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Ed. Salamandra, año 2011. Tamaño 22 x 13.5 cm. Traducción de Isabel Ferrer. Estado: Excelente. Cantidad de páginas: 416
Considerada uno de los narradores anglosajones más relevantes de la actualidad, Zadie Smith ha recopilado por primera vez una selección de ensayos rebosantes de su inagotable inquietud intelectual. Ordenadas en cinco secciones; Leer, Ser, Ver, Sentir y Recordar, las diecisiete piezas abarcan una interesante variedad de temas, desde la cultura hasta la política, pasando por sucesos de su propia vida, tratados siempre con el ojo crítico que la caracteriza. ¿Cómo afectó la vida amorosa de George Eliot a su prosa? ¿Por qué Kafka escribía a las tres de la madrugada? ¿Si Roland Barthes mató al Autor, puede resucitarlo Nabokov? Los grandes libros y las malas películas, el feminismo y las divas italianas, la literatura escrita por mujeres negras, el parecido entre Barack Obama y Eliza Doolittle…
La incisiva mirada y el espíritu lúdico de Smith se alían para abordar estas y muchas otras cuestiones con un estilo propio: profundo, sin ser académico; riguroso, sin ser dogmático, y divertido, sin ser superficial. Entre los aspectos más personales, destaca la narración de la muerte de su padre; a quien está dedicado el libro, además de consejos sobre el oficio de escribir y unos curiosos retratos de Katharine Hepburn y Greta Garbo.
En la sección “Leer”, Smith nos ofrece su mirada sobre Zora Neale Hurston, E.M.Forster, George Eliot, Vladimir Nabokov, Roland Barthes, Franz Kafka, y expone una teoría sobre la bifurcación de la novelística anglófona actual a partir de dos novelas de escritores norteamericanos contemporáneos: Joseph O’Neill y Tom McCarthy.
Otra muestra, esta vez respecto a la muerte del autor, postulada por Barthes, y la figura de Nabokov como ejemplo casi total del autor que reclama su plena existencia como creador de su texto:
«La profunda hostilidad de Nabokov hacia Freud no era un capricho, lo que a él lo horrorizaba era la teoría misma del inconsciente. No soportaba reconocer la existencia de una fuerza secundaria que dirigiera y desviara la suya. Pienso en la hermosa idea de Kundera: “Las grandes novelas siempre son un poco más inteligentes que sus autores”. Eso, en parte, es lo que Barthes tenía que decirnos y lo que Nabokov quería cuestionar. Tal vez todos los autores necesiten conservar la fe en Nabokov, y todo los lectores en Barthes. Porque, ¿cómo puede uno escribir si cree en Barthes?»
Todo el artículo, titulado “Releer a Barthes y Nabokov” es también la crónica de la búsqueda de un lugar teórico desde el cuál leer y desde el cuál escribir.
El acápite del artículo titulado “Dos direcciones para la novela”, lo dice todo. Se trata de una estrofa de un poema de Wislawa Symborska, titulado “Fin y principio”. Dice así:
«Quienes saben
la trama de la historia
tienen que ceder
a quienes apenas la conocen.
Y menos que apenas.
E incluso nada.»
En el artículo, Joseph O’Neill representa a los que “saben la trama” y Tom McCarthy a los que “apenas la conocen” o directamente la ignoran. La novela de O’Neill, Netherland, representa para Smith un acabado ejemplo de cierto realismo lírico que, según ella, se ha vuelto hegemónico, obstruyendo otras formas narrativas.
La crítica de Smith a la novela de O’Neill podría resumirse en estas líneas: “nuestros canales receptivos se hallan tan sólidamente establecidos que al leer la novela uno experimenta una sensación de reconocimiento poderosa, aunque algo desalentadora. Está perfectamente escrita; en cierto modo, ese es el problema. Es una imagen tan precisa de lo que nos enseñaron a valorar en la narrativa que causa a esa imagen una especie de crisis existencial, igual que la fotografía provoca una crisis nerviosa al retrato pintado”.
Aún sin haber leído la novela en cuestión, podemos imaginarnos por dónde van los tiros. Se trata del agotamiento de un modelo que ha dejado de tener cosas para decir, pero que puede seguir siendo reproducido perfectamente, siguiendo ciertas pautas predeterminadas. La repetición de lo ya probado, la insistencia en lo ya dicho y en las formas antiguas apenas actualizadas, el juego dentro de parámetros clásicos, eso es lo que Smith le achaca a O’Neill, una objeción que no es necesariamente estética, sino que tiene una dimensión ética, y que lleva en su interior una pregunta moral: ¿por qué seguir escribiendo así? Smith identifica el lirismo de esta clase de realismo con un exceso de literatura (“El mundo está cubierto de lenguaje”, dice) que aumenta la opacidad del texto, que no está hecho para comunicar, sino, probablemente, para empañar la verdad: que no hay ningún motivo para seguir escribiendo así, pero suena bien y es un lugar agradable para visitar, un lugar conocido en el que nos sentimos bien. Smith lo dice así:
«…el último hombre que se mantiene en pie es el modelo Balzac-Flaubert, siendo prueba de ello su extraordinaria persistencia. Pero las críticas también persisten. ¿Es realmente el modelo más cercano a nuestra condición que tenemos? ¿O simplemente es el cuento que más nos reconforta a la hora de irnos a dormir?»
El libro avanza hacia su sección “Ser”, donde el texto de una conferencia para estudiantes de escritura creativa de la Universidad de Columbia, se articula con la crónica de una visita a Liberia y luego con otra conferencia acerca de las diferentes modalidades del habla de la propia Smith (su habla familiar jamaiquina, su habla de académica).
La sección “Sentir” es la más íntima y consta de tres artículos que dan cuenta de los recuerdos de la infancia de Smith y de un puñado de anécdotas de su familia poco convencional.
La última sección, “Recordar”, está compuesta por un solo texto extenso: “Entrevistas breves con hombres repulsivos: los obsequios difíciles de David Foster Wallace”, muy recomendable por la forma en que las apreciaciones de Smith bosquejan un mapa de las fijaciones más notorias de Foster Wallace, a quien admiraba y de quien fue amiga personal. Además, para encarar la lectura de la obra del norteamericano, la ayuda nunca puede ser demasiada.
Hay una extraña semejanza ambiental en la obra de Wallace. Él siempre planteaba esencialmente la misma pregunta: ¿cómo reconozco que las demás personas son reales como yo? Y la respuesta extraña, casi mística, siempre era también la misma: puede que tengas que renunciar a tu apego al “yo”. (…) La lucha con el ego, la lucha con el yo, la lucha para dejar que los demás existan en su genuina “otredad”: esos eran los aspectos de la lucha del propio Wallace.