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Ed. Acervo, año 1974. Tapa dura. Tamaño 20,5 x 14 cm. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 426
Esta obra es el primer relato histórico, sumamente documentado, sobre la actuación de los voluntarios norteamericanos que, encuadrados en las Brigadas Internacionales, lucharon en el bando republicano durante la guerra civil española. En su versión original americana se titula ENTRE LA BALA Y LA MENTIRA, pues estos insólitos luchadores en las tierras ardientes de España se encontraron atrapados entre el fuego cruzado de las balas nacionales y las mentiras comunistas, que les lanzaron a batallas perdidas de antemano. Su peripecia bélica está descrita con rigor histórico y con un verdadero alarde de precisiones geográficas e históricas, aportando también datos inéditos y sin omitir, a pesar del trasfondo dramático, la cita de curiosas y hasta en ocasiones divertidas anécdotas. Su autor, Cecil Eby, ha ocupado en dos ocasiones el puesto de profesor en Universidades españolas bajo el programa Fullbright. Durante su estancia en Salamanca, en 1962-63, reunió material para su libro El asedio del Alcázar. En 1967-68, mientras desempeñaba la cátedra de Estudios Norteamericanos en Valencia, escribió ENTRE LA BALA Y LA MENTIRA. Visitó todos los lugares y campos de batalla de España asociados con el Batallón Lincoln e interrogó a supervivientes —norteamericanos y españoles— de las batallas.
Julio de 1936 fue un mes como cualquier otro. En los Estados Unidos, la cosecha de maíz fue la peor desde 1881. Treinta y una ciudades norteamericanas registraron temperaturas por encima de los 38 grados centígrados; setecientas personas murieron a causa del calor. El Secretario de Agricultura calculó que la sequía aumentaría el número de parados en dos millones durante el invierno. Los componentes de una «marcha del hambre» ocuparon Harrisburg.
Era un año de elecciones. En su gira por Colorado, el candidato republicano a la presidencia, Gobernador Alf M. Landon de Kansas, abogó por un retorno al «americanismo viejo estilo», y no se inmutó cuando algunos columnistas le tildaron de «gobernador chiflado». Del titular en vacaciones, Franklin D. Roosevelt, no se tenían noticias, ya que se había desvanecido tras una densa niebla en la costa de Nueva Escocia. Para evitar que América se deslizara hacia el comunismo, el Padre Charles E. Coughlin —conocido como «El Cura de la Radio»— apremiaba a su amplio auditorio dominical para que votase a Edward Lemke, candidato del National Party. Norman Thomas amenizó su campaña presidencial bajo etiqueta Socialista con un slogan dedicado a todas las demás facciones: «Están tratando de curar la tuberculosis con gotas para la tos».
Lo que Thomas llamaba tuberculosis, el antropólogo jubilado de la Universidad de Columbia, Franz Boas, lo calificaba de «enfermedad». Explicando por qué se había negado a asistir al 550° aniversario de su alma mater, la Universidad de Heidelberg, Boas citaba las teorías racistas nazis como una prueba de que todo el mundo estaba enfermo, «con Alemania como la más enferma de todas». Durante años enteros, la Liga contra la Guerra y el Fascismo había estado lanzando la misma estridente advertencia: el fascismo se extendía rápidamente sin control por toda Europa, y en América, la mentalidad, si no el hecho político, estaba erosionando la tradición liberal. La Liga ponía de relieve la proliferación de espolones reaccionarios tales como la Legión Negra, los Centinelas de América, los Vigilantes Cristianos, la Orden del 76 y las Hijas de la Revolución Americana. No era una época para sentarse sobre la valla: la gente corría a Derecha e Izquierda, asustada por la bestia de cada uno de los lados.
En comparación con Europa, los Estados Unidos eran un emporio de progreso y bienestar. En la Asamblea de la Liga de Naciones, en Ginebra, el emperador Haile Selassie pidió la palabra para denunciar el uso por los italianos de gases venenosos contra su pueblo. Sus palabras quedaron ahogadas por un hombre de rostro enrojecido que profería maldiciones desde la sección italiana de la galería de prensa. Otros se unieron a él, haciendo sonar unos silbatos. El emperador esperó pacientemente hasta que los guardias hubieron expulsado a diez fascisti, y luego continuó leyendo su discurso mecanografiado. Desde el Vaticano, el Papa Pío XI, siempre serenamente silencioso acerca de la cuestión etíope, manifestaba su ardiente oposición al pecado publicando una encíclica en la que se condenaban las películas inmorales. Entretanto, Berlín se estaba preparando para su Olimpiada. El editor de Angriff, órgano oficial del Partido Nazi, apremiaba a todos los alemanes a aprovechar aquella oportunidad para disipar impresiones erróneas sobre el Tercer Reich; pero, el mismo día, en un discurso en Weimar, Joseph Goebbels, Ministro de Propaganda, proclamaba que «el conflicto etíope no sería resuelto por la Liga de Naciones, sino por las escuadrillas de bombarderos». En Francia, mientras veinte mil veteranos rezaban por la paz mundial durante los servicios religiosos conmemorativos de la batalla de Verdún, unos diez mil derechistas e izquierdistas luchaban a brazo partido en las calles de Niza. En Praga, las autoridades checas manifestaban su escepticismo en lo que respecta a la promesa de Hitler de respetar la independencia austríaca. Pandillas de pistoleros, derechistas e izquierdistas, patrullaban por las calles de Madrid intentando sin éxito exterminarse unos a otros. Los moderados pedían tiempo, cordura, compromiso; los militantes de los dos extremos pedían un enfrentamiento inmediato.
En España nadie esperaba una guerra. El 17 de julio, una coalición derechista encabezada por oficiales del ejército regular se alzó en armas contra la Segunda República Española, previendo una rápida victoria. Por su parte, la República, con los enormes recursos humanos del Ejército del Pueblo, preveía también que no le resultaría difícil yugular la rebelión. Pero la insurrección civil en España parecía ser lo que el mundo estaba esperando ávidamente: un enfrentamiento armado entre ideologías de Derecha e Izquierda. Alemania e Italia suministraron a los nacionalistas armamento, consejeros, y en el caso de Italia, «voluntarios», la mayoría de los cuales llegaron a España directamente desde Etiopía. Las democracias occidentales, asustadas por la perspectiva de enojar a Hitler y a Mussolini, se apresuraron a firmar un acuerdo de no intervención (firmado también e inmediatamente ignorado por Alemania e Italia), por el cual podían ignorar la guerra de España y al mismo tiempo enorgullecerse de sus escrúpulos legales.
Aunque la República Española no había reconocido a la Unión Soviética antes de la guerra, se vio obligada a hacerlo cuando, única entre las potencias europeas, Rusia ofreció su ayuda. Mientras el Ejército Rojo enviaba material de guerra a España (pagado generosamente con las reservas de oro republicanas), el Comintern organizaba las Brigadas Internacionales, reclutadas con ciudadanos de la mayoría de los países occidentales. En total, unos cincuenta mil hombres, de los cuales aproximadamente tres mil doscientos (no hay cifras exactas) eran norteamericanos, llegados a España para luchar por la República en las Brigadas Internacionales. La mayoría de los norteamericanos se alistaron en el Batallón Abraham Lincoln; casi la mitad de aquellos «voluntarios de la libertad» perdieron la vida en España.
El 31 de marzo de 1939, el general Francisco Franco, generalísimo de los ejércitos nacionalistas, anunció el final de la República y el aniquilamiento de sus fuerzas militares. Las hostilidades habían durado novecientos ochenta y siete días, y habían causado unas 410.000 muertes violentas. Pero nadie había esperado una guerra.
A principios de 1940, mientras la paz se extendía como un sudario sobre España, los chatarreros ambulantes hacían escala en los pueblos cercanos a los campos de batalla. Los campesinos aprendieron a recolectar una nueva cosecha: vainas de obuses, trozos de bombas, material de guerra inutilizado…Un quilogramo de hierro oxidado valía unos cuántos céntimos. De modo que rebuscaron en los campos y exploraron colinas en las cuales tonedadas de huesos humanos brotaban de la tierra como siniestras raíces. Nadie les pagaba la cosecha de huesos. El metal es útil: los huesos no sirven para nada, a menos que se pulvericen y se conviertan en fertilizantes. Treinta años más tarde, en los campos de batalla de España, la mayoría del metal ha desaparecido, pero quedan los huesos.
Entre los ríos Jarama y Tajuña, a menos de veinte millas de Madrid, se extiende una ondulada meseta cuarteada aún por trincheras que discurren a través de viñedos y olivares. Una estrecha carretera, que conserva a trechos el asfalto que no fue arrancado por los bombardeos durante la guerra, culebrea entre los dos ríos. En la zona en que esa carretera alcanza la línea de trincheras republicanas, el terreno sin cultivar sólo alimenta hierbajos y ortigas. El suelo está sembrado de restos de cinturones y zapatos (el cuero resista más a la acción del tiempo de lo que podría suponerse), latas oxidadas que parecen envases de cerveza pero que en realidad son bombas Lafitte, y herrumbrosos fragmentos de obuses del color y del tamaño de excrementos de rata. Como la mayoría de los campos de batalla de España, el del Jarama es un vertedero de huesos humanos, fémures y arcos pélvicos en su mayor parte. No hay tumbas ni señales de ninguna clase reveladoras de que en el lugar se libró una batalla. Es un paraje desolado, barrido en invierno por los gélidos vientos del nevado Guadarrama y abrasado en verano por el tórrido sol de Castilla. En primavera, el lugar es soportable. Las ortigas se llenan de florecillas color lavanda. Los madrileños vienen hasta aquí en sus Seats, instalan sus mesas plegables en los olivares próximos y añaden los desperdicios de sus comidas campestres a los restos del campo de batalla. No vienen a conmemorar nada (muy pocos de ellos saben que aquí se libró una batalla), sino a escapar de la ciudad por unas horas y a oxigenarse en el campo.
En esta desolada parcela de tierra española se encuentran los restos mortales de ciento veintisiete norteamericanos que perdieron la vida mientras asaltaban, sin un adecuado fuego de cobertura, a unas fuerzas nacionalistas perfectamente atrincheradas en un olivar situado a unos centenares de metros al oeste. Contra el fuego cruzado de las ametralladoras, eran tan eficaces como una ola contra una escollera. Los más veteranos del grupo llevaban en el frente menos de dos semanas; los más bisoños, menos de dos días. Colectivamente, representaban más de tres mil años de vida humana destruidos en menos de una hora por los proyectiles de las ametralladoras Fiat.
Un saliente del sector de trincheras norteamericanas está cubierto por rocas calizas del tamaño de melones. Este monumento funerario señala la fosa común de los norteamericanos que murieron en el ataque. Expuesta a la vista hay una calavera humana con dieciséis dientes, sin una sola carie. (Falta la mandíbula inferior). El cráneo es casi perfecto, salvo por la ausencia de un arco de hueso en la coronilla, como una cáscara de huevo que hubiese sido golpeada con un objeto pesado. Este fue un «voluntario de la libertad», un ser anónimo que murió en un ataque condenado de antemano al fracaso y enterrado en las enmohecidas estadísticas de una guerra perdida. No existe ningún registro que contenga datos tan mínimos como los nombres de los ciento veintisiete norteamericanos que reposan para siempre en este lugar. Puede ser cierto, como algunos han pretendido, que murieran por la Libertad; pero la Libertad no puede saber quiénes eran.
El propósito de este libro es el de intentar recrear —podría decirse incluso resucitar— la experiencia colectiva de lo que significó ser un voluntario norteamericano en la Guerra Civil española. Mi método es más descriptivo que analítico: es decir, trata de transmitir una sensación de experiencias tal como las experimentaron los hombres implicados, más bien que comentarlas al estilo de un historiador post facto. (Después de todo, resulta relativamente fácil hacer encajar las piezas del rompecabezas de una batalla reconstruida treinta años más tarde en plena paz: lo difícil es realizar esa tarea sobre el terreno, cuando de ello depende la propia vida). No hay que perder de vista que muy pocos de los voluntarios norteamericanos, e incluso de sus mandos, tenían una noción que no fuese fragmentaria de los acontecimientos que se producían más allá de su angosto campo visual. No eran manipuladores de chinchetas sobre un mapa militar: eran las chinchetas. Por otra parte, sin las chinchetas no podrían hacerse las guerras. En consecuencia, si el lector descubre que su comprensión de una batalla, como la del Jarama, carece de integridad enciclopédica, debe tener en cuenta que, probablemente, sabe mucho más acerca de ella que los hombres que murieron allí. Por definición, un microcosmos es una pequeña esfera, pero contiene también la experiencia total.
Incluso después de tres décadas, el conflicto que sir Anthony Eden caracterizó como «La Guerra de la Obsesión Española» sigue provocando acalorados debates. El espíritu con que ha sido escrito este libro no es difamatorio ni laudatorio. Confiamos en que no proporcionará alimento a los fanáticos, de la Derecha o de la Izquierda. En todo momento, el lector debe tener en cuenta el hecho de que, si bien el Comintern patrocinó la organización de la Brigada Internacional, lo hizo de un modo subrepticio. Los hombres que lucharon voluntariamente en España no estaban necesariamente informados de aquel patrocinio. En consecuencia, el hecho de que un norteamericano luchara con el Batallón Lincoln no puede ser utilizado para probar, para demostrar o para sugerir que era, en aquella época o en una época posterior, miembro del Partido Comunista o simpatizante del Comunismo. Nada menos que una autoridad como el Comité de Control de las Actividades Subversivas, que investigó esa pretendida conexión durante la era McCarthy, aclaró perfectamente este extremo en su informe de 1955:
«La investigación demuestra de un modo fehaciente que algunos norteamericanos lucharon en el bando de la República por motivos completamente ajenos a los objetivos comunistas».
Suponer otra cosa es hacerse culpable del pecado de bobería elevada al cubo.
INDICE
Testimonio de gratitud
Prólogo
1- Los vinos de Scranton
2- Villanueva de la Jara
3- Vienen los yanquis
4- La matanza
5- Esperando…esperando…
6- Torrentes primaverales
7- Brunete
8- Rumbo a Zaragoza
9- Realidad en acero: Fuentes de Ebro
10- Teruel: el Polo Norte
11- La retirada de Caspe
12- El descalabro de Corbera
13- Prisioneros del hambre
14- La sexta columna
15- La orilla remota
16- La despedida
Epílogo: Antifascistas prematuros, etc