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Ed. Debate, año 2000. Tamaño 23,5 x 15 cm. Traducción de Rafael Fontes. Estado: Usado muy bueno. Cantidad de páginas: 360

Tan solo once personas asistieron al entierro de Karl Marx el 17 de marzo de 1883. «Su nombre y su obra perdurarán durante muchos siglos», predijo Friedrich Engels en la oración pronunciada junto a su tumba en el cementerio de Highgate de Londres. Parecía una afirmación exagerada y jactanciosa, pero tenia mucha razón.

La historia del siglo XX ha sido el legado de Marx. Stalin, Mao, Che Guevara, Fidel Castro -ídolos y monstruos de la historia contemporánea- se han considerado a sí mismos herederos suyos. Otra cosa es que él los hubiese reconocido como tales. Incluso en vida, las andanzas de sus autoproclamados discípulos le hicieron perder la paciencia. Al enterarse de que había surgido un nuevo partido en Francia que se declaraba marxista, comentó: «Soy yo entonces el que no es marxista». A pesar de todo, a cien años de su muerte la mitad de la población mundial estaba gobernada por regímenes que profesaban el marxismo. Sus ideas transformaron el estudio de la economía, la historia, la geografía, la sociología y la literatura. Desde Jesucristo, ningún otro oscuro indigente había inspirado una devoción a escala tan grande, o había sido tan tremendamente tergiversado.

Es el momento de echar a un lado la mitología e intentar mostrar a Karl Marx en tanto que persona. Se han publicado miles de libros
sobre marxismo, pero casi todos han sido escritos por intelectuales y fanáticos para los cuales era casi una blasfemia tratar a Marx como un ser de carne y hueso -un refugiado prusiano convertido en gentleman de clase media; un agitador radical que pasó gran parte de su vida adulta en el académico silencio de la sala de lectura del Museo Británico; un sociable y cordial anfitrión que se enemistó con casi todos sus amigos; un abnegado padre de familia que dejó embarazada a la criada; y un filósofo profundamente serio al que le encantaba beber, fumar puros y contar chistes.

Para el mundo occidental, durante la guerra fría, fue el maléfico causante de todos los males del mundo, fundador de un culto siniestro, el hombre cuya funesta influencia era precise eliminar. En la Unión Soviética de mediados del siglo XX, asumió la categoría de un Dios secularizado, junto con Lenin, con Juan el Bautista y, por supuesto, con el camarada Stalin en el papel de Mesías redentor. Solo esto ha sido más que suficiente para condenar a Marx como cómplice de las masacres y de las purgas: si hubiese vivido unos años más, seguro que algún osado periodista lo hubiese señalado como principal sospechoso de los crímenes de Jack el Destripador. ¿Por qué? Evidentemente, el propio Marx jamás hubiera querido ser incluido dentro de esa Trinidad, además de que se habría sentido consternado por los crímenes cometidos en su nombre. Los credos espurios defendidos por Stalin, Mao o Kim Il Sung trataron sus obras como los cristianos actuales utilizan el Antiguo Testamento: descartan o pasan por alto una gran parte de su contenido, en tanto que unos cuantos grandilocuentes eslóganes («el opio del pueblo», «la dictadura del proletariado») fueron arrancados de su contexto, vueltos del revés y citados después como justificación aparentemente divina para las más brutales
atrocidades. Kipling, como tantas veces, supo encontrar las palabras adecuadas:

El que tenga un evangelio
Para dárselo a la humanidad,
Aunque le dedique lo mejor de sí
Cuerpo, alma y mente
Aunque vaya al Calvario
Todos los días para su mejor gloria
Será su discípulo
Quien haga vano su esfuerzo.

Solo un necio haría responsable a Marx por el Gulag; pero, lamentablemente, la provisión de necios es abundante. «De una u otra
forma, los hechos más importantes de nuestro tiempo nos remontan a un hombre: Karl Marx», escribió Leopold Schwarzschild en 1947, en el prefacio de su iracunda biografía The Red Prussian. «Apenas habrá nadie que ponga en duda que él está presente en la propia existencia de la Rusia soviética, y especialmente en los métodos soviéticos». El parecido entre los métodos de Marx y los del «Tío José Stalin» era aparentemente tan incontestable que Schwarzschild no se molestó en presentar prueba alguna de su absurda afirmación, limitándose a la observación de que «al árbol se lo conoce por sus frutos» (que, como sucede con muchos proverbios, contiene menos verdad de lo que pudiera parecer). ¿Acaso debemos culpar a los filósofos por todas y cada una de las posteriores mutilaciones de sus ideas? Si Herr Schwarzschild se encontrase en su huerto frutas caídas comidas por las avispas -o, por ejemplo, le sirvieran una empanada de manzana requemada en la comida-, ¿tomaría un hacha y administraría justicia sumarísima al árbol culpable?

Del mismo modo que sus seguidores, imbéciles o sedientos de poder, divinizaron a Marx, sus críticos a menudo han incurrido en el
idéntico pero contrario error de imaginárselo como enviado de Satanás. «Hubo momentos en que Marx parecía estar poseído por
demonios», escribe Robert Payne, un biógrafo reciente. «Tenía una visión del mundo demoníaca, y la maldad del propio diablo. A veces parecía saber que estaba realizando acciones malignas». Esta escuela de pensamiento -más que una escuela parece un correccional- llega a su más absurda conclusión en Was Karl Marx a Satanist? [¿Era Karl Marx practicante de satanismo?], un peculiar libro publicado en 1976 por un famoso predicador fundamentalista americano, el reverendo Richard Wurmbrand, autor de imperecederas obras maestras como Tortured for Christ [Torturado(s) por Cristo] («más de 2 millones de ejemplares vendidos») y The Answer to Moscow’s Bible [La respuesta a la Biblia de Moscú].

Según Wurmbrand, el joven Karl Marx fue iniciado en una «iglesia satánica ultrasecreta», a la que luego sirvió fiel y siniestramente durante el resto de su vida. Por supuesto, no existen pruebas, pero ello solo sirve para reforzar el pálpito de este detective con alzacuellos: «Como la secta satánica era ultrasecreta, tan solo tenemos algunos indicios acerca de la posibilidad de su relación con ella». ¿Cuáles son estos «indicios»? En su época de estudiante Marx escribió una obra de teatro en verso cuyo título, Oulanem, es más o menos un anagrama de Emanuel, el nombre bíblico de Jesús (lo que «nos recuerda las inversiones de la magia negra satánica»). De lo más incriminador; pero hay más. «¿Se han fijado ustedes -nos pregunta Wurmbrand- en el peinado de Marx? En aquella época, los hombres solían llevar barba, pero no este tipo de barba…el aspecto personal de Marx era característico de los discípulos de Joanna Southcott, una sacerdotisa satánica que creía estar en contacto con el demonio Silo». La verdad es que en la Inglaterra en la que vivió Marx eran frecuentes los caballeros de poblada barba, desde el jugador de cricket W. G. Grace hasta el político lord Salisbury. ¿Se relacionaban estrechamente, ellos también, con el demonio Silo?

Con el fin de la guerra fría y el aparente triunfo de Dios sobre Satán, innumerables sabelotodos afirmaron que habíamos llegado a lo que Francis Fukuyama, petulantemente, llamaba el final de la historia. El comunismo estaba tan muerto como el propio Marx, y la espeluznante amenaza con la que terminaba el Manifiesto Comunista, el panfleto político más influyente de todos los tiempos, ahora no parecía sino una pintoresca reliquia histórica: «Las clases dominantes pueden temblar ante una revolución comunista. Los proletarios no tienen nada que perder en ella más que sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo que ganar. ¡Proletarios de todos los países, únanse!. Las únicas cadenas que atan a la clase obrera en la actualidad son las de las imitaciones de los relojes Rolex, y los proletarios actuales tienen muchas más cosas que no les gustaría perder: los hornos de microondas, las vacaciones en tiempo compartido y las antenas parabólicas. Son propietarios de sus viviendas y accionistas de las empresas públicas privatizadas; consiguieron beneficios sustanciosos cuando su sociedad de ahorro y préstamo para la vivienda se convirtió en banco. En definitiva, hoy todos somos burgueses. Hasta el Partido Laborista británico se ha hecho thatcherista.

Cuando empecé la investigación para esta biografía, muchos amigos me miraban llenos de pena e incredulidad. ¿Por qué -se preguntaban- querría nadie escribir (y menos leer) sobre una figura tan desacreditada, irrelevante y pasada de moda? Yo continué sin hacerles caso; sorprendentemente, cuanto más estudiaba a Marx, más actual me parecía. A los expertos y los políticos que se creen los pensadores de hoy se les llena la boca hablando de globalización, un latiguillo que sueltan a la menor oportunidad, sin caer en la cuenta de que Marx ya lo había advertido en 1848. El ámbito mundial en que se mueve Mcdonald’s o la Coca-Cola no le habría sorprendido lo más mínimo. El traslado del poder financiero del Atlántico al Pacífico -gracias a la economía del tigre asiático y al boom de la informática en la costa oeste de Estados Unidos- lo había predicho Marx más de un siglo antes de que naciera Bill Gates.

Hay, con todo, algo que ni Marx ni yo habíamos previsto: que, de repente, a finales de los años 90, mucho después de que hubiese sido enterrado tanto por los liberales a la moda o por los izquierdosos pos-modernos, fuese ensalzado como un genio por los mismísimos y perversos capitalistas burgueses de toda la vida. El primer signo de esta extraña revisión de posiciones apareció en octubre de 1997, cuando en un número especial de la revista New Yorker se proclamaba a Karl Marx como «el gran pensador del futuro», un hombre que tiene mucho que enseñarnos sobre la corrupción política, la monopolización, la alienaci6n, la desigualdad y los mercados mundiales. «Cuanto más tiempo paso en Wall Street, más me convenzo de que Marx estaba en lo cierto», declaró un rico banquero a la revista. «Estoy absolutamente convencido de que el método de Marx es el mejor para estudiar el capitalismo». Desde entonces, economistas y periodistas de derechas han hecho cola para rendirle análogo homenaje. Olvidemos todas las monsergas de los comunistas, decían. Marx, en realidad, era un «estudioso del capitalismo».

Hasta este intencionado halago solo sirve para menospreciarlo. Karl Marx era filósofo, historiador, economista, lingüista, crítico literario y revolucionario. Aunque jamás tuvo un «empleo» en ninguno de estos campos, fue un extraordinario trabajador: sus obras maestras, pocas de las cuales fueron publicadas en vida, llenan cincuenta volúmenes. Lo que ninguno de sus enemigos ni de sus discípulos están dispuestos a reconocer es la más evidente -y sorprendente- de sus cualidades: que este ogro y santo mítico era un ser humano. La caza de brujas del senador McCarthy en los años 50, las guerras de Vietnam y Corea, la crisis de los misiles con Cuba, las invasiones de Checoslovaquia y Hungría, la masacre de los estudiantes en la plaza de Tiananmen, todas estas vergüenzas de la historia del siglo XX fueron justificadas en nombre del marxismo o del antimarxismo. Hazaña nada despreciable para un hombre que pasa la mayor parte de su edad adulta en la pobreza, afectado de forúnculos y de enfermedades del hígado, y que en una ocasión fue perseguido por las calles de Londres por la policía tras una noche de excesos tabernarios.

INDICE
Introducción
1- El desconocido
2- El pequeño jabalí
3- El rey que comió hierba
4- El ratón en el desván
5- El temible duende
6- El megalosaurio
7- Los lobos hambrientos
8- El héroe a caballo
9- Los buldogs y la Hiena
10- El arte de la digresión
11- El elefante rufián
12- El puercoespín afeitado
Epílogo 1. Consecuencias
Epílogo 2. Confesiones
Epílogo 3. Regicidio