algunas frases tranquilizadoras, pero ella se volvió hacia mí con una mirada tan terriblemente airada que me quedé boquiabierto y como paralizado. Cuando vio el efecto que me producía su furia, se sintió turbada y murmuró:
—Perdona, mi amor…
Quise besarla, pero giró la cabeza. Estaba pegado a ella y de pronto sentí su vientre arder contra el mío. Toqué un instante sus senos, pero casi de inmediato, mis manos respondieron a su invitación y se deslizaron bajo la falda corta, sin que Teresa se opusiera. Cuando mis dedos llegaron, bajo el nailon, a la herida ardiente de su sexo, empezó a jadear, como aquella otra vez, en la escalera de su casa, pero sin dejar el cigarrillo, al que daba, con la cara vuelta, profundas chupadas. Logré bajar la braguita lo suficiente para que mi mano tomase posesión del espacio entre sus muslos, hasta introducir progresiva y rítmicamente el dedo corazón (cosa que nunca había hecho) en el más estrecho de sus orificios. Teresa se agitó, pero no para escaparse, sino al contrario, porque mascullaba:
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!
Coloqué mi pulgar sobre la vulva, y la penetré como lo habría hecho un pene enano, mientras el dedo medio se deslizó hacia el ano. Así, excitaba su carne con mi doble y ardorosa caricia, en tanto mi mano izquierda sobaba sus senos. ¡Imagínese que además, y como ya había ocurrido antes, teníamos de fondo la conversación telefónica de mi hermano en el cuarto contiguo! No dejé a Teresa en paz hasta que, vaciada, anonadada, desmadejada como un trapo, terminó por entregarme sus labios, sus dientes, su lengua. Con la mano derecha empapada, que alcé hasta mis ojos como si estuviese teñida en la sangre de un crimen, me refugié en el cuarto de baño donde, dejando al fin de sujetar un ardor demasiado tiempo retenido, me desabroché la bragueta y mezclé los húmedos recuerdos de Teresa con los fervientes testimonios de mi placer. La misma obscenidad de mis gestos me trastornaba. Durante mucho tiempo no había querido ver en el amor más que sus aspectos amables, luminosos y decorativos; de un solo golpe acababa de descubrir los abismos de Eros, el reverso furibundo y oscuro de la atracción carnal, el infierno del deseo.
Para el muchacho un poco ingenuo que yo era, una revelación así a los diecisiete años podía desembocar directamente en la náusea. Pienso ahora en una reflexión aún más desesperada que habría de escuchar más adelante de labios (adorables) de una cover girl con cara de niña inocente (y, además, con un acento cantarín de Europa Central que añadía una gran ligereza a tan amarga profesión de fe): «El amor no es más que culo».
Al sentir en mis dedos culpables los aromas distintos y mezclados de la vagina de Teresa, de su ojete y de mi esperma, tuve la vaga impresión de haberla violado. Y doblemente. Sin la menor duda, la había forzado. ¿Me guardaría rencor? Ella estaba en su derecho, y sin embargo, hacía unos minutos, algo me la había hecho más cercana que cuando me había acostado con ella, e incluso que cuando me había derramado en su boca. Lo que había sucedido en su habitación no era, en cierto sentido, sino el reflejo de mi propio erotismo.
Ella había accedido porque tenía también ganas de hacer el amor, se había ofrecido de buen grado a satisfacer mis deseos, pero sin revelar, en el fondo, nada de sí misma, salvo que le gustaba hacer el amor, cosa que no hacía ninguna falta demostrar. Esta vez, en cierta medida, la brutalidad de mis caricias levantó el velo que ocultaba el erotismo profundo de Teresa: por primera vez había leído en su corazón una especie de fascinación angustiada. Y yo mismo había respondido instintivamente a una tácita llamada obscena cuando me acerqué a ella para tranquilizarla (creyendo, en todo caso, que sólo me acercaba con intención de tranquilizarla).
Acababa de aprender también que hay un punto más allá del cual el deseo y el disgusto, el amor y su contrario no se distinguen. El reino de lo indiferenciado al que se accede entonces no es ni mucho menos el de la indiferencia, sino, por el contrario, el del exceso. Y en sus tinieblas viscosas apenas si hay luces por las que guiarse. Así, cada vez tenía menos posibilidades de dudarlo: yo amaba a Teresa.
Cuando por fin decidí lavarme las manos (¿para intentar recuperar la inocencia?), ya calmado pero con la cabeza retumbando de impulsos sordos, volví al salón, donde encontré a los novios abrazados sobre el diván, y un tanto desaliñados. La blusa de Teresa, desabrochada, permitía ver un seno desnudo. Mi hermano, por su parte, no ocultaba su emoción (y lo que tampoco se ocultaba era que, entretanto, Teresa había sabido dar la vuelta a las cosas, logrando que la discusión precedente acabase como a ella le convenía). Iba a retirarme discretamente cuando ella me indicó que me acercase, mientras se abrochaba, sin excesivas prisas, la blusa.
—Ven, pequeño… Estaba diciéndole precisamente a Philippe que es preciso que hagáis un esfuerzo, uno y otro, para que no tenga que avergonzarme de vosotros en el palacio de V***. Yo seré vuestra madrina, es decir, que garantizo vuestras aptitudes mundanas. ¡No os riáis como unos idiotas! Es verdad que puedo afirmar que os comportáis ambos como amantes fogosos, pero eso no significa nada mientras no se os pida una demostración. En cambio, os pondrán a prueba de inmediato como bailarines, y ahí sí que me temo lo peor… Así que a partir de mañana, entrenamiento todas las noches. ¡Se acabaron los flirteos y las discusiones filosóficas!…