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Ed. Alpha Decay, año 2011. Tamaño 20,5 x 12,5 cm. Ilustraciones en blanco y negro del autor y de David Cauquil. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 172
¿Sabéis?, la mejor literatura, en mi opinión, es aquella que no se queda en una trama, ni encierra el mundo entre sus hojas, ni se recrea en aventuras. La mejor, en mi opinión, es aquella que le pasa al lector un brazo por los hombros —o lo coge de la cintura— y le va contando de a poco y explicando lo justo. Porque ella deja que también tú bailes y quiere que vayas uniendo los puntos hasta completar la figura. La mejor literatura sería, entonces, aquella que no te da de comer de su pico porque prefiere —porque sabe que así lo prefieres— que seas tú quien acabe de cocinar la receta.
Este es un arte complejo de poner en práctica, porque al autor se le suele ir la mano en explicaciones que no hacen sino subestimar la inteligencia lectora. En ocasiones es incluso deliberado: escritores temerosos de que su obra —y su dinero— se pierda en interpretaciones engordan sus relatos con metáforas mascadas, comparaciones de relleno e intertextos tan explícitos como wikipédicos. Y la crítica alaba precisamente esa labor de desbroce, mientras que a quienes se ocupan de entregar productos limpios, susceptibles de amplio comentario y múltiples fugas, se les tacha de oscuros.
Más difícil aún si el autor decide que la obra hable por sí misma, sin la ayuda de un nombre que añada pistas acerca de su finalidad por comparación biográfica. En literatura, donde la fama corrompe y el trabajo de alcanzarla quiebra las voluntades mejor adiestradas, el arte de no dar el apellido ni la cara se reserva para aflojar frustraciones y antiguos odios, pero nunca para echar a volar la propia obra, o desistir de lo que se sabe comporta ésta en boleros varios.
Pero nos las tenemos ahora con un caso de los más raros: un argentino del que no hay foto pública ni siquiera nombre real. Se dio a conocer mediante seudónimo hace casi tres años, cuando contaba treinta y cinco, con la novela Sol artificial, y ahora se estrena en España con Los electrocutados. Se hace llamar, a la Salinger, J. P. Zooey, heterónimo sobre cuyos explícitos ecos no vamos a entretenernos para dejar espacio a lo que de verdad nos interesa: el libro.
¿Sabéis?, toda aquella literatura que subvierta un orden establecido no merece por tal hecho el interés ni el aplauso —tan acostumbrados estamos ya a la excentricidad y la heterodoxia que vivimos y leemos cómodamente instalados en ellas—, pero si lo hace con esta maestría (entiéndase a lo grande) entonces sí que habría que pararse en examinar aquel rasgo. Distintivo que es, por lo que he sabido, marca de la casa Zooey, quien en su Sol artificial ya le puso los puntos a las reglas más cacareadas por las gallinas que gustan de enseñar el arte narrativo. Autores más célebres hay que optan por una forma de escribir alejada del convencionalismo comercial, pero Zooey en su brevedad logra lo que aquéllos, con su literatura del agotamiento, no llegaban a conseguir: ganas de más.
Quizá sea por la propia índole de la historia, lo que cuenta, que se resume en la frase que el Sistema solar les tiene reservada a los humanos. Una frase de ocho palabras y cuarenta y cinco caracteres, espacios incluidos. Buscadla. A ello se dedican desde la niñez el profesor universitario Dizze Mucho y su hermana Oidas, personajes de ecos pynchonianos, desde un punto de vista tanto literario como jazzístico. Un adagio que también podría ser de Bach o traducción del piar de un pelícano erizando el crespo escrito en cirílico: Тут что-то есть Тут что-то.
¿Sabéis?, si uno mete los dedos en un enchufe, se electrocuta; lo mismo que si hurga en la basura ajena o si decide investigar aquellos personajes que dedicaron sus vidas a búsquedas iconoclastas abocadas al encuentro de lo inexplicable o a darse de cara contra el error. Tales de Mileto fue pionero en el arte de preguntarse lo que no tenía respuesta, y Velimir Jlébnikov, ornitólogo poeta, descubrió que el hombre no desciende del mono sino de pájaros prehistóricos de dos metros de alto.
Zooey ejecuta, a manos de su personaje, una antología de electrocutados por adherirse a un empeño de persecución ilusoria cuyos avatares y consecuencias son, amen de disparatados, divertidísimos. Tal es la historia del genio, que arranca con la de Oskar Vogt, a quien la lectura de Las Mil y una noches marcó de por vida el objetivo de encontrar la radicación de aquéllos: “La memoria, la imaginación, el amor, los sueños, la inteligencia de una persona no son más que manifestaciones de electricidad”; es decir, el genio. La del propio Zooey, quien lleva a la práctica ejercicios que le permiten introducirse en un mundo alternativo, el Hoyo, donde habitan Los Humanistas: “En síntesis, la técnica consiste en emborracharse y meterse bajo la lengua el cable de Internet que uno tenga a mano”. O la de Charles Názer, que pasó de ser artífice de la gravidez artificial de una serie de mujeres que durmieron en su quirófano, a la ingravidez de la red de redes. Todo ello cabe e incluso, como apuntaba, la presencia estelar de nuestro admirado Kilgore Trout junto al obelisco de la Plaza de la República, trayendo la definitiva teoría acerca de quiénes somos y por qué estamos aquí.
¿Sabéis?, J.P. Zooey tiene la manía de buscar e inventar orígenes superpuestos y de inferir finales apocalípticos basados en razones, digamos, “de peso”. Como él mismo define a su personaje, Zooey es un taxidermista que rellena una vida muerta con cartas y teorías alternativas. Pero yo tengo para mí que, lejos de ser una estrategia que busque provocar la charla alrededor de su obra y su enigmática persona, este argentino es un autor progresivo que, como sucede con la música merecedora de tal título, no ha hecho más que empezar a hilar un tapiz teórico-literario que acabará envolviéndonos a todos.
Lo he dicho antes: me he quedado con ganas de más.