Precio y stock a confirmar
Ed. Universidad Diego Portales, año 2011. Tamaño 21 x 14 cm. Selección y prólogo de Paz Balmaceda. Traducción de Pedro Gandolfo. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 210

Notas sobre literatura ingles, Lampedusa316En 1953, Giuseppe Tomasi di Lampedusa comenzó a dictar un singular curso de literatura para un solo alumno, el joven estudiante de derecho Francesco Orlando, a quien recibía en su casa tres veces por semana. Luego se sumaron otros jóvenes a esas sesiones, entre ellos su futuro hijo adoptivo, Gioacchino Lanza. Fue tal el interés y dedicación que puso el escritor siciliano en aquellas lecciones, que al cabo de dos años sus cuadernos de notas sobre el tema ya sumaban más de mil páginas, las que sólo fueron publicadas de manera póstuma.

Este libro es una vasta antología de esos textos, hasta ahora inéditos en castellano. Con una prosa directa, sobria y sutil, capaz de contener a la vez su intención pedagógica y un elegante despliegue de erudición, el célebre autor de El gatopardo traza aquí una cartografía personal de la literatura inglesa, mediante piezas monográficas que abarcan en su conjunto casi cuatro siglos, desde John Milton y Jonathan Swift hasta Aldous Huxley y Graham Greene.

Leyendo y enseñando a leer, con claridad y énfasis, pero también con humor, refinamiento y desembozada admiración, estás páginas constituyen una cabal introducción al mundo de Blake, Coleridge, Dickens, las hermanas Brontë, Chesterton, Joyce y tantos otros que conforman la imponente tradición literaria anglosajona.

Por Paz Balmaceda

1955. En el centro de Palermo se advertían unos pocos edificios alzados en medio de las ruinas de la ciudad, bombardeada durante la guerra. Entre esos escombros, todos los días se veía caminar al aristocrático y solitario Giuseppe Tomasi, el último príncipe de Lampedusa. Transitaba a paso lento, con una bolsa cargada de libros. No sabía que le quedaban sólo dos años de vida, aunque debía intuir su propio fin. Mientras su mujer aún dormía, cada
mañana salía de su casa con destino al mismo café, el Mazzara.

Frente a su taza, y junto a un ventanal que no permitía olvidar ni por un instante el estado de la capital siciliana, pasaba horas y horas escribiendo y tomando notas en cuadernos. Pocas personas conocían el contenido de esas páginas que el príncipe iba llenando con infatigable dedicación. Quizás constituían una suerte de refugio ante el escenario que le ofrecía el ventanal, pues los añicos de su ciudad natal lo tenían destrozado por completo. En cualquier caso, eran los apuntes –centenares de folios– sobre literatura inglesa y francesa que redactaba concienzudamente para un grupo de jóvenes a los que veía dos veces por semana para conversar acerca de ambas tradiciones, que Lampedusa manejaba a cabalidad. Una sustantiva parte de tales minutas son las que presentamos,
por primera vez en lengua castellana, en este volumen, acotadas a las de literatura inglesa. No obstante, resulta necesario retroceder un poco en el tiempo y luego volver al aniquilado Palermo para comprender mejor el origen de estas anotaciones y también la relevancia de publicarlas hoy.

Nacido en 1896, Giuseppe Tomasi fue un niño retraído y tímido, acostumbrado a vivir entre adultos. Su única hermana murió pequeña, convirtiéndose él en un involuntario hijo único. Era gordo, poco dado a los juegos y a la aventura. Su madre, Beatrice, lo cuidaba con celo extremo. A los 19 años, fue llamado a filas para combatir en la primera guerra mundial. No tuvo otra opción que tomar el tren al norte. Las cartas entre él y su madre son decidoras. “Mi buena y querida Poney”, “Bonita mía”, “Mi lindo Poneycito” eran las formas en que ella se dirigía a él, en femenino
gran parte de la veces, usando diminutivos infantiles y revelando la relación que mantuvieron hasta el día en que Beatrice murió.

Desde pequeño fue un lector voraz. Se encontraba más a gusto entre libros y objetos de los palacios familiares que entre chicos de su edad. Él mismo se describió como “un niño al que le gustaba la soledad, al que le gustaba más estar con las cosas que con las personas”. Como Sicilia tenía entonces un notable atractivo para los europeos del norte, las camarillas reales llegaban en yates a aprovechar el sol y los mares turquesa de la isla. El muchacho pasaba sus veranos en fiestas que su familia organizaba para atender a tan acreditados personajes. Es cierto que participaba en ellas un poco a regañadientes, pero muy pronto sufriría algo peor: la decadencia de su entorno: la caída de la aristocracia tras el triunfo de Garibaldi, los conflictos familiares por asuntos de herencia, la
muerte de una amada tía en un crimen pasional del que se habló hasta el hartazgo en Roma y Sicilia, la devastación de Palermo a causa de la segunda guerra mundial (su palacio quedó inhabitable después del bombardeo de 1943, que destruyó un tercio del centro histórico palermitano, palacio donde nació y al que, como relata en sus Recuerdos de infancia, amaba con abandono absoluto y siguió amando cuando no era más que un recuerdo, y en el que esperaba morir).

En pocas palabras, un mundo se acabó y recomenzó con él como testigo. Fue el último habitante de su familia directa y también de la Sicilia de sus antepasados. La destrucción de varias de sus casas y del centro de Palermo lo afectó sin misericordia. Lampedusa estableció una relación muy estrecha con los lugares físicos y con la determinación de ellos en su propia personalidad y vida. Se sintió siempre un elemento constituyente tanto de su ciudad como de sus mansiones, y por eso gran parte de sus recuerdos de infancia remiten a las casas en que vivió y veraneó.

Giuseppe Tomasi contempló su tiempo con atención, dispuesto a comprender los cambios, pero no sin enormes nostalgias. Probablemente, la decadencia de la aristocracia y la de su isla, que experimentó en carne propia desde niño –su familia perdió por completo su poder económico y heredaría más deudas que feudos–, forjó su marcado carácter melancólico, el que le daría el principal sello a la única novela que escribió, ya en su lecho de muerte: El gatopardo.

Aunque Lampedusa es uno de los autores italianos más conocidos, nunca fue un escritor de oficio. No publicó nada en
vida. En su último año y medio escribió esa novela y tres relatos cortos. Pocos años antes, su primo Lucio Piccolo –el gran compañero intelectual de su vida– recibió una entusiasta carta del poeta, y futuro Premio Nobel, Eugenio Montale. Le comentaba la gran impresión que le habían causado unos poemas suyos y lo invitaba a participar en un encuentro de escritores en una ciudad lombarda, en el que destacadas figuras literarias presentarían a jóvenes escritores. Montale apadrinaría a Piccolo. Después de insistir con decisión, Lucio consiguió la compañía de su
primo para asistir a la reunión. Montale quedó sorprendido al conocer a ese erudito barón siciliano ya mayor, y se incomodó ante su imponente figura y erudición.

Lucio y Giuseppe Tomasi acudieron junto a uno de sus empleados. A Giorgio Bassani se le quedaría en la retina ese “extravagante trío”: los dos primos elegantísimos y cultos, seguidos del “criado, robusto y bronceado” que no los perdía nunca de vista. Muchos coinciden en que ése fue un momento crucial para los ímpetus literarios de Lampedusa:
viendo a quienes entonces eran los más grandes escritores italianos, y presenciando el éxito que obtuvo su primo, se sintió estimulado a escribir la novela que tenía en mente. Él y Lucio eran intelectualmente muy superiores a sus coetáneos, lo que ambos advirtieron de inmediato. “Montale y Cecchi tienen el aire inconfundible de los que saben su propia importancia, el aire de los mariscales de Francia”, le diría más tarde el príncipe a su alumno y amigo Francesco Orlando. Y, por otra parte, “tenía la certeza matemática de no ser más tonto [que Lucio]. Así que
me senté en mi escritorio y escribí una novela”.

En efecto, de vuelta en Sicilia, comenzó a escribir a toda carrera. Ocupó los últimos treinta meses de su vida en eso. Envió el manuscrito a Mondadori y recibió una negativa por respuesta. Su mujer, Licy, una de las personas que más insistentemente apoyó la redacción de la novela, anotó en su diario: “Rechazo de ese cerdo de Mondadori”.

Pese a ello, en esa época Lampedusa escribió sus tres relatos breves y le hizo modificaciones a la novela. Se sentía entusiasmado, pero un tumor en el pulmón comenzó a restarle energías. Viajó a Roma a efectuarse un tratamiento de cobalto para tratar el mal que lo aquejaba. Mientras seguía corrigiendo fragmentos de la novela, que Licy y la hermana de ésta mecanografiaban, recibió un segundo rechazo editorial, esta vez de Einaudi, junto a una
larga carta que detallaba los motivos: exceso de realismo, lenguaje anticuado, una novela demasiado “seria y honesta”. Aunque Lampedusa leyó la carta en voz alta y bromeó mucho sobre ella, de todos modos se sintió golpeado. Se negó a autoeditar la novela y dejó dicho expresamente que jamás se publicara sin editorial. A los pocos días murió en Roma.

La historia posterior es conocida. Menos de un año después, Licy recibe noticias de una incipiente editorial, Feltrinelli: el sello quiere publicar la novela en la colección I Contemporanei. En noviembre de 1958 aparece la primera edición de El gatopardo, que al año siguiente gana el prestigioso Premio Strega. En 1960
el libro lleva 52 ediciones y más de cuatrocientos mil ejemplares vendidos, un éxito sin precedentes en la historia de la literatura italiana, que cinco años más tarde sería coronado con la adaptación cinematográfica realizada por Luchino Visconti.

Quizás con la misma nostalgia con que vio derrumbarse su propio mundo, en El gatopardo Lampedusa narra la vida –en realidad, la muerte– del príncipe de Salina, Fabrizio, mientras Sicilia se desmorona y la aristocracia isleña pierde todo control y poder. Es la Italia del resurgimiento, de la unificación y del arribo de Garibaldi,
bajo la visión ya entregada de un príncipe despojado de sus privilegios. Se han hecho cientos de símiles entre el príncipe Fabrizio y el príncipe Giuseppe Tomasi. El joven Gioacchino Lanza conoció a Lampedusa cuando éste tenía 18 años y pensó que era un hombre que ya se sentía derrotado.

En El último gatopardo, la espléndida biografía del escritor que hizo con la colaboración de Licy, David Gilmour sostiene que Giuseppe Tomasi siempre dio la impresión de ser mayor de lo que era, “una figura enferma,
cansada y melancólica que aguardaba la muerte”. Para Claudio Magris, parte de la total fascinación que produjo El gatopardo en Italia consistía “en la creación de un mundo que, en el acto mismo en que es creado poéticamente y evocado con nostalgia, es mostrado como un moribundo; es más, es algo que ya está muerto y que, acaso desde siempre, ha estado anquilosado en una ficción de existencia”. Lampedusa también tuvo mucho de eso: en cierta medida, desde la infancia se sintió un moribundo.

Yendo del Mazzara a su casa o de su casa al Mazzara, su bolsa siempre estaba llena de libros y de panes dulces. Éstos los compraba compulsivamente para sus tardes de lectura y aquéllos los adquiría por montones, en uno de los escasos lujos que se permitía. Jamás salía de la casa sin un libro de Shakespeare (para él, “el nombre más glorioso de la humanidad”). Si algo le desagradaba, rápidamente se refugiaba en alguno de los sonetos o tragedias del autor inglés, que leía donde lo pillara eso que lo fastidiaba. Tenía un gran amor por los perros. A cada uno de los suyos él y Licy le hablaban en un idioma diferente, y también distinto al que hablaban entre sí, para que sus animales no entendieran lo que ellos conversaban.

Durante su vida hizo muchos viajes, especialmente a Francia e Inglaterra. En su juventud pasó largas temporadas en Londres, en la casa de un tío embajador. Existe registro de algunas actividades oficiales a las que Lampedusa era convidado, ocasiones que le deben haber generado más de un conflicto, dada su profunda timidez. A pesar de que manejaba perfectamente el inglés, se negaba a hablarlo frente a los demás. En una oportunidad invitaron al hijo intelectual de un conocido barón inglés para presentarle a Giuseppe Tomasi y la desilusión de éste fue mayúscula: terminó pensando que su título (di Lampedusa), “era lo único interesante que tenía […]. Era pálido, gordinflón y muy tímido, no hablaba inglés y su francés no era bueno”.

En Londres se dedicaba a pasear por Charing Cross Road en busca de libros de segunda mano. Así armó casi toda su biblioteca de literatura inglesa. La capital británica era la única ciudad en la que, como diría él mismo, tenía la posibilidad de “desaparecer, de perderme en un océano, de no ser nadie”, a diferencia de su experiencia cotidiana en Palermo, donde vivió la mayor parte de su vida caminando por las mismas cuatro calles, encontrando cada día a la misma gente y siendo un personaje conocido de la ciudad.

Tanto en los ingleses como en su literatura celebró siempre el humor, la ironía y el carácter reservado pero lúcido y autocrítico. Después de la segunda guerra mundial se volcó completamente hacia la literatura inglesa, acaso por el sentimiento antialemán que se había producido. Sabía bien alemán, francés y ruso, entre otros idiomas, pero sus afinidades literarias, especialmente hacia el final de su vida, se establecieron en la tradición inglesa. Sus
conocimientos literarios eran abrumadores, razón por la que su primo y un grupo de amigos lo llamaban Il Mostro.

Cuando dejó de contar con la embajada de su tío, Lampedusa redirigió sus viajes al Báltico. La hijastra de su pariente, Alessandra Wolf, llamada Licy, vivía en un castillo en los alrededores de Riga, en Letonia: el castillo de Stomersee. Licy era hija de un barón letón de origen germano, funcionario del zar en San Petersburgo, que había muerto durante el estallido de la Revolución rusa. Licy y su hermana, Lolette, abandonaron Rusia tras la muerte de su padre, y la primera volvió al castillo.

Aunque Giuseppe Tomasi y Licy ya se habían conocido en Londres, fue en el castillo donde comenzaron a frecuentarse y donde, después de varios encuentros, se casaron secretamente.

Según Gioacchino Lanza, la literatura fue el motor de su fuerte atracción: ambos habían encontrado en ella refugio ante su escasa habilidad para desenvolverse en la vida cotidiana. Licy era una eminente psicoanalista que había formado parte de los círculos intelectuales más importantes de Viena. Como era de esperarse, el impacto que esa relación le produjo a la madre de Lampedusa fue enorme, al punto de que no se dio por enterada de que debía
separarse de su hijo. De hecho, cuando la pareja regresó a Italia, la señora se opuso a que Giuseppe Tomasi y Licy vivieran en un departamento independiente, separados de ella. Él aceptó las condiciones maternas a pesar de que Licy se oponía. La convivencia del matrimonio en Palermo no sería precisamente feliz, lo que derivaría en continuos regresos de Licy al Báltico.

Ambas mujeres tenían un carácter fuerte y Licy era una mujer moderna para la Sicilia de entonces. Durante las tardes ejercía como psicoanalista y dedicaba gran parte de la noche a sus lecturas, estudios y casos; era independiente y se instalaba por temporadas en Roma o en su castillo del Báltico. Parte importante de su
relación con Lampedusa fue epistolar.

Luego de la muerte de Beatrice, la pareja vivió por fin sola en Palermo, en medio de la zona más bombardeada de la ciudad, entre escombros y edificios a medio caer. En su café habitual, Giuseppe Tomasi empezó a realizar apuntes para las lecciones de literatura inglesa y francesa que les daría a unos jóvenes que había conocido en el palacio del crítico musical Bebbuzzo Sgadar, en las periódicas fiestas que éste organizaba para la intelectualidad
palermitana. Corría 1953. Lampedusa le ofreció primero a Francesco Orlando, quien estudiaba derecho, impartirle clases de literatura inglesa. Comenzaron a verse tres veces a la semana en la casa donde vivía el matrimonio, en la Via Buttera. Varios muchachos se incorporaron luego a las reuniones, entre ellos Gioacchino Lanza. Entre 1953 y 1954, “bromeando y releyendo, inventando y citando”, en palabras de Lanza, Lampedusa había escrito más de mil páginas en sus cuadernos. Eran sus notas sobre literatura inglesa.

La pareja se hizo muy cercana a Francesco Orlando y Gioacchino Lanza, y Giuseppe Tomasi se sintió cada vez más estimulado con sus lecciones, las que preparaba con entusiasmo y fascinación. El matrimonio veía a estos jóvenes como a sus posibles hijos, especialmente a Gioacchino, siciliano de origen aristocrático como Lampedusa, un muchacho brillante y elegante, según el príncipe. Su madre era española, por lo que le enseñó castellano a su maestro, y, junto con su novia, se integró completamente a la vida familiar de sus mentores. Se rumoreaba que Lampedusa y Licy no tenían una relación pasional, ya que él habría quedado impotente a causa de una herida de guerra. Eran cuchicheos a los que Giuseppe Tomasi nunca se refirió. Aunque dedicó extensos fragmentos de sus lecciones de literatura inglesa y francesa a los aspectos íntimos de los autores y consideraba que las vidas privadas eran parte de las obras de los escritores –o quizás justamente por eso–, cuidó con total hermetismo los detalles personales de su vida. Si se trataba de sí mismo, siempre hablaba poquísimo.

Lo que consta es que la pareja no tuvo hijos y que, pocos años antes de morir, el príncipe adoptó a Gioacchino –singular manera que había encontrado para continuar el nombre de su familia y conservar los títulos nobiliarios–, quien sería posteriormente una suerte de albacea literario suyo, junto a Licy, que le sobrevivió muchos años.

En su ensayo acerca de Keats, Lampedusa confiesa: “Soy una persona que está muy sola; de mis dieciocho horas de vigilia cotidiana, diez al menos las paso en soledad. Y pudiendo, después de todo, leer siempre, me divierto en construir teorías, las cuales, por lo demás, no resisten el más mínimo examen crítico, salvo una. Así me he construido la teoría del desarrollo de la literatura francesa, desarrollo que se da sobre dos líneas, paralelas en la mayor parte del camino, pero que dos veces se quiebran y funden, produciendo en su efímera conjunción los dos milagros de Racine y de Stendhal”.

En rigor, en el caso de sus apuntes de lectura para las lecciones que daba a los jóvenes, no es posible hablar de
una teoría literaria, pero sí de notas extremadamente eruditas, de exquisitas anotaciones, de detalles sumamente sabrosos de las vidas de los autores comentados, de impagables recorridos por la historia de Francia e Inglaterra reveladores para la literatura, de observaciones llenas de humor y sarcasmo, la característica que consideraba fundamental en la literatura inglesa.

Lampedusa también ocupaba mucho tiempo en leer mala literatura, porque la consideraba igualmente significativa, y creía con convencimiento en la importancia de “saber aburrirse”. Se fascinó por descubrir los secretos de las vidas privadas de los autores que le gustaban, pues estimaba que en ellas podían estar las claves de sus obras. Las lecturas que comentaba con los alumnos estaban teñidas con su propia personalidad, su historia, su embelesamiento
por Inglaterra, sus gustos y opiniones, su desprecio por el provincianismo siciliano o el carácter melodramático de la cultura italiana (por ese motivo detestaba la ópera). Son ésos los apuntes que aquí presentamos.

Leídos hoy, bajo la grandeza de la imagen del autor de una de las novelas más relevantes de las letras italianas, no sólo iluminan la inclasificable personalidad del príncipe, sino también lo que significó la literatura para un personaje solitario y genial que dedicó su vida a descifrar las particularidades culturales a través de sus narraciones; a comprender y pensar de qué está hecha y para qué sirve, justamente, la literatura; y, a fin de cuentas, a entender cómo ésta aparece de pronto como una conjunción de milagros que permite que surjan una obra como El gatopardo y un autor como Giuseppe Tomasi di Lampedusa.

INDICE
Prólogo
John Milton
Jonathan Swift
Samuel Johnson
Samuel Pepys y John Evelyn
William Blake
William Wordsworth
Samuel Taylor Coleridge
Jane Austen
Percy Shelley
John Keats
Thomas de Quincey y Thomas Carlyle
Charles Dickens
Las hermanas Brontë
Alfred Tennyson
George Eliot
Thomas Hardy
Henry James
Joseph Conrad
Gilbert Keith Chesterton
George Bernard Shaw
Rudyard Kipling
William Butler Yeats y John Millington Synge
James Joyce
David Herbert Lawrence
Aldous Huxley
Graham Greene