Incluido en «Escritos sobre literatura argentina». Ed. Siglo XXI, año 2007, páginas 286-295
El goce de la mujer es incognoscible e independiente del hombre. La realidad es una excrescencia residual, un líquido espeso en el cual flotan los seres y las cosas. Estas dos proposiciones definen, en lo explícito, los temas que preocupan al personaje de «La ocasión», repitiéndose y articulándose a lo largo de toda la novela. En ese sentido, «La ocasión» demuestra la resistencia de los grandes interrogantes saerianos sobre el mundo y sobre el erotismo. El conocimiento del mundo es provisional y sometido a los avatares de la decepción, la equivocidad y los espejismos. El conocimiento de la mujer es imposible: ella está ahí, en el refugio de su cuerpo que, más que comunicarla con lo que la rodea, la aísla. Ensimismada en su naturaleza, la mujer es un enigma cuyo mayor engaño es despertar la esperanza de que pueda ser descifrado.
«La ocasión» teje estos tópicos en una narración de aventuras y amor. Bianco, un telépata de origen incierto, ha recorrido las cortes y los salones de Europa exhibiendo sus poderes hasta que una emboscada preparada por «los positivistas» lo obliga, marcado por el desprestigio, a hundirse en las llanuras santafesinas.
Como en un relato de Conrad, para esa experiencia infamante no hay olvido ni reparación. Este nudo mínimo ya había sido esbozado por Saer en uno de los «Argumentos» incluidos en «La mayor». No es éste el único lazo que une «La ocasión» con su literatura anterior; también están los antepasados de los mellizos Garay y, sobre todo, el paisaje y una imaginada Santa Fe, cien años antes de que fuera la ciudad por donde pasean los personajes de «Cicatrices» o de «Glosa».
El de Bianco es un retrato de aventurero. Derrotado en sus poderes telepáticos por sus adversarios positivistas franceses, se conchaba con el gobierno argentino, a mediados de 1860, para reclutar inmigrantes con los que viaja y a cambio de los que recibe extensiones de tierra en la parte norte de la llanura, al sur del río Salado. Como es tradición del aventurero blanco de origen y nombre inseguros, se convierte rápidamente en baqueano, realiza en unos meses las proezas gauchas para las cuales parece necesaria la experiencia de una vida y se abre un camino exitoso tanto en el manejo de los hombres como de las faenas rurales, en un mundo criollo primitivo que, por momentos, recuerda a Sarmiento y a veces, fugaz y estilizadamente, a Benito Lynch.
En el medio de la llanura, Bianco hace construir un rancho donde se retira, de tanto en tanto, a meditar sobre las causas que debilitaron sus poderes mentales y los remedios para reconstruirlos. Quiere escribir una refutación de sus enemigos positivistas. Intenta pensar pero cumple un destino sudamericano y sólo triunfa en los negocios.
El telépata, el vidente, no puede ver nada, no puede entender ni a su mujer ni a su amigo, no puede predecir mínimamente el curso de las cosas. Base irónica de la novela, su personaje es un vidente ciego. Su habilidad para hacer dinero es directamente proporcional a su pegoteo en la materia de la que por todos los medios, ridículos y fallidos, intenta huir. A medida en que parece afincarse en la llanura va perdiendo incluso la posibilidad ciertamente menor de adivinar cuál, de entre tres cartas, ha sido elegida por su esposa, Gina.
Ella, en cambio, no necesita ver: la condición femenina es la del reposo en el ser de su cuerpo. Ir creciendo monstruosamente en el erotismo y en la fertilidad hasta convertirse en una masa de carne que se mueve grávida antes del parto. nadie sabrá nunca de quién es el hijo: si de Bianco, si del amigo y socio Garay López. Una noche, nueve meses antes, Bianco llega a su casa de la ciudad, después de unos días de meditación en la llanura, y encuentra a su mujer con Garay López. La escena íntima evoca las novelas del siglo XIX: un zapato de raso verde, las polleras recogidas, la cabeza echada hacia atrás y una expresión de placer extremo en los ojos. Bianco va a su dormitorio y escruta una cama deshecha donde todavía están impresas las huellas de los cuerpos.
La sospecha sobre la paternidad de eso que va creciendo en el vientre de Gina es otra de las barreras opacas que jamás va a poder atravesar el telépata. Otro vidente, un débil mental, un tape cuyo padre ha sido muerto por sus hermanos en una noche que repite el asesinato mítico, puede sí predecir el futuro en versos octosilábicos perfectos. La peste va a asolar Santa Fe. Garay López la trae a la ciudad de la que huyen, entre olores de muerte y cadáveres, Bianco y Gina. Se refugian en el rancho que no sirvió para la meditación antipositivista, pero donde Bianco una vez más va a imponerse en los tratos comerciales y ser derrotado en la búsqueda del saber.
Con esta materia de novela de aventuras y de novela sentimental, con estos personajes que irónicamente no pueden responder jamás a a forma según la que se presentan, Saer construye la que quizás sea su obra más arriesgada. El desafío que se plantea y resuelve es componer una ficción que incorpore rasgos de la novela de aventuras y amor para destruirlos por completo. «La ocasión» trabaja líneas que podrían pertenecer a una narrativa de pasión, intriga y adulterio, pero la escritura de Saer las destroza, las vuelve cómicas, irónicas, irrisorias, les quita todo peso, para dejar que ocupen el centro de la escena las cuestiones que, persiguiéndolo a Bianco, han obsesionado también a Saer: no es posible conocer sino esas superficies deslumbrantes de la materia que son al mismo tiempo un engaño; no es posible unir a un hombre y una mujer porque son mutuamente incomprensibles e incomunicables; el misterio rodea a los seres que intentan en vano traspasar los límites de la percepción, único territorio seguro.
Como en «Glosa», Saer imprime un giro cómico a la decepción que enfrentan los que se empeñan en el conocimiento: ciegos como Bianco, los hombres no saben nunca ni siquiera lo que ocurre en aquello que puede estar más próximo: los patios de una casa, las habitaciones oscurecidas pero falsamente familiares, el cuerpo de una mujer que al ser penetrado se vuelve aun más hermético. Pesimista, la literatura de Saer habla, bellamente, de la imposibilidad.