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Ed. Emecé, año 2011. Tamaño 23 x 16 cm. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 536

Por Elsa Drucaroff
Febrero de 2011

Aunque ya no es tan fácil afirmarlo, hace apenas seis años (cuando empecé a escribir este ensayo) sostener que no había nada nuevo en la literatura argentina desde los años setenta, o que lo que había era frívolo, ajeno a la realidad social y muy escaso, eran lugares comunes. En las páginas siguientes me ocuparé en detalle de refutar las primeras afirmaciones; lo que me interesa subrayar en esta introducción es que la nueva literatura no es precisamente escasa: para elaborar Los prisioneros de la torre trabajé con más de quinientos libros de3 ficción narrativa y más de doscientos autores. Todas estas obras se publicaron a partir de 1990 y a todas las escribió gente de postdictadura. Más adelante fundamentaré por qué y cómo hablo de generactones de postdictadura. Por el momento, adelanto que esta literatura pertenece a escritores y escritoras que eran niños o apenas adolescentes mientras en la Argentina se realizaba la masacre de militantes (secuestro, tortura y asesinato de treinta mil personas), y lo eran de tal modo que no poseían todavía conciencia ciudadana, o ni siquiera habían nacido.

Se trata de narradores que empezaron a publicar a partir de 1990. Mi corpus abarca las obras que salieron entre esa fecha y abril del año 2007; el cierre es arbitrario, el motivo fue simplemente fijar un límite para examinar de manera exhaustiva algo que crece constantemente y no me permitiría, entonces, terminar nunca este trabajo. Me alegra y me decepciona al mismo tiempo ser consciente de que hoy en 2011, cuando finalmente logro culminar esta enorme tarea, mi ensayo está en algún sentido desactualizado porque en cuatro años aparecieron nombres que prometen ser valiosos y a muchos de los cuales no he podido leer. De la enorme cantidad de obras consultadas leí y analicé personalmente unas trescientas y seleccioné a más de ciento cincuenta autores.

Este libro intenta discernir, en ese amplio universo de imaginarios, relatos, signos creados por los que fueron o son jóvenes después del sueño del socialismo y después de la masacre, el país que habitamos, amamos y sufrimos. ¿Por qué tanta atención a una literatura prácticamente desconocida y casi sin legitimación crítica? Porque esos relatos, esos imaginarios, llamaron a mi puerta. Fue mi objeto de estudio el que supo seducirme, buscarme, reclamar atención. Por eso es para él -en toda su heterogeneidad- mi primer reconocimiento. Es decir, agradezco a los que fueron y son jóvenes después de que yo lo fui, por su intensa y tozuda producción literaria.

Quisiera historizar cómo fui acercándome a esa literatura y armando herramientas fundamentales para trabajar. En 1991 conocí el incipiente movimiento de poetas nuevos y percibí su importancia; su conexión estética con la nueva narrativa argentina es fuerte en muchos sentidos. Aunque éste es un libro sobre narraciones, he tratado de transmitir esta conexión con muchos epígrafes de los capítulos que siguen, que aunque a veces pertenecen a narradores de las nuevas generaciones (varios aparecieron luego de 2007 y por eso no figuraron en la lista selectiva del capítulo 4), otras son de poetas de postdictadura.

Un año después de mi descubrimiento de los poetas nuevos, participé en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA de un seminario de investigación que se propuso analizar los relatos aparecidos a partir dela democracia. Trabajamos entre 1992 y 1996 en este «Proyecto de Estudio de Narradores Contemporáneos Argentinos» (P.E.N.C.A.). Integré el grupo con seis personas: Julio Schvartzman (su director), Silvina Abelleyro, Marcelo Bello, Sandra Gasparini, Claudia Román y Silvio Santamarina. La edad de los autores que analizábamos no era una variable significativa para nosotros; casi sin advertirlo, nos concentramos en leer lo que escribían a partir de 1983 los autores de lo que en este libro llamo la «generación de militancia», aunque incluimos ahí también a los más jóvenes de ellos, visibles porque tenían repercusión en cierta crítica académica. Tanto mis compañeros como yo éramos casi siempre incapaces de percibir la novedad e importancia de algunos títulos que estaban apareciendo en Biblioteca del Sur, una colección que estaba logrando lo que sería la última repercusión entre lectores más o menos masivos hasta entrado el siglo XXI. Pese a aquella incomprensión, este ensayo debe mucho a la extraordinaria riqueza (y audacia) de las ideas y discusiones que surgieron entre nosotros.

En primer lugar, porque nuestras edades eran diferentes y abarcaban entre los veinte y los cincuenta años: fue discutiendo y pensando con mis compañeros como comprendí la impresionante fertilidad que logra el diaólogo cuando es intergeneracional, cuando las diferentes perspectivas existenciales pueden intercambiar de un modo horizontal y alumbrarse mutuamente sentidos que cada una por su cuenta no podría percibir.

En segundo lugar, porque el trabajo con la narrativa de las generaciones anteriores -sobre todo con la de los más jóvenes de la generación de militancia- señaló problemas literarios y políticos claves que en ese momento estaban operando y que tienen una presencia fuerte también acá. En ese sentido, este ensayo tal vez sea la continuación –mi continuación, por mi cuenta y a mi riesgo- de aquellos primeros planteos grupales. A todo el P.E.N.C.A., entonces, mi gratitud. Hay un antes y un después de ellos en mi biografía de crítica.

Casi toda la literatura que se estaba produciendo en los años 90 vivía al margen de la carrera de Letras y, en general, de la vida universitaria. Curioso fenómeno, porque buena parte de los escritores del corpus estudió Letras, Edición, Sociología o Comunicación Social. Si embargo, los 90 eran tiempos de aislamiento y compartir ciclos lectivos en las mismas instituciones no alcanzaba para generar lazos. Por eso durante esa década mis alumnos no fueron activos agentes de difusión de la literatura de sus escritores coetáneos, que a veces se sentaban en el banco de al lado. Por el contrario, la desconocían. Paradójicamente, el estallido de finales de 2001 fue trayendo un país con otro oxígeno y algunos de mis mejores estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA empezaron a recomendarme insistentemente grandes libros y autores de la nueva producción. Curiosa por su entusiasmo, empecé finalmente a leer y en 2004 decidí hacer de la narrativa de las generaciones de postdictadura (o nueva narrativa argentina) mi objeto de estudio sistemático.

La camada más joven estaba construyendo un movimiento que arrastraba a los más viejos. Conocí revistas, frecuenté autores en Internet, compré sus publicaciones en ferias autogestionarias, fiestas, presentaciones, lecturas. Jóvenes de la Facultad de Letras se agruparon para editar revistas virtuales y alrededor de ellas generaron discusiones, jornadas, actividades sistemáticas para pensar la literatura y, así, pensar nuestra historia, nuestra realidad y nuestra inserción latinoamericana; algo similar pasó en otras facultades. Lo más interesante es que si bien el movimiento tenía a la vida universitaria como uno de sus focos (especialmente la UBA), las propuestas se diseminaban por el territorio nacional y también las protagonizaba activamente gente que no venía de las aulas. Voces no universitarias, roqueras, “chabonas”, incluso marginales y travestis empezaron a sonar al mismo tiempo.

Mi intercambio con estos protagonistas fue constante y tuvo un papel invalorable, no porque ellos pensaran o piensen lo mismo que yo sino por lo contrario: nuestras obligatorias diferencias de perspectiva vital e histórica construyeron un diálogo audaz con preguntas nuevas que estimulaban mi hambre por seguir leyendo. Buscar libros difíciles, casi sin circulación, hizo que ellos también me buscaran: escritores y editores (de libros y revistas gráficas o virtuales, de blogs) se conectaron para proponerme actividades y aportarme materiales invalorables. Así fue cómo una noche de 2005, compartiendo vinos y literatura, Alejandro Larre (uno de ellos) me propuso que escribiera un ensayo sobre la nueva narrativa. Corro sola el riesgo de comunicar estos resultados, las ideas que hay acá son mías pero quiero agradecerle, porque sin los autores, obras y bibliografías que me sugirió, sin su información, su discusión, su indispensable y obsesiva relectura de estas páginas, este libro no existiría. Daniela Allerbon se agregó al equipo en la primera etapa y también discutió mis primeras hipótesis, además de ayudarme a leer obras del inmenso corpus; Ariel Bermani discutió el primer esbozo; Bruno Petroni elaboró incisivos informes de lectura en la anteúltima parte, también Marcelo Oscar López y Sol Echeverría escribieron algunos; Sebastián Hernaiz sugirió materiales y Jordi Portell, lector inteligente y ávido que viene de otra generación y otro país, trabajó durante varios meses en la parte final, leyendo y aportando informes de muchos libros que aun faltaba considerar.

Así me fue posible manejar un corpus que parecía inmanejable, establecer en él prioridades. Agradezco también a Gonzalo Garcés, Andrés Neuman y Pola Oloixarac, quienes leyeron algunos fragmentos y aportaron muy buenas preguntas, objeciones, sugerencias. El Instituto de Literatura Hispanoamericana de la UBA, dirigido por Noé Jitrik, es el lugar donde investigo hace años ; proporciona marco académico a mis emprendimientos críticos y me permite poner a prueba mis ideas en los seminarios que dicto constantemente en la carrera de Letras, como producto de mi labor de investigadora. Agradezco la libertad y autonomía con la que trabajo en el ILH; toda la escritura de este libro fue hecha en este marco laboral e institucional.

En 2004 realicé un ciclo de reuniones en el Centro Cultural de España que se llamó “Jóvenes a la intemperie”. De allí surgió, por iniciativa de algunos asistentes, un grupo de lectores intergeneracional que coordiné con Ariel Bermani. Se llamó “Mataronakenny” y se abocó a leer y discutir obras de la NNA, funcionó durante un año y medio y de allí surgió un artículo colectivo en el que volcamos las reflexiones sobre la narrativa leída. Entre 2007 y 2008 coordiné en diversos en diversos bares de la ciudad de Buenos Aires el “Ciclo de lecturas de nuevos narradores argentinos”, en el que leyeron cincuenta y dos escritores.

En diciembre de 2008 colaboré con la organización de una gran fiesta colectiva de todos los ciclos literarios del movimiento de escritores nuevos; fue una fiesta de lecturas, con música y baile, en la que participaron los más de cuarenta ciclos que funcionaron ese año en la ciudad. Entre 2004 y hoy publiqué, asimismo, una veintena de artículos alrededor del tema en medios masivos, revistas académicas y revistas virtuales y gráficas del movimiento de jóvenes escritores. Destaco entre ellos uno que apareció en la revista Ñ en 2004, no tanto por su calidad (hoy me parece incompleto e insuficiente) sino porque creo que su aparición marca la primera vez en que la crítica literaria y un medio cultural se hacen cargo del problema.

En 2010 tuve un contacto especial con lo que se estaba produciendo: fui uno de los jurados del concurso de novela breve escrita por menores de cuarenta años que realizó el Festival Iberoamericano de Nueva Narrativa en Ushuaia. Además, hace ya seis años consecutivos que el seminario de grado que dicto en la carrera de Letras de la UBA analiza esta narrativa, en la cual estudia cada vez diferentes temáticas y problemas teóricos.

Escribir esta obra fue sumergirme mucho tiempo en la nueva literatura argentina y vislumbrar allí el horror, el dolor de nuestro pasado reciente y el que se vive en el presente como miedo y parálisis, obnubilando el futuro; vislumbrar las a veces trágicas relaciones de mi generación con las que nos siguieron, las agobiantes consecuencias de nuestra enorme derrota, nuestra enorme frustración. Siempre creí que escribir ficción era el territorio pantanoso y arriesgado donde mi propia historia, mis sentimientos más profundos y las definiciones de mí misma se ponían en juego. Hoy, después de este trabajo, sé que estuve equivocada: este ensayo fue para mí una actividad de riesgo. Es por eso que agradezco a mi editor Alberto Díaz, que discutió conmigo el proyecto inicial y luego, en los cinco años que transcurrieron desde que comencé este trabajo que muchas veces se me antojó demencial, solo me manifestó comprensión, confianza y paciencia. Y agradezco a Alejandro Horowicz, que toleró mis tormentos, se entusiasmó, confió, acompañó, contuvo y además fue (como siempre) un interlocutor constante, no solo en la vida cotidiana sino también con su producción intelectual. Concretamente, su sólida y detallada caracterización de la actual democracia argentina como «democracia de la derrota», esbozada ya a comienzos de 1990 en el prólogo de la cuarta edición de Los cuatro peronismos (1991), es uno de los puntos de partida de las hipótesis de este libro.

Un libro que, como ya se habrá entendido, no habla solamente de literatura sino también de una sociedad y su vanguardia generacional. Vanguardias negadas de las cuales la última, recién ahora, encuentra cierto espacio para asumirse a sí misma, aunque jóvenes artistas vengan hablando y preguntando hace mucho, buscando hace mucho, empecinadamente, ser escuchados y no despreciados, juzgados y hasta criminalizados. Lo que yo leo (escucho) en los relatos que escriben las generaciones de postdictadura es demasiado poderoso como para guardármelo. Este ensayo fue escrito para contagiar el deseo de leer los mismos libros. La literatura es un laboratorio: allí una sociedad experimenta con sus horrores, ilusiones, fantasmas, significados, ideas. Si descubrimos la literatura que hoy se está escribiendo, a lo mejor logramos empezar a discutir otra vez cuándo y por qué la Argentina se transformó en lo que la llevó a diciembre de 2001, a la degradación que aun pervive de todo eso (incluso si otro clima político ha permitido cambios muy importantes, todavía insuficientes). Y a lo mejor así los próximos prisioneros de la torre vislumbrarán otro paisaje.

Addenda:

El 10 de marzo de 2011 envié la versión final de este ensayo a la editorial Emecé. Mientras salían los e-mails con los archivos del libro entró uno que anunciaba la muerte de David Viñas. Al día siguiente escribí en Facebook:

Ayer se fue el maestro para construir series en las que pudimos leernos, para ver en la literatura argentina la existencia de un trauma, el que se animó a volverla territorio de batalla. Ayer murió mientras yo daba los toques definitivos a un ensayo que lo honra y lo discute, lo sigue y le reprocha, existe así por él. Apenas se estaba muriendo Viñas y ya seguía estando vivo.

INDICE
Introducción y Reconocimientos
-Actividad de riesgo
I- Mala época para ser joven
II- Los últimos escritores visibles
III- El oscuro parto de la Nueva Narrativa Argentina
IV- De la primera a la segunda generación postdictadura
V- Discutiendo con Beatriz Sarlo
VI- Modos nuevos de ser varón
VII- No hay muertes de las utopías, hay muertes de las certezas
VIII- El trauma del pasado reciente
IX- Hijos y padres: el imaginario filicida de la postdictadura
X- Transmisión quebrada de la experiencia histórica
XI- Todo es lenguaje (y por eso desolación)
XII- Certezas del cuerpo
XIII- Mancha temática: la «civilibarbarie»