Ed. Taifa, Barcelona, año 1987. Primera Edición. Ejemplar numerado 354 de una tirada de 700. Tapa dura con sobrecubierta. Tamaño 21 x 13.5 cm. Prólogo de Ana María Foix. Estado: Usado excelente, 80 págs.
Ana María Becciu es una poeta, profesora, y traductora argentina, nacida en 1948. Estudió en la Universidad de Buenos Aires, y en la Universidad Católica de Barcelona, habiendo obtenido allí el doctorado. En 1976 dejó Argentina y vivió en varias ciudades europeas. Después de estudiar en París, y en Londres tomó un trabajo como traductora, con la Organización de las Naciones Unidas, en Ginebra (Suiza), y más tarde se mudó a las oficinas en Viena. Además, Becciú trabajó como traductora literaria, de los escritores Sylvia Plath, Djuna Barnes, Allen Ginsberg, Tennessee Williams. Más tarde, Becciu pasa a tener su cátedra en la Universidad Católica de Barcelona. Desde el año 2003 está a cargo de la dirección de los registros de la famosa poeta Alejandra Pizarnik.
Prólogo de Ana María Foix:
Ronda de Noche, de Ana Becciú, empieza con una afirmación terrible: «Yo no va a cantar». Se trata de un comunicado, de un aviso (¿de un castigo?) desconcertante, y no sólo gramaticalmente, que sume en él pasmo y oficia de alarma ya inútil, llegada a destiempo, demasiado tardía, cuando ya todo ha sido consumado.
Diríase que entre esa desolada proclama («Yo no va a cantar») y la Roñosa invocación homérica con la que principiaba La Ilíada («Canta, ¡oh musa!, la cólera de Aquiles») ha ocurrido algo, algo irremediable. De hecho, ha ocurrido todo. (¿Existe algo más irremediable que lo ya ocurrido?) Ha ocurrido todo en el mundo y en el sujeto de ese ocurrir ocurrido entre los inicios de los dos poemas citados. Un sujeto que no es sino el Canto.
En el Canto homérico, merced a la musa convocada, canta la palabra, el logas, que es el alma y es el conocimiento y nace de la naturaleza que es un brotar continuo de todo en todo. Veintiocho o veintinueve (?) siglos más tarde, en ese largo poema que es Ronda de Noche se nos dice muy claramente que «el cantar ya no canta». El «cantar», ese yo que ostenta la voz del texto, no canta y, sin embargo, vive —a lo largo de toda su existencia que es el poema— persiguiendo al canto. Pues sólo el canto puede devolver la unidad perdida a ese yo tan fragmentado que es en tantos (en el amor y en el ser amado, en el padre y en la madre, en la palabra y en el silencio, en la propia sombra y en la ausencia) excepto en sí.
«Yo», escribe Ana Becciú, «es un recinto de noches».
Yo, decíamos, persigue al canto. Y lo persigue a lo largo y a lo ancho de la escritura. Es una búsqueda que no cesa, es una búsqueda agónica, febril, pasional, que se desarrolla en un espacio íntimo, particular y ala vez universal: es el «espacio color de luto», una zona del sentir donde se encuentran la muerte y la escritura, la muerte y el amor.
Ronda de Noche surge de la poesía mística y vuelve a ella. Yo no puede vivir sin Canto, que es lo absoluto, del mismo modo que el alma no puede vivir sin unirse a Dios. El camino es la escritura del poema, las palabras «que arrastro como carga, el peso de estas palabras que trato de oírme decir por verme existir. No es fácil ahora. ¿Fueron palabras las que te existieron, entonces?»
Pero el camino hacia la unidad perdida, absoluta, pasa por un atrás en el tiempo antes de proseguir hacia su fin. Un fin que ya existió en ese atrás, porque todo lo que llega a ser ya fue —aunque sólo un instante, justo el momento de presentirlo— con anterioridad. En un tiempo anterior, cuando yo era ella.
Andar ese camino, palabra a palabra, es hacer un recorrido iniciático. Hubo un tiempo anterior en que yo no era doble de ella, y desde allí, desde el jardín edénico de los primeros años, proyectaba su copia futura, la de quien llegaría a ser, la de quien habría de volver («El parque como lumbre, aquí aprendo, con balbuceos, eso que me dicen que es mi voz, eso que me dan para que sea mi voz, las palabras de ellos que no son mi lengua; pero digo quedamente las imágenes de mi morada, el agrupamiento de esmeraldas y cornalinas blandas entre las que me muevo para convocar a las formas que devuelven mi forma, pronuncio, pero no hago alusión a lo que no está pues todavía no está»).
Yo, nos dice Ana Becciú, «ha salido de la casa del padre». Y era la casa verbal. Pudo haber salido al paraíso, pero salió al exilio. Yo, «mi unidad perdida», es el exilio de sí.