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Ed. Mondadori, año 1999. Tamaño 23 x 13,5 cm. Traducción de Elena de Grau. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 348
Es fácil ser un héroe cuando se alcanza el triunfo, pero no tanto si la heroicidad se modela en el fracaso. Es el caso de Sir Ernest Shackleton, jefe de la Expedición Transantártica Imperial que en diciembre de 1914 partió a la conquista del Polo Sur a bordo del buque Endurance para encallar un mes después en los hielos. Nadie, y menos los ingleses, asumen los fracasos –ya tuvieron bastante con la Carga de la Brigada Ligera en Crimea–; para héroe del fracaso tenían al capitán Robert Scott y su mítica inmolación de 1912, tras llegar más tarde a la Antártida que Amundsen…
Habrían de pasar cuatro décadas hasta que el periodista Alfred Lansing (Chicago, 1921-1975) reconstruyera los 522 días en los que Shackleton y sus veintisiete hombres sobrevivieron al naufragio comiendo carne de foca y de perro husky a 35 grados bajo cero. A partir de entrevistas y diarios de navegación –«ahumados con grasa, arrugados porque se mojaron y luego fueron puestos a secar»–, Lansing dio a la imprenta Endurance: el increíble viaje de Shackleton (1959), un clásico felizmente recuperado por la presente edición.
El libro vio la luz justo cuando Funchs y Hillary culminaban la primera travesía de la Antártida. Era la misma ruta que en 1914 ya había intentado realizar por primera vez Shackleton, aunque no lo consiguió. Casi 45 años más tarde, estos dos exploradores lo habían logrado, y el pionero británico volvía a estar de actualidad.
¿Por qué la condición heroica de Shackleton? Atrapado en el mar de Weddell –periferia del Círculo Polar Ártico–, el Endurance es triturado por la presión glacial. Escribe Lansing: «Una hora después de que el último hombre desembarcara, el hielo traspasó los costados del barco con afiladas astillas que le abrieron heridas y dejaron entrar enormes bloques de hielo y trozos de témpanos. Medio barco estaba hundido. El hielo había aplastado el castillo de proa a estribor con tanta fuerza que unas latas vacías de gasolina, apiladas en cubierta, atravesaron la pared del castillo de proa y alcanzaron el otro lado arrastrando un gran cuadro enmarcado que había estado colgado en la pared. Curiosamente, el cristal del marco no se había roto».
Tampoco se rompió la moral de la tripulación, que incluía un polizón que se ganó a pulso la categoría de navegante. Resistir o morir. Para conseguir lo primero había que aguardar el deshielo, pero la configuración del mar de Weddel –cerrado por el continente antártico, la península de Palmer y las islas Sandwich del Sur– mantenía la solidez glacial incluso en verano. Tras soportar cuatro meses de noches eternas sobre los témpanos, Shackleton no se resigna a la muerte blanca: «Estoy completamente obsesionado con la idea de escapar…Día tras día, lo único que tenemos a nuestro alrededor es la misma blancura absolutamente inmaculada e imperturbable».
Comenzaba un viaje a la deriva en el que el carisma de Shackleton le pudo a la desesperanza. Varados en la isla Elefante, agotadas las provisiones de foca y grasa de pájaros bobos, convirtieron las últimas raciones de harina en tortas con carne seca enlatada para perros que mordisqueaban en porciones de treinta gramos; ya no había café ni té y la poca grasa almacenada servía de combustible para derretir el hielo y convertirlo en agua para beber.
La batalla de Shackleton se tradujo en dos travesías en pos de la tierra salvadora con dos botes rescatados del Endurance. Tras el fracaso de la primera, que lo alejó todavía más de su objetivo, con las ropas congeladas y gastadas, se decidió que una parte de la tripulación permaneciera en el estrecho de Drake…Shackleton y cinco hombres tomaron rumbo a Georgia del Sur: ochocientas millas al noroeste.
El 10 de mayo de 1916 desembarcaban en la isla de la que zarparon hacía 522 días. La expedición fracasada devino en epopeya. Mathias Andersen, encargado de la estación de Stromness, fue el primer interlocutor de aquellos regresados de la muerte: «Tenían la barba crecida y el rostro casi negro, a excepción de los ojos. Llevaban el cabello tan largo como el de una mujer, porque les colgaba hasta los hombros. Por alguna razón lo tenían pegajoso y rígido…»
Cuando los condujo a su superior, Thord Sorlle, éste los observó como bichos raros… «Me llamo Shackleton», susurró el héroe. A Sorlle se le saltaron las lágrimas. El 30 de agosto de 1916, Shackleton volvía a la isla Elefante para rescatar a sus hombres. En plena Gran Guerra, con millones de muertos, el legendario Endurance se perdió en las ventiscas del olvido. Icono de la auctoritas y de eso que llamamos resiliencia, la supervivencia fue para Shackleton más importante que la meta. Gracias al libro de Lansing reconocemos, un siglo después, al héroe.