Precio y stock a confirmar
Ed. Sexto Piso, año 2014. Tapa dura. Tamaño 24 x 17 cm. Traducción de Andrés Barba. Con ilustraciones a color de Gabriel Pacheco. Estado: Cantidad de páginas: 756
Melville nace en 1819 y muere en 1891; Moby Dick aparece en 1851, cuando su autor tiene apenas treinta y dos años. Sin embargo, esta novela no puede considerarse una obra comparativamente temprana, sino el centro de la producción literaria de Melville, el punto culminante de su labor creadora, la síntesis de su experiencia como vagabundo de los mares, como lector infatigable y omnívoro, como pensador formado en el idealismo romántico. Descendiente de una estirpe no exenta de prestigio social y que había gozado de una holgada situación, Herman Melville dejó truncos sus estudios a causa de la muerte de su padre y de los reveses económicos de su familia. Durante un breve lapso se dedicó a la enseñanza, pero su principal actividad desde los diecinueve hasta los veinticinco años fue la navegación, primero en barcos balleneros y más tarde en un buque de guerra norteamericano. En el curso de sus travesías, comenzó por surcar el Atlántico hasta Liverpool; luego, navegó hasta el Pacifico y a lo largo de una errática trayectoria visitó las Galápagos, las Marquesas, Tahití, las Hawai y algunos puertos de México y Perú.
En su condición de marinero raso —pues no era más que un man before the mast, según se denominaba a los tripulantes, habitualmente instalados en la proa—, corrió toda clase de aventuras, sin excluir motines, deserciones, desembarcos en islas remotas y convivencias al parecer amables con tribus a las que se atribuía la práctica del canibalismo. Al mismo tiempo, consagraba todos sus momentos libres a leer cuanto le podían proporcionar las inciertas bibliotecas de los navíos que lo trasportaban. El conocimiento acumulado en esta vida trashumante y aventurada habría de constituir la columna vertebral de la producción narrativa, iniciada en 1846 con la aparición de Typee, que se subtitula “Una ojeada a la existencia polinesia” y que se difundió en Londres como Melville’s Marquesas. En líneas generales, se trata de una historia de aventuras, en la que Melville ya exhibe su capacidad de observador minucioso y perspicaz.
La acogida del público fue favorable, y la crítica se mostró interesada en el relato, si bien surgieron algunas reservas en razón del excesivo entusiasmo con que eran evocadas las mujeres indígenas. En la primavera de 1847 se publicó Omoo, una segunda narración de viajes en la que se elaboran los recuerdos del autor como azaroso y descuidado residente en las playas de Tahití, donde había apelado para subsistir a los recursos más imprevistos y accidentales. Este nuevo libro tropezó al principio con algunos inconvenientes pues los editores juzgaron que sus ataques a las misiones protestantes de los Mares del Sur resultaban inoportunos e impíos; pese a ello, logró imponerse y difundió exitosamente su imagen los predicadores religiosos, que sin duda habían conseguido enmendar algunos defectos de la población nativa —adquiridos, por lo demás, gracias al influjo del hombre blanco—, pero que se arrogaban como gran triunfo moral la destrucción de las creencias locales que eran, precisamente, el fundamento de la organización social lugareña.
Estos primeros ejercicios literarios produjeron un rápido y decisivo impacto, de modo que Melville se dedicó por entero a su inesperada vocación creativa, en la que perseveró de manera sostenida por espacio de varios años. En 1849 completó Mardi, un tercer relato en el que ya se advierten ciertas tendencias que habrían de culminar en Moby Dick. El protagonista es un marinero que vive un extraño idilio con una doncella nativa a quien rescata de un sacrificio ritual; más tarde, la muchacha desaparece, y su búsqueda modifica completamente el tono de la narración, que abandona el enfoque lineal y directo para convertirse en una mezcla de sátira y alegoría: por un lado, hay una corrosiva presentación de la sociedad en la que el espíritu religioso ha sido desvirtuado hasta la raíz a causa de la codicia imperante; por otro, la persecución se traslada, en manifiesto contraste, a una comarca donde el comportamiento responde escrupulosamente a las enseñanzas de Alma, nombre con el que se designa a Cristo. Pero el rescate de la doncella fracasa —como en los ciclos románticos de la Edad Media— en razón de las imperfecciones del héroe, quien se deja aprisionar por un nuevo personaje que representa el poder de los sentidos.
Según declaró Melville, su intención al escribir Mardi fue satisfacer a quienes consideraban sus narraciones anteriores el producto de una fantasía carente de asidero real, por lo que decidió ensayar una obra de pura invención que —a su juicio— tal vez los lectores estuvieran dispuestos a recibir como anécdota verdadera; por momentos, la historia se aproxima —en virtud del clima extravagante o corrosivo— a los procedimientos de Rabelais o Swift, pero la creciente simbología tiende a remitirnos más bien hacia la imaginación profética de Blake, nutrida asimismo por lecturas vastas y dispares; de cualquier modo, este libro, que posee momentos de lograda intensidad poética pese a su carácter desordenado y hasta incoherente, parece anticipar el cambio que habría de conducir a Melville hacia las composiciones de su madurez plena, en las que oscura pero sugestivamente prevalece el conflicto entre las ambigüedades humanas y la necesidad de hallar algún tipo de certidumbre.
Entre 1849 y el año siguiente se conocieron dos libros más, en los que reaparece el trasfondo autobiográfico: en Redburn asoman las reminiscencias del primer viaje, a comienzos de 1841, que había llevado al marinero novato hasta Liverpool, a lo cual se añaden algunos sucesos un tanto misteriosos acaecidos en Londres y las peripecias del regreso que culmina con la muerte de un tripulante cuya suerte parece prefigurar el destino de James Wait, el principal personaje en The Nigger of the “Narcissus”, de Conrad; en cambio, en White-Jacket queda registrado el viaje de Honolulú a Boston que Melville completó en octubre de 1844 a bordo de una fragata de la armada norteamericana, ocasión en la que durante largos meses pudo observar —y también experimentar— el trato despiadado que recibía el personal de los buques de guerra.
Desde los primeros meses de 185O Melville trabajó en una nueva anécdota sobre la cacería de ballenas, cuyo plan respondía al relato de aventuras más o menos autobiográficas que ya era habitual en su producción. Sin embargo, a medida que la redacción avanzaba, la obra fue imponiendo sus exigencias propias y gradualmente se trasformó en una empresa de gran complejidad, cuyos alcances no habían sido previstos de antemano. El autor mismo se mostraba vacilante, y su correspondencia del período documenta esa incertidumbre de modo cabal. Durante el verano, a mediados de año, una necesidad casi compulsiva determinó la revisión del proyecto, cuando ya buena parte de la tarea se mostraba “casi terminada”; la organización definitiva del material aparentemente presentó serias dificultades y, si bien en agosto el manuscrito se hallaba muy adelantado, la entrega al editor se demoró más de un año.
Al cabo de una prolongada y angustiosa gestación, Melville escribía en noviembre de 1851 a Hawthorne —con quien había trabado amistad poco antes— para anunciarle el resultado de su afanosa labor: “He compuesto un libro perverso, y me siento tan inmaculado como un cordero”. En verdad, Moby Dick, la narración que acababa de terminar, era una obra de significado sumamente intrincado —”un libro de extraña especie”—, pero constituía de manera simultánea la formulación más reveladora de quien lo había concebido: era el testimonio de regiones penumbrosas de la conciencia y, en la exposición de la lucha titánica entre el voluntarismo puritano y las fuerzas espontáneas de la naturaleza, tendía a resolverse en una suerte de satanismo prometeico, de sublevación contra un orden que resultaba demasiado estrecho a causa de sus rígidos contrastes. Tal vez, la novela había apuntado al justo centro de las preocupaciones más hondas y aun inconscientes que inquietaban no solo a Melville sino también a sus compatriotas; por ello mismo, suscitó en los lectores norteamericanos una mezcla de sorpresa y desasosiego, que puede trazarse en las reseñas publicadas por los periódicos de la época: al aparecer el libro hubo, sin duda, elogios entusiastas, pero asimismo menudearon los juicios adversos.
Con frecuencia se ha destacado el hecho de que la obra de Melville se nutre en hondos y agudos conflictos que el novelista mantuvo no solo con la mentalidad de su época sino también consigo mismo. En el curso de su vida, la actividad creadora irrumpe en forma casi inopinada, se desenvuelve en medio de rectificaciones y aun de contradicciones, alcanza la plenitud en unos pocos años y vuelve a sumergirse al cabo de una década seminal ante la indiferencia de sus contemporáneos, para solo resurgir en un relato postrero que durante un largo período permaneció ignorado. Para explicar las luchas íntimas y las incertidumbres que trasunta la producción de Melville se han ensayado muy diversas interpretaciones: se ha especulado acerca de una radical crisis de fe que se oponía a la arraigada educación religiosa imperante en el ámbito en el que se había formado; se ha observado en los libros una notoria ausencia de elemento sexual, pese a su temperamento apasionado; se ha reclamado inclusive el auxilio del psicoanálisis para explorar en las actitudes del artista —con su incesante búsqueda de lejanías- el impacto que habrían producido la prematura muerte del padre y la imperiosa ternura de la madre. Sea cual fuere el valor de estas apreciaciones, el hecho cierto es la presencia indudable de oscuridades y tensiones en la textura misma de las narraciones.
En Moby Dick, el centro de la carga significativa subyacente debe buscarse en la lucha sin cuartel que libran el capitán Ahab y la ballena blanca. En su persecución monomaníaca, el marino encarna las actitudes más extremadas del fanatismo, que atribuye —y exige— un sentido moral a las manifestaciones de la naturaleza y que interpreta toda acción según una drástica polaridad entre el bien y el mal, sin admitir gradaciones intermedias. De esa forma, el vigor espontáneo del animal que se defiende del cazador es trasformado en una expresión maligna, por obra del hombre que le atribuye tal sentido. En este aspecto, Melville parece renovar la reflexión de Hamlet cuando le advertía a Horatio que hay más cosas en la tierra y en el cielo que en cualquier filosofía: no todo puede reducirse a esquemas rígidos y, en especial, la falta de flexibilidad que nace de un excesivo pietismo religioso suele trasformarse en un pecado contra Dios mismo, a quien se pretende limitar mediante la exclusión de aquellas facetas que sobrepasan la insuficiente capacidad humana de comprensión.
Paradójicamente, es esta actitud casi sacrílega en su religiosidad maniquea la que confiere proyecciones heroicas a Ahab, convertido en desafiante adversario de las potestades sobrenaturales. La misma circunstancia tal vez origine ese carácter indeterminado de la ballena que tanto desconcierto ha suscitado entre los críticos: es el símbolo de lo incierto, de aquello que supera la intelección del hombre. Por este motivo, parece muy feliz la tan mentada observación que hizo D. H. Lawrence, cuando señaló que Moby Dick tiene una indudable significación específica pero que ni el mismo Melville pudo saber en qué consistía: se trata de un sentido misterioso que no es posible explicar sin desvirtuarlo; es una suerte de referencia a la índole “numinosa” de lo divino, que por consiguiente posee un valor inescrutable y que inclusive —de acuerdo con la advertencia de Rudolf Otto – “puede ser indiferente a lo ético”.
En la literatura moderna, la única comparación valedera acaso la proporcione el tigre de Blake: es una mezcla de espíritu demoníaco, belleza y terror, sin que sea lícita ninguna vinculación estricta con las nociones de bien o mal. En suma, la ballena quizás encarne la presencia de lo no humano, de lo que el hombre no puede entender o dominar, de la naturaleza en su modalidad primigenia, sin adulteración. Remotamente, cabe sospechar que en el enfrentamiento ofrecido por el relato es posible trazar una representación tardía -consciente o no- de la experiencia que una cultivada estirpe europea vivió al entrar en contacto con la agreste realidad del suelo americano. Por otra parte, la ballena admite las interpretaciones más variadas, desde el clásico Leviatán de Job o el animal marino en cuyo vientre permaneció Jonás (explícitamente aludido por Melville) hasta la prefiguración de los sufrimientos de Cristo según el salmo 69 (como sugiere Marius Bewley en The Eccentric Design). Además, es importante observar que perseguido y perseguidor no pueden subsistir separados, de modo que la historia de Moby Dick se interrumpe con el fin del capitán Ahab.