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Ed. Siruela, año 2010. Tamaño 21,5 x 14,5 cm. Traducción del hebreo de Raquel García Lozano. Estado: Usado muy bueno. Cantidad de páginas: 642

Amos Oz (Jerusalén, 1939) recorre en su última novela, Una historia de amor y oscuridad, su historia y la de su familia para mostrar su particular visión de la sociedad en la que ha vivido. Hasta la redacción de esta obra, había mantenido en la penumbra la existencia de sus padres. El pudor y la reserva le impedían internarse en sus primeros quince años, pero ahora ha reconstruido ese período, transformando lo autobiográfico en literatura. La historia de su familia se asemeja a la historia vivida por los judíos en los dos últimos siglos.

En esta novela hay una saga histórica que tiene que ver con el pueblo judío en Europa, que eran europeos mucho antes que los demás. Eran europeos cuando todos los demás eran patriotas alemanes o españoles. Fueron expulsados de Europa en los años ’30 del pasado siglo de forma violenta, lo que fue una gran suerte para ellos. De no haber sido echados, entonces habrían sido asesinados en los años ’40. Una vez arrojados de Europa no tenían adónde ir. Tuvieron que ir a Jerusalén, crearon Israel como un barco de salvación. Querían que llegara a ser el país más maravilloso del mundo y fue una desilusión. La única manera de mantener vivos los sueños es no llegar nunca a realizarlos. Da igual si estamos construyendo un país, imaginando una fantasía sexual o escribiendo una novela. Israel existe y no es maravilloso ni perfecto.

Amos Oz eligió la forma de la novela para hablar por primera vez de ese padre aficionado a lo sublime que no consiguió acceder a la docencia universitaria, pese a sus vastos conocimientos filológicos, y de esa madre melancólica que le inculcó el amor a la literatura con improvisados relatos en las horas previas al sueño, pero que una noche de enero de 1952 se quitó la vida con una sobredosis de barbitúricos. Dos años más tarde, Amos se marcharía al kibbutz Hulda, donde se esforzó en convertirse en un joven bronceado y robusto que postergaba su vocación literaria para contribuir en la construcción del nuevo estado. El recuerdo de la guerra del 48, que hizo de Jerusalén un escenario de muerte y destrucción, estimulaba la necesidad de identificarse con un proyecto que incluía la exclusión de otro pueblo (apenas medio millón de árabes), pero la conciencia de pertenecer a una minoría con una larga tradición de matanzas y discriminaciones impedía ahogar los escrúpulos cuando se planteaba el exterminio del adversario, abdicando de esa tolerancia que había caracterizado a los judíos europeos.

De hecho, muchos judíos no habían descubierto su condición hasta que se desató el vendaval nazi, que convirtió en leyes los prejuicios históricos. En cualquier caso, parecía indudable la necesidad de sustituir al judío de la diáspora, con su resignación y fatalismo, por un nuevo tipo donde prevaleciera la voluntad de resistencia, la determinación de echar raíces o morir en el empeño.

Oz muestra una enorme sensatez en su análisis del conflicto político, pero las mejores páginas del libro están reservadas a la recreación de su intimidad familiar. A pesar de crecer en un diminuto apartamento de treinta metros, el amor a los libros no desperdiciaba ninguna pared o hueco para alojar nuevos ejemplares que excitaban en el padre un placer sensual, ya que el libro no se percibía como simple conocimiento, sino como un objeto con tacto, olor y una peculiar identidad. De niño, Amos no quería ser escritor, sino libro, trasfundirse en esa particular ordenación de la materia donde confluían el saber y lo físico. Su tío Yosef, un erudito infatigable que rivalizaba con su vecino Agnón, futuro Premio Nobel, le enseñó que no existía nada más asombroso que crear una nueva palabra, ya que los libros se hunden poco a poco en el olvido y las palabras se mezclan con el caudal del idioma, asegurándose un nicho en la eternidad. Durante su estancia en el kibbutz Amos lee una y otra vez a Hemingway. Fascinado por su épica del machismo, sueña con emular a esos personajes que combinan el puñetazo, la seducción erótica y el impulso creador.

La referencia al Holocausto impregna su infancia. Su familia evoca los pogromos, el odio del populacho, que se desprendió de cualquier inhibición cuando la demagogia de Hitler se extendió por Europa, rescatando las hachas y las horcas que dormían en desvanes y graneros. Oz se aproxima a Canetti al estudiar las emociones de las masas, que trascienden la dispersión individual para unificarse en una voluntad común. Ese fenómeno justifica la teoría de Sartre, que identifica el infierno con el otro, pero con la salvedad de que el otro no es el más próximo, sino una multitud sin rostro. Este matiz no afecta al desconocimiento que nos separa de los más cercanos.

La madre de Amos sostiene que nadie sabe nada de nadie, pero esa ignorancia es preferible al conocimiento, pues cuando los secretos se esclarecen aparecen las tinieblas. Esas tinieblas que se cernieron sobre ella en sus últimos años, cuando el dolor psíquico se hizo tan insoportable que buscó el alivio de la muerte. Amos no esconde la frustración que suscitaban su tristeza, su insomnio o sus crisis de ansiedad. La compasión se mezcla con el odio. No puede dejar de amarla, pero es imposible no aborrecer al mismo tiempo a esa mujer que transitaba de la apatía a la ira, de la incomunicación a la verborrea, de la delicadeza a la obscenidad.

Una historia de amor y oscuridad es un libro extraordinario, con una prosa precisa y levemente lírica, que desbroza el pasado con el anhelo de comprender una tragedia silenciada por la necesidad de continuar viviendo. Al regresar a sus orígenes, Amos Oz ha descubierto que el dolor es la matriz de la escritura.

–¿Qué tuvo que pasar para que pudiera saldar cuentas con su pasado?
–Tiempo. El momento llegó una vez que hice las paces conmigo mismo, con mis padres y con el mundo en el que me crié. Ya no siento ira, ya puedo ver a mis antepasados, a mis ancestros, con humor, con pasión, con curiosidad y con ternura. Necesitaba hablar con ellos. No por razones reivindicativas. Necesitaba hablar acerca de mi país y de mi pueblo, pero no de una forma agresiva, sino de forma humana.

–¿Cómo influyó en su vida un hecho tan terrible como el suicidio de su madre?
–De niño no podía aguantarlo. Cuando mi madre murió tuve que agacharme, meterla dentro de mí e ir andando como si estuviese embarazado. No hablo en términos espaciales. Cada uno de nosotros estamos embarazados de sus propios padres muertos. De mayor no te queda otro remedio que asimilar la muerte. Cuando escribí este libro lo hice no para castigar a los muertos ni para crucificar a mis progenitores, sino todo lo contrario. He invitado a mi madre, a mi padre, a todos mis familiares muertos, a mis vecinos del barrio de mi infancia a venir a mi casa porque necesitaba hablar, teníamos mucho de qué hablar. Cuando estaban vivos no me contaron nada y yo tampoco a ellos. Este es el espíritu de la novela. He invitado a los muertos a pasear por las páginas del libro.

–En su novela transmite el amor que siente por los libros y por la literatura
–Yo no me crié en el parque o en los campos, sino en un sótano como si fuese un submarino lleno de libros. El paisaje de mi infancia son cuatro paredes repletas de libros en lenguas que no pude leer. El mundo de los libros para mí fue más real y más sensual que el mundo exterior.

–Muchos de los hombres y mujeres que terminaron su viaje en Israel se sintieron frustrados
–Mi familia no tuvo adónde ir en los años ’30, porque cada puerta del mundo se les cerraba en sus narices. La mayoría de mis familiares están muertos, o quemados, en Europa; eso significa que Israel, en términos relativos, era un paraíso. Paraíso e infierno, depende del lugar del que se procede. En 100 años de guerra con los árabes, el número de judíos muertos es de 22.000. En un día en el pueblo de mi madre, en Ucrania, los alemanes mataron a 25.000 judíos. Eso no quiere decir que yo acepte la situación actual. Durante los últimos 30 años he luchado a favor de la paz y la comprensión, pero nunca voy a decir que Israel haya sido un error.

–¿Qué les reprocha a los europeos?
–Si fuera ciudadano de Europa tendría mucho cuidado en no señalar a nadie con el dedo, ni a los israelíes ni a los árabes. No ayuda al proceso de paz y hace que los de ambos lados sean más intransigentes y más paranoicos. Europa tiene que ser cautelosa con los árabes y los judíos, porque ambos han sido víctimas de Europa. Los árabes a través del imperialismo, el colonialismo, la explotación. Los judíos a través de la discriminación, la persecución, la expulsión y, finalmente, de una masacre masiva de una escala sin precedentes. Vale la pena tener en cuenta que el conflicto entre judíos y árabes es, de verdad, un enfrentamiento entre dos víctimas de Europa.

–¿Por dónde cree que pasa la solución entre esos dos pueblos?
–Hay un país más pequeño que Cataluña que es la única patria de 5,5 millones de judíos, y al mismo tiempo es la misma patria de 4,5 millones de palestinos. Hay que dividir la casa en dos apartamentos más pequeños y llegar a una cohabitación como dos Estados vecinos. Es posible que no vaya a ser una cohabitación de amor, pero sí debe de ser sin violencia.