1- Nietzsche, Heidegger y la posmodernidad
La hipótesis de que se parte aquí es la de que haya una sustancial continuidad teórica entre Nietzsche y Heidegger en cuanto a la cuestión de la subjetividad; que ambos, de modo distinto, digan «la misma cosa»; y que reconocer esa misma cosa significa no sólo poner de manifiesto zonas de proximidad y analogía entre sus recorridos conceptuales, sino inscribir tales proximidades y analogías en el interior de un horizonte epocal, al que se considera como el modo de revelarse del destino que concierne a la subjetividad (nuestra) en la época actual.
Como se ve, se trata de una serie de premisas en absoluto «neutrales» o descriptivas: y si esto sucede en realidad en toda investigación filosófica, por mucho que se trate de la más programáticamente limitada a la comprobación y exposición de los «datos», resulta especialmente pertinente, en el caso de dos pensadores como Nietzsche y Heidegger, que (ciertamente de un modo análogo a Hegel, si bien con una diferencia esencial en cuanto al tono en absoluto triunfalista sino crítico-disolutivo del discurso) también se presentan y se hacen oír como pensadores «epocales», como exponentes de un pensamiento cuya «verdad» es sobre todo la verdad de una época.
La tesis de una sustancial continuidad teórica entre Nietzsche y Heidegger no resulta obvia en absoluto; ante todo basta con considerar que el propio Heidegger ve en Nietzsche el cumplimiento de la metafísica y del nihilismo a ella inherente, mientras entiende su propio proyecto como un ir más allá de la metafísica y el nihilismo, en línea de discontinuidad radical, pues, con la tradición que en Nietzsche culmina. Pero lo cierto es que, siguiendo el propio texto de Heidegger que se consagra a esta problemática (o sea, en cierto modo, todo el texto del Heidegger maduro), la relación del pensamiento ultra o posmetafísico con el nihilismo de la metafísica cumplida no resulta tan sencilla y presenta numerosos problemas de interpretación; lo cual no quita que siga siendo algo escandaloso hablar de un Heidegger nihilista, cuando tal calificativo puede aplicarse a Nietzsche tranquilamente.
Ahora bien, sin que vayamos a desarrollar aquí pormenorizadamente este discurso (cosa que hemos hecho, por lo demás, en otros lugares), lo cierto es que clarificar precisamente la relación Heidegger-Nietzsche por lo que afecta a advertir su sustancial continuidad, o su decir la misma cosa (o sea, el nihilismo) parece ser hoy, no sólo un tema de investigación historiográfica, sino la tarea de la filosofía, o, al menos, una de sus tareas teóricamente decisivas.
Si, como hemos señalado, tal continuidad no es sólo un simple dato que puede hacerse emerger de los textos de ambos filósofos, sino también, y sobre todo, el resultado de dirigir la atención a su significado epocal, está claro que, desde esta segunda perspectiva, no podemos sino apelar -de modo hermenéuticamente correcto- a una «pre comprensión» común en relación a los caracteres sobresalientes de la época en que vivimos.
Tal precomprensión no es, por otra parte, sino eso mismo a lo que siempre ha aludido la filosofía con su apelar a la «experiencia», pues ella no es ese algo permanente en que podría creerse desde una visión esquemática y caricaturesca del empirismo, o sea, la impresión de marcas y caracteres en la tabula rasa de la mente, sino justamente una experiencia históricamente cualificada, «conocimiento del mundo», familiaridad con expectativas, memoria y lenguaje. Más allá, pues, de los textos de los dos filósofos, la tesis de la continuidad entre Nietzsche y Heidegger se apoya en nuestra pre-comprensión del significado que tiene nuestra experiencia histórica en la época actual; reflexionar sobre esta continuidad significa, al mismo tiempo, «actuar» y profundizar en esa misma pre-comprensión, ciertamente vaga e indeterminada, pero no por ello menos orientadora y directriz de todas nuestras tentativas de pensamiento.
Es obvio que tal pre-comprensión rectora, como horizonte de nuestra experiencia, no puede dejar de estar en gran medida implícita; pero es importante recordar que no por ello pierde nada de una presencia e impronta, que, por otra parte, se deja reconocer también a través de múltiples signos y «síntomas». Por ejemplo, el horizonte teórico, el conjunto experiencial-epocal dentro del cual se puede hablar de una continuidad Nietzsche-Heidegger, con el corolario de un «nihilismo» heideggeriano, es aquel que la hermenéutica, como koiné cultural de nuestra época, circunscribe. Es decir que, aunque esa precomprensión del mundo actual y de nuestra presencia en él, que como telón de fondo permite reconocer la continuidad entre Heidegger y Nietzsche, no pueda ni explicitarse exhaustivamente, ni recorrerse en todo su contenido, sí pueden señalarse algunos de sus rasgos distintivos a través de fenómenos nada imprecisos; uno de ellos es el hecho, fácilmente documentable, de una presencia persistente de la hermenéutica en la cultura actual a partir de la mitad de los años setenta; presencia de una filosofía, por tanto, centrada en el problema de la interpretación, que se remite a Schleiermacher, Dilthey, Nietzsche y Heidegger, y que se desarrolla hoy en diversas direcciones, no obstante enlazadas por numerosos aspectos comunes, en filósofos como Gadamer, Pareyson, Ricoeur, Jauss o Richard Rorty, quien le aporta la esencial contribución de una referencia explícita al pragmatismo.
La hermenéutica en este sentido amplio abarca también posiciones filosóficas menos estrechamente vinculadas a su filón principal, pero conectadas con él en profundidad: Karl Otto Apel y el último Habermas, Foucault, y, sobre todo, Derrida, delinean no sólo un ámbito de elaboración teórica sino también el trasfondo de la autoconciencia metodológica de gran parte de la crítica literaria y artística, o del trabajo de la historia, la psicología y las ciencias sociales en general. La hermenéutica es hoy, de otro modo y con implicaciones muy distintas, lo que para el pensamiento europeo era en los años cincuenta-sesenta el marxismo, y en los sesenta-setenta el estructuralismo.
Si es así, y a mí me lo parece (aunque también esto deba quedarse aquí en apunte), estamos ante una manifestación característica de esa atmósfera cultural donde se hace posible reconocer la continuidad Nietzsche-Heidegger. Pues, en efecto, la hermenéutica unifica de hecho, en un sentido a la vez vago y permisivo, la herencia teórica de Nietzsche y de Heidegger, a pesar de las tesis interpretativas del Heidegger lector de Nietzsche. Y yo sostengo que esa unificación no es fruto ni de un equívoco historiográfico, ni de una confusión superficial o una «urbanización» (según la expresión de Habermas referida a Gadamer) sea de Heidegger, sea de Nietzsche, sino de una tendencia profunda de nuestra cultura; en otras palabras: se trata de un hecho de nuestra experiencia, con el que la meditación filosófica debe contar, y al que debe «salvar», de acuerdo con el imperativo de «salvar los fenómenos», que para ella rige desde su más antigua historia.
Es probable que el reconocimiento de la sustancial continuidad entre Nietzsche y Heidegger constituya incluso el rasgo decisivo de eso que llamamos posmodernidad en filosofía. Tal continuidad, en efecto, como se aclara en lo que sigue, apunta en la dirección no sólo de una disolución de la objetividad «moderna» del hombre, sino también, y de un modo más amplio, en la dirección de una disolución del mismo ser (que ya no es estructura sino evento, que no se da ya como principio y fundamento, sino como anuncio y «relato», lo cual parece ofrecer el sentido del aligeramiento de la realidad que tiene lugar en las condiciones de existencia determinadas por las transformaciones de la tecnología, a las que globalmente se puede considerar como características de la posmodernidad.
2- Del desenmascaramiento del sujeto al nihilismo
En el marco de esa continuidad más general Nietzsche-Heidegger, me propongo ahora aislar el significado de lo que se indica con la expresión «crisis de la subjetividad». El tratamiento de esta crisis, como antes he recordado, no concierne sólo a la noción de sujeto, sino que responde (expresa, codetermina) a una crisis de la subjetividad en la época en la que Nietzsche y Heidegger piensan, y se presenta de modo paralelo en sus textos respectivos, si bien con las diferencias, sobre las que habrá de volver el desarrollo de nuestra tesis, que se siguen de que en Heidegger se cumpla el pasaje a la posmodernidad, que en Nietzsche aún sólo se había anunciado y puesto en marcha.
En Nietzsche, la crisis de la subjetividad se anuncia sobre todo como desenmascaramiento de la superficialidad de la conciencia. Este es uno de los sentidos de la distinción entre apolíneo y dionisíaco, elaborada en El origen de la tragedia, si bien todavía está en gran medida implícito en esa obra. Sócrates, que es el campeón de lo apolíneo, de la forma definida, de la racionalidad -separada y desarraigada de su relación constitutiva con lo dionisíaco: el mundo de la vida inmediata, de las pulsiones, de la alternancia irremediable del nacer y morir-, es también el campeón de la autoconciencia, pues también así se puede definir su «saber del no saber». Pero precisamente en la medida en que se absolutiza o aísla de sus raíces dionisíacas -míticas, irracionales, vitales- fijándose el objetivo de una Aufklärung completa, la racionalidad apolínea pierde toda vitalidad y se vuelve decadente.
El criterio según el cual El origen de la tragedia condena el socratismo no es el de la verdad, sino el de la vida: lo que significa que la autoconciencia de Sócrates no es «criticada», ni desmentida por no verdadera, sino por no vital. Se anuncian ya aquí múltiples y decisivos desarrollos del ulterior proceso nietzscheano de desenmascaramiento: de las formas definitivas, de los valores, y hasta de la propia noción de verdad. El caso es que la «sospecha» respecto de la subjetividad autoconsciente está, por una parte, inspirada en el descubrimiento de que las formas definitivas y estables de las que vive son «falsas», son apariencias sublimadas, producidas con función consoladora; no se viene por ello a desenmascararlas y condenarlas en cuanto tales, sino es sólo, como en el caso del iluminismo socrático, en la medida en que pretenden convertirse en verdaderas precisamente por sustraerse a la funcionalidad consoladora y encubridora que las liga a la vida y a lo dionisíaco.
La complejidad de esta misma perspectiva se reencuentra, traducida en términos diversos, en todo el desarrollo posterior del pensamiento de Nietzsche; pero tal como se presenta ya en El origen de la tragedia, indica que Nietzsche no podrá quedarse en una posición de puro desenmascaramiento de la superficialidad, o de la no verdad de la conciencia y el sujeto, sino que habrá de ir más allá siguiendo en la dirección del nihilismo y de la disolución de la misma noción de verdad y de ser.
En las obras que suceden al Origen de la tragedia, a partir de Humano, demasiado humano, el desenmascaramiento de la superficialidad del sujeto autoconsciente irá siempre de la mano del desenmascaramiento de la noción de verdad y de la disolución más amplia del ser como fundamento; tan es así que la expresión cumplida de la crisis de la subjetividad en Nietzsche está en el anuncio de «la muerte de Dios», que aparece formulado por primera vez en la Gaya ciencia y que resume en un enunciado emblemático el entero recorrido efectuado por Nietzsche en las obras que siguen al escrito juvenil sobre la tragedia.
En estas obras, por un lado, Nietzsche prosigue y radicaliza el desenmascaramiento de la superficialidad del yo, sobre todo a través del reconocimiento del juego de fuerzas de las relaciones sociales, y, en particular, de las relaciones de dominio. El inédito Sobre verdad y mentira en sentido extramoral muestra la constitución del mundo de la verdad y de la lógica sobre la base de «la obligación de mentir según reglas» socialmente fijadas, siguiendo un sistema de metáforas aceptado e impuesto por la sociedad, mientras que cualquier otro sistema metafórico en el que se expresa la creatividad de los individuos, cuando no es remitido sin más al inconsciente, es reducido a «ficción poética». Humano, demasiado humano, conducirá toda su crítica del conocimiento sobre bases análogas, pero insistiendo aún más en el hecho de que eso de lo cual tenemos experiencia consciente es aquello para lo que tenemos un lenguaje, nombres y posibilidad de descripción en la lengua socialmente convenida e impuesta.
El mundo de la conciencia tiende, pues, a configurarse progresivamente como mundo de la conciencia compartida, o mejor dicho, como producto de la sociedad a través de los condicionamientos impuestos por el lenguaje. Pero no sólo los contenidos de nuestra conciencia que conciernen al mundo fenoménico son «ficciones» reguladas por las convenciones sociales; también la imagen que el yo se hace de sí mismo, la autoconciencia en el sentido más propio, es en realidad la imagen de nosotros mismos que los otros nos transmiten (y que nosotros adoptamos por razones de seguridad: por defensa tenemos, en efecto, que introyectar el modo según el cual nos ven los demás, y contar con él; pues generalmente en la lucha por la vida el mimetismo es un instrumento decisivo). Aquello que creíamos egoísmo es, entonces, en verdad, «egoísmo aparente», tal como reza el título de un aforismo de Aurora: «La mayor parte de los hombres, independientemente de lo que piensen y de lo que digan de su “egoísmo”, no hacen nada a lo largo de su vida por su ego, sino sólo por el fantasma de su ego que ha llegado a formarse en la cabeza de quienes les rodean…
Todos viven en una nube de opiniones impersonales y semipersonales… Todos esos hombres que no se conocen entre sí, creen en ese ser abstracto al que llaman “hombre”, que es precisamente sólo el resultado de aquellas opiniones personales, difusas y envolventes, que se desarrollan y viven con toda independencia de los individuos» (Aurora, af. 105). El carácter de «fantasma social» del yo tiene asimismo raíces «lingüísticas» (la obligación, para comunicar, de mentir según un sistema de mentiras o metáforas, socialmente aceptadas) y «disciplinares»: es la necesidad de comunicar nuestras necesidades a los otros lo que nos obliga a conocerlos de manera sistemática, a descubrirlos de una manera que resulte comprensible aunque sea superficial; pero todas estas exigencias parecen culminar en la relación «entre quien manda y quien obedece», relación que, principalmente, precisa la autoconciencia.
Si por un lado la crítica de la superficialidad de la autoconciencia, es decir, del sujeto en su más clásica definición metafísica, se desarrolla en el sentido de un desenmascaramiento de su pretensión de inmediatez y «intimidad», referida a un juego de fuerzas que el sujeto no controla y del cual es resultado y expresión, por otro lado, como ya antes aparecía en el juego de lo apolíneo y lo dionisíaco del Origen de la tragedia, Nietzsche prosigue también la vía del reconocimiento cada vez más explícito de la «necesidad del error» (véase Humano, demasiado humano, toda la parte I), que tiene una expresión emblemática en el aforismo 361 de la Gaya ciencia: «Del problema del comediante», donde se delinea toda una filosofía de la cultura como producción de «mentiras», o sistema de conceptos y valores que no tienen ninguna «legitimación» posible en una correspondencia con la naturaleza de las cosas, sino que nacen y se multiplican a través de la manifestación de una capacidad de mentir y de enmascarar la cual, nacida en su origen como instrumento de defensa y de supervivencia, se automatiza y se desarrolla más allá de toda posible funcionalidad vital, de modo que la mentira, la metáfora, inventiva de la cultura creativa del mundo aparente, no tiene ninguna posibilidad de legitimarse fundacionalmente en ningún caso, desde la perspectiva de un pragmatismo vitalista. El descubrimiento de la mentira, o del «sueño» (como dice el aforismo 54 de la Gaya ciencia), no significa que se pueda terminar de mentir o de soñar, sino sólo que se debe continuar soñando sabiendo que se sueña, pues sólo así se puede no perecer.
La circularidad vertiginosa del aforismo 54 de la Gaya ciencia indica en todo su alcance los términos de la «crisis de la subjetividad» tal y como Nietzsche la descubre y la vive: la superficialidad de la conciencia, una vez desenmascarada, no abre la vía de ninguna otra fundamentación más segura; la no-ultimidad de la conciencia, a su vez, significa el fin de toda ultimidad, la imposibilidad, a partir de ahora, de ningún fundamento, y, por lo tanto, un reajuste general de la noción de verdad y la noción de ser. Tal ampliación del discurso desenmascarante a sus términos ontológicos más vastos y radicales cifra el sentido general de las obras del último Nietzsche, de Zarathustra en adelante; el período señalado es el del descubrimiento de la idea de eterno retorno de lo igual, del nihilismo, de la voluntad de poder, y del ultra-hombre; términos todos que definen más que una filosofía positiva en Nietzsche, su esfuerzo por realizar una ontología después del fin de la ontología fundativa, o sea, después de la muerte de Dios; esfuerzo que se muestra en gran medida problemático.
Por lo que concierne a la subjetividad, el término con el que Nietzsche concreta su visión de una humanidad no más «sujeta» (en los numerosos sentidos, concordantes todos ellos, que tiene esta palabra, pasando principalmente desde la subjetividad a la sujeción) es el de Uebermensch, superhombre, o mejor, ultrahombre.
La dificultad de la noción de ultrahombre reside en el hecho de que su lectura más obvia parece reconducir al ámbito de la subjetividad metafísica (autoconciencia, autodominio, voluntad de poder afirmada contra cualquier otro), y, por tanto aún, a una subjetividad potenciada en sus caracteres más tradicionales. Pero en la filosofía del eterno retorno para la que «no hay hechos, sólo interpretaciones», también la idea de que ahora sean sólo los sujetos interpretantes es «únicamente una interpretación». «“Todo es subjetivo”, decís vosotros, pero ante todo el sujeto es ya una interpretación, no es un dato, es sólo una especie de agregado de la imaginación que se encaja luego.
¿O es que no es necesario meter al intérprete dentro de la interpretación? Eso ya sería invención, hipótesis.» Si no es fácil decir quién o qué sea el ultrahombre, al menos sí es cierto que no es una forma potenciada de la subjetividad metafísica y de la voluntad. También la voluntad que, al menos como término, desempeña un papel fundamental en el último Nietzsche está atrapada en el juego de negaciones y desfondamiento por el cual todo es interpretación, incluso esta misma tesis. Lo que, dentro de este marco, parece caracterizar positivamente, aunque muy problemáticamente también, al hombre no ya sujeto es la capacidad de negarse a sí mismo como sujeto, de ir más allá de toda exigencia de autoconservación, en la dirección de una experiencia sin límites, que recuerda el desinterés estético kantiano en su versión schopenhaueriana, llevada a su extremo ulterior.
El ascetismo y todos los complejos juegos crueles que el hombre metafísico y moral ha sido capaz de jugar consigo mismo, y que hoy se sigue desenvolviendo principalmente en la hybris insensata de los técnicos y los ingenieros, atestigua que con el hombre se presenta sobre la tierra un fenómeno del todo inédito, un animal capaz de revolverse contra sí mismo, contra los intereses de su propia conservación: «Algo tan nuevo, profundo, inaudito, enigmático, colmado de contradicciones y colmado de porvenir, que el aspecto de la tierra se transformó sustancialmente». La capacidad de experimentación que va más allá de los intereses de la conservación se realiza, según Nietzsche, en la experiencia de los técnicos y de los ingenieros, lo que hace pensar que la técnica y la ciencia habrían de desempeñar un papel decisivo en la definición de la nueva posición del hombre no como sujeto, dentro del mundo, pero se trata sólo de un equívoco.
La figura central del ultrahombre es fundamentalmente para Nietzsche la del artista, y la vida «ultrahumana» que dibuja en sus últimos escritos parece aludir a las dos vías principales recorridas por las vanguardias del XIX por un lado, el experimentalismo tecnicista más radical, que es voluntad de forma, y, por otro, la disolución de todo dominio de la forma en nombre de un arte ya no sujeto a ideales constructivos, sino dirigido, más bien, a recorrer hasta el fondo la experiencia de la desestructuración, del fin de toda jerarquía, tanto en los productos como en los mismos sujetos: el artista y el receptor.
La problemática abierta dentro de la que se sitúa, en la obra de Nietzsche, la figura del ultrahombre, no indica sólo ni principalmente una inconclusión teórica o una aporía intrínseca a su pensamiento; en el extenderse a un discurso ontológico general, que apunta hacia una disolución del ser entendido como fundamento, esta problemática alude a la imposibilidad de redefinir la subjetividad con una simple toma de posición teórica, con una «clarificación» de conceptos o un sentar acta de errores. La metafísica, dirá Heidegger, no es simplemente un error del que podamos librarnos, una opinión cuya falsedad hayamos reconocido y pudiéramos dejar de lado. Asimismo, la insostenibilidad de la noción de subjetividad registra y manifiesta una insostenibilidad de la subjetividad misma en el mundo, en la presente época del ser; y no puede encontrar, por obra de algún pensador genial, una pacífica solución teórica.
El itinerario que va del desenmascaramiento del sujeto metafísico a la disolución del ser como fundamento y al nihilismo, que habíamos visto dibujarse en la reflexión nietzscheana sobre el sujeto, caracteriza también, aunque en términos diversos, la meditación de Heidegger. Igualmente habré de proceder ahora por trazos gruesos, permitiéndome remitir para un tratamiento más amplio del problema a lo que he desarrollado en otros escritos sobre lo que se puede llamar, siguiendo una analogía no forzada con Nietzsche, el «desenmascaramiento del sujeto» en el pensamiento heideggeriano y la crítica de la visión del hombre como un Vorhandenes, como una «cosa» entre las demás, sólo diferenciada por atributos específicos (por ejemplo en el caso -tal como se dice en la Carta sobre el humanismo de la definición metafísica del hombre, por género próximo y diferencia específica, como animal racional).
En Ser y tiempo, el hombre no es pensado como sujeto, porque esto haría de él una cosa «simplemente presente»; es, por el contrario, Dasein, ser-ahí, es decir, sobre todo, proyectualidad. El sujeto, piensa Heidegger, tiene una sustancialidad que el ser-ahí como proyecto no tiene; el hombre se define, no como una sustancia determinada, sino como «poder ser», como apertura a la posibilidad. El ser-ahí sólo se piensa como sujeto, esto es, como sustancia, cuando se piensa en términos inauténticos, en el horizonte del «ser» público y cotidiano.
La definición del ser-ahí en términos de proyecto en vez de en términos de subjetividad no tiene el carácter de un desenmascaramiento que busque una nueva, más satisfactoria o sólida fundamentación. Decir que el ser-ahí es proyecto abre, de hecho, la cuestión de la autenticidad, que es central para todo Sein und Zeit, y, en términos transformados, también para todo el desarrollo sucesivo del pensamiento heideggeriano. Ya que no puede autentificarse refiriéndose a alguna sustancialidad previamente dada -por ejemplo a una «naturaleza» o una esencia, etc.- el proyecto se autentifica únicamente eligiendo la posibilidad más propia, que no es tal en cuanto «apropiada» (legítima por referirse a una sustancialidad o estructura básica), sino en cuanto en sí misma ineludible y siempre abierta como posibilidad que, mientras el ser-ahí es, únicamente se elige auténticamente en cuanto se decide anticipadamente por la propia muerte.
Heidegger, como es notorio, rechaza describir en términos existenciales el significado de la decisión anticipadora; ésta no es, por cierto, la decisión de poner fin a la vida con el suicidio, ni tampoco siquiera un «pensar en la muerte» en los términos del lenguaje cristiano: «… y al polvo retornarás». El contenido que llena la noción de decisión anticipadora de la muerte es más bien el que se expresa en las páginas de la segunda sección de Ser y tiempo (que se abre con la problemática del ser para la muerte, introducida por la cuestión de la posibilidad de ser un todo para el ser-ahí) donde se trata la relación con la herencia histórica, y también allí donde se aborda la relación del ser-ahí con los otros.
El sentido de estas páginas se puede ver reasumido en un pasaje de un escrito muy posterior: Der Satz vom Grund, que no habla ya de autenticidad e inautenticidad, temas y términos que confluyen transformándose en la temática de la eventualidad del ser (tal tránsito resulta comprensible si se tiene presente la terminología alemana: auténtico es eigentlich, evento es Er-eignis; en común tienen la raíz eigen: propio). En esta página, lo que era en Ser y tiempo la decisión anticipadora de la muerte deviene el «salto» en el abismo del «libre vínculo con la tradición». La tradición de la que habla Der Satz vom Grund no es aquella que Ser y tiempo llamaba Tradition, caracterizándola como una aceptación del pasado visto como algo, a la vez, muerto e irrevocable (o sea, todo menos liberador). La Tradition concibe el pasado como vergangen; así es como se relaciona con el pasado la existencia inauténtica. La existencia auténtica, en cambio, piensa el pasado como gewesen -no como «pasado» muerto e irrevocable, sino como «siendo sido»- y su tradición se llama Ueber-lieferung (de ueber-liefern: transmitir).
Ahora bien, si se busca en Ser y tiempo la diferencia entre Tradition y Ueberlieferung, entre el aceptar el pasado como vergangen o transmitirlo como gewesen, se encuentra que consiste en el hecho de que, en el segundo caso, el pasado es asumido desde la perspectiva de la anticipación decidida de la muerte. Sólo proyectando anticipadamente la propia muerte, el ser-ahí está en condiciones de ver el pasado como historia, como herencia de posibilidades aún abiertas, que se tienen como posibles modelos, a la vez que como modelos (sólo) posibles. La relación auténtica con la herencia del pasado es abierta por el conocimiento vivido por la propia mortandad, que de esa manera se pone en condición de asumir como sólo mortales también las huellas y los modelos que le han sido transmitidos: el salto en la Ueberlieferung es un lazo liberador porque elimina del orden «dado», o sea, heredado, dentro del cual se haya arrojado el proyecto del ser-ahí, cualquier perentoriedad de «orden natural»; hay (sólo) evento, sólo huellas de otras existencias posibles-mortales, que el ser-ahí acepta o rechaza como posibilidades para él aún abiertas.
Se trata, a primera vista, de una temática que parece muy lejana a la de Nietzsche. La proximidad y el paralelismo que, de acuerdo con nuestra hipótesis, subsiste sin embargo entre los planteamientos de Nietzsche y Heidegger parece menos problemática si se piensa que también aquí, como antes en Nietzsche, lo que se da en la meditación sobre los límites de y la insostenibilidad de la noción de subjetividad es el descubrimiento del desfondamiento del ser. Es, en efecto, del ser mismo de lo que se trata en el discurso sobre la autenticidad posible del ser-ahí, discurso que, por lo demás, en el Heidegger de las obras más tardías deja paso al de la eventualidad del ser (recuérdese lo antes señalado sobre la conexión incluso terminológica entre las dos temáticas). La cuestión de la autenticidad no es un mero problema «ético» o «psicológico» de ese ente particular que es el ser-ahí.
Las cosas, los objetos, el mundo en su conjunto, ya para Ser y tiempo, vienen al ser, se dan como entes, sólo en cuanto es el ser-ahí, que abre el horizonte de su darse. Por lo tanto, no hay ser fuera o antes, o independientemente, del proyecto arrojado que el ser-ahí es. Que este proyecto pueda hacerse auténtico sólo en cuanto se determina por la muerte propia, y ello en la forma del salto en el vínculo liberador de la tradición, es decir, en la asunción de la herencia histórica como gewesen, posibilidad o mortalidad siendo sido; todo ello significa, a través de numerosos pasajes que no podemos examinar analíticamente aquí, pero que resulten bastante claros para quienes conocen los textos del último Heidegger, que el ser es evento; que el ser no es, sino que acaece, o se da. Y esto es precisamente lo que se puede llamar, dentro del marco de la hipótesis que nos guía, el «nihilismo» de Heidegger.
Como en el caso de Nietzsche, si bien a través de un itinerario más complejo, que necesariamente resulta poco claro cuando se quiere observar sintéticamente, también en Heidegger la insostenibilidad de la subjetividad metafísica se extiende a un discurso ontológico más amplio en el que se experimenta el «desfondamiento» del ser, mediante el descubrimiento de la relación constitutiva de la existencia con la muerte. La existencia se apropia, deviene auténtica (eigentlich), sólo en la medida en que se deja expropiar, determinándose por la muerte, en el evento (Ereignis) expropiante y transpropiador (ent-eignend y ueber-eignend) que es el ser mismo como Ueber-lieferung, transmisión de huellas, mensajes y formas lingüísticas por las que únicamente se hace posible nuestra experiencia del mundo y vienen las cosas a ser.
Tal desfondamiento en la línea ontológica de una ontología nihilista -rasgo que aproxima a Nietzsche y Heidegger- tiene lugar, como ya se ha subrayado, no a consecuencia de un puro juego de conceptos, sino en relación con transformaciones profundas de las condiciones de la existencia, que tienen que ver con la técnica moderna y con su racionalización del mundo. En Nietzsche, el hilo del discurso es más lineal: la muerte de Dios significa el fin de la creencia en fundamentos y valores últimos porque tal creencia respondía a la necesidad de seguridad propia de una humanidad aún «primitiva»; la racionalización y organización del trabajo social, así como el desarrollo de la ciencia-técnica, que son estados hechos posibles precisamente por la visión religioso-metafísica del mundo (basta pensar en la sociología de la religión de Weber y en la relación establecida por ella entre ciencia-técnica capitalista y monoteísmo hebraico-cristiano) han vuelto superflua esa misma creencia, y también esto es el nihilismo.
Destino de la subjetividad, descubierta en su carencia de fundamento, y disolución nihilista del ser, se enlazan entre sí y con la historia de la racionalización tecnológico-científica del mundo. Es la organización técnica del mundo la que torna obsoletos ya sea el ser como fundamento, ya sea a la subjetividad como estructura jerárquica dominada por la autoconciencia.
En Heidegger, el paso del plano de la analítica existencial (Ser y tiempo) al de la historia de la metafísica como historia del ser (el sentido del «giro» de su pensamiento a partir de los años treinta) tiene lugar precisamente en referencia al hacerse cargo de que en un mundo como el nuestro y el suyo, de grandes potencias históricas, tendencialmente totalizantes y totalitarias, la esencia del hombre no puede pensarse (menos de lo que pudiera nunca) en términos de estructuras individuales o de definiciones suprahistóricas. No es difícil mostrar -sobre todo si se piensa en las páginas más «históricamente» comprometidas y «comprometedoras» de la Introducción a la metafísica (curso de 1935 en el que Heidegger trata explícitamente del destino del mundo occidental, de Alemania, Rusia y América, y de su tendencia a constituirse en sistemas de dominio total)- que el esclarecimiento en Heidegger del sentido no nominal sino «verbal» de la esencia (Wesen leído como verbo en infinitivo: esencializarse, determinarse de vez en vez en mundo destinal, epocal: acaecer) está en conexión con el volverse consciente del «peso» que tienen las potencias históricas en cuanto a determinar el destino de la humanidad y el darse de los proyectos arrojados que, cada vez más, son las aperturas de la verdad del ser en que la humanidad histórica (la «esencia» histórico-destinal del hombre) se define.
Ahora bien, este peso -que conduce al ser a darse (a hacerse conocer y acaecer en su epocalidad y eventualidad), y que para el mundo moderno se despliega precisamente en la ciencia-técnica- no es, otra vez, una «estructura» eterna que se haga visible sólo a nosotros, sino el acaecer epocal del ser en el marco de las condiciones que se verifican con la organización tecnológica (tendencialmente) total del mundo. Heidegger expresará más tarde todo esto en las páginas de Identidad y diferencia en las que habla del Ge-Stell (que propongo traducir por «imposición»), del sistema de la organización total científico-técnica del mundo, como cumplimiento de la metafísica y como posible «primer relampaguear» del evento del ser, es decir como chance de un ultrapasar la metafísica vuelto posible por el hecho de que, en el Ge-Stell, hombre y ser pierden las características que la metafísica les había conferido y, sobre todo, la condición de sujeto y objeto.
3- ¿Más allá del sujeto?
De nuevo sería una ilusión metafísica -ligada, al menos implícitamente, a la idea de que hay un mundo de esencias ordenadas, definibles por género próximo y diferencia específica- creer que lo que se saca de Nietzsche es una lección sobre la verdadera naturaleza de la subjetividad, en orden a corregir nuestros eventuales errores en torno a ese «específico» «tema de la filosofía». Al contrario, lo que antes hemos encontrado es que la insostenibilidad, e incluso la contradictoriedad interna, de la concepción metafísica del sujeto (en Nietzsche el descubrimiento de su superficialidad y no-ultimidad; en Heidegger la experiencia de la proyectividad infundada) aparece como la insostenibilidad del sujeto mismo en el mundo radicalmente transformado por la organización científico-técnica en el cual culmina, explícitamente para Heidegger, pero implícitamente también para Nietzsche, la metafísica como pensamiento del fundamento.
La superación de la concepción metafísica del sujeto, desde esta perspectiva, se convierte en superación de la «esencia» histórico-destinal de la subjetividad metafísica, y ello implica el problema de la superación de la metafísica en su darse histórico-concreto, como mundo de la organización-total. En suma, que ni la figura del «ultrahombre» nietzscheano ni la del pensamiento «rememorante» heideggeriano se ofrezcan como claras y definidas «soluciones» alternativas a la crisis de la (noción) de subjetividad metafísica, no se debe a ninguna insuficiencia interna al pensamiento de uno u otro filósofo, sino a que se entienden como manifestaciones de una condición «destinal», en el sentido heideggeriano de Geschick, que alude a un «envío», a un reto que nos interpela, que nos llama como posibilidad, y no como un hecho deterministamente fijado y pensado sólo desde el horizonte necesitarista de la metafísica.
Ya que la experiencia del Ge-Stell, o de la muerte de Dios anunciada por Nietzsche, nos sitúa frente a la destinación histórica del Wesen de la eventualidad del ser, no podemos buscar hilos conductores, indicaciones, ni legitimaciones, en estructuras suprahistóricas, sino sólo en el Geschick, en el conjunto de significados que, arriesgándose en la interpretación (que puede ser auténtica únicamente si se proyecta anticipando la muerte, si se asume en su radical carencia de fundamento) llegan a reconocerse en el acaecer dentro del cual estamos arrojados. Nietzsche y Heidegger, de distinto modo, pero de acuerdo con intenciones muy similares, nos dicen que este acaecer se define como Ge-Stell, como mundo de la ciencia-técnica, y que en este mundo debemos buscar los rasgos de una humanidad posmetafísica, capaz de no estar ya «sujeta».
Ahora bien, de acuerdo con lo dicho, ¿no es el mundo de la ciencia-técnica precisamente el mundo de la organización totalitaria, de la deshumanización, de la planificación que liquida y reduce toda humanidad, toda experiencia individual, toda singularidad personal, a momento de una normalidad completamente prevista por la estadística, o, cuando no entra en esa medición, a marginalidad accidental desprovista de significado? Nietzsche y Heidegger parecen, al contrario, apostar, cada uno a su modo, por otra posibilidad ofrecida en el despliegue de la ciencia-técnica moderna.
Para Nietzsche, el mundo en el que Dios ha muerto porque la organización social del trabajo ha hecho superfluo el apoyo «excesivo» que él representaba, es también el mundo en que la realidad se aligera, en el que se hace posible «soñar sabiendo que se sueña», en el cual, en suma, la vida puede desenvolverse dentro de un horizonte menos dogmático, menos violento también, y más explícitamente dialógico, experimental, arriesgado. Es verdad que Nietzsche reconoce esencialmente esta posibilidad de existencia sólo a los artistas, o, en todo caso, sólo a una parte de la humanidad, ya que la mayoría de los hombres, desde su punto de vista, sigue dedicándose a asegurar, con el trabajo manual planificado, justo la libertad de esos pocos.
Pero éste es probablemente un aspecto de su filosofía que aún puede llamarse «moderno», por contraste con la más explícita posmodernidad de Heidegger. Es posible, en efecto, que la visión elitista y estética del ultrahombre nietzscheano esté todavía secretamente en conexión con una imagen marcadamente «maquinista» del mundo de la ciencia-técnica; es decir, con la idea de que la técnica consista sobre todo en la invención de máquinas destinadas a multiplicar la fuerza física de los hombres y a acrecentar su poder de dominio «mecánico» (o sea, de movimiento, de desplazamiento) sobre la naturaleza. Se trata de una visión de la técnica que tiene como modelo determinante el motor.
Y, en la medida en que sus prestaciones son siempre vistas de acuerdo con la capacidad de retener y utilizar energía para producir modificaciones y desplazamientos físicos de la materia natural, también la superación de la subjetividad, que tal técnica promete, es la de la superación de la sujeción al trabajo manual, que, por otro lado, aparece como modelo de todo trabajo, y sigue determinando el destino de las masas dentro de un mundo cuyo desarrollo se concibe sólo como aumento siempre creciente de la capacidad de «desplazar», de utilizar energía en un sentido mecánico.
Se puede, por contraste, pensar que la concepción heideggeriana de la tecnología se dibuja, más o menos explícitamente, sobre el modelo de la informática, que constituye muy verosímilmente la esencia de la técnica posmoderna o tardomoderna. El Ge-Stell no ofrece al hombre la posibilidad de perder sus caracteres metafísicos de sujeto porque en el mundo tecnológico se convierta en trabajador de fábrica o en parte de la máquina. Al contrario, y mucho más radicalmente por otra parte, la tecnología informática parece tornar impensable la subjetividad como capacidad individual de poseer y manipular, dentro de la lógica aún metafísica del dominio-servidumbre, la información de cuya coordinación y puesta en comunicación depende el «verdadero» poder en el mundo tardo-moderno.
No se trata de la utopía negativa de los robots que se hacen con el dominio del mundo; se trata, de manera más realista, de hacerse cargo de que el intensificarse de la complejidad social, que no se simplifica, sino que se vuelve más intrincado y denso con la tecnología de la información, hace imposible seguir pensando la humanidad en términos de múltiples polos «subjetivos», que caracterizados por sus respectivas autoconciencias y esferas de «poder», estuvieran en pugna unos con otros. Tal vez, desde este enfoque, la reflexión nietzscheana y heideggeriana sobre el destino de la subjetividad en la época de la disolución del ser como fundamento pueda contener aún para nosotros indicaciones cargadas de futuro.