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Ed. Sudamericana, año 1947. Tamaño 21 x 15 cm. Traducción de José Ferrater Mora. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 328
Kierkegaard ha pasado de lado junto a Rusia. Jamás he tenido ocasión de oír mencionar ni siquiera su nombre en nuestros medios filosóficos o literarios. Me avergüenza confesarlo, pero así es: hace algunos años nada sabía yo de Kierkegaard. En Francia, donde se ha comenzado recientemente a traducirlo, es todavía poco conocido. Por el contrario su influencia es inmensa en Alemania y en países escandinavos. Y —hecho extremadamente significativo— no sólo se ha enseñoreado del pensamiento de los más eminentes teólogos alemanes, sino inclusive del de los filósofos y aun de los profesores de filosofía. Baste nombrar, por un lado, a Karl Barth y a su escuela, y, por el otro, a Heidegger y Jaspers.
El redactor de los Philosophische Hefte no ha tenido empacho en declarar que si se hiciera una exposición completa de la filosofía de Heidegger se desembocaría, finalmente, en Kierkegaard. Tenemos todos los motivos para creer que las ideas de Kierkegaard están llamadas a desempeñar un papel sobremanera importante en el desarrollo espiritual de la humanidad, pero un papel, en verdad, de muy particular carácter. Es poco probable, en efecto, que Kierkegaard ocupe jamás un lugar entre los clásicos de la filosofía y que el valor de su obra sea unánimemente reconocido. Pero su pensamiento vivirá, invisible, en el alma de los hombres. El caso ha tenido ya lugar: vox clamantis in deserto no es sólo una espléndida metáfora. Las voces que claman en el desierto son tan necesarias para la economía espiritual como las voces que retumban en los lugares públicos, en las plazas o en las iglesias. Y las primeras son algunas veces acaso más necesarias aun que las segundas.
Kierkegaard ha dado a su filosofía el nombre de «existencial», palabra que en sí misma no nos dice gran cosa. Y aunque Kierkegaard utiliza con frecuencia este término, no nos ha dado jamás, propiamente hablando, una definición de la filosofía existencial. «En lo que toca a los conceptos existenciales, el deseo de evitar las definiciones es una prueba de tacto», escribe. Por lo demás, Kierkegaard evita en general las definiciones. Esta tendencia está vinculada en él a la convicción de que la «expresión indirecta» resulta el mejor medio de comunicarse con los hombres. Había aprendido este método de Sócrates, quien consideraba que su misión no consistía en proporcionar a los hombres verdades hechas, sino en ayudarles a alumbrar las verdades por sí mismos.
Sólo puede ser útil al hombre la verdad que él mismo ha alumbrado. Así, la filosofía kierkegaardiana está construida de tal suerte que resulta imposible asimilarla del modo como ordinariamente nos asimilamos a un sistema de ideas: no se trata de una asimilación casual, sino de algo completamente diferente. Kierkegaard se halla de antemano presa de horror y de furor al pensar tan solo que después de su muerte habrá «profesores» que expondrán su filosofía como un sistema acabado de ideas repartidas en secciones, capítulos y párrafos, y que los amantes de construcciones filosóficas interesantes experimentarán goces intelectuales siguiendo el desarrollo de su pensamiento.
Para Kierkegaard, la filosofía no es en modo alguno una pura actividad intelectual. El comienzo de la filosofía no es, como enseñaban Platón y Aristóteles, la admiración, sino la desesperación. En las angustias de la desesperación y del terror, el pensamiento humano se trasforma y adquiere nuevas fuerzas, las cuales le conducen hasta fuentes de verdad que ni siquiera existen para los demás hombres. El hombre sigue pensando, pero no ya del mismo modo que quienes, «asombrados» por lo que el mundo les hace descubrir incesantemente, intentan comprender la estructura del universo.
El libro de Kierkegaard titulado La Repetición es, en este respecto, particularmente revelador. Forma parte de la serie de obras que el autor escribió y publicó inmediatamente después de haber roto sus relaciones con su prometida Regina Olsen, y que se hallan en estrecha relación con tal ruptura. Kierkegaard escribió primeramente Lo Uno o lo otro; luego, Temor y Temblor, que aparecieron en un volumen junto con La Repetición, y, finalmente, El concepto de la angustia. Todas estas obras se basan en un tema que el filósofo varía de mil maneras diferentes. Ya lo he indicado: la filosofía no parte, como lo pensaban los griegos, de la admiración, sino de la desesperación. He aquí como, en La Repetición, expresa Kierkegaard esta idea:
«En vez de ampararse en un filósofo universalmente reconocido o en un professor publicus ordinarius [es decir, Hegel], mi amigo [Kierkegaard habla siempre en tercera persona cuando quiere exponer sus más caras ideas] se ha refugiado en un pensador privado que poseyó una vez todos los esplendores de la tierra y que tuvo luego que retirarse de la vida: se ha refugiado en Job, que, sentado sobre las cenizas y mientras rascaba con un casco las llagas de su cuerpo, lanzaba rápidas advertencias y reflexiones. Cree mi amigo que la verdad se revela aquí más convincente, más bella, más confortadora que en el Symposium griego»
El pensador privado Job ha sido enfrentado, pues, no sólo con Hegel, universalmente célebre, sino también con el Symposium griego, es decir, con el mismo Platón. ¿Tiene esta oposición un sentido y llega a comprenderlo Kierkegaard? Dicho de otro modo: ¿llega a aceptar como verdadero, no lo que le descubre el pensamiento filosófico del heleno instruido, sino lo que proclama el personaje, medio enloquecido de terror y, además, ignorante, que figura en una de las narraciones del viejo libro? ¿Por qué es la verdad de Job más convincente que la de Hegel o de Platón? ¿Es realmente cierto que sea más convincente?
No le fue fácil a Kierkegaard desembarazarse del célebre filósofo. Él mismo lo dice: «…no se atreve aún a confiarse a nadie y a confesar su desdicha y su vergüenza: no comprende al grande hombre». Y luego: «No es fácil adquirir el coraje dialéctico, y sólo después de una crisis puede uno decidirse a oponerse a un maestro maravilloso que lo sabe todo mejor que uno mismo, pero que no ha ignorado sino un solo problema: el propio». Los hombres ordinarios, prosigue Kierkegaard, no comprenderán probablemente de qué se trata. La filosofía de Hegel no es para ellos más que una construcción teórica interesante y divertida. Pero hay «jóvenes» que han entregado su alma a Hegel, que se han dirigido a él en esos difíciles instantes en que el hombre se encamina hacia la filosofía para obtener de ella «lo único necesario». Estos jóvenes están dispuestos a desesperar de sí mismos antes que admitir que su maestro no buscaba la verdad, sino que perseguía fines enteramente diferentes. Si uno de ellos llega a encontrarse a sí mismo, se vengará de Hegel por medio de una risa burlona y desdeñosa: y esto no será más que un acto de justicia.
Acaso serán todavía más crueles: abandonarán a Hegel para refugiarse en Job. Si Hegel hubiese podido admitir un solo instante que esto era posible, que no era él, sino Job, el ignorante, quien retenía la verdad, que el método de investigación de la verdad no consistía en seguir atentamente esa «autogeneración de conceptos» (Selbstbewegung) que había descubierto, sino en aullar de desesperación -clamores, según él, salvajes e insensatos—, habría tenido que reconocer que la obra de su vida quedaba reducida a la nada, que él mismo quedaba reducido a la nada. Y no se trata aquí sólo de Hegel. Ir a buscar la verdad en Job equivale a poner en duda los mismos fundamentos y principios del pensamiento filosófico. Se puede preferir cualquier filósofo en vez de Hegel, oponer a él Leibniz, o Spinoza, o los antiguos. Pero sustituir Hegel por Job significa trastornar el curso del tiempo, retornar a una época situada a miles de años más atrás, cuando los hombres no sospechaban siquiera todo lo que nos han proporcionado nuestros conocimientos y nuestra ciencia.
Sin embargo, Kierkegaard no se contenta con regresar a Job. Su ímpetu lo lleva más lejos aun: hacia el infinito de los tiempos, hasta Abraham. Y no sólo opone Abraham a Hegel, sino que lo opone a aquel a quien el oráculo de Delfos y, después de él, la humanidad entera, han reconocido como el más sabio de los hombres, a Sócrates.
Cierto que Kierkegaard no se atreve a burlarse de Sócrates. Respeta a Sócrates, inclusive lo venera. Y, sin embargo, no se dirige, con sus penas y sus dificultades, a Sócrates, sino a Abraham. Sócrates fue el más grande de los hombres que vivieron en la tierra antes de que la Biblia fuese revelada al mundo occidental. Se puede venerar a Sócrates, pero un alma conturbada no puede hallar en él respuesta a sus preguntas. Haciendo el balance de lo que le había legado su maestro, Platón escribe: la mayor desdicha que pueda ocurrirle a un hombre es que llegue a despreciar la razón. Sí, hay que decirlo al punto: Kierkegaard ha abandonado a Hegel para dirigirse a Job, ha abandonado a Sócrates para dirigirse a Abraham, sólo porque Hegel y Sócrates le exigían que amara la razón y porque justamente él, Kierkegaard, detestaba la razón por encima de todo.
Platón y Sócrates amenazan con toda clase de males a quienes desprecien la razón. Pero, ¿tenían el poder de preservar de los males a quienes amasen la razón? Y se plantea otro problema, aun más inquietante: ¿hay que amar la razón porque de lo contrario se corre excesivo riesgo, o hay que amarla de un modo desinteresado, sin segundas intenciones, sin indagar de antemano si ese amor ha de proporcionar alegría o sufrimientos, es decir, sólo por tratarse de ella? Parece que Platón estaba muy lejos de ser desinteresado; si así no hubiese sido, no habría recurrido a las amenazas. Habría simplemente proclamado este precepto: ama a la razón de todo corazón y con toda el alma sin preocuparte de saber si esto te hará feliz o desdichado.
La razón exige que se la ame sin presentar ninguna justificación en apoyo de su exigencia, pues ella misma es la fuente de todas justificaciones. Pero Platón no fue «tan lejos». Tampoco Sócrates parece haberse aventurado hasta ese terreno. En aquel mismo Fedón en que se declara que el mayor de los males es despreciar la razón, se nos dice que Sócrates se apartó de su astro Anaxágoras cuando comprendió que «la Inteligencia» de Anaxágoras, que tanto lo había seducido durante su juventud, no le aseguraba «lo mejor». «Lo mejor» precede a todas las cosas; «lo mejor debe reinar en el mundo. Mas en este caso hay que informarse antes de decidirse a amar a la razón. Hay que preguntar: ¿asegura efectivamente mejor al Hombre? Por lo tanto, no se puede saber de antemano si hay que amarla u odiarla. Si nos proporciona “lo mejor”, la amaremos; si no nos lo proporciona, no la amaremos. Y en el caso de que nos ofreciera algo malo, muy malo, maldeciríamos de ella y la odiaríamos. Y entonces comenzaríamos a amar a su perpetuo enemigo: la Paradoja, lo Absurdo. Sin embargo, ni Sócrates ni Platón plantearon este problema de un modo tan categórico. Aunque “la Inteligencia” de Anaxágoras no los satisfizo, no por ello dejaron de glorificar la razón; dejaron sólo de admirar a Anaxágoras. Ningún poder podía separarlos de la razón.
Y, no obstante, la razón les ofrecía a veces verdades que no se parecían en nada a “lo mejor”, que encubrían, por el contrario, muchas cosas malas, muy malas. Recordemos, por ejemplo, esta confesión de Platón (Tim. 48a): que «nuestro mundo es el producto de una mezcla de la razón con la necesidad». O esta frase en la cual la misma afirmación se halla presentada bajo otra forma: «Hay que distinguir entre dos especies de causalidad: la causalidad necesaria y la causalidad divina» (Ib. 68e). Recordemos también que la razón, con esa seguridad en su infalibilidad que le es propia, sugiere incesantemente a Platón que los propios dioses no pueden luchar contra la necesidad (Prot. 345c.). Resulta, pues, que la realidad no confirma en modo alguno nuestras esperanzas en cuanto a los bienes de que la razón dispone. La razón dirige en parte el mundo; también sostiene, en una cierta medida, a los dioses.
Pero frente a la Necesidad, la razón y los dioses que ella glorifica se manifiestan impotentes y, lo que es más, impotentes para siempre. La razón lo sabe muy bien, y no permite que nadie dude de su saber. Por eso rechaza definitivamente y sin más apelación, como una locura, cualquier tentativa para iniciar una lucha contra la Necesidad.
Y, sin embargo, ¿no puede esta Necesidad, ante la cual tanto los dioses como los hombres resultan impotentes, ofrecernos males innumerables? Evidentemente, la razón lo sabe. Ella misma es quien lo susurra al oído de los hombres. Pero en este punto declina súbitamente toda responsabilidad; ni siquiera acepta discutir este problema. Y, a pesar de esto, persiste en exigir que se la ame; insiste en ello a despecho de que se puede llegar a ser tan desdichado amándola como detestándola, y acaso aun más desdichado…
Así, pues, cuando es confrontada con los datos de la experiencia, la célebre afirmación de Platón se encuentra, a fin de cuentas, bastante mal fundada. Lo mismo que el Eros de Diotima (en el Banquete), la razón no es un dios, sino un demonio, nacido de la Riqueza y de la Pobreza. Sócrates y Platón mantuvieron silencio sobre este punto. Inclusive hicieron cuanto pudieron para desviar al pensamiento curioso de toda investigación sobre los orígenes de la razón. Con el fin de librarse de la Necesidad, inventaron la catarsis. Pero, ¿qué es la catarsis? Platón nos lo explica:
«La catarsis consiste en separar tanto como sea posible el alma del cuerpo…y, en la medida de lo posible, en permitir que, tanto aquí abajo como después, el alma viva sola, libre de las cadenas del cuerpo»
He aquí todo lo que los hombres y los dioses, con su razón, son capaces de oponer a la Necesidad, que no conoce y no quiere conocer a la razón. Nadie es dueño de su cuerpo, así como nadie es dueño del mundo exterior. Por consiguiente, nada tenemos que ver con las cosas de aquí abajo: que el mundo viva como quiera o como le sea prescrito. En cuanto a nosotros, aprenderemos a prescindir del mundo y a prescribir del cuerpo que forma parte de él, y enseñaremos a hacer lo mismo a otros. Y anunciaremos este hallazgo como nuestro mayor triunfo, como una victoria sobre la invencible necesidad, ante la cual los dioses mismos se inclinan, o, mejor dicho, que los mismos dioses no logran vencer si no es por medio de esa arteria inventada por la razón. Epícteto, ese estoico platonizante cuya probidad intelectual es por lo común calificada de ingenuidad, nos lo confiesa francamente. Según él Zeus dijo a Crisipo:
«…si hubiera sido posible, te habría dado un pleno poder sobre tu cuerpo y sobre todos los objetos exteriores. Pero no quiero disimularte que solamente te presto todo esto. Y como no puedo dártelo en plena propiedad, te concedo una parte de lo que [a los dioses] nos pertenece: el don de decidir hacer o no hacer, de querer o de no querer; en una palabra, el don de utilizar las representaciones» (Diat. I, 1)
Un espíritu moderno llega difícilmente a imaginarse que Zeus haya honrado a Crisipo con una entrevista. Pero, en verdad, no había ninguna necesidad de Zeus. Él mismo había tenido que beber en una fuente misteriosa la verdad que anunció a Crisipo: que era “imposible” dar al hombre, en plena propiedad, las cosas exteriores. Se tiene más bien la impresión de que no fue Zeus quien informó a Crisipo, sino, por el contrario, que fue Crisipo quien informó a Zeus. Crisipo sabía lo que le era posible e imposible y no tenía ninguna necesidad de importunar a los dioses. Si Zeus le hubiese realmente concedido una entrevista, y si hubiese intentado oponer a los razonamientos de Crisipo sobre lo posible y lo imposible sus propias ideas, Crisipo no le habría, sin duda, entendido, y si le hubiese entendido se habría negado a creerle: ¿se hallan, efectivamente los dioses por encima de la verdad? ¿No son todos los seres pensantes iguales ante ella? Los hombres, los demonios, los dioses, los ángeles, todos poseen los mismos derechos o, mejor dicho, están privados de todo derecho frente a la verdad, que se halla enteramente sometida a la razón.
Cuando Sócrates y Platón aprendieron que el mundo estaba dirigido no sólo por los dioses, sino, además, por la Necesidad, y que nadie tenía poder sobre ésta, adquirieron una verdad tan válida para los mortales como para los inmortales. Zeus es muy poderoso; nadie puede negarlo. Pero no es todopoderoso. Y como no es menos razonable que Crisipo o aun que el maestro de Crisipo, Sócrates, le es imposible no inclinarse ante la verdad y convertirse en un despreciador de la razón. A lo sumo, puede otorgar al hombre la facultad de adaptarse a las condiciones de la existencia. En otras palabras: puesto que todas las cosas exteriores, y entre ellas el cuerpo, sólo pueden ser prestadas al hombre; puesto que es imposible modificar esta situación, ¡que así sea! Y, sin embargo, si se hubiese podido arreglar esto de modo distinto, no habría estado mal, no habría estado del todo mal…
El hombre ha recibido un don «divino»: la libertad de querer o de no querer. Puede perfectamente no querer poseer su cuerpo y todas las cosas exteriores en plena propiedad; puede querer disponer de ellas como si fuesen un objeto prestado. En este caso todo cambiará bruscamente inclinándose hacia lo mejor, y la razón podrá pretender muy justamente que quienes la aman y obedecen son así dichosos y que no hay una mayor desdicha que despreciarla. Aquí reside justamente la catarsis de Platón y de Aristóteles. También encuentra su expresión en la célebre teoría de los estoicos según la cual las “cosas” no tienen ningún valor por sí mismas, de modo que reside en nuestro poder la posibilidad de determinar de acuerdo con nuestra voluntad lo que posee valor y lo que no lo posee.
En esta concepción se basa la ética autónoma. La ética se da sus propias leyes. Tiene la facultad de declarar que cualquier cosa (evidentemente, lo que ella misma aprueba) es preciosa, importante, significativa, o vil, sin importancia, nula. Nadie, ni siquiera los dioses, puede luchar contra la ética autónoma. Todos deben obedecerla, todos deben inclinarse ante ella. El «tú debes» ético ha nacido en el mismo instante en que la Necesidad declaró a los hombres y a los dioses: «no puedes». La ética ha sido engendrada por los mismos seres que han engendrado la Necesidad: por la Riqueza y la Pobreza. Cuanto existe, incluyendo los dioses, ha sido engendrado por la Riqueza y la Pobreza. De modo que, propiamente hablando, los dioses no existen y no han existido jamás: solamente hay demonios. Es lo que nos enseña la razón; es lo que nos descubre la visión intelectual, la especulación. Y, ¿puede la razón descubrirnos otra cosa si ella misma ha nacido de la Riqueza y de la Pobreza?…
INDICE
A modo de introducción
I- Job y Hegel
II- La astilla en la carne
III- La suspensión de la ética
IV- El gran escándalo
V- El movimiento de la fe
VI- La fe y el pecado
VII- La angustia y la nada
VIII- El genio y el destino
IX- El conocimiento corno caída
X- El cristianismo cruel
XI- La angustia y el pecado original
XII- El poder del conocimiento
XIII- La lógica y el trueno
XIV- La autonomía de la ética
XV- La voluntad avasallada
XVI- Dios es el amor
XVII- Kierkegaard y Lutero
XVIII- La desesperación y la nada
XIX- La libertad
XX- Dios y la verdad obligatoria
XXI- El misterio de la redención
XXII- Conclusión