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Ed. Crítica, año 2000. Tapa dura con sobrecubierta. Tamaño 24 x 16,5 cm. Traducción de Carles Mercadal. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 590
El núcleo central de esta historia de Rusia en el siglo XX es el período de gobierno comunista. Antes de 1917 Rusia y su imperio eran gobernados por los zares de la dinastía de los Romanov. Durante la revolución de febrero Nicolás II fue derrocado, y el Gobierno provisional de liberales y socialistas que le siguió duró solamente unos pocos meses. En 1917 Vladimir Lenin y su Partido Comunista organizaron la revolución de octubre y crearon el primer estado comunista del mundo, que sobrevivió hasta la disolución de la URSS en 1991. Durante los años que transcurrieron entre esas dos fechas imperó un nuevo entramado en los planos político, social, económico y cultural. La URSS era una dictadura muy centralizada y de carácter unipartidista: impuso una ideología oficial única, así como fuertes restricciones a las manifestaciones nacionales, religiosas y culturales. La economía era básicamente estatal. Este entramado soviético sirvió de modelo para los muchos estados comunistas que se crearon en otros países.
Las fases del pasado ruso reciente transcurrieron a una velocidad vertiginosa. Así, tras la revolución de octubre estalló una guerra civil a lo largo del país y su antiguo imperio, y, tras ganar el conflicto militar, los propios comunistas estuvieron a punto de ser derrocados por sublevaciones populares. En 1921 Lenin introdujo una Nueva Política Económica que supuso realizar concesiones provisionales, en especial al campesinado. Pero a finales de la misma década, Yosif Stalin, que tras la muerte de Lenin en 1924 aparecía como la principal figura del partido, lanzó al país hacia una campaña destinada a una industrialización acelerada y una colectivización forzosa de la agricultura. A todo ello seguiría, a finales de los años treinta, el gran terror, tras lo cual dio comienzo la segunda guerra mundial. Después de la derrota de Alemania en 1945, Stalin puso la Europa del Este bajo dominio soviético y acometió la reconstrucción de la posguerra recurriendo a sus propios métodos brutales. Solamente después de su muerte en 1953 pudo la dirección del Partido encabezada por Nikita Jruschov iniciar la reforma del orden soviético. Sin embargo, el mandato de Jruschov dio lugar a tanta inestabilidad política y resentimiento que en 1964 sus compañeros lo desalojaron del poder.
Su sucesor, Leonid Brezhnev, presidió el país durante una fase —por lo demás larguísima— de estabilización insegura, y cuando murió en 1982, se reanudó la batalla sobre si era o no necesario reformar el sistema. En 1985 Mijail Gorbachov se convirtió en el líder del Partido Comunista e introdujo reformas radicales en el ámbito de la política y las instituciones de resultas de lo cual se produjo una transformación drástica. No obstante, al indicar Gorbachov que no utilizaría las fuerzas armadas para mantener el control político soviético en Europa del Este, en 1989 los regímenes comunistas cayeron en rápida sucesión y el «imperio exterior» de Rusia se desmoronó. Asimismo, en la Unión Soviética las medidas de Gorbachov también socavaron el statu quo; la mayor parte de quienes lo apoyaban en el partido y en el gobierno estaban desconcertados ante sus reformas, por lo que en agosto de 1991 algunos de ellos llevaron a cabo una chapucera intentona golpista para detener el proceso. Pese a regresar por breve tiempo al poder, Gorbachov se vio obligado a abandonar su propio partido y aceptar la disolución de la URSS.
En 1992, Rusia y otras repúblicas soviéticas se independizaron. Como presidente de Rusia, Boris Yeltsin anunció que su objetivo estratégico consistía en la «descomunistización» de la vida política y económica, y bajo sus auspicios se formó una Comunidad de Estados Independientes. Con todo, algunas de las dificultades fundamentales perduraron: el declive económico se aceleró bruscamente, el sector industrial colapsó, la desorganización social y administrativa se agudizó y la criminalidad se generalizó. Es más: la asiduidad de los conflictos entre los políticos condujo a Boris Yeltsin a ordenar la toma por asalto de la Casa Blanca rusa en octubre de 1993 y el arresto de sus oponentes, tras lo cual en diciembre introdujo una nueva constitución. Pese a todo, siguió existiendo una fuerte oposición al proceso de reforma. El comunismo no fue solamente una ideología, un partido y un estado, sino que se convirtió en un orden entero de la sociedad, por lo que las actitudes, las técnicas y los intereses objetivos dentro de esa sociedad se resistieron a su rápida disolución. El camino hacia la democracia y la economía de mercado se vio entorpecido por multitud de obstáculos.
No sorprende que la historia de Rusia en el siglo XX haya generado disputas interpretativas. Desde 1917 hasta mediados de los años ochenta, los propagandistas comunistas oficiales sostuvieron que no había nada que fuera seriamente erróneo en la Unión Soviética y que el régimen era capaz de construir un orden socialista que funcionara perfectamente.
Tales alardes recibieron críticas constantes. Socialistas antibolcheviques como Yuri Martov y Feodor Dan sostuvieron que el leninismo, al basarse en la dictadura y la burocracia, suponía una distorsión fundamental del socialismo. A finales de la década de los veinte Lev Trotski compartió esta posición, aunque con la salvedad de que para él lo que había causado la distorsión era la mala aplicación del leninismo por parte de Stalin. Otros autores, en especial Iván Ilin (en nuestros días la figura más destacada de esta postura ha sido Alexander Solzhenitsyn), mantuvieron que el leninismo era algo importado y completamente ajeno a las virtudes y costumbres tradicionales rusas. No obstante, esta escuela de pensamiento se vio cuestionada por el filósofo religioso y socialista Nikolai Berdyaev, que describió a la URSS como una reencarnación del extremismo intelectual ruso; a su parecer, el régimen de Lenin y Stalin había reforzado las tradiciones de represión política, de intolerancia ideológica y de una sociedad pasiva y llena de resentimiento.
Otra interpretación temprana la ofreció Nikolai Ustryalov, huido de Rusia al principio de la guerra civil. Al contrario que Berdyaev, Ustryalov se centró en los aspectos imperiales e internacionales de la política de los años veinte y vio en la Unión Soviética el renacimiento del imperio ruso. Dio la bienvenida a los bolcheviques como los responsables de que Rusia volviera a ser una gran potencia que abandonaba continuamente su ideología en favor del nacionalismo. En los años cincuenta, E. H. Carr y Barrington Moore desarrollaron esta orientación. La idea que los guiaba era que los comunistas eran en esencia modernizadores autoritarios, modernizadores a los que su país necesitaba porque su burguesía industrial había sido siempre demasiado débil como para completar la tarea modernizadora de la Rusia de los Romanov. Aunque no aceptaban el terror de estado aplicado por Stalin, Carr y Moore vieron en su manera de gobernar un método efectivo que permitió a Rusia competir con la economía y la cultura de Occidente.
Semejante punto de vista le parecía ofensivamente suave al socialdemócrata austríaco Rudolf Hilferding, quien a finales de los años treinta calificó a la URSS de país «totalitario». Tras la segunda guerra mundial, Leonard Schapiro y Merle Fainsod desarrollaron este concepto: en particular, sugirieron que la URSS y la Alemania nazi habían inventado una forma de sociedad en la que el poder se ejercía de manera exclusiva desde el centro político y el estado monopolizaba los medios de coerción, producción material y comunicación pública, con el resultado de una sujeción más o menos total de todos los ciudadanos a las exigencias del grupo gobernante.
Asimismo, añadían que este grupo se había hecho invulnerable a las reacciones que se pudieran producir en el seno del estado y la sociedad en el sentido más amplio. Con una postura algo diferente, el antiguo comunista yugoslavo Milovan Djilas indicó que había surgido una nueva clase con sus propios intereses y su propia autoridad, de tal modo que la URSS, lejos de encaminarse hacia la eliminación de las clases, poseía elites administrativas capaces de traspasar sus privilegios de generación en generación.10 Daniel Bell, aunque no negó validez a los análisis de Djilas, sostuvo que las tendencias existentes en la sociedad industrial contemporánea ya estaban empujando a la dirección soviética hacia la suavización de su autoritarismo y apuntó que las sociedades capitalistas occidentales estaban adoptando muchas de las medidas de regulación económica y de asistencia pública estatales aplicadas en la JRSS; en este sentido, se dijo que se estaba produciendo una convergencia de los modelos de sociedad soviético y occidental.
Ciertamente, esta serie de interpretaciones reflejaban aspectos importantes de la realidad soviética, y había cierta validez hasta en la pretensión oficial soviética de que se estaban logrando progresos en el bienestar del pueblo. Aun así, Martov y Dan eran más convincentes al sostener que Lenin distorsionó las ideas socialistas e introdujo decisiones políticas que habían de arruinar la vida de millones de personas; y, como ha subrayado Solzhenitsyn, muchos rasgos de la ideología soviética se originaron fuera de Rusia. Por su parte, Berdyaev estaba en lo cierto al sostener que la URSS reprodujo las tradiciones ideológicas y sociales prerrevolucionarias, y también lo estaba Ustryalov al afirmar que la política de los líderes comunistas tenía que ver cada vez más con los intereses del país como gran potencia, a lo que cabe añadir que, como insistían Carr y Moore, estos dirigentes también eran modernizadores autoritarios. Asimismo, a los respectivos argumentos de Djilas, en el sentido de que las elites administrativas soviéticas se estaban convirtiendo en una clase social distinta en la URSS, y de Bell, en el de que la sociedad industrial moderna creó presiones sociales y económicas que la dirección del Kremlin no pudo rechazar por entero, no les faltaba verosimilitud, y Schapiro y Fainsod acertaban de pleno al subrayar la naturaleza opresiva sin precedentes del orden soviético en su batalla por el control completo del estado y la sociedad.
El libro que el lector tiene entre sus manos hace suyas las principales ideas de estas interpretaciones divergentes, pero también pone un acento propio en los dinámicos procesos internos de la historia de la URSS. Unos pocos partidarios del modelo totalitario han reconocido que incluso durante el mandato de Stalin hubo aspectos de la vida que se resistieron a su interferencia, reconocimiento del que se hace uso en los capítulos que siguen. La intimidación profunda de la población representaba una faceta fundamental y permanente del gobierno soviético, pero, aun así, tanto la informalidad y el desarreglo de la administración —e incluso las situaciones de completo desorden— como la obsesión por la disciplina han caracterizado la vida de la URSS a lo largo de su existencia. En muchos sentidos, las sociedades occidentales liberal-democráticas siempre han sido mucho más ordenadas que la Unión Soviética. Además, los diferentes impedimentos al ejercicio de un control político total no eran tanto obstáculos a la existencia del sistema como un elemento consustancial a los medios con los que ese sistema trataba de sostenerse.
El sistema perduró siete décadas, y es indispensable reconocer que el período comprendido entre 1917 y 1991 tuvo una unidad interna fundamental. El centralismo político, la dictadura, la violencia, el monopolio ideológico, la manipulación nacional y la propiedad estatal fueron ingredientes permanentes del compuesto comunista soviético: Lenin y sus compañeros los implantaron un par de años después de la revolución de octubre, y el Politburó de Gorbachov los empezó a suprimir sólo dos o tres años antes del desmantelamiento de la URSS. No cabe duda de que los regímenes de Lenin, Stalin, Jruschov y Gorbachov se diferenciaban entre sí, pero la serie de elementos del comunismo soviético destacó por su continuidad desde el principio hasta el fin.
No obstante, la dirección política del país se encontró con que estos mismos elementos tendían a crear disolventes que alteraban el entramado original Así, la consolidación de un estado unipartidista tuvo el efecto de incitar a la gente a afiliarse al partido a causa de los sobresueldos de los que se gozaba por formar parte del mismo; y, aparte del carrerismo, se encontraron con la dificultad de que el marxismo-leninismo presentara ambigüedades en muchas de sus facetas: ni siquiera un estado basado en una ideología única podía dar por concluidas las disputas si los dirigentes del partido se hallaban entre los participantes de la controversia. Por otro lado, los dirigentes de las diferentes localidades y del centro protegían sus intereses personales nombrando a amigos y colegas para los cargos asignados a sus feudos administrativos. El clientelismo era muy común, y también lo eran los intentos de asociación de los funcionarios de cada localidad para entorpecer las exigencias que la dirección central les planteaba. Asimismo, el desprecio por la ley, junto con la prohibición de elecciones libres, condujeron a una cultura de la corrupción.
La remisión de informes deficientes a las autoridades superiores era la norma las facturas estaban falsificadas y las normativas sobre las prácticas laborales no se cumplían. Asimismo, había constantes motivos de preocupación sobre la cuestión nacional: muchos pueblos de la URSS acentuaron sus hechos diferenciales y algunos aspiraron a la independencia nacional. Las medidas oficiales destinadas a desnacionalizar a la sociedad tuvieron el efecto de fortalecer el nacionalismo. .
Las autoridades soviéticas se esforzaron reiteradamente en reactivar los elementos del compuesto, cosa que a veces condujo a purgas en el seno del partido (las más de las veces mediante la simple expulsión de sus filas, pero en los años treinta y cuarenta con la aplicación de una política de terror). Además durante los años posteriores a la revolución de octubre se crearon instituciones para inspeccionar y controlar a las restantes instituciones, a lo que debe añadirse la determinación de las autoridades por fijar objetivos cuantitativos de tipo económico y político que el gobierno local y los aparatos del partido debían lograr. Los dirigentes del Kremlin recurrieron a exhortaciones, instrucciones y amenazas abiertas y promocionaron en la vida pública a la gente que mostrara una obediencia implícita. Las campañas políticas de carácter intrusivo eran un rasgo común, y se utilizaba una retórica exagerada siempre que el régimen trataba de imponer, en el ámbito local o central, sus deseos en el marco de la estructura del entramado creado tras la revolución de octubre.
Sin embargo, las medidas de reactivación indujeron a los ciudadanos, a las instituciones y a las naciones a luchar por una vida más tranquila. A escala local se fomentaron las actitudes evasivas y pasivas, cosa que, a su vez, indujo a la dirección central a reforzar la naturaleza intrusiva de las campañas oficiales. Durante las siete décadas posteriores a 1917, la URSS experimentó un ciclo de activación, paralización y reactivación. Dado que la dirección aspiraba a preservar intacto el compuesto del orden soviético, en el proceso había una lógica ineludible.
Así pues, los gobernantes soviéticos nunca ejercieron una autoridad enteramente ilimitada. Los carceleros del sistema de poder leninista también eran sus prisioneros. ¡Pero vaya carceleros y vaya prisioneros! Lenin, Stalin, Jruschov y Gorbachov han absorbido la atención del mundo. Hasta los perdedores de las batallas de la política soviética, como Trotski y Bujarin, han adquirido una reputación duradera, y aunque la ambición de una serie de dirigentes soviéticos no fue suficiente para que dominaran por completo a sus sociedades, todos los dirigentes ejercieron un poder enorme. El sistema político era centralizado, autoritario y oligárquico: las decisiones más importantes sólo las tomaban unos pocos personajes —algo que Stalin convirtió en un despotismo personal—, de tal manera que las peculiaridades de sus personalidades estaban destinadas a tener un efecto profundo en la vida pública. La URSS no habría existido sin la confianza intolerante de Lenin ni se habría colapsado cuando y como lo hizo sin la audacia llena de ingenuidad de Gorbachov.
Asimismo, la idiosincrasia de los dirigentes dejó huella. El pensamiento de Lenin sobre la dictadura, la industrialización y el factor nacional tuvo gran influencia sobre la naturaleza del estado soviético, y el entusiasmo grotesco de Stalin por el terror no fue de menor importancia. Por otra parte, tales figuras determinaron la historia no sólo mediante sus ideas, sino también por medio de sus acciones. Así, Stalin cometió un grave error al negarse a creer que Hitler estuviera a punto de invadir la URSS a mediados de 1941, y la insistencia de Jruschov en 1956 para romper el silencio oficial sobre los horrores de los años treinta benefició de forma duradera a su país.
Estos no fueron los únicos factores impredecibles que determinaron la historia de Rusia en el siglo XX. Las batallas faccionales de los años veinte fueron procesos complejos en los que la derrota de Trotski a manos de Stalin no fue un resultado inevitable: la cultura política, los intereses institucionales y el curso de los acontecimientos en Rusia y el resto del mundo trabajaron en favor de Stalin. En 1917 ningún comunista podía prever el grado de salvajismo al que se llegaría en la guerra civil: el estado y la sociedad se vieron hasta tal punto afectados por esta experiencia que ello le facilitó las cosas a Stalin a la hora de imponer una colectivización forzosa de la agricultura. Asimismo, ni Stalin ni sus generales previeron la escala de barbarie y destrucción a la que se llegaría en el frente oriental durante la segunda guerra mundial. Y, tras industrializar el país en los años treinta, los dirigentes soviéticos tampoco entendieron que la naturaleza del industrialismo cambia de generación en generación. En la década de los ochenta fueron cogidos de improviso cuando los estados capitalistas avanzados de Occidente consiguieron difundir rápidamente la tecnología informática en los sectores civiles de sus economías. Así pues, la contingencia ha sido un factor importante en la historia de Rusia en el siglo XX.
No obstante, incluso un gobernante tan autoritario como Stalin debió atender de vez en cuando las necesidades internas del sistema. La composición del Orden soviético estaba, en mayor o menor medida, en constante peligro a causa de las insatisfacciones del pueblo, de manera que se tuvieron que introducir ingredientes estabilizadores para preservarla y realizar esfuerzos por ganarse el apoyo de una amplia franja de la sociedad a fin de mantener el statu quo. La concesión de premios era tan importante como la aplicación de castigos.
Los intentos de estabilización empezaron pronto después de 1917 con la introducción de una cuota de privilegios para los funcionarios del partido y del gobierno. Antes de la revolución, en el pensamiento leninista existía una tensión entre los métodos jerárquicos y los objetivos igualitarios, pero en cuanto se hicieron con el poder, los comunistas siempre tomaron partido por la jerarquía. Con todo, la burocracia no pudo hacer lo que le vino en gana. Muy al contrario: a finales de los años treinta, la vida de un político o un miembro de la administración se convirtió en una mercancía barata. No obstante, la tendencia general a pagar bien a este estrato de la población se reforzó. Los jóvenes promovidos que pasaban a ocupar los puestos de gente muerta también pasaban a ocupar sus casas y utilizar sus tiendas y hospitales especiales. La igualdad social se había convertido en la meta de un futuro en constante aplazamiento, y las profesiones marxistas de igualitarismo sonaban como algo cada vez más hueco: desde Stalin a Gorbachov fueron poco más que encantamientos rituales.
Aun así, los dirigentes políticos también se aseguraron de que la cuota de privilegios no beneficiara solamente a los funcionarios, sino que se extendiera al resto de la sociedad. En una época tan temprana como los años veinte, a la gente que se afiliaba como miembro ordinario del partido se le concedió un mayor número de oportunidades para obtener ascensos en el trabajo y tener instalaciones para disfrutar de su tiempo libre. Asimismo, durante la mayor parte de las fases de la era soviética se produjo una discriminación positiva en favor de los descendientes de la clase obrera y del campesinado, y fue de entre las filas de tales beneficiarios del régimen de donde provino el apoyo mas fuerte.
Sin embargo, el que no todo el mundo pudiera llevar una vida placentera era algo inherente a la política oficial. En las épocas de crisis se exigieron esfuerzos enormes a la gente corriente. Durante la guerra civil, el primer plan quinquenal y la segunda guerra mundial no tuvieron acceso a algunas de las comodidades básicas de la existencia, pero en otras épocas el régimen se cuidó de imponer sus exigencias de manera peligrosamente dura: la disciplina laboral era notablemente floja para los estándares de la industria moderna de cualquier país, la calidad de las manufacturas era baja, y la puntualidad mala. Por añadidura, desde principios de los años treinta la URSS se acerco a una situación de pleno empleo, y a partir de la década de los cincuenta se configuró una red de seguridad social en forma de subsidios asistenciales mínimos incluso para los miembros más desaventajados de la sociedad. Para la mayor parte de la gente todo ello no proporcionaba una existencia confortable, pero el suministro de un nivel previsible de alimentos, ropa y viviendas ayudó a que se reconciliara con el tipo de vida que imperaba bajo el orden soviético.
Asimismo, cabe decir que la gente no se sintió atenazada durante todas las épocas: se produjeron revueltas al finalizar la guerra civil y a finales de los años veinte, y disturbios urbanos esporádicos a mediados de los años sesenta, en los setenta y a finales de los ochenta. Sin embargo, en términos generales los fenómenos de rebelión fueron escasos, un hecho que no fue sólo resultado de la despiadada violencia estatal, sino también de la existencia de una primitiva seguridad social. Había un acuerdo tácito entre el régimen y la sociedad que perduró hasta el final de la era comunista y ha mostrado ser de difícil rotura para los posteriores gobiernos del país.
Los rusos y otros pueblos de la Unión Soviética siempre han tenido ideales de justicia social y han sospechado de sus gobernantes, actitud reforzada por el carácter represivo del régimen soviético; y también advirtieron, generación tras generación, el incumplimiento por parte del Partido Comunista de sus promesas. La URSS jamás se convirtió en una tierra de plenitud para la mayoría de sus ciudadanos, y los beneficios materiales y sociales concedidos por el comunismo no fueron suficientes para ocultar la falta de igualdad que impregnaba al conjunto de la sociedad. Al tiempo, se transformó a un país de campesinos en una sociedad industrial y urbana y como en el caso de otros países, los habitantes de las ciudades trataron a los políticos con un cinismo cada vez mayor. El creciente contacto con los países occidentales incrementó el desprecio que se experimentaba por una ideología que la mayor parte de los ciudadanos nunca había aceptado plenamente. A Rusia, que en los años 1917-1918 había resultado bastante difícil de domar, no hubo forma de mantenerla bajo sujeción hacia finales de los años ochenta.
De todas maneras, los problemas a los que se enfrentaban los gobernantes rusos no eran una simple consecuencia de 1917: la herencia de los tiempos pasados también planeaba sobre sus cabezas. El tamaño, el clima y la diversidad étnica de Rusia complicaban sobremanera las tareas del gobierno. Asimismo, el país se rezagó de sus principales competidores en capacidad tecnológica e industrial, se veía amenazado por estados situados al oeste y al este, y sus fronteras eran las más extensas del mundo. La arbitrariedad del poder estatal era una característica dominante de la esfera pública, las instancias oficiales descuidaban el respeto de la legalidad y la jerarquía política y administrativa estaba excesivamente centralizada. Por añadidura, Rusia tenía una administración que a duras penas llegaba a las clases sociales más bajas desde el punto de vista de la vida cotidiana: la mayor parte de la gente estaba absorta en los asuntos locales y era insensible a las proclamas patrióticas. La educación no estaba ampliamente difundida, la integración civil y la tolerancia entre las clases eran mínimas, y el potencial de los conflictos interétnicos iba en aumento. Las relaciones sociales eran extremadamente duras y a menudo violentas.
Al subir al poder, Lenin y los comunistas esperaban resolver rápidamente la mayoría de estos problemas. La revolución de octubre que habían llevado a cabo estaba destinada a facilitar que estallara una revolución a lo largo y ancho de Europa y se redefiniera la agenda política, económica y cultural de todo el planeta. Pero, para su consternación, eso no sucedió, por lo que los dirigentes del partido se tuvieron que concentrar cada vez más en los problemas heredados de la época de los zares.
En realidad, las acciones de Lenin y sus sucesores a menudo tuvieron el efecto de agravar antes que de resolver los problemas. Incluso antes de la revolución de octubre, sus teorías presentaban una inclinación hacia los métodos de gobierno arbitrarios, intolerantes y violentos, y pese a su anunciado objetivo de crear una sociedad desprovista de opresión, se convirtieron rápidamente en opresores con un grado de intensidad sin precedentes. Ya fuera de manera consciente o no, los comunistas soviéticos reforzaron las actitudes políticas tradicionales del país: el recurso a procedimientos policiales de estado, a la persecución ideológica y al antiindividualismo derivaba tanto de los precedentes políticos y sociales zaristas como del marxismo-leninismo. Es más: para Stalin y sus sucesores, la preocupación por que una Rusia menor pudiera perder su rango de gran potencia fue tan importante como lo había sido para la dinastía de los Romanov, de modo que la apelación al orgullo nacional ruso se convirtió en un rasgo común de las proclamas del gobierno. Los burócratas se veían a sí mismos como marxistas-leninistas, pero actuaron cada vez más como si los intereses de Rusia debieran tener preferencia sobre las aspiraciones a la revolución mundial.
No es necesario añadir que Rusia no constituía la totalidad de la URSS y que no todos los ciudadanos soviéticos eran rusos. A lo largo de la historia de la Unión Soviética, una de las políticas del partido consistió en transmutar las identidades nacionales existentes en un sentimiento de pertenencia a un «pueblo soviético» de carácter supranacional, algo que formaba parte de un esfuerzo general del estado por erradicar toda organización o grupo que se escapara a su control. Los políticos de la dirección no se podían permitir la licencia de dejar que la autoafirmación nacional rusa se les escapara de las manos.
Pero, ¿qué era Rusia?; y ¿qué papel desempeñaba Rusia en la Unión Soviética? Estas son preguntas mucho más difíciles de contestar de lo que parece a primera vista. Las fronteras de la república rusa incluida en la URSS se modificaron varias veces después de 1917, modificaciones que en casi todos los casos implicaron una pérdida de territorio para las demás repúblicas de la URSS. Asimismo, la posición de los rusos también cambió en función de la dirección política del momento: Lenin fue cauto respecto de la autoafirmación nacional rusa, pero Stalin se propuso controlarla y explotarla con vistas a sus propósitos políticos; y, tras la muerte de Stalin, la dirección comunista soviética, pese a volver a basarse desde el punto de vista político en los rusos antes que en otros pueblos de la Unión Soviética, ni les concedió nunca un poder absoluto ni permitió que la cultura rusa se desarrollara sin restricciones: la Iglesia ortodoxa, las tradiciones campesinas y la intelligentsia librepensadora eran aspectos de la Madre Rusia que, hasta la subida al poder de Gorbachov, ningún secretario general deseó fomentar. La identidad nacional rusa fue constantemente manipulada por las intervenciones oficiales.
Para algunos testimonios, la era soviética representó un ataque contra cualquier cosa que fuera esencialmente rusa; para otros, la Rusia de Stalin y Brezhnev consiguió cumplir su destino como república dominante dentro de una Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas; mientras que, para otros, ni el zarismo ni el comunismo encarnaron la quintaesencia real de la identidad rusa. En consecuencia, la historia de Rusia va a seguir siendo tan políticamente delicada como lo era en tiempos del Partido Comunista soviético. Sin embargo, no se trata de un debate cuya realización corresponda solamente a las figuras públicas: los rusos en general están interesados en las discusiones en torno a Nicolás II, Lenin, Stalin y Gorbachov, unas discusiones en las que están involucrados tanto el pasado como el presente.
En esta obra el objeto de mayor atención es Rusia, pero su historia es inseparable de la historia del imperio ruso, la Unión Soviética y la Comunidad de Estados Independientes. Sería artificial tratar exclusivamente los temas rusos en esa multitud de casos en los que esos temas están vinculados a la situación existente en zonas adyacentes. La intención que ha guiado mi obra ha sido la de omitir del relato los acontecimientos y situaciones que tuvieron un leve impacto sobre «Rusia» y sólo afectaron a las zonas no rusas del imperio ruso, la URSS y la CEI. Por otro lado, los capítulos del libro no se plantean como un relato del imperio ruso, de la Unión Soviética y de la Comunidad de Estados Independientes con un tratamiento sólo de soslayo del «factor ruso», ya que la historia general de esta enorme zona de Europa y Asia sólo se puede comprender cuando se pone de relieve la historia de Rusia.
En un nivel más general, la obra se orienta hacia el tratamiento de la historia soviética como un período unitario y el análisis de sus fortalezas y debilidades internas. En épocas recientes, se ha convertido en algo habitual afirmar que el comunismo se habría podido erradicar fácilmente de Rusia en cualquier momento de sus setenta años de existencia, pero esta es una idea tan exagerada como la anterior concepción convencional basada en la idea de que el régimen era impermeable a cualquier tipo de presión interna o externa.
Pero, ¿qué tipo de régimen era la URSS? En los capítulos que siguen se examinan las continuidades con el régimen zarista, así como los elementos supervivientes del orden comunista en la Rusia postsoviética. La naturaleza cambiante de la identidad nacional rusa también ocupa un lugar importante, y se ofrece un análisis no sólo de la dirección política central, sino también del conjunto del régimen y del resto de la sociedad; es decir, la atención no se limita a la «personalidad» de los dirigentes o a la «historia desde abajo», sino que el objetivo propuesto es el de proporcionar un análisis de la compleja interacción entre gobernantes y gobernados, una interacción cuya naturaleza cambió a lo largo de las décadas. El lector no se va a encontrar solamente con los aspectos políticos, sino también con los económicos, sociológicos y culturales, pues el principio rector que ha animado el libro es el de que logremos desenmarañar los misterios de Rusia con sólo una vista panorámica de la Rusia del siglo XX.
Se presta una mayor atención a la política que a cualquier otra cosa, y esto es deliberado. El orden económico, social y cultural de Rusia a lo largo del siglo XX resulta bastante incomprensible sin atender constantemente a los desarrollos políticos. Las políticas e ideas de la dirección del partido contaron mucho, y también lo hizo el hecho de qué dirigente estuviera en la cima del poder en un momento dado. La política penetró en casi todos los ámbitos de la sociedad soviética, y aunque los propósitos de la dirección se frustraban frecuente y sistemáticamente, jamás dejaron de tener un impacto profundo sobre la sociedad.
Rusia ha vivido un siglo extraordinario. Su transformación ha sido impresionante: de una monarquía autocrática a un presidente y un parlamento electos pasando por el comunismo; de un desarrollo capitalista a las reformas de mercado pasando por una economía planificada de propiedad estatal; de una sociedad en su mayor parte agraria y analfabeta al industrialismo urbano y la alfabetización. Ha padecido revoluciones, una guerra civil y terror de masas; y las guerras que ha mantenido contra otros estados han incluido su defensa, su liberación y su conquista. En 1900 nadie preveía estos giros abruptos del destino, y nadie puede estar seguro de lo que deparará el siglo XXI. Pocos son los rusos que quieran repetir la experiencia de sus padres y abuelos: la gente desea los cambios pacíficos y graduales. Entre los factores que afectarán a su progreso habrá una capacidad para ver el pasado a través de anteojos que no estén empañados por la mitología y sin el impedimento de obstáculos al debate público y al acceso a los documentos oficiales.
Winston Churchill definió a Rusia como «un acertijo envuelto en un halo de misterio dentro de un enigma». Dado que se van iluminando muchos rincones oscuros, nunca hemos estado mejor situados para tomar las medidas de un país cuya historia transformó el mundo de pies a cabeza después de 1917. Durante siete décadas el comunismo soviético se ofreció a sí mismo como modelo de organización social; y aun en su transición desde el comunismo Rusia ha mantenido su interés general. Es una ilusión de estos tiempos que corren el pensar que, tras la disolución de la URSS, el capitalismo posee todas las respuestas a los problemas con los que se enfrenta nuestro problemático mundo. El comunismo es el joven dios que fracasó; el capitalismo, una deidad más antigua, aún debe triunfar la mayor parte del tiempo a ojos de la mayor parte del mundo.
INDICE
Introducción
1- ¿Y Rusia? (1900-1914)
2- La caída de los Romanov (1914-1917)
Primera parte
3- Conflictos y crisis (1917)
4- La revolución de octubre (1917-1918)
5- El nuevo y el viejo mundo
6- Guerras civiles (1918-1921)
7- La Nueva Política Económica (1921-1928)
8- El leninismo y sus descontentos
Segunda parte
9- El primer plan quinquenal (1928-1932)
10- Fortalezas asaltadas: cultura, religión y nación
11- Terror y más terror (1934-1938)
12- Frente al totalitarismo
13- La segunda guerra mundial (1939-1945)
Coda
14- Sufrimiento y lucha (1941-1945)
Tercera parte
15- Los martillos de la paz (1945-1953)
16- El déspota y sus máscaras
17- «Desestalinización» (1953-1961)
18- Esperanzas defraudadas (1961-1964)
19- Estabilización (1964-1970)
Cuarta parte
20- «Socialismo desarrollado» (1970-1982)
21- Privilegio y disconformidad
22- Hacia la reforma (1982-1985)
23- «Glasnost» y «perestroika» (1986-1988)
24- El hundimiento del imperio (1989)
25- Comienzo y final (1990-1991)
26- El poder y el mercado (1992-1993)
27- ¿Y Rusia? (1994-1997)
Epílogo: el pasado y el futuro
Notas
Bibliografía
Indice alfabético
Indice de mapas