Septiembre de 1937
«Cuando yo nací, danzaba una estrella», dice una heroína de Shakespeare. Siempre hay que volver a Shakespeare cuando se habla de inglesas. Si nos paramos a considerar la profundidad brillante de la obra de Mrs. Woolf, su levedad clavada en no sé qué cielo abstracto, las pulsaciones gélidas de un estilo que nos hace pensar, alternativamente, en lo que atraviesa y en lo que es atravesado, en la luz y en el cristal, acabamos diciéndonos que esa mujer tan sutilmente singular tal vez naciera en el preciso momento en que una estrella se ponía a pensar. Probablemente, esas virtudes mágicas y un poco frías de los astros provienen, en parte, de la distancia que hay entre ellos y nosotros: basta con acercarse a esos brillantes solitarios para darse cuenta que su luz es también una llama, y de que solo brillan a condición de dejarse consumir. Las pocas páginas que vienen a continuación habrán alcanzado su objetivo si consigo persuadir al lector del intenso sentimiento de humanidad que se desprende de una obra en la que, en un principio, podemos no ver más que un ballet admirable ofrecido por la imaginación a la inteligencia.
Hija del eminente crítico Stephen Leslie, en el seno de una familia dominada por el gran recuerdo de Thackeray, orgullosa también de una gota de sangre francesa procedente de una abuela emigrada durante la Revolución, esta mujer de ojos claros, azules, de imponente pelo blanco que evoca involuntariamente todas las comparaciones a las que únicamente ella podría devolver su lozanía, como la escarcha, la plata y la aureola, vio inclinarse sobre su cuna a todas las hadas de la literatura inglesa: enumeremos esas hadas menores que no bastan para determinar el genio pero que se ofrecen fielmente a servirle de guía en los pasajes difíciles: primero, la noción amistosa de la vida diaria, que confirió tanta importancia a los novelistas de la Inglaterra victoriana; después, esa facilidad de erudición, lo menos densa posible, que a menudo da la apariencia a los grandes ensayistas ingleses, de estar paseando por el interior de las obras maestras, tan cómodos dentro de su saber como los turistas ingleses vestidos de franela gris bajo las columnas del Partenón. Finalmente, no olvidemos el último don de las hadas bienhechoras, procedente quizá más específicamente de Francia y del siglo XVIII a los que Virginia Woolf se halla unida por bellos e indefinidos lazos: la noción de la armonía en las proporciones y la lucidez hasta en la gracia. Por muy ricos que sean, estos dones no bastan para la dote de un poeta: hay otro, más misterioso, el de transfigurar la realidad o hacer que caigan sus máscaras. La niña que miraba, en la niebla
de la tarde inglesa, los barcos de pesca que volvían al puerto, sabía ya, al igual que la Rhoda de Las olas, para cuya creación utilizó sus recuerdos, que las velas de las barcas al ponerse el sol son como pétalos de flores, y que los pétalos de flores arrastrados en la superficie de un riachuelo, en un día de tormenta, son auténticas barcas.
Solo voy a mencionar aquí tres o cuatro de las principales novelas de Mrs. Woolf, ya conocidas o en camino de serlo: Mrs. Dalloway, Orlando, Al faro y Las olas, del que soy introductora en este momento. Virginia Woolf tiene en su país fama de revolucionaria; y, como es natural, ante sus obras que constituyen a un tiempo el resultado de un gran pasado literario y el de un esfuerzo personal de rebeldía contra ese legado algo pesado, ella siente sobre todo las diferencias profundas que la separan de sus antecesores. «Mrs. Woolf, decía solemnemente el novelista George Moore a la joven Virginia, créame, jamás conseguirá usted escribir una buena novela totalmente desprovista de argumento». Contra esa tiranía del argumento novelesco se rebeló Viginia Woolf ya en sus primeros libros, y esa rebeldía significa algo más que una simple renovación técnica, es la afirmación de un punto de vista sobre la vida. En Las olas, Bernard, el novelista nato, posee desde su infancia el don de inventar historias que encantan y arrastran a sus oyentes, pero él sabe que esas historias tan bien construidas no son más que copas arbitrarias, alzadas a la misma vida que se nos escapa por su lentitud, su monotonía, su inmensa complejidad. En la obra de Virginia Woolf, como en la de la mayor parte de los grandes novelistas contemporáneos, el elemento de imprevisto se aplica a la presentación de los objetos, y el interés se aparta desentimientos que estallan para fijarse en los estados que duran, y en el tiempo mismo en que se establece su duraci6n. Virginia Woolf se evade del gran argumento gracias a una sensible dilatación de los temas narrativos, que se hacen menos precisos al extenderse a unos períodos más largos, o haciéndolos reflejarse en los sorprendidos ojos de un espectador situado muy lejos, como en el caso del perrito Flush, por ejemplo, en el libro del mismo nombre, a través del cual asistimos a los amores de la pareja Barret-Browning, y que parece encontrarse ahí para demostrarnos que, si se trata de establecer una distancia entre los sucesos novelescos y el observador que narra, el punto de vista del Perro bien vale el punto de vista de Sirio. Del mismo modo que unas cuantas gotas de alcohol diluidas en un líquido pierden su violencia y subsisten sólo en estado de vaga bruma opalina, la gota de pasión tiende aquí a disolverse en las grandes extensiones de Tiempo, en forma de patéticos recuerdos, de esperanzas, de veleidades o de obsesiones confusas, tiende, en sumo, a transformarse en poesía.
De Mrs. Dalloway a Orlando, de Al faro a Las olas, Virginia Woolf, en su esfuerzo bergsoniano por introducir la duración en su obra, ha acercado sus novelas a un género particularmente apreciado por ella y que siempre ocupó un sitio de honor en la literatura inglesa: la biografía. Pero, se nos dirá, tal novela de Dickens o de Thackeray, La feria de las vanidades, reviste igualmente una forma casi biográfica y, sin embargo, no ofrece mucha relación con la obra nueva que nos
ocupa. Y es que las grandes novelas del siglo XIX, que siguen a un personaje desde que nace hasta que muere, estudian sobre todo la biografía del carácter, y en el caso de Mrs. Woolf, más bien se trata de biograHas del Ser, de entidades infinitamente más
sutiles y más secretas que las circunstancias de su vida o que su misma persona moral.
La noción de caracteres no está ausente de la obra de Virginia Woolf, pero éstos nos hacen, a menudo, el efecto de máscaras ligeras, humorísticas a medias, ladeadas sobre la cara de sus personajes; como la misma palabra indica, caracterizan al Ser, a la manera de vestiduras exteriores a él sin serle ajenas. La obra brillante y vaga de Virginia Woolf se sitúa aquí en las
antípodas de Marcel Proust, quien llega a la pulverizaci6n completa del Ser, pero en cuya obra los caracteres alcanzan su forma tipo de manías y delirios. Este problema de la persona y el tiempo preocupó a todos los grandes escritores de posguerra, pero mientras Pirandello y Proust nos proponen la noción de un Tiempo-Espacio, que permite un recorrido de las figuritas humanas, o de un Tiempo-Acontecimiento cuya acción física acaba, en el sentido propio del término, por degradar a los invitados de la Princesa de Guermantes, lo que aumenta las páginas de Mrs. Woolf es un Tiempo-Atmósfera, y sus personajes se empapan, como las plantas en el agua, de una duración vital diferente de la nuestra y necesaria para su equilibrio interior. En Mrs. Dalloway, ese tiempo no rebasa los límites de un día,, pero ese día tipo nos parece tan patético porque refleja y condensa millares de días pasados o futuros.
En Orlando, por el contrario, tres siglos de la historia inglesa se reducen a los treinta años de la vida de un hombre joven, medio femenino, que pasa a través de épocas y sexos con la facilidad de un ladrón o de un fantasma. En Al faro, en ausencia de todo personaje, el mismo Tiempo se deja sentir en la casa abandonada como la presencia de una corriente de aire; finalmente, en estas Olas que vienen a continuación, sus personajes ya no son más que gaviotas a orillas de un Tiempo-Océano, y los recuerdos, los sueños, las concreciones perfectas y frágiles de la vida humana nos hacen el efecto de las caracolas que dejan en la playa las majestuosas marejadas eternas.
Las Olas es un libro con seis personajes, con seis instrumentos más bien, pues consiste únicamente en largos monólogos interiores cuyas curvas se suceden, se entrecruzan, con una seguridad en el trazo que no deja de recordarnos al Arte de la fuga. En este relato musical, los breves pensamientos de la infancia, las rápidas reflexiones de los momentos de juventud y de confiada camaradería ocupan el lugar de los alegros en las sinfonías de Mozart, y van cediendo cada vez más el sitio a los
lentos andantes de los inmensos soliloquios sobre la experiencia, la soledad y la edad madura. Las Olas, en efecto, tanto como una meditación sobre la vida, se presenta como un ensayo sobre la soledad humana. Trata de seis niños: tres chicas que son
Rhoda, Jinny y Susana, y tres chicos: Luis, Neville y Bernardo, a los que vemos crecer, diferenciarse, vivir y, finalmente, envejecer. Un séptimo niño, que no toma la palabra y al que sólo vemos a través de los demás, es el centro del libro o, más bien, su corazón. Ese Perceval, rodeado en el colegio y en los terrenos de juego de un amor y una admiración infantiles, marcha a las Indias a incorporarse a su regimiento, y los seis jóvenes amigos se reúnen con él para una comida de adiós. Después, nos enteramos de su muerte sobrevenida allá lejos a consecuencia de una caída del caballo, y vemos reaccionar ante el dolor, de diferentes maneras, a estos seis personajes para quienes Perceval permanecerá para siempre como la imagen de los momentos más luminosos de su vida. Cada uno de ellos dará, en lo sucesivo, a las preguntas que le plantee su propia existencia, una respuesta cada vez más personal.
Jinny elegirá el placer, Neville el ejercicio de la inteligencia y la búsqueda ardiente de otros seres que serán otros tantos reflejos del Perceval perdido; Susana, la joven Démeter, encontrará la plenitud en las lentas tareas de la maternidad y en el contacto cotidiano con la tierra y las estaciones; Rhoda y Luis se refugiarán en sus sueños; Bernardo seguirá devanando perezosamente, a la manera de un gusano de seda, el capullo de sensaciones y pensamientos que le sirve para acolchar su universo; y por fin, una noche, nos encontraremos a ese mismo Bernardo -que ha engordado con la edad y el bienestar- saliendo de un restaurante y haciendo reflexiones acerca de su vida. Siente a su alrededor la cercanía de la Muerte que, muchos años atrás, en la India, desarzonó a Perceval y lo tiró al suelo donde murió. Pero, en la exaltación de su corazón aun caliente, este viejo señor un poco ridículo acepta medir sus fuerzas con esa enemiga invisible y la desafía. La Muerte puede venir, no impedirá que ese hombre vivo se sienta, hasta el final, amigo de la vida; aun aniquilado, no estará del todo vencido. El Tiempo, que adquiere ahora para Bernardo esa forma definitiva y fúnebre, es vencido con ayuda de una sucesión de instantes cuya riqueza y ardor constituyen, pase lo que pase, su experiencia humana.
Cierto es que pueden formularse algunas reservas ante ese universo novelesco del que se hallan excluidas toda violencia, todo brote instintivo, toda voluntad que no sea más que intelectual, pero esos reproches vienen a ser lo mismo que pedirle a Turner la fogosidad de Delacroix, o sorprenderse porque Chardin no haya pintado cuadros de batallas. Los personajs de Las olas, en su delicadeza casi translúcida, no son menos humanos que los ardientes obsesos de Lawrenceo que los héroes toscos y patéticos del Ulises de Joyce; son menos comunes, menos invasores y tranquilizados como a pesar suyo por los minutos de contemplación casi mística que Virginia Woolf les otorga, y que mantienen esta obra -tan escéptica, sin embargo- más acá de la muerte y de la nada. En Las olas el admirable color de las naturalezas muertas y de los paisajes nos recuerda cierta pintura moderna, pero con una poesía secreta, con una profundidad en la serenidad, con un sentido mágico del encanto de las cosas que más bien nos acercaría a la obra de Vermeer, tan apreciada también por Marcel Proust, cuyo estilo, sin embargo, más bien evoca los procedimientos de Degas. Este encanto casi idílico del color va unido con frecuencia, en los pintores, a la preocupación por los valores místicos, y delata el mismo gusto por las vibraciones únicas, por los minutos eternos que constituyen, como antes vimos, el mundo de Virginia Woolf. Tal vez haya que recurrir aquí a la última frase que, al final de Al faro, pronjuncia la pobre Miss Briscöe, cuya tediosa existencia ha transcurrido pintando unos cuadros bastante mediocre que jamás consiguió terminar: «Después de todo, murmura pensando en su vida tan triste y sin embargo tan poco frustrada después de todo, yo he tenido mi visión»…Esta palabra se unirá, en un tono menos épico, al monólogo de Bernardo en Las olas. Como en El tiempo recobrado pero sin hacer hincapié en la resurrección del pasado, como en los Cuadernos de Rilke, donde la angustia humana se sosiega con la apacible contemplación de las cosas, los personajes algo insustanciales de la novelista inglesa encuentran, en esos breves instantes de percepción de la vida y de identificación con ella, esa justificación de la existencia que es tan necesaria como el pan y la sal. Ese pensamiento místico de la humilde Miss Lily puede servir de conclusión a la obra de Virginia Woolf, y es extrañamente significativo que sea el punto de vista de una pintora.
Hace pocos días, en el salón débilmente iluminado por la luz del fuego, donde Mrs. Woolf tuvo la gentileza de recibirme, yo miraba perfilarse en la sombra a