Peronismo. Filosofía política de una persistencia argentina TOMO 1, de José Pablo Feinmann. Ed. Planeta, año 2010. Tamaño 23 x 15 cm. Estado: Nuevo. Cantidad de páginas: 740
Por José Pablo Feinmann
Febrero de 2010
Esto es un ensayo. O un tratado. O un ensayo narrativo. Difícil saberlo. Es, sin duda, un libro sobre el peronismo. No es la desgrabación de un curso. Ni estará escrito como si el autor le hablara al lector y hasta dialogara con él. Esa experiencia ya fue ensayada con el proyecto anterior (La filosofía y el barro de la historia) encarado desde Página/12, los días domingo, cuando la gente quiere «cosas livianas» para leer después del asado o al borde de la pileta, o antes o después de jugarse un partido de fútbol o uno de tenis o jugar al truco o a la escoba de quince o a cualquier otra cosa.
Esto es un libro con pretensiones desmedidas: historiar e interpretar al peronismo. Someterlo a la reflexión severa de la filosofía política. No podemos continuar sin hacerlo. El peronismo sigue y hay que seguirlo de cerca. O retroceder y tomarle distancia. Tratarlo con frialdad. Como a un objeto de estudio, arisco y feroz. Lleno de sonido y de furia. Diferente, esquivo, no único, pero sin duda específico. Priva en él más la diferencia que el paralelismo con otros partidos de otros países. No es el varguismo. Todavía no es el PRI. No es -aunque tanto se empeñan en que lo sea- el fascismo. Ni menos aún esa pestilencia alemana que entre alientos nietzscheanos, invocaciones a la «bestia rubia» y a las «aves de rapiña», a la pureza de la raza, a la biología de los héroes o a la respuesta creativa del Dasein comunitario, a la técnica coma caída (en Heidegger) se llamó nacionalsocialismo. Hay grandeza y profundas miserias en el peronismo. Hay demasiados muertos. Hay un plus de historicidad. Hay una historia desbocada. Hay líderes (sabre todo uno), hay alcahuetes, hay resistentes sindicales, escritores combativos, están Walsh, Ortega Peña, está Marechal, están Urondo y Gelman, están asesinos como Osinde y Brito Lima, fierreros sin retorno como el Pepe Firmenich, traidor, jefe lejano del riesgo, del lugar de la contienda, jefe que manda a los suyos a la muerte y él se queda afuera entre uniformes patéticos y rangos militares copiados de los milicos del genocidio con los que, por fin, se identificó, hay pibes llenos de ideales; hay más de cien desaparecidos en el Nacional Buenos Aires; está Haroldo Conti, muerto; y hasta Aramburu, muerto; está la opacidad de una historia de opacidades, de odios, venganzas, horrores, está la OAS, Henry Kissinger, el comisario Villar, formado en la Escuela de las Américas, cana puesto y avalado por Perón, el gran indescifrable, el Padre Eterno, el ajedrecista genial, el que volvería en el avión negro y volvió viejo y volvió malo, y le dio manija a López Rega, de cuya paranoia asesina no podía decirse inocente, porque nadie desconoce lo que tiene tan cerca, y si a eso que tan cerca tiene le da espacio y le deja las armas, y encima se muere y sabe que se muere y lo deja fuerte, consolidado, porque de cabo lo ascendió, en acto macabro y doloroso, a comisario general de la policía, y si a la mediocre y manipulable y matarife del cabarute la deja de Vice, sabiendo, como sabía, que ella no era ella, que Daniel, el Brujo umbandista, la dominaba, le susurraba los discursos porque era él el que los había escrito, porque era él el que habría de ponerle las listas, el que habría de decirle hay que matar a éste, Chabela, y a éste y a
todos los infiltrados marxistas de la juventud y a los combatientes de la guerrilla, hay que dar palo porque el quebracho es duro, habrá que cuestionar al general incuestionable, meterse con Perón, y si esto, al Viejo general, le deteriora el prestigio, le erosiona el recuerdo, la memoria de los mejores años, de los años felices, del 53% por ciento del Producto Bruto Interno para los pobres, de las nacionalizaciones, del articulo 40, del Pulqui, del Estado generoso, del Bienestar estatal, del keynesianismo desbordante, de los sindicatos, de los abogados de los sindicatos, del Estatuto del Peón, de las vacaciones pagas, de la entrega de Evita hasta el aliento postrero, mala suerte, general, usted se lo buscó, vino y no tenía salud para venir, al ajedrez se juega de afuera, en política al menos, el Mago para ser Mago de la Historia, para ser Mito y Esperanza tiene que estar lejos, manejar los hilos desde la distancia, desde arriba, manejar las contradicciones sin ser una de ellas, pero si el Mito regresa el Mito se historiza, ya no maneja las contradicciones, él, ahora, es una más y tiene que tomar partido, y la historia se lo come (sobre todo si está viejo y enfermo), y ese mito que ha regresado pierde estrepitosamente porque ya no puede ser mito, el avión negro volvió y llegó entre el estruendo de las balas y los gritos de los muertos y los torturados y aterrizó en Morón, lejos del pueblo, en medio de los asesinos, de los franceses de la OAS, de Osinde, de Favio: el que nada vio, el que nada supo aunque estaba arriba, bien arriba en ese palco colmado de hienas y de buitres y vampiros, de los pretorianos que afilaban sus cuchillos para una de las noches más negras de la Argentina, que si no fue la más negra se debió a la que vino después, a la de los militares de la Seguridad Nacional, que encontraron el terreno fértil, las víctimas fáciles, los perejiles abandonados y sofocados por el miedo, y se dieron todos los gustos, pusieron a los Martínez de Hoz, a los Walter Klein, a los Juan Alemann, que exigieron a fondo la limpieza para aplicar el plan que tenían, el de las privatizaciones, el del Imperio, el de la Escuela de Chicago, el de Milton Friedman y el del ingeniero Alsogaray y ni por asomo el de Keynes, y el país fue una timba y se llenó de argentinos del deme dos, y la ESMA fue un infierno que nadie, ni en su peor pesadilla, pudo prever, y ahí torturaron, empalaron, violaron mujeres, torturaron niños frente a sus padres, quemaron vivos a pobres pibes que sólo habían alfabetizado en una villa miseria o que en un pizarrón indefenso enseñaron el vocabulario a niños ignorantes que siguieron así, ignorantes, porque sus púberes maestros se fueron de la noche a la mañana, se fueron para no volver jamás, y esos vuelos y esos sacerdotes que bendecían a los asesinos, y les decían hijo mío cumples con la Patria, Dios te absolverá porque tu tarea es purificadora, el Evangelio está contigo porque está con quienes hacen justicia aunque, a veces, la justicia, que es ciega, se parezca al horror porque tiene que ser impiadosa para el triunfo del bien, para el triunfo del Señor que te mira, te juzga y te perdona por medio de mi palabra, que es la Suya, sigue con esta tarea, hijo, porque es la de la Patria y la del Dios cristiano, y la mayoría de los que morían eran peronistas jóvenes, inocentes todos, porque nadie fue juzgado, ningún tribunal demostró la inocencia o la culpabilidad de nadie, se los declaró culpables sin permitirles defensa, porque cualquiera que muera así, sin juicio previo y, para colmo, como un animal desdeñado, ultrajado, vejado, humillado, empalado y hasta quemado vivo como una res, como un cerdo, es inocente, porque nadie, hombre o mujer, miliciano o perejil de superficie o sacerdote del Tercer Mundo o sindicalista o simple vecino del barrio al que se lo chuparon porque estaba en una libreta de direcciones o porque sí nomás y para meter miedo, merece morir de ese modo, como un perro, y ni siquiera un perro lo merece. ¡Qué centuriones tan despiadados se escondían en los pliegues de la patria! Quién lo hubiera dicho. Aquí, en la Atenas del Plata, encontrarlo a Trujillo multiplicado hasta el espanto.
¿Dónde quedó la patria de los cincuenta? La del primer Perón, la de esos años (1946-1952), que el coraje, la locura y el desborde de Eva tornaron inolvidables. La que conquistó el corazón amargo de Discépolo. La que le dio alegría. La que le hizo olvidar la tristeza y los barrios pobres de los tangos y elegir los umbrales, porque en ellos estaban los novios, el portland, porque por ahí caminaban felices los postergados de siempre, la abundancia, la comida y el chamamé de la buena digestión, la patria de los cincuenta quedó lejos, el peronismo se alejó del peronismo, y lo mató a Troxler, algo que ni los centuriones de los basurales de José León Suárez pudieron hacer, y lo mató a Atilio López con más de ochenta balazos, y a Silvio Frondizi y al Padre Mujica y a Rodolfo Ortega Peña, en una noche cruel, en una emboscada sórdida, tan sórdida e inesperada que Rodolfo, al caer moribundo, alcanzó a decirle a su compañera la frase del asombro, de la incredulidad, del final: «¿Qué pasa flaca?»
Eso, qué pasa. Qué pasó. Qué pasará. Porque esta historia sigue. Y contarla es aceptar el desafío de lo cósmico. Lo inabarcable. Lo infinitamente contradictorio. Una totalidad que no deja de destotalizarse y retotalizarse. De ganar un sentido y perderlo y engendrar -de pronto, entre alucinaciones- diez, quince, treinta sentidos. No digo que el peronismo sea incomprensible. Solo digo que comprenderlo en «totalidad» es una tarea gigantesca, desaforada. Éste, además, como corresponde a su «objeto de estudio», es un ensayo que apelará a distintos géneros: a la novela, al teatro, al cuento, al guión cinematográfico. Que utilizará (atención: a no asombrarse) un lenguaje pagano, porque sólo con ese lenguaje, que recupere creativamente las insolencias de Gargantúa y Pantagruel, algunas palabras caras al repertorio arltiano o a las masas peronistas, podrá expresar con mayor cercanía, veracidad, el clima popular y -por qué no- insolente, desvergonzado, incivil y definitivamente ramplón, rústico, vulgar de esas masas que dieron contenido al gran relato que nos proponemos narrar. Cuando decimos «gran relato» decimos que no podrá ser reducido a nada ni a nadie. Ni a Evita. Y menos aún a Perón. El peronismo es más que todos los sujetos que han desarrollado su praxis en él. Es -digámoslo desde ahora- más que Perón). Porque los contiene a todos, en tanto partes de una totalidad y esa totalidad -que no podría constituirse sin cada uno de ellos- totaliza a las partes que sólo pueden comprenderse por el lugar que ocupan en la totalidad y, a la vez, la totalidad se constituye por la mediación de cada una de las partes. La totalidad existe para destotalizarse y en cada destotalización hay que pensar todo de nuevo. la «trama histórica» de Foucault será entreverada aquí con la dialéctica libre de la totalización y la destotalización sartreana y por nuestra pasión de acercarnos a los agentes prácticos porque partiremos casi siempre de las partes en nuestro camino hacia el todo.
Esa apasionante tarea nos está esperando.
Hacia ella vamos.