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Ed. Pre-Textos, año 1995. Tamaño 19,5 x 13,5 cm. Traducción de Patricio Peñalver. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 168
Las Investigaciones lógicas (1900-1901) han abierto un camino, por el que, se sabe, toda la fenomenología se ha internado. Hasta la cuarta edición (1928), ningún desplazamiento fundamental, ningún nuevo cuestionamiento decisivo. Modificaciones, ciertamente, y un potente trabajo de explicitación: Ideas I y Lógica formal y lógica transcendental despliegan sin ruptura los conceptos de sentido intencional o noemático, la diferencia entre los dos estratos de la analítica en el sentido fuerte (morfología pura de los juicios y lógica de la consecuencia) y levantan la limitación deductivista o nomológica que afectaba hasta ahora al concepto de ciencia en general. En la Krisis y los textos anexos, en particular en el Origen de la geometría, operan todavía las premisas conceptuales de las Investigaciones, especialmente cuando conciernen a todos los problemas de la significación y el lenguaje en general. En este dominio, más que en otros, una lectura paciente haría aparecer en las Investigaciones la estructura germinal de todo el pensamiento husserliano. En cada página se deja leer la necesidad —o la práctica implícita— dé las reducciones eidéticas y fenomenológicas, la presencia destacable de todo aquello a lo que darán acceso.
Ahora bien, la primera de las Investigaciones se abre con un capítulo consagrado a unas «distinciones esenciales» que dirigen rigurosamente todos los análisis ulteriores. Y la coherencia de este capítulo debe todo a una distinción propuesta desde el primer parágrafo: la palabra «signo» tendría un «doble sentido». El signo «signo» puede significar «expresión» o «señal».
¿A partir de qué cuestión recibiremos y leeremos esta distinción, cuyo envite parece, así, de tanto peso?
Antes de proponer esta distinción puramente «fenomenológica» entre los dos sentidos de la palabra «signo», o más bien, antes de reconocerla, de ponerla de relieve en lo que quiere ser una simple descripción, Husserl procede a una especie de reducción fenomenológica previa: pone fuera de juego todo saber constituido, insiste sobre la necesaria ausencia de presupuestos, vengan de la metafísica, de la psicología, o de las ciencias de la naturaleza. El punto de partida en el «Faktum» de la lengua no es un presupuesto, con tal que se esté atento a la contingencia del ejemplo. Los análisis conducidos de esta manera guardan su «sentido» y su «valor epistemológico» —su valor en el orden de la teoría del conocimiento —existan o no lenguas, se sirvan o no, efectivamente, de ellas seres tales como los hombres, existan realmente hombres o una naturaleza, o solamente «en la imaginación y en el modo de la posibilidad».
Está, así, prescrita la forma más general de nuestra cuestión: la necesidad fenomenològica, el rigor y la sutileza del análisis husserliano, las exigencias a las que responde, y a las que debemos, por nuestra parte, en primer lugar, hacer justicia, ¿no disimula todo esto, sin embargo, un presupuesto metafísico? ¿No oculta una adhesión dogmática o especulativa que, ciertamente, no retendría a la crítica fenomenológica fuera de ella misma, no sería un residuo de ingenuidad desapercibida, sino que constituiría la fenomenología en su adentro, en su proyecto crítico y en el valor instituyente de sus propias premisas: precisamente en lo que reconocerá pronto como la fuente y la garantía de todo valor, «el principio de los principios», a saber, la evidencia dadora originaria, el presente o la presencia del sentido a una intuición plena y originaria? En otros términos, no nos preguntaremos si tal o cual herencia metafísica ha podido, aquí o allí, limitar la vigilancia de un fenomenólogo, sino si la forma fenomenológica de esta vigilancia no está ya dirigida por la metafísica misma. En las pocas líneas evocadas hace un instante, la desconfianza respecto al presupuesto metafísico se daba ya como la condición de una auténtica «teoría del conocimiento», como si el proyecto de una teoría del conocimiento, incluso si está franqueado por la «crítica» de tal o cual sistema especulativo no perteneciera, desde el principio, a la historia de la metafísica. La idea del conocimiento y de la teoría del conocimiento, ¿no es en sí metafísica?
Se trataría, pues, sobre el ejemplo privilegiado del concepto de signo, de ver anunciarse la crítica fenomenològica de la metafísica como momento interno de la seguridad metafísica. Mejor: de comenzar a verificar que el recurso de la crítica fenomenológica es el proyecto metafísico mismo, en su acabamiento histórico, y en la pureza, meramente restaurada, de su origen.
Husserl evoca el asombroso, el admirable «paralelismo», e incluso, «si se puede decir, el «recubrimiento» de la psicología fenomenológica y de la fenomenología trascendental, «ambas comprendidas como disciplinas eidéticas». «La una habita la otra, si se puede decir, implícitamente. Esta nada que distingue unas paralelas, esta nada sn la que justamente ninguna explicitación, es decir, ningún lenguaje, podría desplegarse libremente en la verdad sin ser deformado por algún medio real, esta nada sin la que ninguna cuestión trascendental, es decir, filosófica, podría tomar su aliento, esta nada surge, si se puede decir, cuando la totalidad del mundo queda neutralizada en su existencia y reducida a su fenómeno. Esta operación es la de la reducción fundamental, no puede ser en ningún caso la de la reducción psico-fenomenológica. La eidética pura de la vivencia psíquica no concierne, sin duda, a ninguna existencia determinada, a ninguna factualidad empírica; no apela a ninguna significación transcendente a la consciencia.
Pero las esencias que fija presuponen intrínsecamente la existencia del mundo bajo la especie de esta región mundana llamada Psyché. Es notable, por otra parte, que este paralelismo haga algo más que liberar el éter transcendental: hace más misterioso todavía (es lo único capaz de hacerlo) el sentido de lo psíquico y de la vida psíquica, es decir, de una mundanidad capaz de sustentar o de alimentar de alguna manera la transcendentalidad, de igualar así la extensión de su dominio, sin confundirse, no obstante, con ella en una adecuación total. Concluir de este paralelismo en una adecuación es la más tentadora, la más sutil, pero también la más oscurecedora de las confusiones: el psicologismo transcendental. Contra él es contra lo que hay que mantener la distancia precaria y amenazada entre las paralelas, contra él hay que interrogar sin cesar.
Ahora bien, puesto que la consciencia transcendental no está encentada en su sentido por la hipótesis de una destrucción del mundo (Ideas I), «con seguridad es concebible una consciencia sin cuerpo, y, por paradójico que suene, también una consciencia sin alma». Y sin embargo, la consciencia transcendental no es nada más ni otra cosa que la consciencia psicológica. El psicologismo transcendental desconoce esto: que si el mundo tiene necesidad de un suplemento de alma, el alma, que está en el mundo, tiene necesidad de esta nada suplementaria que es lo transcendental, y sin lo cual no aparecería ningún mundo.
Pero por el lado opuesto, si se está atento a la renovación husserliana de la noción de «transcendental», debe uno guardarse de prestar cualquier tipo de realidad a esa distancia, de sustancializar esta inconsistencia, o de hacer de ella, aunque fuese por simple analogía, alguna cosa o algún momento del mundo. Eso sería helar la luz en su fuente. Si el lenguaje no escapa jamás a la analogía, si es incluso analogía de parte a parte, debe, llegado a este punto, a esta punta, asumir libremente su propia destrucción y lanzar las metáforas contra las metáforas; lo que es obedecer al más tradicional de los imperativos, que ha recibido su forma más expresa, si no la más original, en las Eneadas y no ha cesado de ser tansmitida fielmente hasta la Introducción a la Metafísica (sobre todo, de Bergson). Es al precio de esta guerra del lenguaje contra él mismo como serán pensados el sentido y la cuestión de su origen. Se ve que esta guerra no es una guerra entre otras. Polémica por la posibilidad del sentido y del mundo que tiene su lugar en esta diferencia, que hemos visto que no puede habitar el mundo, sino solamente el lenguaje, en su inquietud transcendental. En verdad, lejos de habitarlo solamente, aquella es también su origen y su morada. El lenguaje guarda la diferencia que guarda el lenguaje.
Más tarde, Husserl evocará de nuevo, brevemente, este «paralelismo exacto» entre la «psicología pura de la consciencia» y la «fenomenología transcendental de la consciencia». Y dirá entonces, para recusar el psicologismo transcendental que «hace imposible una filosofía auténtica», nos hace falta a cualquier precio, practicar la Nuancierung que distingue unas paralelas, de las que una está en el mundo y la otra fuera del mundo sin estar en otro mundo, es decir, sin cesar de estar, como toda paralela, al lado, lo más próximo a la otra. Nos hace falta, a cualquier precio, recoger y abrigar en nuestro discurso estos «matices aparentemente fútiles», frívolos, sutiles, que «determinan de manera decisiva las vías y los desvíos de la filosofía». Nuestro discurso debe poner en él al abrigo estos matices, y a la vez, por ello mismo, asegurar en ellos su posibilidad y su rigor.
Pero la extraña unidad de estas dos paralelas, lo que las relaciona la una con la otra, no se deja partir por ellas, y, dividiéndose a sí misma, suelda finalmente lo transcendental a su otro, es la vida. Se percibe, en efecto, muy rápidamente, que el único núcleo del concepto de psyché es la vida como relación consigo, se haga o no en la forma de la consciencia. El «vivir» es, pues, el nombre de lo que precede a la reducción y escapa finalmente a todas las particiones que ésta hace aparecer. Pero
Puesto que la posibilidad de constituir objetos ideales pertenece a la esencia de la consciencia, y estos objetos ideales son productos históricos, que no aparecen más que gracias a actos de creación o de enfoque, el elemento de la consciencia y el elemento del lenguaje serán cada vez más difíciles de discernir. Ahora bien, su indiscernibilidad, ¿no introducirá la no-presencia y la diferencia (la mediatez, el signo, el remitir, etc.), en el corazón de la presencia a sí? Esta dificultad reclama una respuesta. Esta respuesta se llama la voz. El enigma de la voz tiene la riqueza y la profundidad de todo aquello a lo que parece responder aquí. Que la voz simule la guardia de la presencia, y que la historia del lenguaje hablado sea el archivo de esta simulación, es lo que nos impide desde ahora considerar la «dificultad» a la que responde la voz, en la fenomenología husserliana, como una dificultad del sistema o una contradicción que sería propia de ella. Esto nos impide también describir esta simulación, cuya estructura es de una infinita complejidad, como una ilusión, un fantasma, una alucinación. Estos últimos conceptos remiten, por el contrario, a la simulación propia del lenguaje como a su raíz común.
Queda que esta «dificultad» estructura todo el discurso husserliano y que debemos reconocer su trabajo. El privilegio necesario de la phoné que está implicado por toda la historia de la metafísica, Husserl lo radicalizará explotando todos sus recursos con el mayor refinamiento crítico. Pues no es a la sustancia sonora o a la voz física, al cuerpo de la voz en el mundo, a lo que reconocerá una afinidad de origen con el logos en general, sino a la voz fenomenológica, a la voz en su carne transcendental, al soplo, a la animación intencional que transforma el cuerpo de la palabra en carne, que hace del Körper un Leib, una geistige Leiblichkeit. La voz fenomenológica sería esta carne espiritual que sigue hablando y estando presente a sí —oyéndose— en la ausencia del mundo. Entiéndase bien, lo que se atribuye a la voz se atribuye al lenguaje de palabras, a un lenguaje constituido por unidades —que se han podido creer irreductibles, indescomponibles— que sueldan el concepto significado «al complejo fónico» significante. A pesar de la vigilancia de la descripción, un tratamiento quizás ingenuo del concepto de «palabra» ha dejado irresuelta, sin duda, en la fenomenología, la tensión de sus dos motivos mayores: la pureza del formalismo, y la radicalidad del intuicionismo.
Que el privilegio de la presencia como consciencia no pueda establecerse —es decir, constituirse históricamente tanto como demostrarse— más que por la excelencia de la voz, he ahí una evidencia que no ha ocupado jamás en la fenomenología el primer plano de la escena. Según un modo que no es ni simplemente operatorio, ni directamente temático, en un lugar que no es ni central ni lateral, la necesidad de esta evidencia parece haberse asegurado una especie de «toma» sobre el todo de la fenomenología. La naturaleza de esta «toma» se deja pensar mal en los conceptos habitualmente consagrados en la filosofía de la historia de la filosofía. Pero nuestro propósito no es aquí meditar directamente la forma de esta «toma». Solamente mostrarla en acción ya -y poderosamente- en la entrada de la primera de las Investigaciones lógicas.
INDICE
Jacques Derrida: la clausura del saber, por Patricio Peñalver
Introducción
I- El signo y los signos
II- La reducción de la señal
III- El querer-decir como soliloquio
IV- El querer-decir y la representación
V- El signo y el parpadeo
VI- La voz que guarda el silencio
VII- El suplemento de origen