Ed. Planeta, año 1990. Tamaño 21,5 x 14 cm. Primera Edición. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 248
Por Rodolfo Enrique Fogwill,
Invierno de 1990
Pérez Largo murió accidentalmente en San Pablo, el primer viernes de abril de 1982. Tenía cuarenta y cuatro años, diez más de lo que intenta insinuar en algunos fragmentos autobiográficos de su obra. Trabajaba como preceptor en el Liceo Francés de Brasil de aquella ciudad y llevaba una vida acorde con ese rango. Sin embargo, había acumulado una apreciable fortuna y ocupaba sus mañanas en administrarla meticulosamente. Con el mismo fervor reordenaba y ampliaba la colección de borradores que componían sus Libros del Caminante: algo más de un millar de páginas. El primero de ellos fue publicado en 1980 por la firma Supermercamping Norte y el escaso tiraje desapareció a poco de su presentación en casas de andinismo y de artículos para deportes. Aquel Primer Libro del Caminante pasó inadvertido para la poca crítica que entonces -como ahora- sobrevivía en el país. La excepción fue una reseña firmada por César Aira que se publicó en la revista «Vigencia», una suerte de house organ de la Universidad de Belgrano. En media página, el comentarista se entusiasmaba: «novela, más que buena, excelente. Hace pensar en una literatura distinta para Argentina. Es una especie de Shandy post¬capitalista y sobre todo post-psicologista. Obra eterna y dichosa, como debe serlo toda buena novela».
Por esa publicación Pérez Largo tomó contacto con nosotros y vino a Buenos Aires para mostrarnos el resto de su obra. Nunca llegamos a establecer una amistad, pero un par de veces acepté sus invitaciones a Brasil para discutir la edición de sus libros y, durante un año, integré junto a Mercedes Rojeé y Helena Losada el grupo encargado de la corrección del Primer Libro del Caminante. El libro ya estaba compuesto y en vísperas de ser enviado a imprenta cuando llegó la noticia de la muerte del autor, y los editores desistieron del proyecto. Para el armado de la presente obra utilicé algunos capítulos de aquella versión. Casi sin excepciones, hice uso de fragmentos cuya redacción definitiva había estado a mi cargo y resultaban indispensables para la cabal interpretación de La Buena Nueva. Este título me pertenece. Por decisión de Pérez Largo, los derechos de autor de la novela también me pertenecen. Así lo entendieron los familiares del autor y el magistrado y los administradores judiciales de la sucesión Pérez Largo. A la gentileza de ellos habrá que agradecer la oportunidad de que esta obra vea finalmente la luz. Como autor debo un reconocimiento a Juan Forn, sin cuya diligencia y obstinación editorial La Buena Nueva jamás habría llegado al lector.
Por Damián Ríos
Hay una obra temprana de Fogwill, producida a fines de los setenta y principios de los ochenta, cuyos mejores exponentes son cuatro libros de cuentos y Los pichiciegos; además, escribió dos libros de poemas y otras novelas, entre ellas La buena nueva de los Libros del Caminante, que fue publicada por primera vez en 1990 en Planeta, en la colección Biblioteca del Sur, dirigida por Juan Forn.
En el prólogo, Fogwill se refiere borgeanamente a Pérez Largo, muerto “accidentalmente en San Pablo” en 1982, autor de los “Libros del Caminante” (una primera entrega que habría pasado inadvertida para la crítica, excepto por una reseña de César Aira), y explica el plan de la obra, cuya edición y versión definitiva pertenecerían al propio Fogwill y son esta nueva entrega. Se discute desde ahí la propiedad de un texto, un poco a la manera en que la novelística local lo discutía en los setenta y en los ochenta, cuando el estructuralismo y el posestructuralismo empezaban a importarse en la Argentina. La literatura se adelantaba con herramientas teóricas: Ricardo Piglia operaba de un modo parecido; en Nombre falso y en Respiración artificial también hay textos en busca de un autor.
Lo mejor de La buena nueva… son los cuentos; sembrados entre algunas viñetas aparecen insertados en la novela, a veces ocupan un capítulo, a veces más. En uno se narra un accidente en una explotación minera, en otro, la aparición de una virgen, en otro, una fiesta de cumpleaños y una seducción, en otro, tal vez el mejor, un viaje en tren por la campiña inglesa. En esos cuentos aparece el mejor Fogwill, el que hace acordar a “Muchacha punk” o a “Sobre el arte de la novela”, relatos de la misma época en los que interpela las costumbres y los miedos de la clase media y los lugares comunes de su progresismo, con una mirada, un tono y una lengua difíciles de encontrar en la literatura argentina. Con esos elementos construyó una obra que pudo eludir, en sus palabras, todos los consensos, y así alumbrar algún tipo de verdad. Aparecen, en La buena nueva…, la destreza en la descripción, la concepción espacial de las escenas, los efectos de realidad, tan fogwillianos, peculiares, que han llevado a muchos críticos a preguntarse por el carácter realista de su obra.
Viñetas, cuentos, pero ¿qué es, entonces, una novela? Se lo preguntaba el narrador de La buena nueva… en la década del ochenta, cuando Fogwill, que sabía que ya estaba entre los mejores cuentistas argentinos, en una literatura nacional dominada por cuentistas, empezaba a intentar novelas, buscando procedimientos en la sociología o en la teoría literaria. La pregunta sigue teniendo sentido. La novela, esa forma de la literatura, reflexiona este texto dedicado al arte de la marcha, es, o debería ser, justamente una marcha a través de la superficie de la lengua “sin caer en el abismo opaco de los significados, sin trepar a los vaporettos luminosos que prometen el confort de las escuelas, los métodos, el despótico dictamen de las musas de turno y las esperanzas del público extraviado en las tribunas de ese gran circo incandescente de las letras”.