«Si la muerte del arte es la incapacidad en la que éste se encuentra para alcanzar la dimensión concreta de la obra, entonces la crisis del arte en nuestro tiempo es, en realidad, una crisis de la poesía. Poesía, no designa aquí un arte entre los demás, sino que es el nombre del hacer mismo del hombre, de ese obrar productivo del que el hacer artístico no es más que un ejemplo eminente, y que hoy en día parece desplegar su potencia en el hacer de la técnica y de la producción industrial a nivel planetario. La pregunta sobre el destino del arte toca aquí una zona en la que toda la esfera de la acción humana, el actuar productivo en su integridad, se pone en cuestión de manera original. Hoy día, este hacer productivo (en la forma del trabajo) determina en cualquier parte la condición del hombre sobre la tierra, entendida a partir de la práctica, es decir, de la producción de la vida material, precisamente porque hunde sus raíces en la esencia alienada de este accionar; y sufre la experiencia de la “degradante división del trabajo en trabajo manual y trabajo intelectual”, haciendo que el modo en que Marx consideró la condición del hombre y su historia mantenga toda su actualidad. ¿Qué significa entonces “poesía”? ¿Qué quiere decir que el hombre tiene sobre la tierra una condición poética, es decir, pro-ductiva?

En una frase de El banquete, Platón nos dice cuál era la plena sonoridad original de la palabra poesía: “toda causa que haga pasar del no-ser al ser es poesía”. Cada vez que algo es pro-ducido, es decir, se lo lleva de la ocultación y del no-ser a la luz de la presencia, se tiene pro-ducción, poesía. En este sentido amplio y originario de la palabra, cualquier arte -y no solamente el que se sirve de la palabra- es poesía, producción que tiene como resultado la presencia, así como es poesía la actividad del artesano que fabrica un objeto. También la naturaleza, en cuanto que en ella cualquier cosa alcanza espontáneamente la presencia, tiene el carácter de la poesía.

Sin embargo, en el segundo libro de la Física, Aristóteles distingue lo que, al ser por naturaleza, tiene en sí mismo el principio y el origen de su propia entrada en la presencia, de lo que, al ser por otras causas, no tiene en sí mismo su propio principio, sino que lo encuentra en la actividad productiva del hombre.

De este segundo tipo de cosas, los griegos decían que era, o sea, que entraba en la presencia a partir de la técnica, que designaba unitariamente tanto la actividad del artesano que da forma a un jarrón o a un utensilio como la del artista que plasma una estatua o escribe una poesía. Ambas formas de actividad tenían en común el carácter esencial de ser un género de la poesía, de la producción hacia la presencia, y era este carácter poiético el que las acercaba y, al mismo tiempo, las distinguía de la de la naturaleza, entendida como aquello que tiene en sí mismo el principio de su propia entrada en la presencia. Por otra parte, según Aristóteles, la producción realizada por la poesía siempre tiene el carácter de la instalación en una forma, en el sentido de que pasar del no-ser al ser significa contraer una figura, asumir una forma, porque es precisamente en la forma y a partir de una forma el modo en que lo que se produce entra en la presencia.

Con el desarrollo de la técnica moderna a partir de la primera revolución industrial en la segunda mitad del siglo XVIII y con el afirmarse de una cada vez más extendida y alienante división del trabajo, la condición, la forma de la presencia de las cosas producidas por el hombre se vuelve doble: a un lado están las cosas que entran en la presencia según el estatuto de la estética, es decir, las obras de arte, y al otro las que llegan a ser según el estatuto de la técnica, esto es, los productos en sentido estricto. La condición particular de las obras de arte -en el seno de las cosas que no tienen en sí mismas el principio y el origen de su propia entrada en la presencia- se ha identificado, desde el nacimiento de la estética, con la originalidad (o autenticidad).

¿Qué significa originalidad? Cuando se afirma que la obra de arte tiene el carácter de la originalidad (o autenticidad), no se quiere decir con esto que simplemente es única, es decir, distinta de cualquier otra. Originalidad significa: proximidad con el origen. La obra de arte es original porque se mantiene en una especial relación con su origen, en el sentido de que no solamente proviene de éste y a él se conforma, sino que permanece en una relación de perenne proximidad con él.

Es decir, originalidad significa que la obra de arte —que, al poseer el carácter de la poesía se pro-duce en la presencia en una forma y a partir de una forma— mantiene con su principio formal una relación de proximidad tal que excluye la posibilidad de que su entrada en la presencia sea de alguna manera reproducible, casi como si la forma se produjese a sí misma en la presencia, en el acto irrepetible de la creación estética.

En aquello que llega a ser según el estatuto de la técnica, en cambio, esta relación de proximidad con el origen, que rige y determina la entrada en la presencia, no tiene lugar. El origen, el principio formal, es simplemente el paradigma exterior, el molde al que el producto tiene que adecuarse para llegar a ser, mientras que el acto poiético permanece indefinidamente en estado reproducible (al menos hasta que subsista su posibilidad material). La reproductibilidad (entendida en este sentido como relación paradigmática, de no-proximidad con el origen) es, por tanto, la condición esencial del producto de la técnica, así como la originalidad (o autenticidad) es la condición esencial de la obra de arte. Considerada a partir de la división del trabajo, la doble condición de la actividad productiva del hombre se puede explicar de este modo: la condición privilegiada del arte en la esfera estética se interpreta artificiosamente como supervivencia de una condición en la que trabajo manual y trabajo intelectual aún no están divididos y el acto productivo, por tanto, mantiene su integridad y su unicidad, mientras que la producción técnica, que tiene lugar a partir de una condición de extrema división del trabajo, permanece esencialmente fungible y reproducible.

La existencia de una doble condición en la actividad poiética del hombre, nos parece hoy día tan natural que olvidamos que la entrada de la obra de arte en la dimensión estética es un evento relativamente reciente, y que, en su momento, este hecho introdujo un desgarro radical en la vida espiritual del artista, tras el cual la pro-ducción cultural de la humanidad cambió de aspecto en forma sustancial. Entre las primeras consecuencias de este desdoblamiento, estuvo el rápido declive de esas ciencias como la Retórica y la Preceptiva, de esas instituciones sociales como los talleres y las escuelas de arte, y de esas estructuras de la composición artística, como la repetición de los estilos, la continuidad iconográfica y los tropos obligados de la composición literaria, que se fundaban, precisamente, en la existencia de una condición unitaria de la “poesía” humana. El dogma de la originalidad hizo explotar literalmente la condición del artista. Todo lo que de alguna manera constituía el lugar común en el que las personalidades de cada uno de los artistas se reencontraban en viva unidad para asumir después, en la constricción de este molde común, su inconfundible fisonomía, se convirtió en lugar común en sentido peyorativo, un engorro intolerable del que el artista, en quien se ha insinuado el moderno demonio crítico, tiene que liberarse o perecer.

En el entusiasmo revolucionario que acompañó a este proceso, pocos apreciaron las consecuencias negativas y la amenaza que entrañaba para la condición del propio artista, que inevitablemente perdía incluso la posibilidad de una condición social concreta.

En sus Notas sobre Edipo, Hölderlin, previendo este peligro, intuyó que el arte hubo de advertir muy pronto la exigencia de readquirir el carácter de oficio que había tenido en épocas más antiguas. «Sería bueno», escribió, «para asegurar a los poetas, incluso entre nosotros, una existencia ciudadana. A las obras de arte hoy les falta, comparadas con las griegas, la seguridad; al menos, hasta ahora han sido juzgadas más según impresiones que ellas hacen que según su cálculo legal y restante modo de proceder por el cual lo bello es producido. Pero la moderna poesía está en falta, en particular, por lo que se refiere a la escuela y al oficio; le falta, en efecto, que su modo de proceder pueda ser calculado y enseñado, y que, cuando ha sido aprendido, pueda siempre ser repetido con seguridad en la práctica».

Si ahora observamos el arte contemporáneo, nos damos cuenta de que la exigencia de un estatuto unitario se ha vuelto tan fuerte que, al menos en sus formas más significativas, parece fundarse precisamente en una intencionada confusión y perversión de las dos esferas de la poesía. La exigencia de una autenticidad de la producción técnica y la de una reproductibilidad de la creación artística han hecho nacer dos formas híbridas, el ready-made y el pop-art, que muestran al desnudo el desgarro existente en la actividad poiética del hombre.

Duchamp, como es sabido, tomó un producto cualquiera, del tipo que uno podría adquirir en un gran almacén y, alejándolo de su ambiente natural, lo introdujo a la fuerza, con una especie de acto gratuito, en la esfera del arte. Jugando críticamente sobre la existencia de una doble condición de la actividad creadora del hombre, él —al menos en el breve instante en que dura el efecto del alejamiento— hizo pasar al objeto de una condición de reproductibilidad y fungibilidad técnica al de autenticidad y unicidad estética.

También el pop-art -como el ready-made- se funda sobre una perversión de la doble condición de la actividad pro-ductiva, pero en él, el fenómeno, de alguna manera, se presenta invertido y se parece más bien a ese reciprocal ready-made en el que -según se recordaba más atrás- pensaba Duchamp cuando sugería utilizar un Rembrandt como tabla de planchar. En efecto, mientras que el ready-made procede desde la esfera del producto técnico alúdela obra de arte, el pop-art, en cambio, se mueve desde la condición estética a la del producto industrial. Mientras que en el ready-made al espectador se lo confrontaba con un objeto existente según el estatuto de la técnica que se le presentaba inexplicablemente cargado de un cierto potencial de autenticidad estética, en el pop-art el espectador se encuentra delante de una obra de arte que parece desnudarse de su potencial estético para asumir paradójicamente la condición del producto industrial.

En ambos casos —menos en el instante en que dura el efecto de alejamiento— el paso de una condición a otra es imposible: lo que es reproducible no puede convertirse en original, y lo que es irreproducible no puede ser reproducido. El objeto no puede llegar a la presencia, permanece envuelto en la sombra, suspendido en una especie de limbo inquietante entre ser y no-ser, y es precisamente esta imposibilidad la que confiere tanto al ready-made como al pop-art todo su enigmático sentido.

Ambas formas llevan el desgarro a su punto extremo y, de este modo, apuntan más allá de la estética, hacia una zona (que sin embargo permanece todavía envuelta en la sombra) en la que la actividad productiva del hombre pueda reconciliarse consigo misma. Pero lo que en ambos casos entra en crisis de manera radical, es la misma sustancia poiética del hombre, de la que Platón decía que “cualquier causa capaz de llevar una cosa del no-ser al ser” lo era. En el ready-made y en el pop-art nada llega a la presencia, más que la privación de una potencia que no consigue encontrar en ningún lugar su propia realidad.

Es decir, ready-made y pop-art constituyen la forma más alienada (y por lo tanto extrema) de la poesía, esa en la que la privación misma llega a la presencia. Y, bajo la luz crepuscular de esta presencia-ausencia, la pregunta sobre el destino del arte suena de esta forma: ¿cómo es posible acceder de manera original a una “poesía”?

Si ahora intentamos acercarnos al sentido de este destino extremo de la poesía, por el cual ésta ya sólo dispensa su poder como privación (pero esta privación es también, en realidad, un regalo extremo de la poesía, el más desarrollado y cargado de sentido, porque en él la misma nada está llamada a la presencia), es a la obra misma a la que debemos interrogar, porque es en la obra donde la poesía realiza su poder. ¿Cuál es, entonces, el carácter de la obra en el que se concreta la actividad productiva del hombre?

Para Aristóteles, la producción hacia la presencia realizada por la poesía (tanto para las cosas que tienen en el hombre su origen como para las que son según la naturaleza) tiene el carácter de la actualidad, de la realidad efectiva (en contraposición a “potencia”). Aristóteles se sirve también -para indicar el mismo concepto- de aquello que entra y permanece en la presencia recogiéndose al final en una forma en la que encuentra su propia plenitud, su propia culminación y, en cuanto tal, se posee en su propio fin.

A ese “estar en obra” se opone, para Aristóteles, la potentia de los latinos, que caracteriza la forma de la presencia de lo que, no estando en obra, todavía no se posee en su propia forma como en su propio fin, sino que simplemente está en el modo de la disponibilidad, del ser adecuado para…, como una tabla de madera en el taller de un carpintero o un bloque de mármol en el estudio del escultor están disponibles para el acto poiético que los hará mostrarse como mesa o como estatua.

La obra, el resultado de la poesía, al ser precisamente producción y estado en una forma que se posee en su propio fin, nunca puede ser únicamente en potencia.

Si ahora consideramos la doble condición de la actividad poiética del hombre en nuestro tiempo, vemos que, mientras la obra de arte se posee tanto en la irrepetibilidad de su propio origen, formal como en su fin, en cambio al producto de la técnica le falta esta condición energética en su propia forma, como si el carácter de la disponibilidad acabase por oscurecer su aspecto formal. Ciertamente, el producto industrial está realizado, en el sentido de que ha llegado a término el proceso productivo, pero la particular relación de lejanía con su principio —en otras palabras: su reproductibilidad— hace que el producto no se posea nunca en su forma como en su fin, y que de esta manera permanezca en una condición de perpetua potencialidad. Es decir, la entrada en la presencia tiene en la obra de arte el carácter del estar-en-obra, y en el producto industrial el de la disponibilidad para… (lo que normalmente se expresa diciendo que el producto industrial no es “obra” sino, precisamente, producto).

¿Pero, después de todo, es realmente ésta la condición energética de la obra de arte en la dimensión estética? Desde que nuestra relación con la obra de arte se ha reducido (o, si se prefiere, purificado) sólo al goce estético por medio del buen gusto, la condición de la obra misma ha ido variando insensiblemente bajo nuestros ojos. Nosotros vemos que museos y galerías conservan y acumulan obras de arte para que éstas estén disponibles en cada momento para la fruición estética del espectador, más o menos como sucede para las materias primas o las mercancías acumuladas en un almacén. Sea cual sea el lugar en el que hoy día se produce y expone una obra de arte, su aspecto energético, es decir, el estar-en-obra de la obra, se borra para dejar sitio al carácter de estimulador del sentimiento estético, de mero soporte de la fruición estética. Es decir, el carácter dinámico de la disponibilidad para la fruición estética oscurece bajo su propia forma, en la obra de arte, el carácter energético de su estado final. Si esto es cierto, entonces la obra de arte, en la dimensión estética, también tiene, como el producto de la técnica, el carácter de la de la disponibilidad para…, y el desdoblamiento de la condición unitaria de la actividad productiva del hombre señala, en realidad, su paso de la esfera del estar-en-obra a mera potencialidad.

El surgir de las poéticas de la obra abierta y del work-in-progress, que se basan en una condición no energética sino dinámica de la obra de arte, significa precisamente este momento extremo de escisión entre la obra de arte y su propia esencia, el momento en que -convertida en pura potencialidad, el mero estar-disponible en sí misma y por sí misma- asume conscientemente sobre sí su impotencia de poseerse en el fin. Obra abierta significa: obra que no se posee en su propio origen como en su propio fin, obra que nunca está en obra, es decir, no-obra, disponibilidad y potencia.

Precisamente porque está en la forma de la disponibilidad para… y juega más o menos deliberadamente con la condición estética de la obra de arte como mera disponibilidad para la fruición estética, la obra abierta no constituye una superación de la estética, sino solamente una de las formas de su realización, y es sólo negativamente como ella puede apuntar más allá de la estética.

Del mismo modo, ready-made y pop-art -que, pervirtiéndola, juegan con la doble condición de la actividad productiva del hombre en nuestro tiempo- también están en la forma de la no-obra, y de una no-obra que nunca puede poseerse-en-el-fin, precisamente porque -al sustraerse tanto a la fruición estética de la obra de arte como al consumo del producto técnico- realizan, al menos durante un instante, una suspensión de las dos condiciones, y llevan mucho más allá la conciencia del desgarro de lo que lo hace la obra abierta, y se presentan como una auténtica y verdadera disponibilidad-hacia-la-nada. En efecto, de la misma manera que -al no pertenecer propiamente ni a la actividad artística ni a la producción técnica- se puede decir que nada en ellos llega en realidad a la presencia, al no ofrecerse en sentido propio ni al goce estético ni al consumo, se puede decir que, en su caso, disponibilidad y potencia están dirigidas hacia la nada, y que de este modo consiguen poseerse-en-el-fin verdaderamente.

La disponibilidad-hacia-la-nada, aun no siendo todavía obra, es, de alguna manera, una presencia negativa, una sombra del estar-en-obra: es obra, y como tal constituye la llamada de auxilio más urgente que la conciencia artística de nuestro tiempo ha expresado hacia la esencia alienada de la obra de arte.

Así, el desgarro de la actividad productiva del hombre, la “degradante división del trabajo en trabajo manual y en trabajo intelectual”, no ha encontrado remedio sino que, por el contrario, ha sido empujada hasta su límite. Sin embargo, es también a partir de esta autosupresión de la condición privilegiada del “trabajo artístico” -que ahora recoge, en su irreconciliable oposición, las dos caras de la manzana, dividida por la mitad de la pro-ducción humana, como un día será posible salir del pantano de la estética y de la técnica para devolverle su dimensión original a la condición poética del hombre sobre la tierra.